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Maltrato de una mayor

Ante el raudal de obscenidades cósmicas que comenzó a proferir aquella sombra gigantesca, Yasmela se retorció como si un flagelo lacerase sus delicadas carnes.

El coloso negro,

ROBERT E. HOWARD

Al amanecer hicieron el amor de nuevo y les salió tan bien que decidieron que ese mismo día Luz se mudaría al piso de Eva. Pero antes, claro está, ella debía traer sus pertenencias de casa de sus padres.

Luz casi no había hablado de sí misma. A Eva seguía intrigándole su origen —no se sentía lo suficientemente sofisticado y cosmopolita como para conocer tan a menudo a negras autóctonas del país—, así que tanteó el tema con precaución, poco antes de levantarse de la cama, en pleno remoloneo matutino:

—Cuéntame algo de ti.

—Lo que quieras.

—¿De verdad has nacido en España? No es que no te crea, pero…

—¿Te parece que mi acento es de otro lugar?

—No, no, tienes un acento increíble, de lo más veraz, pero…

—Soy originaria de Guinea, ¿vale?

—¿Y tus padres son de allí también?

—¿Tú qué crees? ¿Me ves influencia caucásica?

En realidad, el propio Eva no sabía por qué había preguntado eso. ¡Saltaba a la vista que sus padres habían de ser también guineanos!

—¿Y no se cabrearán un rato largo si les dices de repente que te vienes a vivir conmigo?

En la calenturienta imaginación de Eva se había formado la cruel imagen estereotipada de un conguito y una conguita antropófagos con la nariz perforada por un hueso, ambos persiguiéndole lanza y machete en ristre para ensartarle y mondarle emérito por haber pretendido arrebatarles a su hija más guapa. Resabios del colonialismo racista, de cuyos desmanes africanos bajo responsabilidad nacional, al igual que el resto de su generación, Eva no tenía ya idea.

Por si fuera poco, Luz se conformó con sonreír para sí y no se dignó tranquilizarle con una triste respuesta hasta dos horas después, cuando ya se dirigían en autobús hacia el pudiente barrio de Les Corts, donde ella vivía. Ambos viajaban sentados y Eva besaba el cráneo de su pareja cuando Luz rompió el silencio:

—Nunca conocí a mis padres.

A Eva le costó entenderlo:

—¿No los conociste…? ¿Pero sabes cómo… quiénes son?

—¿Qué ibas a decirme? ¿Que son negros? ¡Claro que sé que son negros! —La monería gestual de Luz desmentía el tono ofendido de su voz.

—¿O sea que eres huérfana como yo?

—A decir verdad, crecí con ellos en mi país natal hasta los dos años. Pero ambos murieron en un accidente de tren. Yo apenas los recuerdo. Sus familiares se ocuparon de mí un tiempo, pero la mala situación económica de todos los decidió a enviarme a España para que me adoptaran a finales de los ochenta.

Eva abrió el ojo como plato y sintió que un peso enorme caía sobre su corazón, chafándolo como si fuera una gominola de fresa acida:

—¿A finales de los ochenta? ¿Quieres decir… quieres decir que fuiste mi competencia en la carrera de adopciones? Y claro, a ti te adoptaron enseguida porque eres negra. Qué suerte…

Luz le dio un bofetón. Eva se quedó desconcertado, mientras su pómulo se sonrojaba de escozor y vergüenza. Todo el autobús los estaba mirando, por supuesto presuponiendo que él era un canalla.

—¿Por qué me has pegado? —refunfuñó Eva.

Luz esbozó una sonrisa radiante: como un resorte se lanzó sobre él y le besó profundamente. Eva entrecerró el ojo y correspondió al beso. Se consideraba desagraviado.

—Disculpa —le susurró ella luego—. A veces se me va la mano. Me gusta golpear, soy un poco manazas. Quería ser un cachete simpático, pero te di más fuerte de lo que pretendía.

—¿En Guinea el castigo físico sigue formando parte del programa educativo? No vuelvas a hacerlo, por favor, o acabará gustándome —le suplicó él, también en broma.

Se abrazaron, rieron y prodigaron carantoñas. El pasaje del autobús siguió con los ojos prendidos en aquella extraña pareja, tan mal ejemplo para la juventud y sin embargo tan feliz. Parecía a todas luces lo que ahora podría denominarse una pareja autosostenible: no necesitaban a nadie más en su mundo.

Por capricho, determinaron tomar el tranvía que recorría aquel último tramo de la Diagonal, en las estribaciones del barrio de Pedralbes, y en muy pocos minutos cubiertos a pie se encontraron en una zona notablemente pija y de vecindario pudiente, frente a una casa de dos plantas que Eva no se habría atrevido a desear como futura vivienda ni en sus más delirantes sueños de grandeur artística: tenía césped delante y jardincito detrás con su correspondiente palizada alrededor; más un porche, una galería en la primera planta y un garaje adosado. Una cucada de casa, vamos.

—¿Aquí vives? —le preguntó, seriamente preocupado por que ella quisiera cambiar aquello por SU piso, quizá movida tan sólo por el fútil aliciente de poder estar cerca de él—. ¿No te sale más a cuenta seguir viviendo aquí y que yo venga a visitarte a días alternos?

—Tú no sabes cómo son mis padres adoptivos. Será un alivio quitármelos de encima.

—No me has contado nada de ellos…

—Mejor que no lo haga. No quiero hacerte creer que pienso que a veces es mejor crecer libre y sin padres, como tú, que con padrastros como éstos, como yo…, pero lo cierto es que a menudo no puedo evitar pensarlo, así que mejor dejamos el tema.

—¿Son aquéllos?

Eva señaló un par de siluetas a lo lejos: detrás de la casa, en la zona más apartada del jardín trasero, destacaba una venerable y apacible pareja que frisaba los sesenta años: ambos vestían atuendos de jardinería y se afanaban en la tarea de igualar a picotazos de podadora la parte superior de un seto. La estampa resultaba de lo más simpática y entrañable, digna de idílica postal cursi para ilusos a la caza de su media naranja.

—Parecen encantadores… ¿No me los presentas?

—No quieras conocerlos. Tú no sabes de la misa la media, Eva. Ahora atiende —por un momento, Eva creyó que Luz iba a soltarle otro bofetón, pero para su alivio no fue así… quizá porque obedeció al instante la orden de atender—. Voy a entrar a recoger mis cosas lo más rápido posible y saldré como mucho en cinco minutos. Te dejaré la puerta abierta. Si en esos cinco minutos no aparezco, tu entras y subes hasta la primera habitación de la planta alta, que es mi dormitorio. ¿Vale? Si no estoy allí, me buscas, pero si me encuentras en alguna discusión con mis viejos, sácame de ahí sin contemplaciones y a toda hostia.

—Joder, ¿tan intratables son?

Luz no contestó. Se limitó a volverse, enfilar por el sendero de grava hacia la puerta principal, abrirla con un llavón de considerable magnitud y, por fin, girar la cabeza para cerciorarse de que Eva se quedaba vigilando el cotarro con los cinco sentidos alerta. En lugar de eso, el muchacho, que seguía obnubilado por el pulcro primor de aquella casa de fachada imponente, se había parado frente a un arriate y estudiaba embebecido la flora que allí crecía.

—Qué flores más bonitas, me encanta el color de ésta, tan violeta. ¿Cómo se llama?

—Violeta —respondió Luz enfurruñada—. ¡Y ahora estáte atento, joder, que esto no es cosa de broma!

Eva se asustó. Luz cerró la puerta con excesiva fuerza; un portazo tan rotundo no era lo más conveniente para quien quería entrar en su casa de manera desapercibida. Pero Eva pensó que a aquellos padrastros se les veía ya un poco achuchados y gaznápiros: seguramente no conservarían el oído tan fino como para captar si una puerta se abría, se cerraba o restaba inmóvil en sus goznes.

La verdad es que aquella familia tenía plantadas unas flores muy chulas. ¿Por qué Luz ansiaría abandonar aquel hogar cautivador para irse a cohabitar con él en su agujero pequeño y oscuro, contando con un sitio tan bonito y unos padres tan presentables? ¡Ella vivía como él había anhelado vivir toda su vida! Rumiando que quizá la chica se estaba sacrificando por él en demasía, Eva comenzó a alojar remordimientos de clase por haberla convertido en su pareja…

Sea como fuere, Luz debía de considerar que tenía buenos motivos para penetrar con discreción en su propia morada, porque en aquellos momentos ascendía de puntillas los peldaños refinadamente embaldosados de la escalinata que conducía a la planta alta. A menudo echaba un vistazo hacia la parte trasera, donde unos ventanales daban al jardín, aunque desde allí le resultaba imposible comprobar si los ancianos continuaban podando setos, puesto que su campo de visión quedaba cortado de aquel lado por un toldo a medio bajar.

Luz salvó los últimos escalones de dos en dos y se precipitó por la primera puerta al interior de un luminoso cuarto: probablemente el suyo, ya que la cama de la alcoba era individual y no ofrecía signos de que esa noche hubiera dormido nadie en ella. El conjunto de la estancia se ajustaba al que uno podría imaginar para un teenager de comportamiento modélico, sin tendencia a la personalización de su entorno: en las paredes no había tan siquiera un póster de algún ídolo musical. Ni un David Bowie o, mejor aún, un Ziggy Stardust que llevarse a los ojos: nada, salvo estanterías a un lado con libros de medicina perfectamente ordenados y un ordenador portátil sobre un escritorio que ocupaba el espacio frente a la única ventana. Se diría un dormitorio juvenil sin señas de identidad, como improvisado para una mala película por una directora artística novata.

O una habitación de alguien que no puede expresar en su propia casa su verdadera personalidad.

Con celeridad, Luz sacó una bolsa grande de piel vuelta de un compartimento alto del armario y empezó a llenarla con ropa de los cajones y libros de los estantes. Procuraba hacer el menor ruido posible, pero era inevitable que antes o después alguno de los gruesos volúmenes se le cayera de la balda o alguna de las gavetas se abriera con un repentino crujido. En esos instantes se detenía, prestaba atención y, convencida de que nadie la había oído, proseguía proveyendo la bolsa con sus cachivaches y efectos personales.

De improviso, sin certeza alguna, una intuición fulminante le sugirió dejar lo que estaba haciendo y llegarse hasta la ventana: más allá se oían tenues carcajadas masculinas, acompañadas de una grácil risa femenina. Ante la imposibilidad de localizar visualmente aquellas muestras exteriores de júbilo, Luz ladeó la cara, concentrándose en escuchar, pero no percibió ningún ruido más. Se encogió de hombros y se dispuso a cerrar la atiborrada bolsa, que ya contenía todo lo esencial para su mudanza.

La bolsa alcanzó un peso del copón, especialmente por los generosos mamotretos de medicina, pero Luz no se arredró y la arrastró sujetándola con ambas manos, preguntándose por qué en las películas a los personajes que acarreaban maletas nunca parecía pesarles su contenido: por eso no le gustaba el cine, porque era todo mentira. Con un suspiro, mezcla de cansancio y resignación, abandonó la bolsa en el suelo para abrir la puerta del dormitorio.

Al principio creyó que quien permanecía erguido justo al otro lado de la puerta era Eva, que no había podido resistir la tentación de subir a enseñarle aquella maceta de violetas que el intruso sostenía a la altura de la cara. Pero cuando la maceta de violetas se movió hacia atrás y cayó con fuerza sobre su propia frente, asumió que la persona que la estaba dejando inconsciente de aquel tiestazo no podía ser Eva…

Y luego perdió instantáneamente el conocimiento, sin más.

Mientras, Eva se dedicaba a corroborar lo limpio que estaba todo en los dominios de aquella casa, desde el sendero exterior que llevaba a la cancela de entrada hasta los maceteros alineados bajo el porche. De vez en cuando ojeaba su móvil para consultar la hora, pero no aparentaba excesiva angustia ni inquietud: su humildad congénita y su complejo de inferioridad, más clasistas a su pesar que el deleznable clasismo del más arrogante aristócrata, le impedían concebir que nadie malvado pudiera residir en una casa tan lujosa y bonita. ¡Y ya se sabe lo mucho que tardan siempre las chicas! O eso había oído él…

Apenas cinco minutos después de haberse desplomado sin sentido, Luz despertaba sobre su propia cama, pero en circunstancias nada halagüeñas: estaba echada boca abajo y no llevaba puesto nada encima. Tampoco podía gritar ni moverse: un fragmento de esparadrapo le tapaba por completo la boca y tenía las manos ligadas a la espalda con cuerda metálica. Por la textura que notó contra la lengua supo que, bajo el esparadrapo, una de sus braguitas de lycra ejercía la función de mordaza.

En cuanto comprendió su situación, la muchacha probó a emitir algún sonido de alerta, pero sólo consiguió prorrumpir en ahogados sollozos. A sus espaldas se oyó otra vez la grácil y galante risita femenina, pero ya dentro de aquellas cuatro paredes…

Luz no precisó echar la cabeza atrás para verificar de quién se trataba. El terror hizo que arreciara en sus sofocados gimoteos de auxilio.

—¡Ja, ja, ja! ¿Por qué te empeñas en desobedecerme, niña? ¿No ves que yo solamente deseo lo mejor para ti?

A la izquierda de su campo visual aparecieron unas embarradas botas de jardinero, que se acercaron a ella hasta un metro escaso. Luz elevó la vista y contempló a su raptora en un amedrentador contrapicado.

Era la misma adorable señora mayor que Eva había vislumbrado minutos antes atusando afablemente un seto. Vestía un grueso peto de jardinería sobre una blusa común, pero sus distinguidos ademanes y su peinado Cleopatra color caoba, unidos a dos pendientes de perla que colgaban de sus luengos lóbulos, parecían corresponder en cambio a la más pura feminidad chic de la clase alta convergente. Retenía el encanto de una mandíbula sensualmente pronunciada, la nariz pequeña y fina y, pese a sus pesados y venosos párpados como alas de buitres, pintados de fucsia, los ojos coquetones también delataban que en su juventud, su palmito debía de haberse visto arropado por numerosos admiradores masculinos. Sin embargo, su expresión era ahora severa y ofendida, y su tono de voz, áspero, rayano en la reconvención:

—¿Cómo te atreves a volver a casa a estas horas de… de la mañana? Y con la misma ropa que te fuiste… ¡apestando a sexo!

—N-nofff… nnnn… —intentó recusar a gritos frustrados Luz, con los ojos exaltados de terror absoluto.

—Nunca aprenderás… Desde que entraste chiquita en nuestra casa, mi mayor desvelo fue el de hacerte razonar… Te abrimos las puertas de nuestro hogar con toda generosidad, sin atender a nuestras evidentes diferencias raciales, para que una mocosa salvaje como tú aprendiera las buenas costumbres y los buenos modales. Te servimos en bandeja los privilegios de nuestra civilización catalana… Pero tú siempre te rebelabas, como si lo nuestro no te atañara… ¡como la zorra negrita que en el fondo eres!

Luz empezó a llorar; el miedo y la desolación afloraban en su rostro aterrado. La señora le propinó tal guantazo en la cara que resonó como un latigazo segando de golpe sus jadeos. Al lado de este sopapo, el que ella le había atizado a Eva era apenas una pálida imitación de niña buena, una palmadita amistosa. La joven enmudeció conmocionada, provocando más carcajadas de su madrastra:

—Sabes que no me gusta hacer esto, pero no me dejas más remedio.

De pronto, la señora comenzó a quitarse la ropa… primero el peto con un pin de CIU y después la blusa del C&A (la que se ponía para ensuciarse en el jardín), revelando debajo de las mundanas prendas un flamante corpiño lila que le sustentaba las tetas, flojas y alicaídas, asomadas a la cornisa del corsé como dos viejos calvorotas sumamente fisgones oteando desde el palco de un teatro. Luego la grotesca silueta se ausentó de la periferia visual de Luz, pero por el rictus de horror que se dibujó en la faz de ésta, la chica sabía perfectamente qué amenazante acción presagiaban los prolegómenos que estaba ejecutando aquella vieja sádica.

—¡Es hora de darte una lección! —restalló la consternada voz con ronquera de dama lujuriosa, mientras su dueña reaparecía vestida para cabalgar: literalmente, dado que se había calado una gorra de jockey, unas polainas con graciosos motivos indios y unas botas de caña alta, provistas de afiladas espuelas. En sus manos exhibía una vara de cuero, además de ir embutida en un arnés inguinal que situaba sobre su bajo vientre un enorme y tieso pene de caucho. Sin esperar reacción alguna de su hijastra, alzó la fusta y la descargó percutiendo contra la cabeza de Luz, una y varias veces, hasta que ésta se vio obligada a reclinarla y esconderla entre sus hombros erguidos, en señal de sobrecogimiento y humillación.

—¡Así me gusta, perra! Vuelve a tu cueva de monos ágrafos a rememorar de dónde vienes y cuál es el lugar al que perteneces… ¡Recuerda que estás aquí, disfrutando privilegios que no te corresponden, tan sólo gracias a mí!

Nuevo restallido de la fusta y nueva mirada exorbitada de terror y daño de la hija adoptada y sometida.

De súbito, la lasciva señorona ataviada con aperos de jinete se aupó a la cama, dispuesta a montar a la pobre Luz… que no podía resistirse, doblegada por los azotes.

—¡Así, levántate de rodillas! ¡Ofréceme tus posaderas de yegua prieta!

La vara se abatió sobre las nalgas de Luz: la chica lloraba a lágrima viva, dado que el lagrimal era el único resorte dispensado por su inquisidora para dar rienda suelta a su horroroso padecimiento. La madrastra separó las tersas nalgas morenas y posicionó la punta de su falo postizo impulsándolo contra el tierno ano. La vieja echó el cuerpo hacia delante para entremeter la prótesis alanceada entre cacha y cacha, y el ariete penetró a lo bruto en el delicado y sonrosado ojete. El dolor empañó los ojos de Luz, que a punto estuvo de volver a desmayarse.

Esta vez su alarido, paliado por mediación del adherido esparadrapo y sus bragas masticadas en atemperado resoplido, sí logró echar un vuelo corto por la ventana abierta y llegar, aunque atolondrado e irreconocible, hasta Eva, que ya estaba empezando a mosquearse de tanta espera.

Al apreciar el bramido amortiguado, que para él podía significar cualquier otra cosa (desde el estornudo de un perro ofuscado por una oleada de polvo hasta el orgásmico grito ahogado de una actriz porno en algún vídeo X descargado por un vecino espabilado), Eva debió sin embargo de intuir o sospechar que era más bien síntoma claro de algún suceso de gravedad… o quizá tan solamente se hartó de aguardar quieto como un pánfilo. En todo caso, advirtiendo que ya habían pasado cinco minutos desde la partida de Luz, o quizás incluso diez o quince, Eva se aproximó a la puerta de entrada y la empujó, con el firme propósito de explorar la casa hasta hallar a su compañera.

Y cuál no fue su sorpresa cuando frente a él se topó nada menos que con el señor de la casa, que lo observaba impertérrito desde el umbral.

—¿Sí? —Era el mismo tipo que Eva había visto escamondando el seto. De hecho, aún lucía la misma indumentaria con que le había atisbado minutos antes: los pantalones cortos Coronel Tapioca y el viejo polo Lacoste, con el cocodrilo casi despegado por el lado de la cabeza, de tal forma que el reptil parecía también haberse vuelto a mirar a Eva con curiosidad y mala baba.

Eva se admiró ante el rostro decididamente bondadoso y benevolente del sesentón: era calvo excepto por una cornisa de nube blanca que festoneaba su nuca de oreja a oreja, y se hacía imposible cobijar el mero amago de sospecha respecto de su espíritu probo y deliciosamente servicial.

—¿Está buscando algo, joven? —insistió el propietario con amabilidad exquisita.

—Eh… no, nada… M-m-me he equivocado de casa.

—Bueno, todos tenemos derecho a hacerlo una vez en la vida —replicó magnánimo el agradable viejo, antes de cerrarle a Eva la puerta en las narices sin que su sonrisa se diluyera. Sin embargo, en cuanto la puerta quedó clausurada, el viejo sustituyó su semblante angelical por una mueca de infinita lascivia y, encorvado, marchó dando saltitos escalera arriba hacia la puerta entornada del dormitorio de Luz: allí se detuvo para asomarse a espiar por el resquicio abierto mientras se bajaba la cremallera del pantalón y extraía su exiguo pene con forma de mínimo maní, que a su vez tenía forma de huso, enzarzándose en una patética masturbación.

En el porche de la casa, Eva se preguntó si estaba obrando bien haciendo guardia como un pasmarote allí fuera, pero dedujo que cualquier problema o contencioso que Luz hubiese entablado con sus viejos, a buen seguro podría resolverlo con ellos hablando de la manera más civilizada.

Sin embargo, la cuestión era precisamente ésa: que Luz no podía hablar, ni siquiera pronunciar una sola palabra para manifestar su opinión, a causa del esparadrapo que le soldaba los labios y mantenía dentro de su boca una mordaza fabricada con sus propias bragas.

Su madrastra la montaba literalmente desde atrás, el arnés dolorosamente pegado a la grupa de Luz, con el incisivo ariete hendiendo el recto de la infortunada joven, y las espuelas de las botas rasguñando de rojo los tobillos negros, debido a la rígida presión de las honorables piernas blancas. Exaltada de euforia sexual, la tonificada señora se despeinaba al compás del violento embate repetido contra el culo de su hijastra: con la rígida fusta flagelaba un costado del pompis, que de marrón iba virando a sanguíneo (si consideráramos los cuartos traseros de Luz un mapamundi expuesto a nuestra detallada observación, deberíamos resaltar sin ningún género de dudas que la peor parte de los azotes se la estaba llevando Australia), y la otra mano pugnaba por apresar la cabeza bamboleante de su potranca, sin acabar de atinar en ello, por lo que optó finalmente por asirla del cuello.

—¡Hija de la gran puta ingrata africana! —enumeró sin pausa alguna, con encadenamiento de calificativos más propio de un pervertido anglosajón—. Ya sé que te rapaste tu hermoso cabello para no tener que sentir cómo te lo tironeaba en estos momentos de justo correctivo…

La mano sesentona palpó asimismo las facciones de Luz, deseosa de reconocer al tacto a su hijastra, como si la hambrienta extremidad perteneciera a una mujer invidente, demorándose especialmente en el área de la nariz, las cejas y a continuación las orejas…

—Oooh —exclamó la jineta, con una inflexión de escándalo en su tono—. También te has quitado todos los pendientes, aros y piercings que tenías… ¡Qué mala perra! No quieres que vuelva a arrancártelos, ¿eh, negrita aviesa, negrata traviesa?

Luz no podía contestar, aunque a estas alturas de su profanación, daba la impresión de que tampoco le quedaban ya fuerzas ni ganas para ello. Se limitaba a cerrar los ojos y padecer su aberrante sodomización materna con actitud sumisa para hacer su violación lo menos dolorosa posible. Como si hubiera alumbrado una revolucionaria idea, su violadora se despojó de uno de los pendientes de perla, cuyo broche estaba dotado de un largo gancho, y, extendiéndolo, se aplicó a arañar con él las mejillas de su cabalgadura.

—¡HHMMM! ¡HMMM! —protestaba como podía Luz ante las virulentas acometidas de su madrastra, que le pintarrajeaban hilachos de sangre en sus pómulos y sienes, y amenazaban con herir zonas más sensibles como los ojos—. ¡HHHHHMMMMM!

Atrapada en una espiral de placer ascendente y condicionada también por los gimoteos alterados de su presa, la mujerona atacó ahora el hocico de su montura: el gancho enhiesto rasgó a sabiendas la tela del esparadrapo, permitiendo a los sarmentosos dedos de filamentosas uñas irrumpir en la boca de Luz para, prestos y ágiles, retirarle el embolado de bragas y babas, hasta aferrarle la lengua. Acto seguido, paseó el afilado alambre reiteradas veces bajo la sinhueso, como si intentara cortársela con ese ridículo pero incordiante hierro. La mujer puso los ojos en blanco, presa de un éxtasis cegador, al constatar que desgarraba las tripas de su protegida con su pene artificial al mismo tiempo que laceraba el miembro bucal que le habría facultado a denunciar la brutalidad de su acción progenitora.

El escalofriante chillido que Luz profirió a través de los jirones de esparadrapo fue de tal magnitud y potencia que su madrastra alcanzó el orgasmo en un santiamén y su padrastro también se corrió detrás de la puerta. Por fortuna, esta vez Eva oyó a Luz, de pie todavía bajo el soportal de la casa, de inmediato sintió que el vello inexistente de sus brazos de piel abrasada reclamaba su antigua presencia ejerciendo una presión de horror inusitado en todos sus poros.

Despavorido, Eva se abalanzó contra la puerta principal, que obviamente no cedió, pues ya el padrastro de Luz la había llaveado para imposibilitar la intrusión del muchacho. Sin embargo, espoleado por el convencimiento incuestionable que aquel grito de pánico había despertado en su consciencia, Eva tomó en sus brazos uno de los aparatosos tiestos y lo catapultó contra la ventana contigua a la puerta, abriendo un boquete que le facilitó invadir la casa sin mayor dilación.

Más tarde descubriría que los afilados dientes de cristal roto le habían desgarrado la ropa y la piel en varios puntos de su anatomía, pero entonces no se dio la más mínima cuenta: resuelto a impedir que aquel alarido que él ya suponía de Luz se repitiera, saltó al interior de la vivienda y rebasó a grandes trancos los peldaños de la escalinata.

Ya no se asombró al sorprender al viejo tratando de subirse los pantalones mientras sobre los muslos le resbalaban hilachos de semen amarillento, conformando pastosas telarañas con los alambicados pelos de sus piernas… Eva le asestó tal patada en los testículos (no podía errar el blanco, pues aún estaban bien visibles sobre los calzoncillos y pantalones mediados) que, a pesar de tenerlos recién vaciados, el hombre experimentó un relámpago de dolor que lo paralizaba desde la entrepierna hasta la garganta, cayendo cuan desgarbado era escaleras abajo.

Eva abrió la puerta del dormitorio de Luz y, ahora sí, la afrenta que allí estaba aconteciendo superó sus peores expectativas de perplejidad y abyección. El grito de miedo que lanzó podría haber rivalizado con el emitido un minuto antes por su amada.

La madrastra se volvió, aún no repuesta de su paroxismo sexual, su ridículo gorro de jockey el más pintoresco de los aderezos para aquella máscara grogui que se había enseñoreado de su rostro. Al verla mancillando la carne de su amante, Eva se precipitó sobre la mamarracha y, agarrándola del barbiquejo del gorro, tiró de él y la arrastró consigo, sosteniéndole la cabeza en el aire y finalmente arrojándola contra la pared: la cara de la pérfida señora chocó de frente contra un segmento limpio del muro del cuarto, de tal forma que su nariz quedó aún más aplastada de lo que habría sido capaz de lograr el más zafio y osado cirujano plástico. La buena mujer (es un decir), entre lo intenso de su orgasmo y la contundencia del impacto facial, se derrumbó sin sentido al segundo… y Eva la abandonó al abrazo del suelo sin más consideraciones, hecha un guiñapo.

La caída de la sátrapa atrajo consigo el arnés ensartado en el trasero de Luz, que semidesmayada reincidió en un doliente lamento al sentir que el pene postizo se desprendía con un tirón seco de sus posaderas. Eva le desanudó las ligaduras, arrancó los restos del esparadrapo, la abrazó y le dio todos los besos que pudo para reponerla de su calvario.

—Vámonos de aquí… —imploró ella, desfalleciente y algo avergonzada por el leve aroma a descomposición que había liberado la dilatación de su ano bruscamente destaponado.

Eva intentó cargarla en brazos, pero ella era demasiado grande y pesada para él, así que tuvo que conformarse con acompañarla apoyándola sobre su hombro, medio a rastras. Al salir del cuarto, más vestida y compuesta, ella ya pudo avanzar por su propio pie, caminando escaleras abajo y fuera de la casa.

Cuando estaban a punto de trasponer el umbral de la cancela, Luz le ordenó con voz glacial y resoluta:

—Sube al dormitorio de esos dos fantoches, que está al fondo de la primera planta: verás la efigie de una Moreneta sobre el tocador. Coge la estatuilla, dale vuelta y presiona la base… Comprobarás que es una madera que se puede retirar. Mete la mano en el fondo y encontrarás un fajo enrollado en billetes. Tráetelo todo.

Eva le obedeció, ya sin plantearse dudas o perder el tiempo en la menor dilación o remordimiento moral. Abajo, en el recibidor, el anciano seguía tendido contra la balaustrada de la escalera, retorciéndose de dolor con una mano en la entrepierna, incapaz de ofrecer resistencia al jovenzuelo. Arriba se escuchaban a su vez los adoloridos quejidos de la madrastra depuesta, que empezaba a restablecerse de su choque nasal, pero Eva no se arredró y retomó su pesquisa hasta el dormitorio matrimonial.

Menos de un minuto más tarde estaba de vuelta con el abultado fajo en una mano.

—Tiene gracia que le recen a la Virgen Negra —comentó Eva de pasada.

—Y ahora… —remató Luz, dando por zanjada su accidentada visita, al tiempo que esbozaba una sonrisa ensangrentada—, vámonos de aquí, joder.