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Un franco por tus pensamientos

¡Cuidado con los amigos que van detrás!

Mama, de JO PERRIER,

en la versión de los Hermanos Calatrava

El mar de lomas margadas le anunciaba que estaba cruzando el desierto de Tabernas. Aún no había recorrido ni un décimo del trayecto hasta su punto de destino y el Simca blanco y óxido ya expectoraba como un viejo incontinente en medio del inmisericorde calor: pero por sus muertos que el coche aguantaría, como hay Dios.

Se lo compró a un puto moro en El Ejido, cómo le dolía eso…, casi tanto como que le reemplazaran en el curro por otro moro de mierda. «Nos sale más a cuenta», le dijo el jefe antes de darle la patada y echarlo a la calle. ¡A él! ¡Echarle a él! ¡Y a patadas!

Doce años de primaria y dos de formación profesional (los que aguantó o le aguantaron) para esto: para verse despedido del puesto de capataz de peonada que había ocupado durante los últimos siete años, gracias sobre todo a ser el único español del grupo, faltaría más, y después de haber odiado con todas sus fuerzas aquel invernadero. Tanto lo detestaba, que soñaba día y noche con quemar todo el cultivo, lonas y todo: ¡oh, qué feliz habría sido viendo arder aquellas hortalizas con sus peones dentro de los pabellones! ¡Qué rápido habrían ardido también aquellos montos al combustible de su sudor que empapaba cada brote! Pero no le brindaron tiempo ni de planear la acción… Alguno de los moromierdas de la cuadrilla debió de chivarse de sus sueños pirómanos y el jefe se creyó que sus baladronadas tantas veces proclamadas ante los compis iban en serio.

O simplemente el jefe le echó por ser español: porque al ser natural del país, a él no era tan fácil engañarle, ni podían abusar de sus condiciones de trabajo o apretarle el salario hasta la tacañería. Qué ironía: por ser español había alcanzado enseguida un puesto que, a fuer de ser sinceros, le sobrepasaba en exigencias de talento; y por ser español le daban pasaporte ahora, porque siempre había un moro famélico dispuesto a hacer lo mismo por mucho menos.

Ni él sabía ya si sus delirios pirómanos tenían visos de hacerse realidad. Quizás un día se habría sorprendido a sí mismo demostrando que sí, que de veras abrigaba la intención de llevar a cabo sus fantasías flamígeras, cuando se encontrase de sopetón en pleno acto delictivo, prendiendo fuego a los cobertizos de plástico… Era capaz de eso y de más: diez años atrás, apenas hecho un adolescente casi impúber, bien que había acompañado a su padre a dar una lección a aquella morería asquerosa que ya invadía la ciudad. Recordaba que por una vez todo El Ejido fue a una, como Fuenteovejuna: a cazar moros apestosos. Se les unieron skinheads de toda España y el alcalde dijo aquella frase gloriosa: «A las ocho de la mañana, ningún moro es suficiente. A las ocho de la noche, sobran todos.» Pues ellos les enseñaron con el lenguaje de la fuerza que sobraban desde las ocho de la mañana… Fue la primera vez que se sintió orgulloso de ser español, el único sentimiento bueno que su padre le había legado.

Esa vez, con sólo catorce años, se sorprendió con todo lo que hicieron juntos él y su padre: habían merodeado varias chabolas y repartido muchos golpes de bate, sin melindres… en ocasiones contra ejemplares sanos y vigorosos, en otras sobre despojos —¿humanos?— que habían dejado medio muertos los neonazis en un asalto previo. Y en aquella última vivienda que visitaron fue donde su padre sujetó al marroquí contra el sucio suelo, un marroquí de piel picada que los miraba con la impetuosa trepidación de un corazón espeluznado…

Seguramente a causa de las acciones de esa mañana, de las palizas propinadas con su querido bate y las imágenes de los moros con las mandíbulas desencajadas y las narices sangrantes, a causa de toda la violencia ejercida durante horas y horas, a él se le aflojó el estómago. «Papá, que tengo ganas de cagar…» Y su padre, en vez de indicarle que buscara el váter de aquella chabola (pero ahora de mayor comprendía: ¿cómo iba a tener váter aquella chabola de mierda?), le señaló al moro apresado con mirada invitadora…

¿O había sido idea suya?

Él no lo entendió al principio, pero era tal la urgencia de sus retortijones que acabó pensando que la iniciativa podía haber surgido directamente de su mente atarantada: sin más protocolo, se bajó los pantalones y dispuso su trasero a pocos centímetros de la cara del moro. Éste se quedó contemplando hipnotizado el blanco, casi deslumbrante, pompis del muchacho como la consabida gacela se queda paralizada ante los faros de un coche… No logró determinar si esperaba que de su culo saliera una flor o un hilo musical, el caso es que el hombre se mantuvo inmóvil, mirando escrutando su ano, con la boca y los ojos abiertos de incredulidad, hasta que un tartamudeo de hediondos excrementos le cayó entre los labios y se le colaron garganta abajo.

Efectivamente, algo le debía de haber sentado mal, porque la cagalera fue de aupa: las tragaderas del musulmán quedaron más llenas de sus heces que todas las que probablemente el pobre tipo almacenara por sí solo en las tripas. El moro sufrió una sucesión de vahídos y arcadas y cuando pareció que se iba a ahogar con su vómito obturado por las cagarrutas, el padre lo desasió y dejó que las escupiera de costado: debe de ser terrible querer quitarte la mierda de la boca y verte obligado al mismo tiempo a aspirarla a bocanadas por la premura que imprime la necesidad angustiosa de inhalar aire.

Mientras, él se limpió el culo con los faldones de la camisola del morito. Luego se subió los pantalones y comenzó a jugar con el bate, hundiendo la punta ovalada en el morro del moro… Le gustaba imaginar que al constreñir su caca dentro del aparato bucal de aquel tipejo era como si prensara uva. Cuando el carapeo empezó a mearse del miedo acumulado, él fantaseó que aquello que expelía por la vejiga era en realidad el jugo líquido, libre de grumos, de su propio estiércol español plantado y prensado en la boca extranjera y hereje…

Llegó un momento en que hasta su padre tuvo que llamarle la atención, pues corrían el riesgo de que el moro se asfixiara.

Hacía tiempo que no pensaba en aquel moro comemierda.

De hecho, durante los últimos meses y en el día a día de su trabajo, incluso después de su despido, sólo veía llamas devorándolo todo.

¿De dónde sacaba esas ideas locas? No lo sabía. De pronto, se veía realizándolas, como si fuera una tercera persona que observara el hecho en plena ejecución, pero a la que le estuviera vetado asistir al contexto de la planificación de ese hecho. Él nunca se acordaba de cuándo y cómo le venían a la cabeza sus delirantes iniciativas.

«Debe de ser mi parte gitana —maldijo en otro arrebato de autodesprecio, mientras echaba una calada a su porro de maría y jugaba a cerrar los ojos los segundos justos para no salirse de la A-92, que serpenteaba entre sarpullidos de desierto—, debe de ser la parte gitana de mi madre, que me envenena con pensamientos locos.»

Su madre, su pobre madre. Qué cara puso la mujer cuando le dijo que le habían despedido. Ella, que sólo le tiene a él para sustentarla, a su Jacin. Porque el otro, el hijoputa de su padre, hacía años que se había ido del mundo. Por sus propias manos. Un día decidió que no merecía la pena seguir viviendo por aquella mujer medio gitana y por aquel hijo todo loco, que ya le miraba atravesado cada vez que volvía a casa sin guita. Jacin creía en su fuero interno que su padre se había ahorcado porque empezaba a tenerle miedo. A su propio hijo.

«Bueno —razonaba Jacin—, quizá tenía buenos motivos para temerme. A mí empezaba a cargarme la miseria de vida que nos había dado… Un día u otro habría tenido que pagar. Mejor que él se quitara de en medio por sí solo. Un futuro peso de la conciencia que me ahorró.»

La verdad es que la culpa no había sido solamente del padre: la culpa había sido principalmente del Gobierno. Aquélla fue también su primera decepción derivada del hecho de ser español: ni siquiera los representantes suyos, los organismos oficiales, apoyaban a los españoles de verdad. Justo después del merecido ajuste de cuentas a los marroquíes y argelinos en El Ejido, se sucedieron varias represalias ejemplarizantes por parte de las autoridades contra la población legítima, como si fueran los ciudadanos españoles los que tuvieran que avergonzarse de la lección moral que habían impartido sobre aquella despreciable raza africana: pues resulta que, atención, su propio padre fue detenido y enjuiciado. Aunque terminaron liberándole sin cargos, lo supuestamente bochornoso de sus actos pesó sobre su reputación y los mismos conciudadanos que antes le jaleaban para que leyera la cartilla y metiera en cintura a aquellos cerdos inmigrantes, ahora, puestos en evidencia ante la opinión pública ¡nacional!, le negaban el pan y la sal por el qué dirán. El padre se quedó sin trabajo en la finca donde supervisaba varias plantaciones hortícolas y se convirtió en una sombra de lo que fue: un fracasado que se echó a la bebida —en bares de peor reputación que la suya— y a vivir del cuento y los bordados de la mujer, que apenas daban para pan y vino.

Por eso a Jacin le dolía la reacción de su madre ante su propio despido… Le había mirado tan desvalida… ¡No, no era desvalida! Le había mirado con otro sentimiento, ¡con miedo! Miedo a tener en casa una astilla de la misma parte podrida del palo, de esa parte corrupta que eventualmente había envenenado el todo de su padre. Le había mirado como si él fuera la misma podredumbre por entero.

Y por eso también había tenido que zurrar a la vieja. Para quitarle esa expresión de la cara. Pero ése era un vicio heredado. De pequeño lo había visto hacer a papá. Cuando su padre notaba que la mujer le dirigía una mirada de reproche o censura, por llegar a casa borracho o porque ponía los pies encima de la mesa, ¡cata-crac! la zarandeaba y le soltaba un puñetazo que la dejaba tendida en el suelo y suave como una seda el resto de la noche. «Puta gitana…», remataba entre dientes.

Él hacía lo mismo, pero sólo MUY de vez en cuando. Al fin y al cabo, era su madre. Y no está bien que un hijo pegue a su madre.

—Si no fuera por esta sangre… —masculló.

Esa contaminación de raza, que le hacía sentirse un español inferior, era la que le llevaba a cometer acciones reprobables. Nunca perdonaría a su padre por haberse casado con una calé o medio calé o un cuarto de calé, y mucho menos por haberla dejado preñada precisamente de él, de Jacin.

Así tendida la había abandonado él también hoy, tirada en medio de la salita. La había zumbado porque ella tampoco quería permitirle hacer este viaje. Se le fue un poco la mano, ciertamente, ya que la viudita se había quedado espatarrada sobre la mitad sucia del enlosado (estaba fregando cuando se encararon), sin dar signos de movimiento, seguramente inconsciente. A Jacin le habían sobrevenido entonces pensamientos raros, como volver a acuclillarse y hacer encima de su madre desmayada lo mismo que había hecho sobre la boca de aquel marroquí una década atrás…

¿Por qué albergaba aquellos pensamientos tan inquietantes? ¿De dónde le venían esas ideas malsanas? ¡Maldita mezcla de razas! Habría dado lo que fuera por ser de sangre pura…

Pero en realidad la culpa de todo, de la situación en la que estaban, la tenía la crisis, seguro. ¡Jodida crisis! Todo estaba relacionado, Jacin lo sabía, todo tomaba ahora forma en su mente y le daba la razón en la debacle: la crisis no era cosa de unos pocos años ni un fenómeno mundial, no señor. La crisis de aquel país había empezado mucho antes que la de los demás países civilizados, antes de que él naciera. Su padre, cuando aún era de fiar y no se regía por las tonterías que le inspiraban sus cogorzas, se lo había repetido desde niño.

El declive había empezado, por lo menos, con la pérdida de las colonias españolas en 1898. Aquél fue el peor año de todos, peor que el peor de los años que Jacin hubiera vivido. Su padre siempre lo decía cuando él era crío: «¡Qué se puede esperar de una nación que una vez fue un imperio! Sólo decadencia, agonía y muerte.»

Y la profecía de su padre se estaba cumpliendo a la perfección: España llevaba más de un siglo menospreciándose a sí misma. Los españoles eran los primeros en renegar de su propia nacionalidad, en criticarse, en odiarse y mortificarse por lo que eran y habían sido. ¿Qué futuro le espera a un pueblo que se insulta a sí mismo, que considera una vergüenza hacer gala de su pasado y de su bandera? El siglo XX fue el caldo de cultivo idóneo para los nacionalismos separatistas… Luego la situación económica mundial no ayudó precisamente: primero llegan los inmigrantes africanos, a ensuciar con sus genes la pureza de los españoles, ¡los españoles!, que a punto estuvieron de compartir la gloria de la supremacía alemana… Malditos africanos, cómo los odiaba. Negros y moros, todos basura. ¡Y los gitanos, tres cuartos de lo mismo, aunque él llevaba al menos el cuarto restante de esa sangre! Y después llegaron los que faltaban para el duro: los sudacas que sobrevivieron a la Conquista… No contentos con obtener cultura y desarrollo gracias a la Madre Patria, ahora acudían a ella para explotar y humillar a sus antiguos dueños y señores.

¡Cagoendiós! Pero ¿dónde había quedado el orgullo de la raza española? ¿Dónde estaba el compañerismo y la solidaridad entre los miembros de un pueblo privilegiado? Ése era el problema: que ya no se sentían un pueblo privilegiado… Seguro que la mitad de españoles habrían vendido a su madre con tal de cambiar su nacionalidad a la estadounidense. De boquilla, todos renegaban de los yanquis… pero por dentro estaba convencido de que la mitad de los españoles habrían empeñado su alma por ser gringos y vivir en esa nación que era el nuevo imperio.

Y la otra mitad, sencillamente, ya no se consideraban españoles. Que si los vascos, que si los catalanes, que si los gallegos… todos se presumían y reputaban diferentes. ¿Los gallegos? ¡Si a los españoles los llaman «gallegos» en la mitad del mundo! ¡Si se extendieron como ratas! ¡Si el Generalísimo era gallego, cómo van a renegar de su más noble aportación al país! Los gallegos…, ¡qué van a sentirse diferentes del resto de España, y menos con la mierda de habla que tienen, que lo entiende hasta el sevillano más pueblerino!

Pero los catalanes eran ciertamente los peores: cuando las cosas iban bien, todo risitas y solicitud. Ahora los hipócritas catalanes se habían lavado las manos históricamente y autoconvencido de que también constituían un pueblo oprimido… Ellos, ¡que hasta aportaron un virrey al Perú! ¡Y cuántos catalinos habían proclamado su españolidad bien alto, cuántos habían apoyado al Generalísimo con honor y total entrega! Su padre se lo había contado todo… Mientras hubo prosperidad para el país, mientras Franco (el gran matador de moros) devolvía la autoestima y el desarrollo económico a España, los polacos encantados de la vida. Donde hay negocio no hay disputa… Por ahí cojeaban, ahí se les notaba la estirpe semita. Malditos hijos de la gran puta judía: pero en cuanto las cosas se tambaleaban un poco y encima les soltaban un tanto la rienda, ya salían a flote sus verdaderos anhelos… y eran los primeros en abandonar el barco alegando que ellos pertenecían en realidad a otro bajel con otra enseña.

Su padre se lo había dicho y redicho mil veces cuando Jacin era niño: «No te fíes de esos hijos de mala madre catalana, porque entre bromas y veras serán los primeros en independizarse: los vascos son tontos del culo, ponen cuatro bombas porque son primitivos y no saben parlamentar, pero a la que a la población se le quite el miedo y salgan cuatro machos españoles de verdad, van aviados… En cambio los catalanes sí resultan peligrosos: mientras les interese, se comportarán dócilmente, porque se saben grandes diplomáticos, pero a la que vean una oportunidad factible de mostrarse como realmente son, no dudarán en quemar nuestra bandera y agitar la suya, como los Judas judaicos que siempre han sido.»

Y ese momento estaba llegando, vaya que sí: nada más instaurarse los nefastos, los peores tiempos para España, ¿quiénes fueron los primeros en quejarse y lloriquear que ya estaban hartos de sacrificarse por el resto del país? Los catalanitos. En vez de bregar por todos, como buenos camaradas, ellos querían ir por libre, porque ahora la situación era idónea para segregarse sin que los demás pudieran obligarles a permanecer unidos. Sonaban vientos de separatismo: sólo había que ver cómo estaban sometidos en Barcelona los pobres ciudadanos del resto de España, a los que ellos sí obligaban a chapurrear todo el tiempo ese idioma extranjero que parecía lengua de julandrones… ¡incluso obligaban a sus compadres andaluces a hablarlo si tenían la mala suerte de vivir allá!

¡Si hasta había visto a negros hablando catalán por la tele! ¡Y hasta a moros, que no saben hablar bien ni su propio idioma! Le parecía tan chocante como ver primates comunicándose en español…

La verdad era que, hablado por una mujer, reconocía que el catalán podía ser un dialecto bonito. Pero ¡hablado por hombres! ¡Mariquitas todos!

La gota que había colmado el vaso de la tensión nacional se había derramado tan sólo hacía unos días: el ex presidente del Barça, que ahora presidía la Generalitat, había forzado al Gobierno central (¡qué central ni central! ¡el Gobierno y sanseacabó!) a aceptar oficialmente la existencia de la Selección Nacional de Fútbol Catalana (a saber cómo se decía en su idioma de sarasas)… ¡Y no sólo eso! También había coaccionado a los sociatas hasta el punto de hacerles aceptar la celebración de un partido entre la selección catalana ¡y la española! Que era como consagrar de una vez por todas la existencia de una nación catalana emancipada…

¿Cómo había sido posible tal cataclismo, tal hundimiento de los principios españoles? Muy sencillo: los izquierdistas necesitaban el apoyo de los catalanistas para que los derechistas no tomasen el poder. ¿Por qué? Jacin tenía su propia teoría: igual que los catalanufos parecían todos maricones cuando se expresaban en su propia lengua, estaba convencido de que el Partido Populista, la otrora orgullosa derecha fascista —¡sí, fascista!— que heredara los altos ideales y principios del Generalísimo al fallecer éste, se encontraba asimismo en pleno proceso de corrupción y desintegración… ¡al hallarse en manos de un líder tonto del culo y maricón!

¡Hasta a la mismísima derecha incorrupta habían llegado los mariquitas! Oh, qué gran horror… ¡Los homosexuales se habían pasado al conservadurismo, amenazando con superar en número a toda la izquierda unida!

—¿Dónde está el orgullo gay… digo, español? —se preguntaba ahora Jacin, algo afectado ya por la marihuana, mientras jugaba a alcanzar la mayor velocidad posible antes de afrontar una curva entre los meandros de la carretera secundaria que había enfilado sin ser consciente de ello—. ¿Es que nadie va a impedir que ese partido de fútbol se juegue?

En realidad, Jacin veía muy claro que debía hacer algo para impedir una nueva debacle del imperio español… o de las cuatro migajas que quedaban de aquel imperio. ¡Él había resuelto, aprovechando su «inhabilitación» laboral, que las cosas no podían seguir por aquel cauce! ¡Él daría su merecido a aquellos independentistas durante la celebración del partido!

Aún no sabía cómo, cierto, pero por primera vez desde que tenía uso de razón, notaba que estaba haciendo lo correcto. La decisión de comprar el coche al camello moruno del barrio y adquirir por internet una entrada al partido con el finiquito del despido, para emprender el trayecto hacia Barcelona, había sido ejecutada en unos meros minutos sin vacilación. Ahora se sentía completamente satisfecho de esta iniciativa: sospechaba que había llegado el tiempo de devolverle a su patria todo lo que su patria le había dado a él. Si hubiera tenido que enumerar qué le había dado su patria exactamente, no habría sabido por dónde empezar… pero por suerte para Jacin, ése no iba a ser el caso. El coche, con sus achaques y todo, carburaba más que él.

Además, con un poco más de suerte, en ese lapso se resolvería a buen seguro la duda de si su madre había quedado definitivamente muerta o solamente sin sentido. En el primer caso, no estaría de más que el descubrimiento del —¿probable?— cadáver pillara a Jacin lejos de allí.

Todo esto él lo sabía de forma inconsciente, pero jamás lo habría admitido verbalmente ni siquiera ante sí mismo.

La cinta de asfalto aparentaba no tener fin en aquel laberinto de cerros. Jacin empezó a preguntarse si no estaría a punto de perderse. La carretera inició entonces una ese ascendente y, sin comerlo ni beberlo, al pie de una colina, ante los ojos semiocluidos de Jacin apareció de la nada una vieja casona desportillada, situada casi con desapego en el extremo elevado del arcén. La casona de piedra invadía como un suicida titubeante la cornisa del pequeño barranco al que precedía. Como un relámpago, Jacin advirtió que de un alero del deteriorado tejado ondeaba tímido un trapo ruin y raído: fue sólo un instante, una centésima de segundo de intrusión visual, pero el listado rojo y gualda llamó directamente a su corazón y él respondió automáticamente frenando de golpe y encarando el Simca rocinante hacia la rústica construcción.

Aparcó justo delante del portón. La fachada proclamaba con un rótulo formado por troncos claveteados sobre las grietas de la piedra este premonitorio nombre: EL VALLE DE LOS RECAÍDOS. Jacin sonrió reconociéndose en el calificativo y descendió del coche para encaminarse sin dilema alguno a la entrada. Subió unos escalones de lustrosa roca horadada y abrió una vetusta puerta de roble carcomido, empujando hacia dentro. El crujiente lamento de la puerta se le antojó semejante al de mil puertas de mil castillos embrujados en mil películas malas, pero estaba a plena luz del día: sabía que ningún fantasma ni vampiro alguno soportaban el despiadado sol almeriense.

La penumbra del interior le sorprendió, porque le robó la visibilidad por medio segundo y, justo en ese intervalo de desconcierto, le pareció que alguien cruzaba raudo por delante de él. Pero no: en realidad, la figura (maloliente, hedionda) que creyó ver de perfil pasando a unos centímetros de su cara se hallaba al fondo de la estancia, en el extremo opuesto a donde se había detenido él, más allá del compacto y relumbroso mostrador de superficie niquelada.

Jacin siempre había asumido que su propia apariencia era la que podía ser recibida con reacciones recelosas por parte de extraños: sus veintiocho años estaban repartidos de manera descarnadamente contundente en aquel macizo cuerpo, de musculatura apenas camuflada bajo unos tejanos apretados y una camiseta roja sin mangas que dejaba totalmente expuestos sus brazos de curva simiesca y piel lampiña; un cuerpo cuya brutalidad quedaba patente en la maldad congénita de su rostro, cincelado por un escultor de mente imaginativa pero de mediocre pericia: las mejillas crispadas estaban hendidas de un solo mazazo, los labios irrumpían gruesos y cárdenos como babosas, superpuestos con tal grado de obscenidad que semejaban componer un gesto de perpetuo desdén al mundo… y las cejas mefistofélicas de escorzo cromañón daban acogida a dos ojos negros como carbones, levemente rasgados, sin discusión lo más destacable de su fisonomía. Lo que él atribuía a su despreciada ascendencia gitana le otorgaba un aire mogol, pero en verdad era su desordenado cabello negro como la pez y duro como el alambre lo que le confería un aspecto zíngaro.

Sin duda, la presencia de Jacin resultaba todo menos anodina, y a cualquier persona normal podría llegarle fácilmente a cohibir e impresionar… Pero lo que tenía delante también parecía cualquier cosa excepto alguien normal…, o cohibido…, y mucho menos impresionable.

Era un viejo, de eso no cabía ninguna duda.

Estaba de pie tras el mostrador, en el rincón más oscuro: y sin embargo, la zona donde permanecía erguido relucía con blanca textura de aparición, sin que Jacin pudiera rastrear la fuente de aquel fulgor semidivino que lo nimbaba. El anciano era alto y desgalichado, muy chupado en carnes y casi cadavérico: un hombre de palo, si aplicáramos literalmente la seca expresión con que Marcial Lafuente Estefanía solía caracterizar a sus heroicos mercenarios, descripción que Jacin tenía bien presente, pues el buen Marcial (¡gallego y español, aunque rojo!) era el único autor al que había leído en toda su no tan corta vida. Pero este viejo era un hombre de palo tirando a retorcido…

Aparentaba sonreír, aunque era una sonrisa que más parecía un grito de horror. Vestía un mandil de cuerpo entero, como el que llevan los cocineros, pero este mandil era de color negro, un color negro que brillaba aprensivamente como si fuera de caucho o neopreno. Y debajo del mandil el viejo parecía NO LLEVAR NADA, salvo sus entecas mantecas.

Por los lados superiores del mandil sobresalían dos huesos finamente tapizados que debían de formar los hombros, pero semejaban apenas dos cabezas de muletas. Uno de ellos, el izquierdo, terminaba abruptamente en un breve muñón sólo unos centímetros por debajo, delatando la ausencia del brazo. La extremidad derecha, débil cual si sólo estuviera sujeta por un hilo invisible que ligase su muñeca, se movía de un lado a otro como repartiendo bendiciones a un público imaginario. Entonces Jacin se dio cuenta de que el dependiente estaba en realidad dirigiendo una arremetida, una suicida carga de su imaginario ejército. No sabía cómo había llegado a suponer eso, pero estaba seguro de que así era.

Cómo habría podido deducir que aquella fantasmal figura se trataba de un veterano de guerra o ex militar, sólo se explicaba por el brazo amputado. El rostro también daba la impresión de sufrir alguna ausencia, ahora que se fijaba: justo en ese segundo, el viejo le miró y sonrió de nuevo, como para confirmarle el estado horrendo de su cara. En efecto, donde habría de estar el ojo derecho sólo le saludaba un hueco negro e insondable. Tal parecía que le hubieran practicado en la cuenca un agujero profundo, a base de trepanar y horadar, desde donde alguien, bien dentro, espiara guarecido los movimientos de Jacin. Éste reprimió un escalofrío y aventuró un vistazo de reconocimiento a su alrededor.

Por primera vez se concentró en lo que la tienda tenía que ofrecerle. Sonrió para sí, comprendiendo que probablemente el viejo tendero hacía aspavientos con su brazo con la única intención de señalar al visitante las maravillas o atracciones de su local. Consistía en el típico establecimiento de suvenires turísticos con que Jacin hacía ya años que no se tropezaba en ningún sitio: era más propio de los tiempos de su niñez, o eso le parecía a él. A un lado, en la parte superior, cabezas de toros atornilladas a la pared, todas mirándole a él, como si pretendiesen inquirir con insistente apremio (¡a estas alturas!) qué les había ocurrido para obtener tan triste fin. Abajo, estantes repletos de muñecas en trajes de bailaoras flamencas con sus chillones faralaes y carteles de toreros con el espacio reservado para el nombre del segundo matador publicitando su ausencia… Por un segundo, Jacin creyó ver su propio nombre rellenando con severa tipografía negra el vacío entre El Cordobés y El Liti, pero un parpadeo le bastó para disolver esa impresión marihuanera.

Al otro lado del bazar cañí se alineaban varias vitrinas con diferentes objetos de cuestionable valor turístico, cuyo único elemento en común era una bandera española preconstitucional impresa en todos ellos: mecheros, ceniceros, llaveros, cuencos, vasijas, silbatos…, ¡hasta preservativos con el águila fascista campando en medio del emplasto amarillo y sanguino!

Pero lo que más alucinó a Jacin fue observar, en el interior de un escritorio empotrado cuya hoja central se hallaba abierta en posición horizontal, cual mueble bar de los tiempos de Maricastaña, una hilera de polvorientas botellas con el retrato pictórico del ex dictador de la nación, destacado en medio de cada etiqueta. Era un Francisco Franco si no alto, altivo, aún retroalimentado por el ímpetu de la treintena: su aire marcial no se veía ridiculizado por la flojera que la edad imprimió a sus formas… y, por suerte para la épica, un retrato idealizado no tiene voz.

Jacin se sintió irreprimiblemente atraído hacia esas botellas. Había alineadas un grupo de diez idénticas, su envase de cristal alargado y negro, y una etiqueta también negra que rebalsaba la bandera, enmarcando el retrato. Jacin retuvo el aliento aturdido ante aquella oferta.

—Je, je, je… —graznó detrás de él la voz del tendero, como un cuervo de mal agüero—. Interesante, ¿verdad?

—N-no sabía que el Generalísimo tuviera su propia colección de vino —concedió Jacin, que a la chita callando sabía más de vino que de Franco, pero hacía referencia al difunto con el término que interpretaba más respetuoso para con su figura, en deferencia también hacia el propietario del local, que intuía de ideas… tradicionales, por decirlo con delicadeza.

—Ese vino es de esta tierra y cuenta con su historia —la voz del viejo era tan extraña como su propietario: hueca, coja y tuerta, si es que eso tenía algún sentido—. Vino de Almería, de unos viñedos muy cercanos a aquí, a Tabernas… El Caudillo ordenó en 1966 embotellar de esta manera tan conmemorativa la mínima cosecha de ese año, como celebración de un evento muy especial…

—Sí, claro, y la cosecha la tiene usted aquí desde entonces, ¿no?

El viejo no contestó. Jacin se volvió a mirarle: la sonrisa del anciano era ahora tan plácida y plena, que si el objetivo de su dueño hubiera sido matar a Jacin, éste estaba seguro de que aquella expresión significaría que a él ya no le quedaba ninguna salvación.

—No importa que no sean genuinas —se apresuró a conciliar—. ¿A qué precio van?

—Tengo entendido que te diriges a Barcelona con una misión…

Jacin se volvió de nuevo, asustado. No estaba convencido de haber oído aquello. En realidad, sí estaba convencido de haberlo oído: de lo que dudaba era de que aquel viejo lo hubiera DICHO. El hombre se limitó a escrutarle con su único ojo sano.

—Para ti serán solamente mil pesetas la botella: con la primera, regalo dos más.

Jacin tomó tres botellas del mueble bar empotrado. En ese momento escuchó de nuevo la voz del viejo, susurrándole desde atrás:

—Ten cuidado con el tuerto…

El respingo que dio Jacin estuvo a punto de hacer que las botellas cayeran al suelo. Confundido y restituyendo su temple a duras penas, el joven ejidense echó a andar hacia el mostrador, acarreando su provisión de vino franquista. El otro le devolvía la mirada como si no hubiese dicho nada en todo el rato que Jacin llevaba en la tienda.

—Buenas tardes… —musitó el viejo cuando Jacin posó las botellas sobre la rechinante y reseca madera del mostrador.

—Seis eurillos, ¿no? —comprobó Jacin, rebuscando en sus bolsillos. Por una vez en su vida, se sentía atribulado ante aquella presencia casi marciana.

Notó que el viejo le observaba. Entonces cayó en que su fisonomía le era vagamente familiar, pero no supo ubicar su rostro de rancio bigote ralo. Súbitamente, le pareció que el anciano no era el único en mirarle. Con las monedas olvidadas en la mano, examinó el ojo del viejo, lo único vivo en una faz reptiliana, impresión a la que contribuía su pálida y escamosa epidermis tirante y la boca abierta sin dentadura visible: arriba, la cavidad del ojo ausente se abría a un universo abisal. Era como si la carne se hubiera hundido en ese punto, arrastrando consigo hacia un agujero negro toda la piel en derredor. Jacin se imaginó que el extremo del pellejo entremetido debía de estar claveteado contra la pared interna de la nuca, y ésa sería seguramente la razón por la que el orificio del ojo inexistente semejaba un ano asentado al tuntún en ese lado de la cara. Ahora, la sensación de que alguien más le contemplaba desde lo más hondo de esa cuenca le puso irritantemente nervioso. Algo le decía que no debía mirar ese orificio, pero no podía evitarlo: si observaba muy fijamente, con seguridad descubriría quién o qué le miraba a su vez desde allí dentro… ¿Sería el ojo que faltaba, hundido por miedo o por intenciones poco claras? ¿Sería otro ser inteligente que habitaba parasitario en el interior de aquella ruina, de aquella carcasa humana? ¿Sería la manera del Demonio de acechar almas despistadas?

Se sacudió la cabeza para expulsar pensamientos tan nocivos. Ese soplo de vuelta a la realidad, de relajación de la cordura, fue el que aquel ser acechante aprovechó para salir de la fosa vacía: de repente, algo se abalanzó desde la cuenca negra sobre Jacin. Al vislumbrar la embestida del bicho, el muchacho pegó un salto y a punto estuvo otra vez de derribar las tres botellas, que se tambalearon inseguras y repiqueteantes sobre el mostrador.

El ente era una simple avispa que anidaba en la sima ocular del dependiente. Pero el susto que Jacin se llevó al ver que el insecto se le venía encima fue de aúpa. Y en un segundo, ¡la avispa desapareció! Jacin habría jurado que el anciano se la había comido de un escurridizo bocado, atrapándola al vuelo…

Pero para entonces, ya no estaba seguro de nada.

—Somos legión… —le susurró el viejo a modo de…, ¿despedida?

Si Jacin no se hubiera girado entonces para precipitarse hacia la salida, habría visto un amasijo orgánico cayendo a través del lado izquierdo de la mandíbula del ajado vendedor. Era la avispa hecha una bolita roja y amarilla, como los colores de la bandera que tanto veneraba, regurgitada por un agujero en el que no había reparado el joven: cabalmente la salida del hueco que el viejo conservaba dentro de su cráneo y de la que el boquete en el ojo era el acceso de entrada… La trayectoria de aquel pequeño túnel bajo la piel y los huesos atravesaba el tumefacto rostro en diagonal, como un angosto pasadizo causado por un disparo en la noche de los tiempos.

De haberse percatado de ese detalle, sin duda Jacin hubiera vuelto a sentir el vientre revuelto… igual que en su adolescencia.

Sin embargo, en cuanto salió del vacío bazar con las tres botellas de vino almeriense metidas en una bolsa roja, la euforia tomó posesión de Jacin. Aquel encuentro era una señal, no había duda, y en absoluto fortuita.

No solamente la razón, sino el mismísimo Francisco Franco, estaban de su lado, apoyándole desde el Más Allá con todas sus posibilidades de espectro, para garantizar que resultase vencedor en su cruzada personal contra los enemigos de España. ¡Se sentía el nuevo Cid Campeador regresando desde el otro lado de la muerte para poner orden en aquel país invadido y contaminado por razas inferiores y con una raza propia desconfiada de su propia valía!

Jacin arrancó el jamelgo de coche que había comprado a aquel camello moro que sacaba tajada de los malos momentos anímicos de los ejidenses y accionó el viejo radiocassete incluido en el precio para oír qué cinta se había dejado dentro la rata moruna. Se trataba de algún estándar latino cantado por los Hermanos Calatrava: el hermano cantor interpretaba en este caso, con su voz declamatoria de engolado galán, el rol de un personaje militar, precisamente, y explicaba ¡precisamente! a su mamá cómo avanzaba en formación con su mosquetón y un buen amigo que desfilaba detrás de él…

«¡Cuidado con los amigos que van detrás!», irrumpió la voz cascada adrede de Paco, el Feo de los Calatrava, en una de sus morcillas improvisadas cuyo hilarante efecto había proporcionado celebridad al dúo cómico allá en los tiempos del tardofranquismo y aun también después, durante toda la Transición.

—¡Cuidado con los amigos que van detrás! —repitió jubiloso Jacin, persuadido de que aquello era otra señal del cielo o de Franco—. ¡Cuidado con los amigos que van detrás, ja, ja, ja!

Siguió riendo y conscientemente se abstuvo de mirar atrás, no fuera a ser que el exótico establecimiento turístico no estuviera ya donde lo había visto y visitado. Por ese mismo motivo, tampoco descubrió erigido al lado de la casona un poste con un rótulo indicativo, tan enmohecido como el cuerpo del misterioso dependiente, que apuntaba justamente en sentido contrario. Sobre el rótulo apenas eran distinguibles los nombres de las poblaciones que enumeraba en hileras: CUEVAS DEL ALMANZORA 32 KM, marcaba la primera de ellas, si el lector lograba desentrañar las letras de la herrumbre que las reconcomía. Pero la última indicación, sorprendentemente, despuntaba con mayor nitidez merced a una pintura blanca que se diría todavía fresca y húmeda, como si las letras hubieran sido repasadas con una nueva mano hacía escasos minutos: PALOMARES 34 KM, avisaba ominosamente la señal.

En todo caso, el Simca de Jacin partió justamente en dirección opuesta.

Y las carcajadas del endiablado joven se perdieron en la lejanía algo más tarde que el carraspeo del atosigado motor.