20
¡Franco, Franco!
It’s Britney, bitch.
BRITNEY SPEARS
Y es que, a decir verdad, con excepción de Pere y Eva no parecía que hubiera un solo humano en toda la basílica, así que ellos se aprestaron a adoptar la apariencia más rabiosamente Rabiosa posible, segregando baba y bizqueando como si fueran los tontos del pueblo. El maquillaje de Pere y las heridas y cicatrices de Eva daban el pego para eso y más.
No era mala estrategia la suya, en realidad, y así lograron mezclarse desapercibidos por el momento.
Todos los presentes frente al altar —excepto, naturalmente, ellos dos— habían pasado ya por el trance de la radical transformación en aquella predestinada Nueva Raza Española, sobre cuya superioridad física evidente fundamentaban ahora sus ansias de triunfo propio y sometimiento ajeno: ya no solamente sobre el resto del mundo, sino en particular sobre porciones de la población autóctona poco interesada en la cohesión nacional. ¡Por fin iban a enseñarles lo que era bueno a esos separatistas de mierda!
Les iban a inyectar una dosis de patriotismo junto a la infección.
O eso o el exterminio.
Don Manuel encabezaba la comitiva, nunca mejor dicho, porque su cabeza era la más voluminosa y venerable de las que allí cerraban filas. Era el único que se había vestido como era debido para la ocasión, desde el punto de vista de la etiqueta, por más que su traje azul hediera a carne corrupta y alcanfor reblandecido. Los demás Rabiosos aún seguían embrutecidos en la primera fase desconcertante de su recién inaugurada animalidad, y arrastraban como pellejos apelmazados los élitros de sus ropas ensangrentadas en que les había sorprendido su adquisición de instintos antropófagos.
José Luis y Mariano, como los más altos dignatarios de la representación política, flanqueaban a don Manuel ligeramente retrasados (tanto de cerebro como en la ubicación de sus cuerpos con respecto al vetusto fundador del partido que unificara toda la derecha), cada uno entretenido en su propia ensoñación mongólica: José Luis jugaba a meterse un dedo dentro de la garganta para asomarlo por una de las fosas nasales, dado que ahora no tenía necesidad de su aparato respiratorio y siempre le había despertado curiosidad comprobar si era capaz de recorrer el purulento túnel de la nariz a la boca con su garboso índice (una manía como otra cualquiera); por su parte, Marianín rumiaba con fruición y sin ningún disimulo un escroto que había apañado durante su bacanal en la sede del partido, masticándolo como si fuese una nueva variedad de chicle con sabor a testículo. Le agradaba sobremanera sentir la textura rugosa de la piel fruncida y los copiosos pelos púbicos con que estaba espinada, regodeándose en repasarlos con la punta de la lengua para, mediante tal metodología, desprender todo su intenso sabor a sudor genital. De vez en cuando, inflaba de aire el escroto para exhibir una pompa de dos pares de cojones, como haría un niño con cualquier goma de mascar de sabor cojonudo… Pero don Manuel le palmeó rápidamente el codo para que no se anduviera con irreverencias ante la inminencia de la ceremonia que estaban a punto de presidir.
El coro religioso de Rabiosos cloqueantes cayó por fin en un bendito silencio y se inició el Rito de Resurrección que don Manuel llevaba décadas planificando con dedicado mimo.
A su espalda se hallaban todos los altos cargos, barones políticos y líderes naturales de la Nueva Raza producto de la contaminación radiactiva acumulada en Palomares y después insuflada democráticamente en miles de seres ya no humanos.
A sus pies, en el suelo, habían respetado un círculo libre en torno a la tumba de quien había sido el mayor asesino español de la historia moderna (hasta la llegada de ellos, al menos): el ex dictador Francisco Franco Bahamonde. Su sepulcro estaba sellado por una rudimentaria lápida de granito con la inscripción de la cruz cristiana en su cabecera y su nombre debajo. Para estar enterrado en el mastodóntico Valle de los Caídos no era una tumba muy suntuosa. Aquella basílica de la Santa Cruz acogía también, desde hacía poco más de medio siglo (y, por tanto, desde antes de la muerte de Franco), los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange Española, y siendo su lápida idéntica a la del ex Caudillo, resultaba más vistosa; pues su inscripción rezaba simplemente JOSÉ ANTONIO, como si todo el mundo supiera (cosa que así era: todo el mundo español, al menos en aquel tiempo) a quién pertenecía aquel nombre compuesto. De la misma manera, el responsable de la lápida del Generalísimo debería haberse limitado a hacer grabar sobre ella el apellido FRANCO y la sepultura hubiese obtenido un glamour escénico mucho mayor: cuestión de efecto dramático.
Pero así habían sido las cosas.
Durante todos estos años, don Manuel había sopesado incluso si no sería buena idea tratar de devolver al mundo (ya que no a la vida, al menos no en el sentido convencional y estricto de la palabra) al falangista máximo, ya que sus restos también reposaban allí, y matar así —mejor dicho, revivir— dos pájaros de un tiro. Pero cavilaba para sí que aquellos dos titanes del liderazgo y la megalomanía jamás se hubiesen entendido de volver a hollar sus pies, simultáneamente, la superficie de corteza española: mejor dejar que los símbolos siguieran siendo símbolos. Resucitado José Antonio, sólo traería problemas, objeciones incordiantes, revisionismos ideológicos, purismos inadecuados… y celos por parte de su jefe de Estado más que vitalicio.
Al fin y al cabo, en opinión de don Manuel, José Antonio no era más que un socialista beato.
Además, si se consideraba el lado práctico de la cuestión, de José Antonio únicamente debía de quedar a estas alturas el esqueleto. ¡Cualquiera aguantaba a un falangista en los huesos! Puro idealismo, qué pesado…
Así que, sin más dilación, indicó con gesto tacaño que se procediera a la abominable operación que los había congregado: varios mozos de expresión ausente y cateta (expresión que, sinceramente, no debía de haber variado mucho tras la pérdida de su condición humana), provistos de sogas ya preparadas a tal fin, se inclinaron a retirar la lápida de Francisco Franco; bajo la losa, no les saludó la familiar figura de un ataúd, como todos esperaban, sino un tanque de cristal hermético inundado de un líquido luminiscente, craso y verdusco, semejante al formol donde se mantienen intactos los fenómenos y fetos de anatomía extraordinaria con objeto de preservarlos para su debido estudio, y dentro de cuyas paredes transparentes dormía el sueño eterno —¡paradójicamente incorrupto, él que tanta podredumbre en vida había causado!— el cuerpecito desnudo del anciano Francisco Franco.
Así se había dispuesto en 1975: el cadáver del dictador sería conservado en la más sofisticada —para aquellos tiempos— fórmula de aldehídos a fin de evitar su descomposición, consiguiendo fijar inmutable su organismo en el discurrir de la vida hasta que fuese posible reanimar sus funciones con la dosis exacta de radiación calculada.
Ríanse de Walt Disney… ¡Ja! Ríanse de Michael Jackson… ¡Doble ja!
Ahora, en el caos vigente en la realidad española, se daba la circunstancia exacta para resucitar a Francisco Franco.
Su físico agostado y mortecino parecía recién sepultado: despojado de todo ropaje y gala era mismamente un andrajo, comparable si nos ponemos quisquillosos al feto de un churumbel elefantiásico, de un bebé fallecido prematuramente pero que hubiera crecido sin interrupción y sin desarrollar las proporciones de un adulto, sino guardando las de un niño agigantado, en aquella suerte de líquido amniótico que le alojaba, cual si el sepulcro se tratase del vientre materno de alguna criatura primigenia.
Aquel hombre ya era un monstruo en sí mismo, con o sin resurrección.
Sus carnes estaban atravesadas por numerosos tubos y vías que habían de regar su organismo del fluido «vital». Sin embargo, el rostro anciano, flacucho y descarnado, se veía más allá de toda posibilidad de reavivación: la piel era tan blanca y mortuoria, que más que un ser humano semejaba un pavo puesto en remojo para ser degollado en un festín.
Por toda señal, don Manuel efectuó otro roñoso golpe seco de mentón y varios operadores instruidos pacientemente se las industriaron para ejecutar la segunda fase del procedimiento: debajo de aquellas baldosas negras entreveradas de volutas blancas que retrotraían sin remisión a los años setenta, se ocultaba un cuarto de operaciones secreto que el propio don Manuel había ordenado construir, bajo las severas instrucciones de su superior, aún en vida de éste (como la lógica dicta). Allí dentro, varios científicos e ingenieros todavía no desterrados de su cualidad humana —no fueran a hacerse la picha un lío— llevaban a cabo bajo amenaza de intoxicación el proceso de inoculación del líquido resurrector.
Don Manuel había invertido muchas décadas para que el más adelantado equipo técnico que el capital español pudiera financiar investigara la cosecha contaminada y qué cantidad precisa y en qué preciso momento debía introducirse en el cuerpo de Franco para hacer efectiva su resurrección.
Si la operación era un éxito, quizá pudieran resucitar también el cadáver de Carmencita Polo, que habían «encurtido», perpetuándola en el mismo estado incorruptible de Franco, por si a éste le hacía gracia volver a gozar la compañía de su esposa. Don Manuel lo supeditaría a la decisión del dictador, en todo caso, sabedor de su austero espíritu en materia afectiva.
Eso sí, a José Antonio mejor dejarlo como estaba.
El líquido rojo burdeos avanzó a través de las vías y penetró en la momia del Viejísimo Generalísimo. El ciclo de irrigación con el destilado del vino se prolongó más de media hora, con toda la concurrencia respetuosamente silente; incluidos Pere y Eva, quienes intentaban combinar su imitación zombi, hecha de bamboleos anárquicos, con pequeños saltos espasmódicos para poder atisbar por encima de las cabezas de los Rabiosos aquello que estaba acaeciendo: resulta comprensible su contrariada ofuscación, pues no albergaban ni puñetera idea de que Francisco Franco yacía en una tumba bajo el suelo de aquella cripta (de hecho, no habían entrado a una iglesia en dos décadas y ni siquiera recordaban que… ¡allí también se podía enterrar a la gente!).
En el transcurso del rito de resucitación, solamente se oían las grotescas mascadas de escroto prodigadas por Mariano, con descaro casi estadounidense. Don Manuel, molesto por tanta masticación por parte de su protegido, se giró y le arreó tal guantazo que le hizo volar la oreja que tenía casi suelta, y que al segundo volvió a pegarse a su pechera, reclamada por el cartílago que aún la retenía. El sopapo fue encajado sin rencor, ya que Mariano era una persona que juzgaba la obediencia como primera virtud de un varón (fuera cual fuese su raza y tendencia sexual), así que optó por tragarse el escroto garganta abajo con un esforzado glup.
Mientras, los demás espectadores aglutinados en la sala contemplaban con los ojos fijos al caballerete de la tristísima figura que recibía su suero revificante dentro de aquel tanque cristalino a ras de suelo.
¿Y qué sentían aquellos seres monstruosos al ver a su pasado y futuro líder tan destapado e indefenso dentro de aquella cripta?
Sólo sentían hambre.
Un hambre atroz.
La irrigación del cuerpo endeble se completó finalmente y siguieron varios minutos de espera descorazonadora, como si todos los Rabiosos allí convocados fueran huerfanitos tal y como Eva lo había sido en su niñez, y estuvieran ahora pendientes de un hilo para ver si regresaba aquel señor de la muerte y los adoptaba a todos. Así lo vivía don Manuel, sólo que en su caso era como esperar que regresase de la tumba su papá real. Al resto de presentes les ligaba asimismo una relación de afecto filial, pero sobre todo les empezaba a acuciar un hambre irrefrenable.
No eran tan distintos de la especie humana.
Sobre aquel silencio fúnebre gravitaba, pues, la esperanza de un renacimiento…
Por fin, Franco abrió los ojos.
Esos ojos despiadados que habían visto morir a tantas personas, muchas por sus propias manos, todas por sus palabras. Abrió los ojos y miró con cara de pasmo a los circunstantes.
Alborozado, don Manuel hizo una excepción a su cicatería gestual, y meneó con apuro la mano derecha, de forma muy similar a aquel ademán universal con que Emilio Aragón despedía sus gags televisivos. De inmediato, se pasó a drenar el fluido amniótico de la celda cristalina mediante bombas de succión.
Vaciado el formol, dos Rabiosos militares abrieron a mano y cargaron a pulso la trampilla de la urna (en los tiempos en que se construyó aquel ingenio futurista, la tecnología patria no daba para tanto: tenerlo todo mecanizado era mucho pedir…). Franco se arrancó los tubos de inoculación también por su propia mano (ya se sabe el dicho: si quieres algo bien hecho…) y se levantó en su tumba como un gigante… minúsculo.
Todos los Rabiosos concentrados bajo la bóveda de aquel bello templo realizaron una sentida reverencia ante su cuerpo expuesto y repugnante. Luz cumplió asimismo con la cortesía mecánicamente, pero Pere y Eva se quedaron erguidos al fondo, en medio de toda la muchedumbre, despidiendo cierto confuso aire de torpeza ozoriana, sobre todo cuando reconocieron quién era el tipo que había salido de aquella cisterna de cristal subterránea, en pelotas y mojado: ¡el puto Franco!
—Y es cierto que tiene el culo blanco… —confió Pere a Eva, no sin antes carraspear para camuflar ante los demás presentes su habilidad oral.
Por suerte para ellos dos, antes de que alguien se apercibiera de su sacrílega intrusión en aquella ceremonia de Rabiosos inhumanos, interceptaron la mirada ardorosa de Luz conminándoles a imitarla, con lo que se apresuraron a hincar la rodilla y agachar la cabeza como los demás: eso sí, postrándose con rígida y patosa inclinación. Por fortuna, se encontraban tan rezagados respecto de la masa principal de reverentes que nadie les prestó la menor atención.
Y don Manuel, mientras a pocos pasos rendía asimismo la testa ante su líder, en una venia incondicional, pensó para sí mismo: «No parece más monstruoso de lo que era.»
En efecto, pese al aspecto inmundo y ulcerado de su cuerpo…, los rasgos blandos, las lorzas laxas…, la silueta (acabáramos) fachosa por lo insignificante de su complexión y lo abultado de su vientre…, los ojos de Franco seguían poseyendo algo que llevaba a la obediencia ciega.
Franco era nuestro Hitler.
Y ahora iba a triunfar donde el Führer había fracasado.
Porque nadie obedecería tan ciegamente como aquella Nueva Raza de comedores de personas. Mientras Franco satisficiera las necesidades básicas de los Rabiosos (su única necesidad básica), nadie pondría en duda su liderazgo…
El Generalísimo lo comprendió enseguida. El rictus de su rostro demandaba carne y sangre: no sólo para sí, sino para toda España.
Con paso tontorrón y parva desenvoltura, el dictador abandonó para siempre su sepulcro y requirió con apremiantes pestañeos el auxilio confidencial de don Manuel, que corrió a situarse a su lado, de espaldas a la multitud (efectivamente, tenía el culo blanco).
Ambos cuchichearon sus planes durante varios minutos. De cuando en cuando, Franco arrojaba una mirada de irrespeto al respetable, estimando en poco la calidad de aquellas sus nuevas huestes. Luego, por fin, asintió, dispuesto a tomar en sus manos las riendas del Rabioso Destino de España en lo Universal.
Habían llegado a un programa acordado de conquista.
Antes de separarse, don Manuel se acordó a última hora de su única incertidumbre seria:
—Carmencita… —susurró.
Franco sacudió la cabeza con perentoria convicción. No quería saber nada de Carmencita.
Echó una nueva mirada en torno a su audiencia y se miró a sí mismo. Varios asistentes comenzaron a vestirlo con su uniforme favorito, el que lucía antes de la ignominiosa contienda civil, durante las no menos ignominiosas guerras de África, con el que había matado a sangre caliente a tantos marroquíes en pleno ataque y a sangre fría a tantos españoles en plena deserción. El color caqui, tan cercano al caca canino, siempre había sido su predilecto. Se ajustó el quepis y se dejó engalanar de medallitas y condecoraciones. Luego, se inspeccionó complaciente a sí mismo y condenso en sus nuevos sentidos el acervo esencial que estipulaba su nueva naturaleza: advirtió que junto a su afán imperialista, imposible de extirpar de su alma, pues lo más hondo de su ser estaba habitado por tamaña obsesión de conquista para la raza española (que hasta ahora, y a fuer de ser sinceros, en vida suya no había recaudado una materialización tangible), convivía amigado un único y terrible apetito, un apetito aún más insaciable. Un apetito que hacía literal esa hambre de conquista y fagocitación de nacionalidades ajenas.
Sonrió para sí: le gustaba su nuevo ser. Es más: le convenía. Convenía a su instinto de predador militar. Era un nuevo ser ya consensuado con cualquier dudoso remordimiento preexistente en su persona —en los tiempos en que se trataba de un mero humano— mediante el aplastamiento consciente de todo escrúpulo.
Ahora continuaba careciendo de escrúpulos, pero a cambio le dominaba una carpanta bestial.
Intercambió una mirada de inteligencia con su viejo amigo legionario, que también estaba allí, en un extremo de la primera fila, aún en cueros y con el mandil puesto…, su amigo fiel que había distribuido el líquido tóxico por toda la geografía española. Luego le daría un fraternal abrazo y quién sabe si algún mordisco.
Ahora todos allá aspiraban a que el Generalísimo les dirigiera algunas palabras para arengarlos en su cometido, que por primera vez dejaba de ser la comilona porque sí, por arbitraria imposición del cuerpo: ahora sus comilonas se cimentarían en una razón de ser más gloriosa y sobre todo más temible para el resto del mundo que aún permanecía humano. Porque tanto el Caudillo como don Manuel y el resto de los congregados tenían clarísimo que en breve las fronteras de la Nueva España serían trasladadas hasta abarcar la totalidad del orbe conocido.
Franco observó a los Rabiosos (sus ahora «semejantes») con curiosidad, buscando alguna marcialidad y elegancia en aquel ejército de desarrapados carroñeros que ahora acaudillaba. Casi todos ofrecían las carnes abiertas por algún costado, o les faltaba un miembro, o estaban hechos puré…, y para qué hablar de sus indumentarias, igualmente desastrosas. Una mierda de ejército, vamos.
Por reflejo, Eva y Pere eludieron mantenerse a la vista del Caudillo, de puro miedo a que su incisiva ojeada los descubriese, por lo que se parapetaron tras las espaldas yertas y malolientes que se agolpaban frente a ellos, como si fueran alumnos díscolos procurando soslayar que el estricto profesor los saque a la pizarra a joderles la vida con el problema del día.
Pero Franco no alcanzaba a distinguir las naturalezas distintas de aquellos dos intrusos. A cambio, su semblante se tornó especialmente despreciativo cuando sus ojos se cruzaron con los del ex presidente del Gobierno, unos ojos ahora igualmente encendidos por el resplandor Rabioso. Franco decidió pasar también de José Luis, colocándose unas gafas de sol verde botella súper cool (cualquier pijo gay de Chueca hubiera matado por ellas), justo antes de pronunciar su esperado discurso:
—¡GAAAALLEEEETAAAAAS! —profirió con un aguzado sentido de la síntesis, apelando al recuerdo colectivo de un muñeco muy gracioso que solía salir por la tele en su época.
—¡GAAAALLEEEETAAAAAS! —respondieron al unísono sus nuevos cruzados mágicos.
Y todos en la basílica dieron por culminado con aquella suerte de heterodoxo juramento su voto de fidelidad a Franco, y rubricada aquella misión inexorable de genocidio y digestión.
Era la hora de las brujas en punto.
Principió entonces una solemne misa de medianoche, cantada por los Niños Cantores de Somosierra, que reconvertidos a la nueva causa y a la Nueva Raza, parecían más bien los Engendros Imitadores de Motosierras, tal era la bulla grimosa y disonante con que propalaban sus desajustados conatos de trinos.
Entre aquellos rebuznos infantiles y las insoportables ventosidades del órgano, Eva y Pere acordaron por señas salir de allí inadvertidamente para comentar la jugada. Eva propinó un tironcito al peto de Luz, que se volvió como una fiera interrumpida en el trance sagrado del acecho.
Eva quedó impactado al ver su rostro: estaba llorando y temblaba de furia.
En algún paraje enmarañado de su cabeza, allá donde aún se debatía por sobrevivir una veta de raciocinio, Luz acababa de asimilar que ahora era una bestia por culpa de aquellos bastardos. Acababa de revelársele que ella representaba otro daño colateral más, una secuela insignificante de las deleznables y ecuménicas consecuencias que el fanatismo, la ambición y la sed de poder y muerte de aquellos hijos de perra sarnosa habían traído consigo. Por fin había resuelto el enigma de su origen y no le molaba la explicación.
Y en esa ira que marcaba a fuego la faz de Luz se traslucía que jamás los perdonaría por ello.
Luz acompañó a los dos humanos hacia el exterior de la abadía, sin que nadie reparara en ellos. Los Rabiosos estaban todos absortos en el reencuentro entre Franco y su viejo amigo, el fundador de la Legión Española:
—¡Paaaaquiiiitooo!
—¡Peeeepiiiitoooo!
Franco y el legionario se fundieron en un abrazo, de tal modo que sus carnes pestilentes y gelatinosas se entremezclaron y les costó despegarse luego.
Mientras se saludaban campechanos y jocosos, don Manuel se arrimó a su Generalísimo y le confidenció de nuevo al oído.
—¡Que Carmencita noooooo! —gritó espantado el Caudillo—. Una vida fue suficiente, coño.
Entretanto, y ya con más premura, Eva y sus compinches se deslizaron hasta el Opel aparcado, instando a Blai a bajar del vehículo para parlamentar los pasos que debían seguir.
Y así, allí agazapados entre la colmena de coches, Eva, Pere y Blai discutieron un plan que poner en práctica inmediatamente, encorvados por la prudencia y el temor. De tanto en tanto, Eva inquiría la aquiescencia de Luz.
La mirada de la Rabiosa era ahora mucho más terrorífica que la de cualquier otro miembro de su raza que Eva hubiese visto hasta entonces.
En medio de aquel clima terrorífico y maquinando enfrentarse a aquella amenaza sobrenatural, las cuatro figuras conspiradoras parecían Alfred Hitchcock y los Tres Investigadores… Bueno, Eva, Pere y Blai parecían los Tres Investigadores…
Luz no se parecía ni remotamente a Alfred Hitchcock.
Al cabo de cinco minutos, ya sabían lo que tenían que hacer.