6

Un buen partido

Estos cobardes no merecen ni siquiera ser mujeres después de la muerte.

El tesoro del Lago de la Plata, KARL MAY

La ciudad era una fiesta… y un campo de batalla.

Miles de nacionalistas catalanes habían decidido marchar por la avenida Diagonal enarbolando sus banderas independentistas, un aluvión de esteladas ondeantes o mustias que impedían el paso a los coches, redirigidos a todo correr por una sorprendida Guardia Urbana. Muchos viandantes blandían asimismo banderas azulgranas o vestían camisetas de ese color, identificando al «millor club del món» con el país que deseaban fuera mucho más que un club. Muchos padres transportaban a sus niños sobre los hombros, con los colores catalanes o culés untados en la cara, para que los retoños tuvieran claro desde el principio cuáles eran sus pinturas de guerra y no pudieran escapar a su legado territorial, iniciando la fatal vestidura de sus almas cuando aún deberían —¿deberían?— campar desnudas, sin blasones excluyentes.

Mientras, los nacionalistas españoles se desplazaban individualmente y en menor cantidad —por lo que pasaban más inadvertidos, al no atreverse a manifestar en masa sus sentimientos de tribu—, a excepción de los ultras, neofascistas y charnegos poligoneros, que ya habían creado tumultos en las proximidades del Nou Camp. Las refriegas entre fanáticos españolistas y los Boixos Nois habían llenado los informativos, diarios y noticias interneteras durante las últimas semanas, y ahora cristalizaban de veras a lo largo de este Día D para la reafirmación de la conciencia nacional catalana: españoles y catalanes se jugaban la vanidad de su identidad al juego que más les importaba, al entretenimiento cuya progresiva popularidad durante la segunda mitad del siglo XX muchos intelectuales achacaran a la necesidad del dictador «en funciones» de mantener a la plebe en la inopia mediante el suministro de opio balompédico, es decir, un pan y circo que en forma de pelota de fútbol distrajera la atención del populacho sometido respecto de las cosas realmente importantes, sin reparar en que el fútbol ya formaba precisamente parte de la idiosincrasia de ese pueblo, de su apego a las expresiones básicas de orgullo telúrico: de ahí su creciente, increíble celebridad en todo el país durante la democracia, un éxito en realidad mayor al que nunca obtuvo en toda su historia. Lo mismo contaba para los catalanes, cuya pasión por el balompié parecía contradecir la regla de su «hecho diferencial».

Así pues, dos fanatismos se aliaban: el sentimiento de pertenencia con el aún más arraigado fervor futbolero. Era un espectáculo que tenía todas las papeletas para triunfar. El país entero —entendiéndose en este caso todos los países que constituían el Estado español en su conjunto— estaba más que pendiente de lo que sucediera esa tarde en el Nou Camp. Lo que decenas de referéndums anticonstitucionales no habían logrado hasta entonces, esto es, movilizar a las masas respecto a esa exigencia de independencia que defendía un sector relevante de la comunidad catalana, iba a conseguirlo un evento deportivo. Lo cual, en cierta forma, podía ser considerado un hito patético o sublime de la naturaleza humana, según el color del cristal (y de la bandera) que se aplicara a su enjuiciamiento.

Previendo la masiva y fragosa concentración ciudadana, Luz guió a Eva por el circuito subterráneo del metro hasta la estación de Collblanc, sita en la misma Línea Azul a la que se habían incorporado esa tarde desde el barrio de Gracia. Desde allí les resultaba más fácil acceder a las inmediaciones del estadio, si bien se veían obligados a sortear las huestes de grupos radicales, pues en aquellas calles más estrechas y alejadas de la riada principal estos grupos se encontraban a sus anchas para armar disturbios, motines y broncas con los demás sujetos indeseables de uno y otro bando.

Luz estaba especialmente sensible esa tarde, después de la soez vejación padecida el día anterior, así que procuraron avanzar sin cantar sus querencias territoriales en uno u otro sentido, intentando pasar desapercibidos entre contenedores de basura volcados, postes de luz derribados, señales de tráfico descabezadas y aparadores de tiendas rotos. Pero ya se sabe que en las batallas campales, los elementos neutrales son los primeros en pagar el pato.

Tu, gossa! —ladró una voz al otro lado de la calleja.

Al principio, Eva no se dio por aludido ni pensó que aquel vozarrón fuera con ellos. Sólo al captar la expresión súbitamente cariacontecida de Luz y su reojo preocupado, se animó a echar un vistazo hacia la acera de enfrente: el tipo que había lanzado aquel improperio era un muchacho negro de estatura considerable, blindada complexión de gimnasio y marcado atractivo viril. Por todo atuendo exhibía una camiseta roja, un pantalón de chándal reconvertido en shorts a torpes tijeretazos y unas bambas que más semejaban plataformas, lo que le confería un pergeño de otro pandillero más, pero más temible.

Eh, tu, gossa, et parlo a tu! —aulló de nuevo con la voz grave y sorda que suele caracterizar a la gente de pigmentación cutánea más oscura.

—No le mires —aconsejó Luz a Eva, quien no podía dejar de traslucir curiosidad ante aquella agresiva demostración de reconocimiento personal en plena calle.

—¿Quién es ése? —le preguntó.

—Mi novio —contestó Luz, calándose más la gorra que se había puesto ese día, irónicamente teñida con varios tonos verdes de camuflaje.

—¿Es un boix noi? —volvió a inquirir Eva incrédulo, delatando hasta qué punto no había atendido a nada de lo que Luz le había contado de ella en la discoteca la noche que se conocieron, de puro nervioso que estaba.

Ep, tu! Ei, friki! Què fas amb la meva xicota? —el agresivo muchachote empezó a cruzar la calle hacia ellos. Detrás de él, varios energúmenos de su misma edad también se ufanaron la presencia de la pareja y no perdieron comba en seguir el ejemplo del líder de la manada.

—Dios mío, no soporto a los negros que hablan catalán —comentó Eva, hundiendo la cabeza entre los escuálidos hombros y arrastrando a Luz consigo para caminar a mayor ritmo—. Me hacen sentir que soy yo el que no soy de aquí.

Ei, fill de puta! Què dius deis negres, cabró? Estas parlant de mi? —les espetó el ex novio, golpeándose bravío el pecho con temple despechado.

—Déjame hablar a mí —le susurró Luz a Eva, girándose para encarar al chicarrón que ya les estaba dando alcance—. Blai, hola

—Y cuando tienen nombres catalanes aún me revientan más… —murmuró para sí Eva.

Qui és aquest? El teu nou xicot? —indagó el forzudo afro-catalán sin conceder al objeto de su invectiva el beneplácito de una mirada. Sin embargo, Eva sí miró el fornido dedo negro que le señalaba: «Glups, este tío tiene músculos hasta en los tendones de las falanges», pensó, cada vez más arrepentido de haber tomado esa ruta.

Los demás chicos que acompañaban a Blai les cercaron, con actitud coercitiva: algunos iban enmascarados mediante pintura extendida en bandas azul y grana, y alguno llevaba la estelada ligada a la cintura o al cuello. Todos parecían acatar el liderazgo del negro y casi todos portaban bates de béisbol de aluminio o barras de hierro en las manos. Luz se disponía a responder algo, pero Eva se le adelantó:

—Me llamo Eva y soy su nuevo novio —profirió con cierto tono chuleta, para su propia sorpresa: la experiencia de la calle le decía que ése era el lenguaje que debía adoptar—. Y sí, vamos a ver el partido para animar a Cataluña. ¿Algún problema?

Blai se volvió hacia él y le observó largo y erguido, analítico por vez primera. Eva le devolvió la mirada torva, presto a disimular el miedo que sentía por lo que pudiera pasarle a Luz. Luego el pavoneo burlón regresó a la bravucona lengua del boix noi:

Eva? El teu nom és Eva? —Afeminó la voz de cara a los demás amigos y rio, incitándoles a reír a su vez, como un pandillero de peli barata del Bronx—. Té nom de tía! Hua, ha, ha!

—Sí, tengo nombre de tía, pero soy un tío, ¿y qué? —le atajó Eva—. Y tú eres negro, ¿no te jode? ¿Y te hace eso menos catalán?

Eva discernió cómo la ira asomaba en los ojos de Blai, un Blai a punto de desatar su cólera a puñetazos sobre aquella presa fácil. Sin embargo, lo que había dicho el joven tuerto se abrió paso a través de aquel cerebro inundado de adrenalina y eventualmente su dueño pareció apreciar con efecto retardado el significado último de aquella réplica.

Exacte. Sóc catalá. Negre i catalá.

Blai se adelantó hacia Eva y le examinó con ínfulas desde la altura que le proporcionaba el palmo extra de cabeza por encima del gallito blanco de endeble complexión y nombre de mujer. Al mismo tiempo, una navaja automática afloró abierta en su mano: comenzó a pasear la afilada punta metálica, de manera caprichosa, por la pechera de su oponente, subiéndola cada vez más hasta orillar el cuello y rozar la yugular…

Eva le sostuvo la mirada. Su flequillo de héroe manga estorbó que Blai descubriera la tara de su ojo muerto, pero ése era un detalle que le traía sin cuidado: la navaja se había aposentado como un insecto inconsciente en la epidermis barbilampiña y ahora correteaba antojadiza y volátil bajo el pelo hasta hendirle levemente la ojera derecha…

—¿Y si te saco el ojo, charnego? —le intimidó engreído Blai en castellano—. No creo que quedes mucho más feo de lo que ya eres…

Los compañeros le festejaron la gracia con la elocuencia de los idiotas. Blai no había sospechado que aquel ojo ya no veía. Pero lo que de verdad le interesaba era su propietario:

—Así que un pavo con nombre de pava… —Calificó como si se tratase de la mayor ignominia—. Com és això? Per què?

—Y tú, negro y catalán. ¿Por qué, eh? —Eva aprovechó para apelar de nuevo a las entendederas de su agresor en su mismo terreno, a riesgo de caerle insolente y ganarse un tajo o acabar de perder su ojo ciego—. Tú y yo estamos del mismo lado, Blai. Del lado de los que estamos hartos de dar explicaciones sobre quiénes somos. Ahora, vamos a dar su merecido a esos cabrones españoles.

Blai continuó estudiándole con puntillosa calma. Luego, una amplia sonrisa se dibujó en su hermoso rostro de joven guerrero bantú.

Així es parla. —Bajó la navaja (¡Eva percibió por el rabillo del ojo que tenía las cachas estampadas con la bandera del Barça!) y desvió la vista en dirección a Luz, que presenciaba todo sin decir esta boca es mía, pero conteniendo la respiración como si no quisiera compartirla—. M’agrada aquest paio. —Después, Blai reincidió en valorar altanero a Eva—. Te has quedado con mi entrada al partido y con mi chica. Te la folles?

—No —le replicó Eva sin dudarlo—. Ella me folla a mí.

Ahora fue Luz quien sonrió. Por un segundo, a la faz de Blai afluyó una mezcolanza de encono y celos, pero logró comedirse y con un gesto brusco del brazo indicó a la pareja que podía proseguir su ruta.

Ens veiem al camp. Un altre dia ajustem comptes; ara el primer és el primer —los despachó sin más, no sin afectar una mueca de manifiesto rencor en honor de Luz, probablemente más de cara a la galería y a sus acólitos que motivada por un reproche real, pues enseguida había centrado de nuevo su atención en la sistemática ejecución del pillaje y vandalismo callejeros, ordenando a sus mesnadas con voz tajante romper parabrisas y escaparates varios, decreto que los descontrolados chavalotes se apresuraron a cumplir con oscurantista regodeo y risas alocadas de mendrugos aspirantes a drugos.

Luz agarró a Eva del codo y echó a andar a toda prisa.

—Vamonos antes de que se arrepienta, es cinturón negro de jiu-jitsu —ilustró a su pareja.

—Aunque el descerebrado éste no supiera artes marciales, me acojonaría igual: con esos brazos me da de hostias hasta en el carné de identidad, español o catalán. Así que me parece una buena idea esfumarnos, pero ya —confesó Eva.

Recorrieron varias calles más hasta desembocar al fin frente al estadio.

Alrededor del majestuoso Nou Camp se había instalado un fuerte dispositivo de seguridad: policías de uniforme y de paisano acordonaban el área, refrenando la turbamulta dentro de los límites permisibles. Varios grupos de la Brigada Móvil habían sido destacados dentro y fuera del estadio, así como también permanecía alerta una unidad del GEI (Grupo Especial de Intervención), en caso de que se diera alguna situación grave de emergencia. Tal ingente movilización de operativos policiales no se debía solamente a la alta probabilidad de fricción entre los bandos convocados: el president de la Generalitat acababa de hacer pública su intención de estar presente en el partido e, incluso, protagonizar el saque de honor. Por su parte, el presidente del Gobierno español no acudiría físicamente al Camp Nou —sabía que ésa hubiera sido una iniciativa tildada de frivolidad excesiva por su parte—, pues bastantes regueros de tinta y exabruptos había ocasionado ya su mera decisión de autorizar que se celebrase el partido y haber bendecido la conflagración balompédica entre dos naciones de su mismo territorio.

Esta bendición oficial había soliviantado grandemente los ánimos de muchos ciudadanos, especialmente, obvio es, de los españolistas, que sentían exacerbados sus instintos de contienda y se martirizaban solos al pensar en el regodeo íntimo que tal autorización habría suscitado en sus rivales catalanistas: era como imprimir el marchamo de oficialidad a una escisión. ¿Acaso ese presidente se había vuelto loco y pretendía declarar una segunda guerra civil?

Sin embargo, los planes del jefe de Estado estaban, como toda su línea de actuación a lo largo de sus ocho años de mandato, claramente calculados a efectos de alejar el pensamiento de su ciudadanía de la crisis galopante que acuciaba al país. Además, a él sólo le quedaban unos meses como presidente y no le incomodaba pasar a los anales como el gobernante que perpetrara el golpe de gracia a la historia común de los pueblos españoles. Sabía que tarde o temprano esa guillotina caería y que el juicio último sería favorable a su figura, por promover las identidades al por menor y, como resultado global, la relativa internacionalización de todos: el futuro de un mundo marcado afortunadamente por la globalización y la superación de las fronteras históricas.

Y, en el fondo, si se armaba una muy gorda por el camino, él se iba ya, vilipendiado por su pésima gestión de la crisis económica, así que su sucesor ya vería cómo lidiar con esa otra patata caliente. Mientras, ¡tenía ganas de divertirse!

Él mismo, además, no osaba confesarse explícitamente que en su corazoncito aún abrigaba la esperanza de recuperar in extremis, pese a tal medida antipopular, la estima de su pueblo: ¡aprietos más graves había gestado y siempre terminó saliéndose con la suya! En el fondo, estaba convencido de que esta vez también sería así. De momento, lo que le interesaba era que los españoles no pensaran en el embrollo de su economía: lo único que podía garantizar eso era que se concentraran en el fútbol como metáfora de la guerra…

Como prueba de la naturaleza real de su patriotismo, pocos jugadores catalanes se opusieron a la consagración de un enfrentamiento con el resto de sus compañeros de Estado (resultó, eso sí, flagrante la reacción de uno de ellos, que decidió efectivamente jugar… ¡pero vistiendo la camiseta de España!); sin embargo, fueron bastantes los españoles que dieron plantón al desempeño de su encomienda, negándose a concurrir a la convocatoria de su pragmático entrenador, indignadísimos con la desbandada de sus antiguos «compatriotas». También se abstuvieron de participar varios ases españoles del balón que jugaban la liga luciendo la camiseta azulgrana, alegando objeción de conciencia. Así, la selección nacional aparecería algo mermada, aunque seguía siendo vox pópuli que los mejores jugadores de España eran en su mayoría catalanes, por lo que muchos daban por vencedor a Catalunya. Ése y no otro era el morbo que en cierto modo alimentaba el amoscado prurito de los aficionados españolistas y la fruición íntima de los catalanistas.

Sobrevolaba por encima de unos y otros, empero, la noción de que la mera consumación del partido era ya una victoria para el pueblo catalán. De hecho, escasos grupos españolistas se habían aventurado a personarse en el campo. En general los nacionalistas españoles no querían hacer acto de comparecencia en el Nou Camp para evitar dar carta de credenciales a la pantomima del «duelo entre naciones», como sobradamente se había publicitado el encuentro en todo el suelo catalán.

Por su parte, Eva y Luz hicieron cola un par de horas para poder ingresar en el estadio, durante las cuales ella no dejó de recibir llamadas y mensajes de sus padrastros furiosos: coligieron acertadamente que el dinero robado se lo había birlado Luz y no se lo perdonaban, dirigiéndole toda clase de epítetos, denuestos y amenazas con la mira puesta en que volviera a casa. La joven rehusó responderles, y a cada mensaje que oía o leía, sólo reaccionaba con una complacida sonrisa de triunfo.

El aspecto «monstruoso» de Eva hizo que el vigilante de entrada reparara dos veces en él y en sus vistosas quemaduras, pero el documento de identidad estaba en orden, así que finalmente pasaron sin mayor contratiempo. En breve encontraron sus asientos reservados, en la Boca 1 de la primera grada de la sección Tribuna, pero nada más localizarlos, Luz pellizcó el brazo de Eva:

—Ahí está Blai. Mejor busquemos otro sitio.

En efecto, el boix noi llegaba en esos momentos junto a otros muchos majaderos de su misma cuerda, expectantes con sus sudorosos torsos desnudos y sus ojos afiebrados de alcohol para armarla a la mínima excusa en la esquina del Gol Norte. Luz enlazó su mano con la de Eva y, precavidamente, encaminaron sus pasos hacia una zona más despejada del segundo piso. Allí acomodó sus traseros la bicolor pareja, preparada para asistir, con todo, a un buen espectáculo: quizás incluso a una batalla campal que no iba con ellos en exceso.

De quien no se percató ninguno de los dos jóvenes, pues no le conocían, era de la simiesca silueta que, unos metros al costado de ellos, se había instalado discretamente en el punto inferior de su sección de grada, manteniéndose aún de pie para afrontar una incierta espera. Se trataba del ejidano Jacin, eufórico por haber conseguido deslizarse hasta allí sin que su mercancía hubiese sido detectada.

Sin embargo, a pesar de hallarse en el recinto al que se había empeñado en introducirse desde hacía días, Jacin parecía abrumado por alguna torturada coyuntura personal que le llevaba a encorvarse con la columna rígida y la pelvis renqueante, así como a prolongar la comisura de su boca en un ángulo descendente que traicionaba un gran peso interior. Pero a la espalda sólo cargaba con una mochila ligera, de lastre insuficiente para provocarle semejante inclinación antinatural del espinazo. ¿A qué se debía, entonces, su martirio?

Pues la cuestión es que, en ese atardecer, y sin que ninguno de los dos individuos lo barruntara siquiera, el neofascista Jacin y la neopunki Luz tenían algo en común que los hermanaba con los lazos cálidos y profundos que tiende el sufrimiento: a uno y otra les dolía tremendamente el culo.

En el caso de Luz, es fácil recordar el dramático porqué.

En cuanto al almeriense desaprensivo, la razón de su íntimo escozor que le privaba del natural bienestar del resto de los presentes, era más elaborada e incluso respondía a una cierta sofisticación planificadora: a él le quemaba su trasero porque llevaba incrustado en el ano una de las botellas de vino franquista… exactamente se había embutido en el recto dos centímetros del glande de corcho más diez de cristal, hasta la base del cuello de vidrio donde el recipiente se ensanchaba.

Así es: Jacin había acudido al Camp Nou con sus botellas sagradas adquiridas en aquel estrambótico establecimiento del desierto de Tabernas. Una intuición le decía en sueños que todo formaba parte de un plan maestro: él, el partido España-Catalunya y las botellas. ¡Tenía que infiltrarlas en aquel estadio al precio que fuese menester!

Por ello pasó muchas horas cavilando y dándole vueltas en su magín a la manera más práctica y factible de rebasar el control de la entrada del Nou Camp. Al final, concluyó que tres era el número mágico imprescindible para satisfacer su misión: al menos una del trío de botellas debería ser sacrificada para que pudiera colar con éxito las otras dos.

Lo siguiente que hizo fue visitar en horas previas una de las tiendas del Barga y comprar allí una mochila con los colores azulgrana, porque discurrió que siempre obtendría mayor benevolencia por parte de la policía barcelonesa si simulaba ser un aficionado local. Luego, metió en la bolsa cachivaches varios sin importancia: un libro de cromos de la historia del Fútbol Club Barcelona, un bocadillo de butifarra envuelto en papel albal y, de propina, una de las botellas con la etiqueta quitada (no fuera cosa que los polis se asustaran más de lo debido).

Después entró a una tienda de moda juvenil y pagó lo que no está escrito por unos pantalones de culo cagado, esto es, con el fondillo alargado hasta la altura de las rodillas, una de esas prendas que se habían puesto de moda entre la chavalería urbana. A él tal vestuario le iba perfecto porque, si bajaba la pretina hasta el hueso de las caderas, adecuaba el suficiente espacio entre el fondillo y las nalgas para que allí dentro cupiera una botella de pie: con la parte superior del delgado cuello hundido hasta el embudo en el ojete, eso sí.

El contenido de la segunda botella lo había vertido en varios globos que llevaba acumulados dentro de la misma culera del pantalón, para el caso de que fallara su objetivo con el envase de cristal. De paso, los globos le amortiguaban un poco la rigidez de las posaderas y aliviaban con su suave roce el ya escocido espacio internalgar.

Y así fue como su plan dio resultado: los agentes de seguridad en la puerta de ingreso al estadio le pidieron que abriera la mochila y, de una rápida ojeada, extrajeron la tercera botella y le comunicaron que por su condición de posible arma arrojadiza tendrían que quedarse con ella. Jacin se azaró y puso cara de apamplado ante la requisición —no le costaba mucho pintar el apuro en su rostro, debido a los agudos ramalazos de dolor urente que le causaba tener la otra botella hendida en su aparato excretor—, pero los agentes, tomándolo por un pueblerino culé de provincias —ejemplares que nunca faltaban en el Nou Camp—, le agasajaron con unas palmaditas en el hombro y le dejaron pasar. Lo que no sospechaban es que con esas palmaditas casi consiguieron que la botella se desencajara del culo de Jacin, lo cual hubiera sido un desastre mayúsculo en todos los sentidos. Mientras le contemplaban en su lento periplo hacia el acceso a las gradas, los agentes se rieron del extraño andar que traía el paleto… Por suerte para ellos, ninguno sugirió apropiarse la botella (el reglamento ya no les permitía sisar con la impunidad de antaño), que perduraría arrinconada durante años en un oscuro almacén donde se registraban todos los objetos requisados en cada partido, conservándose oportunamente indemne… como garantía o comodín para cuando fuese necesaria una secuela a esta historia.

Por su parte, vencido el mayor escollo, Jacin embocó el pasillo hacia su asiento en las gradas con pasitos de bebé, y sin forzar la marcha para no originar una incisión rectal irreparable.

Así pues, la primera fase de su misión había sido cumplida: una misión que él mismo se había asignado… o eso creía. ¿Acaso no era el instrumento de un ser superior que le manipulaba desde otra dimensión para ver culminados sus secretos designios? A veces, Jacin se sentía así, parte de un Plan Supremo.

En cualquier caso, tal como se lo propusiera, había logrado por fin integrarse entre el público presente en ese inminente Catalunya-España, y además había podido reservar un asiento de la Boca 6, situado justo sobre el túnel de salida de técnicos y jugadores. Lo malo de todo aquello era que estaba obligado a quedarse de pie como un pasmarote mientras el resto de la afición iba tomando asiento a su alrededor. Fingía estar buscando a alguien y se rascaba el poderoso mentón, como si reflexionara gravemente sobre algo que estaba viendo en esos momentos. Era su forma de minimizar con un gesto nimio, a ojos ajenos, el terrible desgarro con que apencaba en la zona inferior del cuerpo y que le despertaba ganas de berrear y lloriquear.

Pero ¿cuál era la segunda fase de su misión? Ni Jacin mismo tenía una idea muy concreta. Sabía que debía dejarse llevar por su inconsciente, cosa que a él no le resultaba difícil en absoluto, que la contingencia le dictaría los próximos pasos a seguir.

Por el sistema de megafonía del Nou Camp un locutor anunció algo que Jacin no entendió por ser pronunciado en idioma catalán. Pero una gran mayoría del respetable, que ya casi abarrotaba la totalidad del estadio, prorrumpió en un clamor. Dedujo que los jugadores de ambas selecciones estaban a punto de saltar al terreno de juego.

Como los colores de las enseñas española y catalana eran básicamente los mismos, se había establecido que los primeros vistieran de rojo, como casi siempre, y los segundos, enteramente de amarillo, a excepción de unas líneas oblicuas en burdeos que, con trazo irregular, como de brote espontáneo de sangre o de desgarro de Predator, surcaban un reguero fijado sobre las pecheras de las camisetas: un símbolo de la legendaria sangre catalana vertida en aras de la libertad. A buen seguro, sus adalides balompédicos no verterían sangre, pero sí sudor.

O eso suponían ellos.

Dos hileras de futbolistas, los nuevos héroes en época de paz, irrumpieron en el campo por turnos. Todo el graderío reventó batiendo palmas. Sorprendió la civilizada ovación de los catalanistas a la selección «visitante», concesión amable que irritó en grado sumo a la hinchada españolista. Lo que menos soportaba un español era el mosqueante nivel de civilización de que hacían gala los catalanes, porque añadía un argumento más para su diferenciación, en este caso un argumento que les hacía creerse equiparables al resto de Europa en contraste con los brutos celtiberos.

Los equipos tomaron posiciones frente a frente. El larguirucho arbitro importado para la ocasión propició que el capitán-guardameta de la selección española estrechase la mano del capitán rival. Lejos de un desentendimiento del patriotismo pasional, se palpaba en el ambiente la tensión de los propios jugadores. La moneda europea de turno decidió que sacaran los locales. Enseguida se locutó por megafonía que el saque de honor correría a cargo del «president deis catalans». Casi todo el estadio estalló entonces en un cerrado aplauso, mientras los seguidores de la selección española demostraban su respeto por la figura del Honorable efectuando una sonora pitada.

Y allá apareció, procedente del túnel de vestuarios, el president de la Generalitat. Mucha gente se levantó a la vista de su seductora figura de hombre emprendedor —no en vano se trataba de un ex abogado, ex empresario y ex presidente del Barfa—, en reconocimiento del inequívoco gesto de asenso que, con su presencia, el jefe de «Govern» tendía hacia la voluntad del pueblo catalán. El president, adulado por los aplausos, se detuvo a pie de campo para saludar a la grada, radiante de estar cosechando, en tiempos tan duros, una avenencia popular tan unánime.

Ése fue el instante que Jacin seleccionó para dar inicio al acto segundo de su operación: «Ahora, ahora —le susurró en su cabeza la mal ecualizada voz del viejo tendero que le indujera a llevarse las botellas de aquel vino oscuro y provisto de secretas propiedades quizá pronto reveladas—. ¡Tienes que actuar ya!»

Como un resorte, Jacin crispó su prevenido tronco mientras el brazo derecho se hundía en la culera del pantalón y aferraba con firmeza la botella engarzada en su trasero: tras unos segundos de denodado tira y afloja con su propio y maltratado ano, consiguió por fin desatascarla de su cuerpo, sacándola indemne del fondillo y sujetándola con ademán amenazante, como un cóctel molotov sin mecha, en dirección a la cancha.

Concretamente, en dirección al president.

Arrojó la botella con todas sus fuerzas para salvar la aún remarcable distancia que le separaba del campo, mientras por su atormentado esfínter se escapaba un sonoro pedo que muchos confundieron con el porompompero de un petardo. La botella giró en el aire con trayectoria precisa, tal que delineada de antemano, hacia el máximo representante de Catalunya… como si su blanco estuviera tan predeterminado como el de un misil inteligente.

El president también la vio llegar, a medio recorrido. Por unos segundos, la alarma cundió en sus facciones y acertó a calcular que ya era demasiado tarde para recular unos pasos o echarse a un lado, como un portero que tiene que esquivar la pelota en vez de pararla.

No le daba tiempo: el president comprendió que iba a recibir un botellazo en toda la crisma. Por una vez, hasta el flequillo, siempre tan bien puesto, se le desmandó en su agitación por hurtar la testa al contacto de la botella.

No le daba tiempo.

Ahí llegaba la jodida…

Pero de pronto la botella fue perdiendo potencia…

La distancia acabó resultando excesiva: el cristalino proyectil declinó su curso y en ángulo alicaído fue a aterrizar contra el césped a dos metros de su diana humana. Jacin había fallado por poco, por falta de pujanza. Quizá la energía se le había escurrido por el ahora anchuroso ano.

Sin embargo, al mismo tiempo ocurrió un fenómeno de lo más singular: la botella no se partió.

Al contrario, continuó bien entera —puede que el cuidado césped del campo atenuara su impacto—, rodando mansa y solícita hasta presentar sus respetos a los pies del president. Ploc, golpeó dócilmente contra la puntera de su impecable mocasín italiano.

Parecía cosa de meigas, pero no lo era. El president tenía claro que alguien había intentado agredirle —¿o agradarle?— con un obsequio cuya posesión, estaba prohibida en el Camp Nou. Sin embargo, desde su altura el presi atisbo que aquello que yacía a sus pies no era una botella de agua corriente, sino un vino envasado en cristal macizo. Se inclinó y observó la etiqueta y al Generalísimo que le observaba apostado en ella. Sonrió: ¿de modo que de eso se trataba? Los ultras españolistas queriendo cascarle con reliquias franquistas… Sonriente, tomó la botella de tal manera que el rostro de Franco quedara expuesto al público y, elevándola como un trofeo de guerra, una dádiva del pueblo o un vino del Penedés —o mejor aún: la cabellera arrancada a su más tenaz enemigo— la esgrimió triunfal ante las masas y toda España a través de la televisión.

Era su momento sublime: el president había sufrido un ¡atentado! con una botella de vino franquista —identificando de paso a todos los españoles con el más ominoso de sus caudillos recientes—, pero no sólo no le había alcanzado, sino que la botella había rulado dócil por el suelo hasta sus pies y él la había confiscado como exótico suvenir o botín de guerra.

El president se sentía tan venturoso ante aquel regalo simbólico para la posteridad ideológica, que ejecutó el saque de honor sin soltar la botella, con una campechanía que encantó incluso a sus más acérrimos detractores españolistas, quienes en su fuero interno desearon —aunque jamás lo reconocerían expresamente— tener un presidente del Gobierno como ése: guapo, orgulloso de su patria y seguramente con una vida sexual muy activa, a juzgar por su derroche de vitalidad y sonrisa de raigambre burtlancasteresca.

Hinchas de una y otra selección aplaudieron su soltura para con el balón y los imprevistos, mientras un cabizbajo Jacin se enfrentaba renuente a su palmario fracaso operativo, esforzándose en determinar cuál sería el siguiente paso… o si había un plan B que aplicar en un caso como éste. De entrada, el culo le dolía aún más que antes, y sentía los orillos de su ojete asomando cual colgajos de vagina en una prostituta vieja. Pero antes de poder razonar cuál iba a ser su próximo movimiento ¿confabulado? o si simplemente se iba a poder sentar por fin a disfrutar el partido, tuvo que hacer frente a una complicación más acuciante y urgentísima: cómo burlar a los mossos d’esquadra que empezaban a aflorar en su sección de grada, buscando al agresor del president.

Su primer acto reflejo supuso en realidad la perdición de todas sus opciones: acostumbrado desde joven a la clandestinidad y a tratar de soslayar cualquier autoridad, su artimaña consistió en sentarse en su grada correspondiente para fusionarse encubierto entre los demás hinchas, sin recordar el cargamento de globos que aún tenía aglomerado en el fondillo. La mayoría reventaron con la presión de sus posaderas, vertiendo su contenido a través del pantalón, cemento abajo. Parte del líquido fue absorbido empero por su ávido ojete, ahora considerablemente más orondo y boquigrande. Jacin vio que pese a su maniobra de integración con la muchedumbre, los policías iban aproximándose a su fila, con lo que con toda probabilidad no tardarían en localizarle y arrestarle, por lo que en lógica debía adelantarse a ellos a la hora de mover ficha: era tiempo de mover el culo, nunca mejor dicho. Se incorporó y echó a correr sin complejos por el pasadizo inferior, mientras miraba de refilón a los mozos de escuadra, que ya revisaban con ojos vigilantes la zona de espectadores donde él había estado sentado. Bien, aún no le habían avistado; con un poco de suerte podría cambiar de sección y…

Agents, és aquí! —gritó una voz delatora.

Jacin se volvió y vio a una negra que, de pie —él ignoraba que también torturada por un suplicio rectal de intensidad sorprendentemente equiparable a la suya: los objetos entrantes en sus respectivos anos (anos de angostura previa similar), habían sido del mismo grosor aproximado—, le señalaba inequívocamente acusadora mientras informaba con afán chivato a unos agentes ya de otra manera despistados. Atendiendo a la delación, los maderos posaron los ojos en Jacin: ¡tenía que salir pitando de allá!

Sin embargo, la furia pudo más que la prudencia: su misión había sido un fiasco y encima una negra le traicionaba a la policía catalana. ¡Una negra! «Hija de la gran puta de todas las leches españolas que mamaron las zorras africanas…» Incapaz de poner dique a su tsunami de turbulentas emociones y atropelladas imprecaciones, un blasfemante Jacin sumergió la mano derecha en las profundidades de su pantalón culicagado, rebuscando entre gomas rotas algún globo que había notado aún indemne. Sus dedos apresaron un globito a medio desinflar, escapado de la reciente explosión múltiple al refugiarse bajo el voluminoso escroto, pero que aún se adivinaba relleno del a buen seguro milagroso elixir. Algo le decía ahora a Jacin al girarse hacia Luz, que aquella africana era también su objetivo…

La mano lanzó el globo en dirección al blanco infalible que presentaba la negra: su calvorota era un punto de referencia imposible de errar para el revanchista brazo.

El globo voló directo e inmisericorde hacia Luz y se estampó contra su frente, derramando su avinagrado jugo sobre los ojos de la joven y cayendo a plomo a sus pies, para morir sobre el cemento como un pajarito reventado…

Justo entonces, los mossos atraparon a Jacin, que se dejó prender con un rictus de sonrisa victoriosa, mientras no quitaba la vista de la soplona: ella se restregaba agobiada los globos oculares al tiempo que un pelafustán a su lado se desvivía por asistirla. Algo en el interior de Jacin le decía que había rematado una parte vital de su cometido: ¡quizás incluso había revertido la mala fortuna de su botellazo frustrado al president! Ahora ya podía quedarse tranquilo

Ya no le importaba lo que sucediera con él, ni si su madre estaba viva o muerta, o si su misión podía ser ponderada como un triunfo o tachada de fracaso.

Su espíritu de tercera regional se había desquitado con alguien a quien hubiera odiado en cualquier otra circunstancia solamente por el color de su piel.