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Hasta que llegó su ira

Déjame que me encarnice aquí, sirva esto como

catarsis de mi natural lírico.

Narciso, GERMÁN SÁNCHEZ ESPESO

El obispo que oficiaba la misa era todavía humano.

El Rolls Royce aparcado fuera era suyo.

Desde luego, Rocco (que así se llamaba este pájaro, cómo no de ascendencia italiana) estaba dando la misa obligado por don Manuel. Sabía que su destino era convertirse en una bestia inmunda como ya era la totalidad de la grey congregada ante él, devenidos vegetales antropófagos con la boca abierta y los ojos idos, una nueva ralea biológica sin voluntad propia salvo la de satisfacer el instinto primario de la gula… La perspectiva de ser otro de esos Rabiosos no le hacía ni puñetera gracia al señor obispo.

Bueno, él se había ganado a pulso su estrella, por franquista.

Sudoroso y lívido, cumplimentó el requisito ceremonial con la mayor profesionalidad exigible, pero a la hora de leer los salmos escogidos, acusó un tembleque tan pronunciado en cuerpo y voz que los presentes dieron por sentado que tal conducta histérica formaba parte de la liturgia del rito. Así, cuando él decía:

—A-a-a-a-a-a-mmm-mé-me-me-e-en…

… todos los Rabiosos le respondían en consonancia:

—A-a-a-a-a-a-mmm-mé-me-me-e-en…

Pensaban que así debía ser.

Al enfilar el tramo final de la misa, Rocco abordó la consagración, entonando el Padrenuestro con voz de pito y un nutrido surtido de gallos, en medio de la más absoluta ausencia de correspondencia verbal por parte de su rebaño: ¡los muy zopencos se habían olvidado de cómo se rezaba el Padrenuestro, incluso de que tenían que acompañar al oficiante en la oración, y se limitaban a observarle pasmados!

Con alivio, el obispo dio por concluida esa parte del ritual y, tras saltarse la ingesta de la sangre de Cristo (era vino también intoxicado de aquella infausta cosecha del 66, con el que pretendían ganarle para la causa e iniciar la conversión de todos los católicos que acudieran a misa a partir de esa noche), se adelantó un paso con la patena en las manos, limpia como ella sola y a rebosar de hostias consagradas, trasladadas desde un copón bendito en la esquina del sagrario. No había monaguillo que le asistiera porque se lo acababa de tragar don Manuel hacía unos minutos como frugal piscolabis.

Los fieles ya transformados a mordiscos desfilaron para alcanzar las primeras posiciones frente al altar, sabedores de que algo trascendente iba a tener lugar en aquel punto, aunque no tenían mucha idea de cuál era la cuestión de fondo.

Y, desapercibido para la feligresía, Eva aprovechó ese intervalo de apelotonado desplazamiento de la cautivada masa, concentrada en el último formulismo del ceremonial, para volver a entrar en la basílica.

Caminaba con pasos premeditadamente vacilantes por el centro de la nave, procurando confundirse con los demás desfilantes, pretensión que favorecía su ya aguda cojera. Se había embutido de nuevo la cazadora y debajo portaba oculta su eficiente vizcaína. La mano derecha estaba vendada con jirones de su propia camiseta, para poder soportar el dolor de su palma desollada al aferrar la empuñadura del arma.

Llegó así a la altura de las lerdas criaturas, un amontonamiento informe de Rabiosos en torno al obispo, ilusionados como niños a los que se les ofreciera un Sugus por barba. Francisco Franco velaba a pie de ara para ser el primer privilegiado de entre ellos en recibir la ofrenda de Dios.

Él era el objetivo de Eva: entre codazos y gracias a lo insignificante de su complexión, el muchacho logró hurtar su cuerpo a los apretones y estrujones de los feligreses, hasta situarse a sólo un par de metros del Caudillo. Pero el embudo formado por el tumulto de Rabiosos se presentaba allí excesivamente intrincado para poder emprender el ataque sin traicionar su intención antes de consumarlo.

Franco se arrodilló frente al altar y frente al obispo, que con deplorable tesitura y el pulso digno de un probador de panderetas le acercó a la boca la hostia consagrada, la primera. Sin hacerle ascos a la hostia, Franco engulló no sólo el pan sagrado, también se llevó de paso un dedo desgarrado del Obispo, que era lo que en verdad le había motivado a abrir el buche.

Al sentir su falange desprendida por los feos dientecitos de Franco, el obispo montó una escandalera de gritos y aspavientos que el mismísimo Cristo hubiese censurado. Pasado el primer susto, Rocco se esforzó en mantener el oremus y la serenidad para distribuir entre el resto del rebaño las hojas de pan ácimo, pero cada nuevo parroquiano le arrancaba con la hostia un pedazo de su nada divino cuerpo, como si cada trozo de su carne fuera un choricito al vino con que acompañar la sosa oblea.

Finalmente, aquellos corderos de Dios se arrojaron encima de él para devorarle sin coartadas religiosas, comportándose como los Lobos de Satán que en realidad eran. Y lo mismo hubieran hecho con el cuerpo de Cristo, pero sin tantos subterfugios metafóricos: ellos sin duda habrían preferido la carne real del profeta a aquella mierda de pan sin levadura.

Entre el batiburrillo de agresivos devotos de las mantecas del prelado, un inadvertido Eva hizo una seña en dirección a la puerta de entrada. Fue el instante elegido por Luz, Blai y Pere para actuar.

Los tres, que habían estado apostados espiando desde el umbral del templo maldito, penetraron en la basílica y comenzaron a agredir a todo Rabioso que encontraron a su paso, sin previo aviso ni medias tintas. Bueno, eso Blai y Luz; Pere se quedaba atrás, observando aterrado conforme los monstruos caían lisiados a palos.

Luz fue la primera en abalanzarse sobre las espaldas de sus hermanos de raza, como una Zula de furor desatado: su plan era sorprenderlos desprevenidos abrazando sus cuellos para desnucarlos de un golpe seco. Blai le había enseñado el movimiento básico de brazos y manos, previniéndola encarecidamente de que un desnucamiento no era causa de muerte para un Rabioso. Así que, acto seguido, Luz separaba las fauces ya descoordinadas de sus víctimas y las forzaba a abrirse con tremendo vigor hasta descoyuntar las quijadas.

Dado que ella ya era una conversa a la Nueva Raza, no corría riesgo alguno de contaminación, al contrario que sus tres compañeros de andanzas. Pese a ello, Blai había irrumpido en la condenada abadía desnudo de cintura para arriba: sabía que no había protección posible contra una dentellada, por más ropa que se endosase, y quería libertad de movimientos para llevar a cabo su guerra particular con la mayor efectividad posible.

Con los maxilares desquiciados, la mayoría de los agredidos resultaban inofensivos, aunque no había que olvidar el poderío de sus brazos y garras, todavía libres y peligrosos en sus acometidas. Ahí era donde entraban las habilidades marciales de Blai.

Él remataba las bajas suministradas por Luz: brincaba sobre ellas, enredándose sobre sus torsos, brazos y hombros con sus piernas de mandril, de manera que inmovilizaba los ya de por sí acartonados impulsos de aquellos Rabiosos recién contagiados, derribándolos al suelo y fracturando sus brazos al ejercer sobre ellos la trabazón de sus llaves. De esta manera, Luz se ocupaba de neutralizar en los enemigos el riesgo de mordeduras sobre sus amigos humanos; Blai lo que hacía era sacar ventaja de su dominio del jiu-jitsu para contrarrestar la posibilidad de recibir un zarpazo o ser retenido por sus contrincantes, esmerándose en romper todas las muñecas, codos y escápulas rompibles.

Así ambos formaban un tándem letal para la Nueva Raza: inutilizadas las mandíbulas, brazos y manos de los Rabiosos, éstos quedaban reducidos a zotes inocuos que sólo podían patalear ante su propia ineficacia a la hora de cazar y consumir piezas comestibles vivas.

Pero ¿y Pere? ¿Cuál se suponía que era el cometido de Pere en aquella misión imposible, cuya finalidad última consistía no tanto en hacer sucumbir a todos los monstruos allí reunidos —cometido harto improbable e imposible, incluso para la más loca y fantasiosa serie B—, sino distraer la atención de los engendros el lapso suficiente para que Eva pudiera ponerle la mano encima al Caudillo de aquella chusma…?

Pues la tarea encomendada a Pere estribaba básicamente en «guiar» a sus camaradas en la liza para que éstos no se dejasen pillar incautos por nuevos ataques o inesperadas arremetidas por la espalda. Dado lo negado que se le conceptuaba para las refriegas violentas, él solamente debía soplar a sus amigos si algo grave se avecinaba sobre ellos, así como servir de puente oral entre Eva y los otros dos, de un extremo al otro de la nave principal.

Era algo así como un sparring que supervisara, mesurara y dosificara la estrategia bélica del trío para exprimir de ella el mayor beneficio conjunto posible.

Eso en teoría, claro.

Porque en la práctica, en cuanto Pere vio al primer Rabioso cayendo y sacudiéndose a sus pies con la boca desencajada y los brazos colgantes, escupiendo bilis y agitando la lengua, dio media vuelta y echó a correr fuera de la cripta cual gallina sin cabeza, dejando plantados, una vez más, a sus colegas.

Y en cuanto localizó y llegó al Opel Astra, abrió todo ansioso el maletero y se metió dentro, cerrándolo sin más, mientras se repetía a sí mismo que él no estaba para chuminadas. De allí no iba a salir aunque se le viniera encima el fin del mundo.

Así que Luz y Blai se quedaron solos contra aquel ejército de fieras.

Pese a la lamentable falta de asistencia por parte de Pere, la pareja de color se bastaba para encararse con decenas, incluso cientos de aquellas demenciales criaturas dignas del más alucinógeno videojuego de «searcb and destroy».

Pero más de mil Rabiosos eran demasiados incluso para ellos*

Con todo, la trapisonda que habían armado era tal y de tal envergadura, que por fuerza el resto más alejado de la congregación había de percatarse también de aquel estrepitoso guirigay. Poco a poco, la mayoría de Rabiosos reaccionó ante la perturbación que ocasionaba aquel enfrentamiento a cara descubierta. En bandadas, los más rezagados de la misa se desentendían del rito sagrado para contender con los sacrílegos intrusos, intentando aprehenderlos a bocados o bajo el yugo de sus zarpas; pero los dos jóvenes eran ágiles y tenían a su favor la mejor de las armas para un luchador desarmado: luchaban por la supervivencia de toda su especie.

Eva notó que el gentío a su alrededor se estremecía como una marea en reflujo, conforme sus miembros abandonaban el cuerpo de Cristo y se acercaban a la entrada de la nave para satisfacer su curiosidad sobre el origen de aquella lid. O más bien el abandonado era el cuerpo del obispo, que ya había sido fagocitado en sus tres cuartas partes, sin manos con qué ofrendar las hostias ni brazos para soltarlas, y sin ni siquiera piernas para salir huyendo… Ya era un Rabioso más por los siglos de los siglos, y de los peor equipados para conseguirse el sustento.

Eva pudo serpentear entonces entre los cada vez más amplios claros frente al altar, al tiempo que sacaba el hacha de bajo la cazadora y la disponía a ras de su pierna derecha. La espalda de Franco estaba a sólo un metro ahora…

El Caudillo era el único que no parecía interesado en lo que ocurría en la puerta de la basílica. Apoyado en la plataforma del macizo altar, que le llegaba al pecho, reclinaba la cabeza, perdido en pensamientos de índole imperialista.

De pronto, un grito demencial sobrevoló la bóveda de la abadía. Eva se volvió, desconsolado: ¡el grito había sido proferido por Blai!

Ahora ya todos los Rabiosos se dirigían en masa hacia el círculo principal de la lucha, para comprobar lo sucedido.

Blai había sido atrapado por detrás, mientras luxaba la rodilla de un rival especialmente enervante y ceporro con uno de sus placajes nipones. Por desgracia, había descuidado la retaguardia, dejando al descubierto su espalda, con tan mala fortuna, que una Rabiosa solterona, hasta ese momento mojigata en su entregada beatitud, sintió que la boca se le hacía agua bendita ante los anchos y sugerentes hombros de aquel espectacular ejemplar humano y, sin mayor disimulo ni pretexto subrepticio, se le tiró en plancha, hundiendo sus incisivos y caninos sin ningún complejo en la amermelada piel dorsal.

Blai sabía que algo así tenía que pasar tarde o temprano. De hecho, ya lo había previsto con sus compañeros.

—¡Luz! ¡Luz!

Ella acudió con el corazón en la boca (el de un Rabioso que acababa de abrir en canal con sus fauces) al oír la llamada desolada de su ex novio. El corazón (el del Rabioso y el suyo propio) se le cayó al suelo: pues vio los hermosos ojos almendrados esplendiendo con el titilante matiz de la desesperación, y no recordó haberlos visto así nunca.

Pese a todo, dudó. Él no se merecía…

Fes-ho, Luz! Abans que

Luz advirtió que la humanidad se estaba escapando de la mirada de Blai. Fue entonces cuando corrió a su lado e hizo lo que tenía que hacer, tal como él le había instruido minutos antes.

Colocó sus manos sobre las sienes del intrépido pandillero y lo miró fijamente. Cuando se cercioró de que los ojos de él le suplicaban, temblorosos… antes de que lo que restaba de su humanidad hiciese aguas, ejecutó el movimiento que habían ensayado.

Desplazó con todas sus fuerzas la cabeza de Blai a un costado y le partió el cuello.

Blai cayó muerto al suelo antes de que el virus le dominara.

Luz se arrodilló junto al cadáver y rebuscó en un bolsillo lateral de su pantalón, extrayendo aquella navaja que él tanto amaba. Accionó la hoja y se quedó contemplando el mango con los colores del Fútbol Club Barcelona, sin duda lo más trascendental que había existido en la vida de Blai. Sin más dilación, alzó la navaja y la clavó en el pecho desnudo. Él se lo había pedido: quería sentir aquellos colores en el corazón. Sólo las cachas azulgranas sobresalieron de la carne humana, como si esa pequeña seña de identidad reiterase que aquel joven muchacho jamás volvería a vivir con otra naturaleza impuesta.

Y allí yació tendido, sin vida pero siendo él hasta el final.

Por su parte, Eva no esperó a presenciar el destino de Blai. Tenía que sacar partido del impromptu de la contienda, y aquélla era la ocasión más apropiada para pegarse a la escueta figura del Generalísimo, que continuaba de espaldas a él y a toda aquella trifulca mortal.

Un par de renqueantes pasos más y logró posicionarse justo a la altura del dictador. Sin más titubeos, cernió la vizcaína, blandida con temple pese al punzante dolor de su mano, y la descargó con toda su fuerza de lado, como si estuviera haciendo un saque de tenis, contra el cuello del Caudillo.

La hoja rebanó el decrépito pescuezo como si fuese margarina vegetal y la cabeza de Franco salió volando como un símbolo depuesto, aterrizando sobre la superficie del altar como un coco podrido.

Pero Eva calculó mal y no recordó que el cuerpo decapitado de un Rabioso seguía detentando vida propia.

El de Franco se revolvió como un perro apropiadamente rabioso y sus brazos hicieron presa en los de Eva, obligándole a soltar el hacha con el doloroso estrujamiento de sus dedos dictadores y reteniéndole con una presión brutal contra la que el muchacho nada podía hacer. Después, la mano derecha de Franco halló a tientas el cuello de su agresor y empezó a apretar.

Eva sintió comprimida su garganta con la irrevocabilidad que impondría una apisonadora… ¡No podía respirar! La nuez de Adán se le hundía en el cuello, amenazando con quebrarse. El brazo literalmente franquista, férreo como su fascista voluntad, izó en volandas el cuerpecillo de Eva, deseoso de aplastarlo. Con la furia de un enajenado, Franco le estampó la espalda contra el tallo del crucifijo de tamaño natural que presidía el altar: el poco aire que subsistía en Eva se fugó de su pecho ante la contundencia del golpetazo.

Allí arriba, suspendido por el cuello contra el tronco de la Cruz, le mantuvo firme el brazo de Franco, mientras con la otra mano buscaba a palmotazos su propia cabeza, que permanecía ladeada y con los ojos abiertos a los pies del Cristo.

Semidesmayado, sumido en la casi irrevocable rendición de causa y existencia, Eva no atinaba a qué hacer para salir de aquel brete y conservar la vida. Por fin la mano de Franco asió la cabeza que se le había desunido y la colocó a la altura de su cuello trunco, encarándola hacia Eva. Ahora Franco podía ver cómo su propia mano asfixiaba sin remedio al pobre chaval, que se debatía como un pez bien trabado en el anzuelo, tratando de imaginar en su agonía cómo desembarazarse de la muerte.

Y entonces, la boca de Franco se abatió sobre él.

Mientras, los demás Rabiosos se habían volcado en melé sobre Luz, para terminar con ella de una vez por todas. Intentar detenerlos habría sido como intentar detener un tsunami con los brazos. Decenas de bocas llagadas, llegadas de todas direcciones, hicieron mella en sus carnes, rasgando porciones de su cuerpo como una bandada de caribes grillados, sin que ella tuviera opción a resistirles o siquiera ponerse a salvo.

Tampoco habría podido hacer nada.

El fin era inminente.

Desde el centro de aquel ring pugilístico en que se había redecorado la casa de Dios, en el último instante, antes de encajar la mordedura de Franco, la mano izquierda de Eva encontró a su lado el apoyo del colosal crucifijo, que se erguía arraigado en el centro del altar. Sus dedos se aferraron entonces con desespero a los pies divinos y forcejearon por desclavar al Mesías de su Cruz.

Era la única posibilidad.

Apretó y presionó haciendo fuerza para descuajaringar al Cristo del madero, los dedos crispados al retortero de los pies policromados, en un titánico ahínco sin el consuelo del aliento, la energía concentrada casi confundida ya con el propio estertor de su muerte segura.

Y de pronto, con la fortaleza suprahumana que confiere la pugna por vivir, un crujido anunció que la efigie estaba por despegarse de su fijación, amenazando con desplomarse sobre la encorvada figura del Caudillo.

El vejestorio divisó a tiempo la acción de Eva y, refrenando el acoso de su cabeza mordisqueante sobre el rostro del joven, elevó la testa hacia la pesada figura inanimada que se cernía sobre él, para ver con sus propios ojos la magnitud de la tragedia.

—¡Me cago en la mar serena! —chilló la cabeza de Franco en la mano de su dueño—. ¡Deja quieta esa cruz, rapaz, que la corté yo de un enebro con mis propias…!

Y entonces, Jesucristo se le vino encima.

El choque fue espantoso: el Cristo cayó como un mazazo, como bloque de justicia divina sobre el dictador, barriéndolo en su trayectoria y machucándolo contra el suelo. Franco soltó su propia cabeza, que rodó por el mármol hasta besar su lápida con un «ay» de frustración.

Al verse arrollado por el lascivo Cristo, la otra mano del Caudillo había soltado también el cuello de Eva, que se desmoronó a su vez como un peso muerto.

Sin embargo, aún era un peso vivo.

La lámina de pulpa en que quedó convertido Franco bajo el abrazo del Cristo hizo denonados esfuerzos por moverse, pero el moderno cruzado del Cristianismo estaba aprisionado por el ídolo místico de sus entretelas.

Eva aprovechó el respiro otorgado por la gracia del Hijo de Dios para recobrar el aliento. Las desventuras de los últimos días le habían dejado hecho un cromo; apenas semejaba el recuerdo de un ser humano. A pesar de ello, contra todo pronóstico, continuaba siéndolo.

Enseguida se irguió y, recuperando la vizcaína, se aproximó ya sin miedo a la figura yacente.

Apoyando la mano libre en el Cristo e inclinándose para alcanzar el cuerpo casi despachurrado del dictador, Eva procedió a descuartizarlo con rapidez, antes de que Franco pudiese reaccionar. Primero lo atocinó; luego tajó los bracitos para hacerlos trizas contra el suelo, troceando bien los dedos, y cuando estuvo seguro de que ya no revestían amenaza alguna, tronzó todo lo que pudo de tronco y piernas, hasta donde la losa del Cristo le permitió llegar.

Lo que perduró bajo el Cristo estaba hecho un ídem y difícilmente podía ya presentar batalla alguna.

Mientras, la cabeza de Franco se dolía y acongojaba sola sobre su lápida, perfectamente consciente del proceso de atomización que estaba padeciendo su cuerpo unos metros más allá. Cuando Eva dio por finiquitada su labor de desmembración, se enderezó y fue en busca de la cabeza.

Franco trató de defenderse a mordiscos, pero nada pudo hacer para impedir que el muchacho le asiera del cogote. De este modo, bien cogido por su cráneo de cernícalo, afín por sus desmochadas molduras a la sujeción de una mano con templanza, Eva lo trasladó en el aire mientras se dirigía con paso de cimerio inconmovible hacia el grueso de los Rabiosos, todavía zambullidos en el asalto sin fin a Luz.

Poco a poco, los embravecidos antropófagos, alertados por los chillidos indignados de Franco, empezaron a volverse y a averiguar el adverso desenlace.

—¡Acabad… con… él…! —mascullaba la cabeza, pero ni un Rabioso hacía el menor ademán de inmiscuirse en su socorro. Pareciera que la visión del dictador en semejante estampa de claudicación afectara la voluntad intervencionista de sus vasallos. O eso, o empezaban a conocer ese extraño sentimiento llamado miedo.

Por si alguno se mostraba partidario de interponerse entre él y la salida, Eva aún fue más allá en su osadía al plantar la cabeza de pie (o de cuello) sobre el frío losado del templo, levantando el hacha sobre la suya propia, en pose amedrentadora:

—¡Si alguien se atreve a atacarme, partiré en dos a este hijo de una puta gallega y os dejaré sin vuestra cabeza pensante!

Los atónitos circunstantes comenzaron a recular y disgregarse ante el ímpetu del muchacho, dejándole el paso franco. Poco a poco, el grupo asaltante de Luz también cejó en su avasalladora carga contra ella, separándose y prestando atención a aquel humano que había conseguido reducir a su mínima expresión al jefe supremo de su especie.

Eva, complacido con el efecto disuasorio de sus palabras, recogió de nuevo la cabeza de Franco con la tenaza de sus dedos y, pegando el filo de su vizcaína al escorzo de la fascista faz, aventuró un temerario acercamiento hacia la zona contigua a la entrada donde debía yacer Luz, aún oculta por los cuerpos de sus agresores.

Éstos terminaron por retroceder ante el avance arrogante de su enemigo, ya anhelantes por rescatar la cabeza íntegra de su adalid. A medida que él se aproximaba, más y más Rabiosos se iban retirando, permitiéndole finalmente discernir a Luz tendida a sus pies.

O quizás habría que decir lo que quedaba de Luz.

Eva estuvo a punto de renunciar a todo en ese mismo momento. En el momento en que descubrió que la horda de criaturas había dejado el cuerpo de Luz literalmente en los huesos: su esqueleto, casi mondo de fragmentos de carne, se recostaba desamparado y quebradizo sobre el mármol, como si no llevara allí solamente cinco minutos, sino un año entero a disposición de las más ávidas aves de rapiña. Así, la concavidad de su costillar estaba vacía de vísceras y órganos; ni el corazón habían respetado. Toda su piel, músculos y entrañas habían sido saqueados y deglutidos por la despiadada turba, resuelta a no dejar de ella ni rastro de su envoltura carnal.

Únicamente el rostro había sido parcialmente absuelto de la comilona, y bajo los estragos provocados por docenas de tarascadas al mentón, los carrillos, los pómulos, la frente y las orejas, arrancadas y casi inexistentes ya, aún podía adivinarse cierta contextura extrapolable de lo que antes había sido una cabeza de apariencia humana.

Luz era ahora un esqueleto con una cara esencialmente humana por los pelos: aún atesoraba sus ojos y casi la totalidad de la nariz, pero el resto había sido desguazado por la insaciabilidad de su propia especie.

Con sus ojos profundamente expresivos dotando aún de personalidad al horripilante armazón sin carne a que había sido mermado su otrora felino cuerpo, Luz proyectó una mirada de aceptación a Eva. No había tristeza ni arrepentimiento en aquellos ojos por los que él había enfrentado aquel apocalipsis con mucho mayor arrojo del que habría sido capaz si solamente su propia vida hubiese estado en juego; ni siquiera había resignación. Era una mirada de deuda hacia el ser amado: era la que ella consideraba la última mirada que él merecía por su entrega y sacrificio. «Hasta aquí llegué, Eva, hasta aquí y no se me permite ir más allá. Y si llegué hasta aquí, como tú has llegado por mí, ha sido por amor a ti.»

Él sabía que ella tampoco habría arriesgado su existencia simplemente por abyección hacia su nueva identidad. El amor recíproco había sido el motor de ambos. Ese amor, más allá de razas y materializaciones físicas, los había conducido hasta aquel lugar concreto y había logrado el milagro de vencer y derrocar a un tirano.

Ahora, la mirada de Luz le decía: «Vete, vete, amor mío, hasta aquí llegué gracias a ti. Ya no hay más.»

Eva comprendió cabalmente ese mensaje que su amada le comunicaba con el único sentido indemne que le habían dispensado.

Pero él no estaba dispuesto a terminar allí.

Con un golpe seco, incrustó la vizcaína sobre el cráneo de Franco, como si fuera un tocón, para preservarla fija y poder liberar así su mano derecha.

—Cabrón, qué cruz me cayó contigo… —graznó Franco, obligado a sobrellevar sobre la tapa craneal aquel afilado sombrero.

—Oooooooh… —susurraron asombrados los Rabiosos ante tal humillante desplante de aquel ejemplar macho.

Y entonces, Eva se agachó sobre los restos de Luz y, acogiendo su cabeza con un cariño que habría conmovido a cualquier testigo humano, con el mimo y ternura con que un marido sostendría el rostro de su mujer moribunda, la ayudó a levantarse.

Luz podía aún mover y direccionar su esqueleto: la naturaleza de su raza no basaba el movimiento en la capacidad real de musculatura y tejidos, y su estructura ósea contaba con la aptitud del desplazamiento propio. De esta forma, descansando su brazo despellejado sobre los hombros de Eva, se incorporó y, como animada por Ray Harryhausen, echó a andar al lado de su amado hacia la salida de la Abadía de la Santa Cruz.

Nadie osó entrometerse en el camino de ambos. De pronto, era como si aquella Nueva Raza hubiera confrontado una prueba irrefutable de que los animales que hasta ese minuto se comían con apetencia infinita y sin miramientos de ningún tipo pertenecían a una especie superior a la de ellos. Como si de pronto nosotros hubiéramos percibido una mirada de empatía del caracol o el conejo que tenemos servidos sobre la mesa, justo cuando estamos a punto de ensartarles con el tenedor… como si se voltearan a nosotros en el último segundo y nos dijeran: «Sabemos lo que nos estás haciendo.» Y nos dejaran devastados con su reacción. Y es que la de Eva había sido una reacción imprevista, suicida y que sobrepasaba la capacidad de entendimiento y de respuesta por parte de todos los Rabiosos presentes.

Eva volvió a despegar el hacha de la cabeza de Franco y de nuevo acercó el filo a la cabreada cara del tirano.

Estaba claro que Eva destrozaría aquella cabeza si no les permitían marcharse de allí, si no sanos y salvos, sí conservando el poco aliento que les quedaba.

Fuese por temor al destino de su paladín o por desconcierto ante el cariz de los acontecimientos recién presenciados, ninguna criatura movió un dedo para detener a los dos amantes.

Eva y Luz salieron a la luz de la luna como dos seres agónicos buscan un nido donde perecer, a paso lento y apenas coordinado. Pero los huesos pelados de Luz aún transmitían calor, aún eran Luz para él.

Se alejaron por la explanada y ni siquiera se acordaron de Pere, que permanecía guarecido en el maletero y, al oírles cruzar a su lado, alzó la tapa para husmear por una rendija. Cuando se aseguró de que eran sus amigos, salió a toda prisa y los alcanzó con las zancadas de un potrillo encabritado.

—¡Lo habéis conseguido, Risto, lo habéis conseguido! —vociferó sin terminar de creérselo, señalando la cabeza de Franco mientras se le escapaban risotadas de histerismo.

Mas luego volvió la vista atrás, hacia la puerta de bronce de la basílica, y al avistar el centenar de Rabiosos que se habían asomado y aún los observaban con inexpresiva tozudez, le asaltó la comezón del canguelo y el terror azuzó su parla:

—¡Aún están ahí, madre mía, pero si aún quedan la de Dios! ¡Hay que salir corriendo, Evaristo!

—Vete, Pere —le aseveró Eva, imperativo, sin mirarle siquiera. Su único afán era continuar caminando mientras servía de soporte al cuerpo casi incorpóreo de Luz—. Nosotros no iremos contigo. Corre y dile al mundo lo que está pasando —y, esta vez mirándole, añadió—: Ahora sí: atrévete a contarle al mundo lo que pasa en este país.

Un trémulo Pere asintió con énfasis, espoleado tanto por el convencimiento que las palabras de su amigo le transferían como por la propia urgencia en poner pies en polvorosa. Sin más despedida, que por lo demás estimaba de más, se puso a correr como un descosido carretera abajo, desapareciendo en pocos minutos detrás del primer recodo de abetos (o lo que fueran aquellos árboles).

Eva y Luz reemprendieron su andar a paso despacioso, sin preocuparse de si los Rabiosos los perseguían. Era probable que así fuera, pero no les importaba. Estaban juntos. Eso era lo importante. Pese a todo y a todos, pese a la historia que los había arrollado como un huracán, ahí estaban: el uno junto al otro.

La cabeza de Franco empezó a pesar en la mano de Eva. El dictador intentaba en vano lanzarle algún muerdo, pues el joven mantenía el brazo que lo sujetaba a distancia de su propio cuerpo: pero era una posición incómoda, y ya estaba cansado también de aquel mastuerzo. Quería estar solo con Luz. No le angustiaba lo que quedase de vida en su exánime cuerpo. Sabía que tenía la eternidad para pasarla con su amada, ya fuese humana, extraterrestre o sobrenatural: ella sería suya y él de ella.

Hay cosas que están por encima de todo y, más que nada, de nosotros mismos.

Pronto atisbaron un sendero que se adentraba entre la espesura y, antes de seguirlo, Eva asentó sobre el pavimento de la carretera la testa del Generalísimo, que allí plantada parecía un balón de rugby medio desinflado.

—Esto no quedará así… —ladró Franco con una voz que, sin pulmones ni caja de resonancia, seguía siendo de pito.

—Lo sé —confesó Eva, antes de elevar el hacha y partir por la mitad la cabeza del cacique alcornoque de toda una nación.

Abandonaron allí las dos mitades de la testuz de aquél que quizás alguna vez había sido humano, pero siempre un cerdo (confiados en que sus adoradores se contentarían con recuperar aquellos despojos del déspota…), para penetrar sin más demora en la frondosidad donde, con un poco de suerte, los dejarían en paz durante el tiempo que les restase por delante…

Tomaron la recóndita senda por lo más profundo del bosque y, al cabo de una hora de ruta sin mira ni meta preconcebidas, en el recoveco de un azagador, entre jaras y arbustos varios, paralelo a la ribera de un riachuelo de mal nombre Boquerón Chico, decidieron aposentar sus huesos: ella, porque sólo disponía ya de ellos; Eva, porque sentía que se le desencajarían en cualquier instante.

Aquél era un sitio tan bueno como otro cualquiera para reposar y abandonarse a ellos mismos, fuera del alcance de los demás seres, humanos o no, y de sus aspiraciones absurdas al dictado de codicias, ideologías, apetitos desmedidos y otras invenciones colectivas.

Allí pudo Eva sostener en su regazo el cuerpo de Luz, que le miraba sin parpadear, pues los párpados no los necesitaba ni los tenía ya. Allí pudo Luz sostener la mirada de Eva, que había hallado en ella el único motivo sensato por el que respirar y dejar de hacerlo. Ambos se miraron y remiraron, y ambos reconocieron sin decirlo la magia que había trenzado sus destinos en aquel camino de horror y muerte.

Y, pese a todo el horror y muerte que habían debido sortear para continuar juntos, ambos agradecían a la vida el haberlos llevado hasta allí y el permitirles darse cuenta de que nada vencería jamás la intensidad de su vínculo. La muerte no era nada, la muerte era una aliada de su amor. Si llegaba ese momento, si aquél era ESE momento, la muerte les arrullaría para que ambos siguiesen unidos uno al otro sin saber si ya eran un hombre, una mujer, un monstruo, un cadáver, un resabio de ser alguno, un hálito, nada.

El único ojo vivo que le quedaba a Eva empezó a segregar lágrimas. Corrían en un solo reguero y cayeron por la barbilla sobre las cuencas de Luz, anegándolas de su sal y su agua.

Luz sonrió al sentirlo.

Eva se recostó sobre la hierba al lado de su amada y, apretándola contra sí, cerró su ojo a toda visión y al desfallecer pensó que se estaba muriendo…

Y también sonrió.