7
Dejándose la piel
Are we really living or just walking dead now?
Sincerely, Jane, JANELLE MONÁE
Probablemente nada hubiera ocurrido en el Camp Nou si los globitos de Jacin no hubiesen estallado al aplastar inadvertido su culo contra su asiento, minutos antes, filtrándose aquel brebaje más que espirituoso por los huecos y resquicios de la grada hasta el túnel interior.
Probablemente, a lo sumo, Jacin y Luz hubieran sido conminados a desalojar el estadio en los minutos subsiguientes y cualquier sorpresa desagradable para el respetable público hubiese tenido lugar fuera del recinto deportivo, posibilitando que el partido evolucionara dentro de la más completa normalidad (una normalidad interpretada dentro del violento margen que un cacareado duelo como aquel podía permitir concebir a cualquier aficionado).
Pero el filiforme arbitro del encuentro acogió la nefasta idea, cuando estaba ya a punto de pitar el inicio del —¿cómo dicen los locutores?— «apasionante match,» de interrumpir su acción y regresar al túnel de vestuarios bajo las gradas.
El arbitro en cuestión se trataba del condecorado colegiado Gian Nögler, un flemático suizo reputado por su objetividad y frío temperamento. Se había evaluado que un hombre de su nacionalidad sería lo suficientemente «neutral» en un pulso de tal calibre emocional, y al mismo tiempo compartiría cierta empatía para con los catalanes (o eso creían ellos), dado que éstos estimaban que España para Catalunya debía ser valorada a ojos de Nögler como Alemania para Suiza: el hermano mayor malo, brutal y desconsiderado que no les dejaba volar libres ni se andaba con gentilezas hacia sus pequeñas pero ricas dimensiones geográficas y culturales.
La realidad es que a Nögler no podían importarle menos las pretensiones independentistas de Catalunya ni el miedo de un país para él tan ridículo como España a perder su integridad. Lo que realmente le importaba era que sufría una migraña tremenda por culpa de su mujer, que se había pasado toda la noche aconsejándole sobre cómo tratar con guante de seda «a esos irascibles turcos» (sic), para no salir con una contusión provocada por los golpes de algún jugador o el botellazo, mira tú, de algún espectador fanático. Nögler no estaba preocupado —llevaba años ya de práctica irreprochable del oficio arbitral y había participado en tres Mundiales—, pero su esposa parecía no saberlo a estas alturas de su vida profesional… y a esas horas de la noche tan poco proclives a la conversación animada.
El resultado lógico era que el arbitro suizo padecía un dolor de cabeza demencial debido a la falta de sueño y el parloteo de su consorte. Por señas —¿por qué estos españoles nunca aprendían a hablar inglés?— acababa de solicitar a un asistente en el vestuario que le consiguiera algún calmante, pero el partido iba a comenzar y el fulano —«typical Spanish behaviour», bufó Nögler para sus adentros, a pesar de que el asistente era catalán— no había aparecido aún con el medicamento requerido.
Fue ése el motivo, y no otro, de que Gian Nögler se volviera corriendo, contra todo pronóstico, desde el centro del terreno de juego hacia el auxiliar que le hacía muecas a pie de la línea exterior del campo, enseñándole un bendito blíster en la mano.
Nada grave hubiera ocurrido, empero, si el arbitro se hubiese tomado su ibuprofeno en el mismo punto donde aguardaba el asistente, como cualquier hijo de vecino. Sin embargo, el pudor calvinista le pudo: necesitaba el analgésico para sobrellevar con su serenidad legendaria las siguientes dos horas, pero le daba corte administrárselo delante de todas aquellas gentes bárbaras, de cuyo respeto incondicional también precisaba para que el comportamiento de las masas no se desmandase y los jugadores no le arrebataran las riendas de un partido tan difícil como aquél. ¿Qué pensarían de él si le veían endosarse el fármaco allí mismo? ¿Creerían que estaba dopándose?
Así que agarró el envase con un repente urgente y penetró un par de metros en el túnel, para engullir su droga a resguardo de la mirada pública.
El problema estribaba en que la pastilla era bien gorda y al idiota del asistente no se le había pasado por la cabeza de chorlito suministrarle también un vaso de agua. Así que Nögler echó la cabeza atrás y, tras depositar la pildorota en la boquita, se esforzó en tragarla a pelo, a golpe de laringe y saliva.
De pronto, notó que un líquido le golpeaba precisamente contra el cielo del paladar, propiciando la entrada súbita del tosco comprimido en su organismo. El sabor del reguero invasivo le desconcertó: era parecido al vino, pero desagradablemente agrio y desmesuradamente intenso. Cerró la boca por acto reflejo, mas era demasiado tarde: sintió como si una bomba de nitrógeno le explotara garganta abajo.
El hilo tinto había fluido desde el techo del túnel, accidentalmente. Al principio, Nögler atribuyó su gusto demoledor al ibuprofeno e incluso llegó a apreciar por efecto placebo que le recorría un hormigueo reconstituyente. No le otorgó excesiva credibilidad al incidente y retornó trotando al campo, mientras el donoso president hacía mutis en sentido contrario con su botella de vino bien acunada en la horquilla del brazo, y los capitanes de los equipos en lidia observaban al suizo trotón con cierta sorna impaciente.
—Démosles el espectáculo que merecen, muchachos —les espetó Nögler en inglés, a modo de ambigua disculpa, como si alguno de ellos le fuera a entender, antes de soplar el silbato con renovada pose competente.
Y nada más indicar el arranque del partido, el arbitro Gian Nögler cayó como un soldado de plomo sobre la pelota.
Ni tiempo le dio al jugador catalán a efectuar el saque.
Los dos capitanes se miraron, sin saber cómo reaccionar. ¿Qué había sido aquello? ¿El arbitro se había desmayado de golpe y porrazo tras la breve carrera? El caso es que Nögler permanecía inerte sobre el balón, tirado boca abajo en el suelo como un saco de cucos.
Finalmente, el recio capitán-defensa local se resolvió a inclinarse sobre el cuerpo yacente del suizo, mientras el médico apostado a pie de campo para estos casos corría que se las pelaba desde las lindes hacia el centro del césped. La cara que puso el jugador acuclillado fue un poema premonitorio: no le encontraba el pulso al helvético.
—Otra muerte súbita, ya verás —auguró el capitán español, que flipaba en colores.
—No creas, que yo soy muy torpe para esto —se excusó el catalán con su característica humildad, especulando que quizás era cosa suya—. Que a mí lo de pillar el pulso se me da fatal… Si al menos tuviera a mano un espejito…
El médico tomó su lugar ante el suizo despatarrado, pero tampoco le halló el pulso por más que palpó en muñeca y cuello.
—Mare de Déu… —musitó el buen hombre, sin mayor rasgo de personalidad o trazo psicológico perceptible a primera vista ni digno de anotación (físicamente tampoco destacaba por nada).
Con premura, el galeno reclamó mediante un giro de la mano a los efectivos paramédicos que acudiesen a retirar en camilla al colegiado. Plantada ante el televisor, la esposa del suizo rebullía histérica, maldiciendo a aquellos turcos que habían inducido a un infarto de preocupación a su marido.
Lo que ningún espectador se figuraba aún es que en las gradas estaba sucediendo algo similar por partida doble: el corazón de Jacin también había cesado de latir mientras era trasladado por varios mozos de escuadra hacia la salida del estadio. Los policías percibieron que el joven se dejaba caer, pero recelaron que se trataba de alguna jugarreta o estratagema para librarse del cepo de sus brazos, así que continuaron arrastrándolo exánime (o sea, con el alma fuera) entre varios, hasta sacarlo a la calle. Allí, se dispusieron a depositarlo dentro de uno de los coches del Cuerpo para conducirle a comisaría.
A ninguno de los mossos, más pendientes de que Jacin estuviera fingiéndolo todo y echara a correr cuando menos lo previeran, se le ocurrió tomarle el pulso o comprobar su estado real de salud. Incluso alguno se sobró arreándole una patada en el culo, ahora que la calle estaba desierta y nadie podía denunciarle por violencia policial. ¡Menos mal que Jacin ya no llevaba la botella insertada en el ano!
Por su parte, tras un par de minutos de refregarse los ojos y agitar la cabeza, Luz había caído redonda en brazos de Eva: éste, atónito ante el inesperado giro de los acontecimientos, no acertaba a asistirla. Estupefacto, sostenía mal que bien a Luz y le propinaba leves palmaditas en el rostro para reanimarla, pero el peso muerto de la muchacha y el lacio abandono de sus miembros, junto a la adorable cabeza que se le iba continuamente hacia atrás por más que él la levantara, le hacía sospechar que algo muy grave y definitivo se había producido. La nada desdeñable masa corporal de Luz le abrumaba cada vez más en sus débiles bracitos, obligándole a arrellanarla lo más compuesta posible sobre su asiento. Pero la dichosa cabeza se le seguía escapando hacia abajo…
Mientras, al fin los camilleros llegaron a la altura del cuerpo desmadejado del arbitro en su vehículo de motor eléctrico, mucho más lento que si hubieran echado a correr de buenas a primeras. Colocaron la camilla en el césped y aferraron el bulto suizo por pies y hombros para situarlo encima.
Ése fue el momento que el ser anteriormente conocido como Gian Nögler aprovechó para abrir los ojos.
Los camilleros se pegaron tal susto que ejecutaron un salto hacia atrás de un metro exacto cada uno, soltando el paquete —¿humano?— a alguna distancia del suelo: eso les salvó la vida.
Nögler se desplomó sobre el césped, pero no pareció notar nada. No estaba al tanto de si sentía o no dolor. Sus ojos se habían convertido en una roja red de sobresalientes nervios ópticos y su piel se había endurecido como si perteneciera a un animal disecado en segundos.
Por desgracia para el capitán catalán, éste no se había apercibido de la inusitada resurrección del colegiado, enzarzado como estaba en una cariñosa conversación con el capitán rival, con quien en el fondo se llevaba de puta madre: de hecho, ya estaban a punto de superar diferencias patrioteriles supuestamente irreconciliables para fundirse en un abrazo de amistad viril forjada por años de loable compañerismo, veteranía profesional y ojitos en el vestuario, cuando el arbitro divisó desde el suelo al futbolista local, que se holgaba de su fraternidad reinstaurada a sólo un paso de él y, sin pensárselo siquiera una vez y con buen arbitrio, le clavó la dentadura a la altura del tobillo y le arrancó de un tirón, con clamorosa facilidad, el tendón de Aquiles.
El catalán cayó derribado de espaldas, cuan fortachón era, aullando de rabioso dolor. Con gula indisimulada, Nögler se le echó encima, intentando cazar con su mandíbula batiente lo primero que sobresaliera del cuerpo del jugador, bajo la ropa: y lo primero, evidentemente, era su pene, bien conocido por todos sus compañeros de vestuario debido a la notoriedad de sus proporciones y su ánimo juguetón. El arbitro atrapó el miembro en cuestión con una mordedura letal de sus incisivos, rasgándolo de cuajo. El alarido de su víctima fue tal que a buen seguro podrían haberle oído desde Madrid, aunque quizá lo hubieran confundido con un entusiasta grito de «¡gol!», debido al oído viciado.
El capitán español, por su parte, obró con prontitud para salvar a su rival —pero también camarada— de las fauces de aquel loco: él sin pensárselo dos veces (aunque sí al menos una), arreó tal patadón contra el hocico del arbitro, que aún ostentaba colgando en los labios el pene ajeno, que los tacos de la bota estrujaron y deformaron aún más lo poco reconocible que había quedado del célebre pito catalán tras su imprevista amputación.
El capitán-guardameta se llevó las manos a la cabeza al ver que había contribuido más bien a terminar de aplatanar los testículos y el pollón de su colega. Aquello ya no habría manera de coserlo de nuevo, pensó, a no ser que su ex propietario quisiera mantenerlo pegado como triste recordatorio de lo que había sido y ya no era. Lo que había constituido un hermoso, exitoso y bien torneado falo, ahora semejaba poco más que la desangelada funda de un miniparaguas.
El jugador procuró apuntar esta vez mejor, dirigiendo su puntera hacia la sien del colegiado. Pero Nögler, que en su nueva identidad sobrenatural era capaz de compaginar la deglución con la caza, adivinó el amago atacante y placó con ambas manos el pie a media patada, inmovilizándolo en el aire: luego, sin apenas pausa, hincó los dientes sobre la apetitosa espinilla del capitán, aunque se dio tal durísimo encontronazo en los piños con la robusta tibia del futbolista que una de sus paletas se quebró y salió disparada.
—¡Aaaauh! —chilló el madrileño, forcejeando por desasirse del insaciable suizo.
Ni que decir tiene que a estas alturas del partido, tanto el médico como los camilleros habían desertado del campo bajo la inflexible aplicación del lema «pies para qué os quiero», garantía de supervivencia personal para cualquier individuo que precie su existencia por encima de la de los demás. Sólo la camilla quedó allí descuidada, aunque algunos jugadores incautos de ambos bandos seguían aproximándose a la violenta escena, todavía incrédulos ante lo acaecido y fieles a la poco significativa media de su coeficiente de inteligencia.
Paralelamente, la mayor parte del público presente se había incorporado de los asientos y fisgaba el percance en un silencio casi reverencial. Ni en cien años de reflexión preventiva hubieran disparatado que iban a presenciar un cuadro semejante sobre el terreno de juego: no era aquello lo que habían pagado por ver, pero tampoco lograban decidir si aquello era mejor o peor que el espectáculo que esperaban. Sencillamente, aún no habían asimilado lo que se estaba desarrollando ante sus ojos. ¿Formaría parte de algún show preparado y ensayado de cara a la retransmisión televisiva?
Ni siquiera lograban determinar si aquellos acontecimientos entrañaban algún peligro para ellos.
Eva, a su vez, había visto cómo todos los espectadores se ponían de pie a su alrededor, la atención fija en el rectángulo de juego. También oía los mugidos de los jugadores agredidos, pero ahora tenía un asunto más espinoso entre manos: Luz parecía haber muerto sin previo aviso delante de sus narices.
La desesperación empezaba a apoderarse de su voluntad. Por más empeño que ponía en reanimarla con manotazos en los mofletes, con sacudidas sobre el pecho, ¡con pellizcos en las orejas!, no había tu tía. El cuerpo de Luz continuaba exangüe entre sus brazos.
—¡Que alguien me ayude! ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE! —comenzó a gritar. Pero nadie le hacía caso, todo el mundo miraba en dirección al arbitro caníbal. ¡Como para perderse detalle!
Un nuevo berrido desgarrador proveniente del centro del campo llamó también la atención de Eva. Los forofos, afanándose por ver, se revolvían con tendencia a apretujarse, a empujarse y precipitarse sobre el joven, sin dejarle espacio de maniobra para proteger a Luz (o lo que quedara de ella) de sus embates de rebaño obcecado por atisbar. Sentado como estaba, Eva respondió a los hinchas con rencorosos enviones y se empinó para averiguar qué era lo que devenía sobre el césped que impedía que alguien le prestara a él la más mínima consideración o el más elemental socorro.
En ese intervalo, Luz abrió los ojos un chisguete: cárdenos y enfermizos, como al borde de la corrupción absoluta, los fijó en Eva.
Eva se giró hacia ella y, sin reparar en los párpados semiabiertos de su amada, la abrazó para ampararla de los involuntarios codazos y golpes de cadera de los circunstantes, que a cada minuto transcurrido los asediaban con mayor ímpetu. Apoyó la carita de Luz entre su clavícula y cuello, para acomodarla mejor. Ella volvió a abrir los ojos y en esta ocasión también la boca, en pleno decaimiento aún pero enardecida quizá por el toque de aquella tierna carne rebosante de vida…
Entornó los párpados de nuevo justo cuando Eva arrimó el rostro de ella a su altura, ansioso por vislumbrar un rayo de esperanza en la contemplación de los rasgos de aquella mujer que le había arrebatado el corazón… y que quizá, sin que él lo supiera aún, pronto se lo arrebataría de nuevo, esta vez de manera literal y gastronómica.
Descubrió que los labios de Luz se entreabrían. Lo único que se le ocurrió entonces fue lanzarse a insuflar oxígeno a través de ellos, mediante la operación del boca a boca. El tacto de los labios femeninos le supo extrañamente reseco y rancio, como el de un muñeco de látex.
—Eh! EH! Què collons fas??? —rugió una voz a pocos metros de él. Eva alzó la cara y se encontró con la imponente figura de Blai mirándole con los ojos entrecerrados, en un gesto de odio solamente contenido en tanto en cuanto aquel idiota con nombre de mujer le explicara de forma razonable qué demonios estaba haciendo con Luz—. QUÈ LI HAS FET??? QUÈ LI PASSA!!!
—Nada, no le pasa nada… Bueno, no sé… —se apresuró a justificarse Eva, incapaz de comunicar al fornido negro lo que sospechaba: que Luz había muerto, aunque no tuviera la menor idea de por qué causa ni a cuenta de qué.
—¡DÉJALA! ¡No la toques ni la beses! ¡Hemos de llevárnosla de aquí! —Blai sacó a relucir una vez más su afilada navaja culé—. ¿Es que no ves lo que está pasando? ¡Es como en las pelis!
—¿Q-qué está pasando? —preguntó Eva, todavía trastocado por la situación crítica, quizá ya irreversible, de Luz. Eso era lo único que estaba PASANDO que a él le concernía en ese momento… a no ser que lo que estaba sucediendo en el partido estuviera relacionado de alguna forma con el súbito fallecimiento de su compañera.
Mientras Eva interrogaba a Blai, Luz volvió a izar con suavidad los párpados. Sus ojos de esclerótica bermeja se posaron codiciosos en el palpitante gollete y la rubicunda mejilla de Eva. Pero aún no parecía convertida del todo a la nueva raza. Era como si Luz estuviese luchando dentro de su propio organismo por seguir imponiendo su propia conciencia a un ejército invasor que iba transformando sus células para someterlas bajo la bandera de la irracionalidad.
—¿QUÉ ES LO QUE ESTÁ PASANDO? —increpó Eva, sin advertir que su amada le estaba observando con criterio cada vez más alimenticio.
Y entonces la gente echó a correr en estampida.
Lo que estaba PASANDO era que el campo de fútbol se había transmutado en el nada seguro marco de una encarnizada carnicería.
El otrora colmo de la apacibilidad y el pacifismo, Gian Nögler, se había ensañado en la pierna del capitán español, comiéndosela hasta dejar los metatarsianos bien mondos. En el ínterin, el guardameta había sucumbido en una muerte súbita idéntica a la del suizo… y como la de Jacin… y como la de Luz. Lo mismo le había sobrevenido también al capitán catalán, pero éste ya había despertado a su nueva vida… o infierno.
Como si no estuviese PASANDO nada anormal, el melenudo defensa se había enderezado para brincar con engañoso paso manso hacia el grueso de los jugadores de su bando, que se apiñaban a unos quince metros, todavía patitiesos y sin espíritu para absorber aquel desatino, viendo a su compañero aproximarse dando saltitos a la pata coja y capado… sin exteriorizar el bello bruto ninguna muestra de dolor, eso sí: como si tal cosa.
Sólo al llegarse hasta los demás, demostró el futbolista necesidad de arropamiento y sujeción, echando los brazos por encima del hombro de sus colegas de equipo, que le sostuvieron con el pánico en la mirada y toda la predisposición del mundo a ayudarle en su agonía.
—Pero ¿qué locura es ésta? —le gritó implorante uno de los delanteros, algo charneguillo, como probaba el hecho de que en tal espiral de horror hubiera recurrido al idioma materno—. ¿Qué te ha hecho ese cuervo?
—Si necesitas algo con tu familia —le informó titubeante un central que, al ver cómo chorreaba sangre, ya lo daba por muerto—, ya sabes que yo, todo lo que esté en mi mano…
Dicho y hecho. El capitán agarró la mano del inminente interfecto y a lo tonto le devoró todito hasta la muñeca. Luego fue repartiendo mordiscos a Troche y Moche, y a cualquiera que no hubiera sido suficientemente espabilado para salir cagando leches del radio de sus fauces. La sangre de varios jugadores explotó en el aire como fuegos artificiales de un único color…
En cuanto esos jugadores damnificados por las mordeduras culminaron asimismo el proceso de transformación en aquella nueva naturaleza inhumana, varios de ellos se cernieron sobre el grupito español, sin por ello renegar del liderazgo del capitán-defensa, que en su hartazgo cárnico había dilucidado que aquellas reses mesetarias eran un objetivo aún más preciado que cualquier otro.
La selección española cayó literalmente bajo el abrazo mortal de sus rivales y el césped empezó a teñirse de color carmesí. La Roja se hizo roja en un abrir y cerrar de dientes.
Aquella cruzada entre España y Catalunya se estaba plasmando de modo mucho más cruento de lo que ni el más violento fanático hubiera podido soñar. Cuando los periodistas vaticinaban que los jugadores locales se «comerían vivos a los visitantes», no se referían precisamente a aquella devastación.
Pero ése precisamente era el espectáculo que se había desatado al hilo de aquella balompédica lid: los jugadores catalanes se zambullían sobre los españoles y se los merendaban tal cual, ¡y sin pelota de por medio!
Alguno de ellos, como el delantero centro español —hacia quien sus propios camaradas de camiseta albergaban formidable ojeriza— fue desmontado como un Airgam Boy e íntegramente deglutido por miembros de uno y otro bando, de forma que no quedó materialmente ninguna parte del cuerpo con la suficiente consistencia para sumirse en ningún letargo que no fuera el de la digestión en los estómagos de sus devoradores. Del pobre no sobrevivió nada que pudiera resucitar.
Apenas restaba nadie vivo ya de ambos equipos —vivo al menos como entidad originariamente humana—, sino dos o tres empecinados que se denodaban aún por el centro del campo, driblando los muy testarudos las acometidas de mandíbulas hambrientas… cuando el espacio sonoro del estadio se llenó de tiros y explosiones.
Fue cuando la multitud de las gradas se consagró a correr en masa.
El perímetro del campo había sido ocupado por brigadas móviles de la policía autonómica, que desplegaron sus subfusiles antidisturbios GL-06LL para contener aquella impredecible horda de futbolistas asesinos, de enrabietados Rabiosos, como pronto se les bautizaría. Seguros de que la ola de asesinatos y conversiones al canibalismo no menguaba, los mozos comenzaron a disparar sus pelotas de goma a discreción.
Sin embargo, los proyectiles semiesféricos apenas se hicieron notar en el embotado sentido táctil de los merendadores de hombres que, como mucho, aspaventaban con algún brazo suelto, como si el impacto de aquellos disparos, aptos para inhibir la acción muscular de cualquier persona, no se dejara sentir en su coriácea piel mucho más que la picadura de un mosquito molesto.
Al constatar la inutilidad de sus armas antidisturbios, los mossos echaron mano de sus pistolas de fuego real, mientras el equipo GEI tomaba las riendas de la contención policial. Sus entrenados hombres cerraron el cerco internándose un par de metros en el terreno hábil de los futbolistas y, protegidos con cascos y escudos, iniciaron el exterminio inmediato: otra cosa habría sido exponerse a una infección masiva, según podía intuir cualquiera casi a ciencia cierta. No podían consentir que las mutaciones fueran más allá de los equipos y se contagiaran también a la ciudadanía en las gradas.
Por eso esta vez los mozos no se anduvieron con remilgos ni miramientos de recatada policía occidental: mientras las brigadas móviles descerrajaban al tuntún sus Walther P-99 de alcance corto, los GEI agotaban las treinta balas en los cargadores de sus metralletas HK UMP, con órdenes explícitas de apuntar y tirar a cabeza, boca y ojos (por este orden de prioridad) de todos los jugadores.
También habían recibido instrucciones claras sobre no diferenciar en absoluto entre futbolistas aún humanos y los transformados: no podían correr ya ningún riesgo. Debían acabar con todos.
Así pues, los primeros Rabiosos en morir fueron los escasos jugadores que aún no habían sido mordidos por sus atacantes, presa de varios boquetes en el cuerpo. Mientras aterrizaban al césped cadáveres, más de un mosso imaginó que sobre sus figuras supinas aparecían de la nada, como «bonus» de un videojuego, monedas gigantes anunciando el precio puesto sobre cada cabeza agujereada: en este caso, las millonadas que sus respectivos clubes de fútbol habían pagado por cada uno de ellos.
Al sonido de los primeros tableteos de los subfusiles automáticos, la gente en las gradas rompió a huir espantada. Fue como si, al escuchar los rotundos estampidos de las HK, por vez primera adquirieran conciencia del peligro al que estaban expuestos.
Luz emergió también de su aletargamiento y abrió del todo los ojos, más corintos y sedientos que antes. La posesión, o lo que fuera que se había adueñado de sus sentidos, era ahora completa.
Contempló varios segundos a Eva, que a su vez contemplaba horrorizado la matanza en el campo… Un atisbo de piedad humana afloró a los ojos de la nueva bestia que había usurpado el lugar de Luz… para ser ahogado rápidamente por una única emoción: el hambre atroz.
Eva era ahora para ella solamente una pieza de carne hacia la que abalanzarse.
Pero, por una décima de segundo, Luz vaciló en su propósito: de repente, se giró hacia Blai, quien también se había distraído unos instantes para ser testigo de la masacre de futbolistas, sanos e infectados, bajo el tiroteo de los mossos d’esquadra. La mano aún empuñaba su propagandística navaja, olvidada ahora prácticamente ante lo insólito del drama que se desenvolvía ante sus ojos.
Luz miró la navaja. Luego, el cuello de Blai. Poco a poco, una nueva idea parecía moldearse por entre la bruma de su cerebro de fiera. En cuestión de un plis plas, la criatura cambió de opinión sobre sus intenciones y, como una exhalación, se arrojó sobre Blai.
El boix noi y Eva se volvieron justo en esa eternidad centesimal, anticipando el movimiento depredador de la mujer aparentemente fallecida. Pero para cuando quisieron defenderse ante la insospechada velocidad de Luz, ya era demasiado tarde. La chica atacó como un rayo la mano de Blai, arrebatándole rauda la navaja, sin parar mientes en la incisión que la hoja mal asida le infligió en su misma palma.
Ni cuenta se dio ella: con el arma blanca en la mano negra, sustituido el antiguo lustre de la piel femenina por un marrón mate, fino y apergaminado como el cuero viejo, Luz dedicó una última mirada a Eva antes de actuar.
Era una mirada de despedida.
Y entonces, Luz se rebanó el pescuezo.
Lo hizo de un tajo y sin dudas. La hoja penetró la carne mustia y por varios segundos dio la impresión de que de la herida no iba a brotar sangre ninguna. Luego, de pronto, brincaron al aire borbotones de savia también más oscura y más triste que la humana.
—¡Luz, no! —exclamaron Eva y Blai al unísono.
Luz quedó prostrada sobre su asiento, mirando el vacío o quizá las lenguas granas que se volcaban a sus pies desde la brecha de su cuello.
Eva no consideró ningún riesgo y abrazó de nuevo a Luz, tratando de parar con su cuerpo una hemorragia irremediable. Blai se desmoronó de rodillas y su fachada de tipo duro se resquebrajó hasta permitir una cascada de lágrimas sinceras que afluían ante aquella muerte sin fundamento ni lógica. Era, a fin de cuentas, una muerte demasiado traumática para su mentalidad caramelizada de pandillero urbano del Primer Mundo.
—Bu-bu-buscaré ajuda —dijo por fin, y saltó a proferir gritos de socorro entre la manada de humanos a la fuga.
Pero no era tiempo de buscar auxilio ni asistencia médica ni siquiera unas palabras de compasión. Era tiempo de escapar del estadio.
De alguna manera Eva lo sabía. Sabía que era preciso sacar a Luz de allí. Seguramente ya no serviría de nada lo que hiciera a posteriori para reanimarla, pero presentía que, si Luz había muerto una vez, y ahora moría una segunda, bien podía quedarle una oportunidad de vivir antes de morir una tercera.
Él agotaría todas las probabilidades.
La apretó más contra sí. Luz permanecía con los ojos abiertos pero sin ver, brutalmente sanguíneos, acurrucados y ciegos contra el pecho de su amor. Eva la elevó a pulso y comenzó a correr con ella en brazos, el subidón de adrenalina proporcionándole una ráfaga de energía suficiente para no acusar el peso de su chica.
A grandes zancadas la condujo entre un torbellino de hombres y mujeres asustados en plena espantada hasta el acceso de salida.
Mientras, frente a sus pequeñas pantallas, millones de ciudadanos asistían como pasmarotes al insuperable show televisivo consistente en mostrarles cómo los mejores jugadores de Cataluña y España, las dos selecciones de fútbol con lo más granado de la península y sus territorios insulares, eran aniquilados sin remisión por la policía.
Obviamente, los televidentes no entendían nada. ¿Se trataba de algún maquiavélico atentado para apoyar un pronunciamiento de independencia? ¿Era acaso la declaración de una guerra oficial entre España y Catalunya?
Los miembros de la GEI no toleraban dilemas morales que entorpecieran su incursión de limpieza. Sus cargadores se vaciaban y eran reemplazados como por ensalmo.
Bajo esa efectiva balacera, los cerebros y mandíbulas de aquellos Rabiosos caníbales volaban por los aires antes de que sus mismos dueños pudieran olerse el porqué de su desintegración. Después, los cuerpos descabezados, o desojados, o desbocados de esos seres apetentes proseguían caminando, pero ya sin guía visual por la que orientarse hacia nuevas presas o sin el instrumento bucal indispensable para despedazar y tragar carne humana.
Poco a poco, todos los futbolistas fueron pulverizándose bajo la munición policial, reducidos a pollos aún tambaleantes y espasmódicos, pero sin motor ni dirección.
Los GEI se atrevieron a pisar la totalidad del campo, trocado ahora en una balsa de chillón grana, sin ningún azul de por medio. Ante la visión de aquellos desorientados cuerpos decapitados, algunos todavía andantes, y de aquellos torsos sacudidos por accesos motrices, incluso de brazos sueltos acometidos por espasmos casi eléctricos, el teniente sorprendió a sus superiores exigiendo por radio una partida de machetes o, en su defecto, de cuchillos de hoja ancha.
—Vamos a tener que cortar mucho aquí para acabar de matar a estos cracks —masculló por toda aclaración.
En cuanto a Jacin, algo en su connatural instinto de marginado le había hecho continuar fingiéndose el muerto cuando su organismo ya sabía que no lo era: no era un muerto, pero tampoco era lo que Jacin había sido antes.
Ahora era una cosa más poderosa.
Así que cuando percutieron balazos de los GEI dentro del estadio y los policías que le transportaban se giraron timoratos ante el fragor detonado, Jacin retornó a la vida y lanzó una dentellada contra el mozo más cercano.
Por suerte, éste se había percatado de la embestida de Jacin e interpuso entre su propia cara y la mandíbula agresora el cañón de su pistola. Jacin mordió sólo metal.
¡PUM!
El plomo volatilizó la campanilla de Jacin y le salió por la nuca, cruzando a su vez el cuello del policía que le sujetaba por detrás, el cual se derrumbó instantáneamente muerto.
No así Jacin, que con la boca hecha un manantial de sangre, retuvo la bastante inteligencia primaria para acabar de zafarse de sus captores humanos y echar a correr calle arriba mientras soltaba retorcidas risas.
Nadie recabó la presencia de ánimo imprescindible para perseguirle. En lugar de eso, los policías se desvivieron por revivir a su compañero caído, que ya era fiambre —éste de veras, incapacitado para resurrección alguna— cuando intentaron aplicarle los primeros auxilios.
Jacin desapareció a toda carrera por la calle de la Maternidad. Durante algunos días, no se sabría más de él.
Y al mismo tiempo que las fuerzas policiales de Barcelona acreditaban una certera eficacia letal, sofocando a la primera aquel sanguinario brote de hambre carnívora… y al tiempo que miles de aficionados al fútbol evacuaban el Camp Nou al despavorido galope… un muchacho tuerto pugnaba por llevar en brazos, entre avalanchas humanas y desquiciados empujones, el cadáver de la única persona que le había querido.