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Para el huérfano no hay sol
Hoy mi pecho se ataladra con las penas del dolor.
El huérfano, de BARRAZA-SEGURA,
en la voz de Antonio Aguilar
Tras el frenesí, ancló la calma… y los dos seres recíprocamente ahitos se intuían tan saciados como para emprender un conocimiento más profundo de sus respectivas personalidades, conocimiento que irónicamente nunca consigue llegar a la hondura que alcanzan los cuerpos, siempre más sabios.
El camastro apenas permitía que Eva y Luz pudieran permanecer acostados de lado, así que él se mantuvo encima de ella mientras se regodeaban en la satisfacción que les provocaba haber colmado sus sentidos. Era buen momento, insisto, para saber más el uno del otro:
—Viviendo aquí imagino que tampoco debes de tener un trabajo muy normal…
—Imaginas bien. En realidad, soy director de cine. Pero como mi primera y última película me llevó cinco años hacerla… de los veinte hasta ahora, imagínate… por culpa de los inútiles de mis productores, y luego se estrenó en una sola sala, obviamente tengo que trabajar de lo que sea. Además, los denuncié públicamente por estafa al Estado cuando aún me debían tres mil euros, que ya nunca veré, claro. Últimamente era dependiente en un videoclub, el trabajo ideal para mí… Pero con esto de la piratería de las pelis, el videoclub cerró hace poco, así que ahora estoy como quien dice en la calle.
—¡Ja, ja, ja! ¿En un videoclub? ¿Qué te creías que eras, el Tarantino de Gracia? Uy, perdona por reírme…
—No, si ya está bien que te rías. Hay que reír en la vida. ¿Y tú a qué te dedicas?
—Soy enfermera titulada. Trabajo en un centro médico de Les Corts.
—Ah, por eso me tratas tan bien.
—Pues espérate a que me ponga yo encima… Estás un poco enfermo, sí, pero no te trato bien por eso. Oye…
—¿Sí?
—Disculpa la curiosidad profesional…
Luz señaló discretamente las marcas en los brazos y el ojo inane de Eva.
—¡Ah! ¿Quieres saber cómo me hice esto?
—Pues sí, si no es mucha indiscreción.
—No lo es. —A estas alturas, Eva le habría contado a Luz cualquier cosa, por íntima, indecorosa y vergonzante que fuera: ahora él le pertenecía, aunque se guardaría bien de decírselo—. Se trata de una historia triste. Casi toda mi infancia fue triste…
—Entiendo.
Eva suspiró y se embarcó en un viaje mental al pasado para contar su historia:
—Fui de esos bebés que encuentran en la calle. Me criaron en un orfanato de mala muerte, en Sants, un sitio que odio. Cada vez que voy por allí me deprimo aunque no quiera. El régimen de vida era de lo más miserable, porque los tutores recibían su financiación del Ayuntamiento y se gastaban lo mínimo en nosotros. La típica historia: cuando conoces los orfanatos, no puedes ir mucho más allá de Dickens. Lo peor no son las duchas frías, el rancho de gachas o los escarabajos reptándote por el vientre de noche: lo peor es cuando ves a los matrimonios que quieren adoptar y vienen al orfanato a conocerte, pero siempre se llevan a su casa a otro niño que no eres tú…
Los ojos de Eva se humedecieron, pero ello no le impidió continuar el relato:
—La verdad es que por el orfelinato pasaban muy pocas parejas en busca de un niño para tomarle en adopción. En los noventa se puso de moda que adoptaran las madres solteras, y casi todas se decidían por niños de China, que eran más baratos. Qué triste, ¿no? Sólo les faltaba vendernos a peso. En un año apenas concurrían nueve o diez parejas por aquel orfanato. Como supondrás, todos nos alterábamos mucho cuando sabíamos que iban a venir unos padres a mirar niños. Poco a poco, fuimos confirmando que había algunos críos a los que nunca nos escogían. Éramos los más feos, los más inexpresivos, los más esmirriados, los más repelentes. Unos cuantos empezamos a intercambiar impresiones entre nosotros, medio mosqueados por no ser jamás elegidos. Teníamos solamente siete, ocho, nueve o diez años, pero la penuria espabila, ya todos manejábamos nuestras propias teorías al respecto: tienes que entenderlo, nuestra vida, que nuestra vida tuviera un futuro, dependía de que unos padres casi tan necesitados de cariño como nosotros nos acogieran como hijos suyos.
Ahora era Luz la que evidenciaba unos ojos húmedos. Miraba a Eva en silencio y comenzó a pasarle su mano sedante por el pelo lacio, mientras él seguía hablando:
—Algunos niños creían que los que tenían más posibilidades de ser escogidos eran los más guapos, obviamente. Pero tampoco se trataba solamente de eso. Con el tiempo, muchos constatamos que había parejas predispuestas a amparar a los críos más desvalidos. Los tullidos, los cojitos o los manquitos enseguida conseguían papas; no sabíamos por qué, pero así era. Los niños que no éramos tan guapos, los que siempre quedábamos descartados desde la primera selección —eso era muy fácil de deducir por la expresión nerviosa de los visitantes adultos en cuanto nos echaban el primer vistazo—, o sea, los que no contábamos con nuestra belleza como baza, empezamos a competir en parecer cada cual más solo, triste, abatido, desnutrido y desgraciado. Nos ensuciábamos a propósito, poníamos carita desolada, señalábamos con el dedo y decíamos «mamá»… Trucos demenciales si te pones a pensarlo, pero la desesperación hacía que recurriéramos a las artimañas más baratas y cutres con tal de salir de allí. Por supuesto, lo máximo que solíamos lograr era que las parejas huyeran del orfanato con el alma en pena, desgarrados por el remordimiento de no poder llevarnos a todos, y a lo peor se fueran sin adoptar a ninguno de nosotros, incapaces de decidirse por un niño sobre los otros…
—Lo que cuentas es espeluznante…
—¿Tú crees? Pues aún no has oído lo peor. Como te he dicho, los niños empezamos a competir en parecer los más desdichados ante esas visitas de posibles padres. Eso incluía no sólo dejar de comer la birriosa provisión del comedor común, sino provocar todos los infortunios que pudieran ocurrimos físicamente…
Luz se sobresaltó de forma palpable al oír esas palabras. Todo su cuerpo se estremeció ante la mera noción de lo que estaba a punto de escuchar:
—No, no es posible…
—Sí… Empezó con cosas leves: unos moretones de niños que se habían machacado la cara contra la pared o habían pedido a otros que les golpearan… De pronto, un crío discurrió la idea de partirse los dientes delanteros él mismo, a pedradas… Antes de que nos diéramos cuenta, el orfanato entero era una competición por ver quién quedaba más baldado y vapuleado… —Eva tomó aliento, como traspasado por alguna visión desapacible, y prosiguió su ingrata narración—. Un día, uno de los niños más adefesios apareció con las manos cortadas. Otros niños habían contribuido a la amputación con un cuchillo de sierra robado de la cocina, aunque él dijo que había sido jugando al lado de la vía del tren. Ninguno de los horrorizados tutores pensó que pudiera tratarse de una acción premeditada. ¿Cómo iban a figurárselo? Todos los demás, los críos que sabíamos lo que había hecho en realidad y por qué lo había hecho, decidimos que estaba loco de atar. ¡Sacrificar las manos por una loca conjetura infantil! Pero también todos nosotros nos quedamos boquiabiertos cuando en la siguiente ronda de padres, pudimos atestiguar que ni los huerfanitos con cardenales, ni el chavalín de los dientes rotos, ni… nadie consiguió llamar la atención de la pareja visitante: el único que fue adoptado fue él. Se limitó a levantar sus muñoncitos hacia los posibles padres y éstos rompieron a llorar como magdalenas y le abrazaron allí mismo. Lo gracioso es que ahora al recordarlo estoy seguro de que si además hubiera susurrado el consabido «mamá» que todos teníamos preparado para soltar a la primera de cambio, la mujer hubiera salido corriendo de allá, gritando aterrada. No sobreactuar era muy importante. De la piedad al horror hay muy poco trecho, como enseguida pude comprobar…
—No… —musitó Luz, espantada ante lo que presentía.
—Así es… —La agridulce sonrisa de Eva era ya un adelanto de lo que se disponía a revelar a su amante—. Me convencí de que la mejor forma de salir de aquel infierno de orfanato era mediante la automutilación. Pero pronto me di cuenta de que yo no servía para cortarme en pedacitos, ni siquiera el más pequeño miembro. Se requería un valor que yo no albergaba, ni apoyado en la inconsciencia de la infancia. Así que calculé qué otras acciones podía ejecutar sobre mi cuerpo para despertar la compasión del siguiente matrimonio que acudiera al orfanato. Fue entonces cuando se me ocurrió lo de las quemaduras…
—¿Te ayudaron? —La muchacha notó seca la garganta sólo de pintar en su imaginación la tremebunda escena.
—No… Si me hubieran ayudado no habría pasado esto. —Eva alzó significativamente sus brazos arrasados en un elocuente gesto de resignación—. Tenía miedo de explicar mi idea y que alguno de los otros niños me la robara. Has de tener en cuenta que a aquellas alturas éramos todos contra todos…
Eva inspiró aire y, aún recostado contra ella, miró al techo con su único ojo útil, como si allí arriba se proyectara la película de su puericia y estuviera esperando la secuencia oportuna que mostrara con lujo de detalle lo acaecido para retomar su truculenta crónica:
—Tenía nueve años y ya me creía en total posesión de mi razón y mi cerebro. Así que urdí un plan que consideré perfecto. Después de cenar en el comedor con los demás niños, me llevé una caja de fósforos que la cocinera usaba para las viejas estufas de butano que aún se empleaban en las salas de uso común. Con la cajetilla me encerré en un lavabo y pasé el pestillo. No caí en que si algo salía mal, era mejor dejar la puerta abierta para que me pudieran socorrer con urgencia. Me senté sobre la tapa de la taza del váter, encendí una cerilla y, por probar, me la acerqué al pelo…
—Dios mío…
—La idea era que solamente abrasara parte del cabello, para que les pareciera un poco tiñoso. Fíjate —Eva sonrió con amargura—, yo pensaba que eso, en vez de ahuyentarlos, los atraería… digo a mis futuros padres. En fin… No contaba con que, cinco minutos antes, durante la cena, habíamos estado los críos de mi mesa haciendo guerras de agua, pero en vez de usar agua para pelearnos habíamos utilizado como proyectiles la aceitera y la vinatera, hasta que uno de los monitores me echó encima su vaso de rioja para que me calmara…
—DIOS MÍO…
—Así es. Tenía la cara regada de aceite y vino. Nada más acercar la lumbre de la cerilla, se produjo una inflamación instantánea, y todo el lado derecho de mi rostro prendió en llamas. Empecé a gritar como un poseído. El ojo me hacía mucho daño. No sabes lo que duele una quemadura en tu mismísima cara… Y al mismo tiempo lo terrible que es oler tu propia carne quemada y que el estómago reaccione como si te hubieran puesto delante un cordero asado. Las tripas se me retorcían anticipando, yo qué sé, un manjar, un buen churrasco… mientras yo gritaba de sufrimiento. Hasta en una situación así, de vida o muerte, recordaba mi cuerpo que nos tenían muertos de hambre en aquel orfanato.
Luz comenzó a llorar en silencio. Sospechaba que Eva, aún abstraído en la proyección de su recuerdo sobre la pantalla del cielo raso, no lloraría por su trágica vida… así que ella lloraba por él.
—Fueron sólo unos segundos, pero el dolor y el pánico duraron una eternidad. Creo que lo más pavoroso fue escuchar los chasquidos de mi ojo calcinándose. Enseguida mis alaridos atrajeron a los demás niños y a los tutores, pero no podían auxiliarme porque la puerta estaba cerrada. Por suerte, de repente recordé el váter… —Eva espiró su desazón con un fragoroso resollido—. Abrí la tapa y metí la cabeza. Me golpeé con fuerza contra la taza de porcelana, porque el nivel del agua que había acumulada era muy bajo, pero tuve la fortuna o la intuición de tirar de la cadena: el alud de agua casi me ahoga, pero también se llevó consigo el fuego.
Luz abrazó contra sí a Eva, quien cerró el ojo y concluyó a modo irónico:
—¿Sabes qué es lo más gracioso de todo? Ni así conseguí que me adoptaran…
Pero entonces Eva sí lloró. Se apretó contra Luz y, ocultando el rostro entre los pechitos de ella, frente contra esternón, se sacudió en progresivas ráfagas de llanto, como la lluvia cuando tabletea contra una fachada en oleadas sucesivas… Lloró por sí mismo, por todo su pasado y por lo que le depararía el futuro… Lloró como no había llorado nunca delante de nadie, porque ahora sabía que podía llorar en presencia de alguien que merecía la pena y el desahogo de ésta. Lloró de miedo, de tristeza y de esperanza…
Yacieron así varios minutos, mientras Luz abrazaba a aquel huérfano solitario y le consolaba con besos y susurros, como si se tratase aún del niño de nueve años que acabó jodiéndose la vida.
—Te quiero —le dijo ella, como si fuera la cosa más natural del mundo.
—Te quiero —correspondió él con la misma naturalidad, olvidándose de su reluctancia a sincerarse.
Y al cabo de un rato sucedió lo que suele suceder con los momentos románticos: que la vida se impone con su desabrida mediocridad. A Luz empezó a dolerle la espalda de sostener el peso de su amante y le pidió dulcemente que se echara a un lado. Eva se desplazó: aún cabía en el filo de la cama si se colocaba estirado de costado. Ella dejó escapar el aire de sus pulmones, mirando también al techo:
—¿No fumas? —consultó—. Me muero por un cigarrillo…
—No, no fumo. Me da miedo el cáncer. Aunque si follar no transmite el sida, igual fumar no produce más que alopecia…
Eva logró su objetivo, que era hacer sonreír a Luz. Una vez un amigo muy ligón le había dicho que el secreto de gustar a las mujeres estribaba simplemente en saber hacerlas reír (en realidad, no fue un amigo muy ligón quien se lo dijo, sino que un personaje muy ligón lo dijo en una comedia romántica que vio en su pubertad… y desde esa vez se le quedó el detalle).
Pero ninguno de los dos necesitaba ya de ningún truco para sentirse colgados uno del otro.
—Qué pena que no te guste el cine —reiteró él, admirándola y rasando con la yema de los dedos su cabeza pelada.
—Pero me gusta el fútbol —adujo ella—. Y como lo único que mi ex me ha legado son dos entradas para el partido de España contra Catalunya, quiero que vengas el domingo conmigo a verlo. ¿Te apetece?
—Me importa muy poco. Pero si a ti te apetece que yo vaya, iré.
—Tampoco quiero que te sacrifiques.
—¿A quién le vas tú? ¿A cuál de los dos equipos tenemos que animar?
—Ja, ja, ja… Yo por tradición animaré a Catalunya, claro. —Luz sonrió divertida—. Tienen casi el mismo equipo que ganó con la camiseta española el Mundial en 2010.
—¿Sabes? —Eva volvía a sonreír—. Siempre pensé que la chica que me gustase de veras tendría que tener los mismos gustos que yo. O sea, tendría que emocionarse con las mismas cosas que me emocionan a mí. Nunca pensé que me fuera a emocionar más contigo, con tu sola compañía, que con cualquier película o cómic o canción que idolatro… Seguro que me emocionaré más viendo a tu lado ese partido que estando solo con mis pelis y mis penas.
—Tengo un gusto radicalmente opuesto al tuyo.
—¿Ah, sí?
—Claro: a mí me gustas tú y yo te gusto a ti. Y además, yo sé que las cucarachas no reptan.
Luz se dio la vuelta, el sueño la asaltaba de pronto… Eva se incorporó sobre un hombro para regalar su ojo con el ondulante paisaje de la sugerente espalda y el turgente trasero, rematado por unos labios vaginales rosa chicle. Enseguida invirtió la posición de su cuerpo: cuando se vio a la altura del culo de Luz, posó su mejilla sobre la nalga más cercana y, aspirando la densa fragancia que exhalaba la piel morena y la pegajosa resaca del repanchingado órgano sexual, Eva pensó que era feliz.
Y así se durmió.