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Porno para fontaneros
Ni el millor escriptor del món podria descriure la força que unia Marcus i Amgam. Dir que eren feliços és una obvietat. És com si un naturalista ens informés que les papallones i els escarabats són insectes. Esplèndid. Però continuarem ignorant el secret més meravellós de la naturalesa: l’impuls que pot arribar a convertir una papallona i un escarabat en amants.
Pandora al Congo, ALBERT SÁNCHEZ PlÑOL
Sin venir a cuento, se puso a llover.
Barcelona parecía esos días una capital sudamericana, no solamente por el colorido cada vez más acentuado de su población gracias a la progresiva inmigración latina que intentaba ayudar a levantar económicamente el país, sino porque esa primavera la asolaban intempestivamente lluvias torrenciales como a cualquier urbe del trópico, acompañadas de tormentas preñadas de destellos y truenos premonitorios.
A nuestra pareja el chaparrón los pilló de camino hacia la casa de Eva. Habían resuelto dar un paseo hasta allí, porque las respectivas economías de ambos no daban para un taxi ni sumándolas.
Sin embargo, el repentino y ventoso aguacero no pasó por agua sus deseos sexuales; al contrario, los manifestó a flor de piel, al conferir a sus figuras ágiles y empapadas un aire salvaje y felino: el afán con que saltaban charcos y enfrentaban vendavales incentivó sus ganas de amarse. Así, cogidos de la mano, remontaron las calles en pendiente hasta desembocar en el corazón del barrio de Gracia.
Eva no quitaba ojo de la muchacha, que aparentaba tener más prisa que él y que había tenido la iniciativa de tomarle la mano en la disco. La electricidad transmitida por la presión de sus dedos habría resucitado a un muerto. El joven tuerto miraba a la joven calva y admiraba su silueta esbelta, exultante de brillantes matices diamantinos merced a la resbalosa lluvia, irisada por los neones circunstantes, que perlaba su epidermis: a veces, Luz se refugiaba en zaguanes como una cervatilla acosada; otras, emprendía carrerillas como una pantera acosadora.
En Travessera de Gracia, la calle que atravesaba de punta a punta todo el vetusto y arracimado barrio, Eva le señaló un portal a oscuras.
—Es ahí.
—¡Qué guay! ¡En plena Gràcia! —exclamó Luz.
—El barrio está un poco sobrevalorado, por decirlo finamente… —gruñó el muchacho.
La tormenta arreció entonces y salvaron los últimos metros de acera hasta la puerta principal. La maciza hoja metálica, mal revestida de descascarillada pintura negra, cedió medio desvencijada y pachucha al empuje de Eva tras insertarle éste la correspondiente llave, revelándoles un vestíbulo de lo menos hospitalario: el estrecho y tortuoso corredor de la entrada estaba flanqueado por lábiles hileras adosadas de buzones particulares; frente a éstos, descansaban varias bicicletas herrumbrosas, crudamente apoyadas contra la pared opuesta, y detrás de ellas un triciclo, como si fueran una familia de efímeros mamíferos paciendo mansamente en aquella tétrica planta baja. La luz de la luna caía como jirones de cadavérico velamen, a través de un tragaluz en el ático, permitiendo definir la mitad de los contornos y localizar al fondo la angosta escalera de pasamanos verde que hendía las alturas.
—No me jodas que vives en el ático —suspiró Luz, que ya se veía goteando libido perdida a cada peldaño que su futuro amante le obligara a subir.
—No, qué va. Vivo ahí —Eva apuntó con el dedo hacia un umbral en penumbra que les aguardaba al otro lado de la escalera.
Tras forzar la vista unos segundos, Luz logró discernir la geométrica forma de lo que semejaba la parte superior de una puerta emergiendo de una sima en el suelo: sin duda, implicaba que un poco más acá comenzaba otro breve tramo de escaleras, pero descendente.
—Vamos, que te tengo muchas ganas —le susurró ella, con el apetito acumulado de la pantera ansiosa por devorar y de la cervatilla deseosa de ser devorada.
Ambos empezaron a cruzar el lúgubre vestíbulo, poniendo el suficiente cuidado en su impaciente avidez amatoria de no tropezar con ningún pedal para no arrastrar alguna de las atolondradas y estorbadoras bicis consigo… A medio trecho entre la puerta de entrada y la escalera de bajada, un relámpago los iluminó como si el fantasma de una viuda chismosa los estuviera hostigando con una linterna desde el cielo: inmediatamente, un estruendoso retumbo taladró el aire y, sin apenas un respiro de silencio, algo se desgarró con terrible estrépito arriba, más arriba del propio edificio de siete plantas.
—¡Cuidado! —chilló Eva, tirando de una despistada Luz con tal vigor que por un instante ésta pensó que quizá se las estaba viendo con un violador desenmascarado.
—¡Me haces daño! —gritó ella, mientras Eva la arrastraba de la muñeca con contemplación cero.
Fue como si Dios hubiera decidido manifestar su presencia después de tantos años de equívoco remoloneo: de pronto el cielo pareció abrirse, una luz celestial lo invadió todo, y una ráfaga de ametrallante ruido atroz se multiplicó desde las alturas, precipitándose hacia abajo, en dirección a las cabezas de los dos jóvenes.
Entonces Eva lo vio: algo, probablemente un poste, una rama o alguna parte metálica desgajada de la azotea, había sucumbido desmoronado por el viento sobre el grueso techo de cristal, resquebrajándolo. Y la enorme plancha de vidrio, de muchos metros de área pero blindaje insuficiente, se desplomaba ahora rota en afilados fragmentos precisamente hacia el vestíbulo, donde ningún obstáculo físico se interponía para interrumpir su trayecto hasta el suelo… excepto los cuerpos de Eva y Luz. Ambos contemplaron fascinados los brillantes filos de aquellos compactos cristales puntiagudos que desde esa altura podrían seccionarles la cabeza como un melón murciano y el cuerpo como un flan de crema catalana.
Eva propinó un empujón a su acompañante y ambos cayeron despatarrados y sin red hacia la masa de vacío que se abría más allá de la escalera que bajaba al subsuelo: rebotaron con dureza contra los mellados escalones, mientras a sus espaldas se desataba el infierno. Fue como ser testigos y víctimas del desmoronamiento de un glaciar: un sinfín de hojas de vidrio se abatió sobre el venerable embaldosado del vestíbulo, amputando cuanto encontraron a su paso: las bicicletas asistieron impávidas a la mutilación de sus manillares, pedales y sillines, arrancados e incluso cercenados por la mitad debido al peso, grosor y contundencia de sus atacantes, así como a la debilidad de sus propias articulaciones y engranajes. Los buzones perecieron arrastrados en masa por la gravedad de aquel diluvio de lunas y la precariedad de su roñosa sujeción.
Parapetados en lo más abismado del descansillo, cual si de un refugio antiaéreo se tratara, Luz y Eva se apretaron contra el último rellano sin osar alzar la vista del desnivel, mientras en torno a ellos estallaban en añicos lágrimas de cristal por doquier, refulgentes a la luz selenita que ahora se inmiscuía sin paños ni intercesores: en realidad, se perdieron un bonito espectáculo a cambio de conservar la vida.
Una vez hubo remitido la hecatombe, ambos se alzaron enjoyados por un océano de cristalitos y volvieron a subir los peldaños, absortos ante el panorama de criminal ensueño. Luz no pudo evitar fijarse especialmente en la masacre de bicis, despanzurradas en medio del suelo entre vísceras mecánicas. Eva exclamó arrobado, rememorando una de sus películas favoritas:
—¡Joder, esto parece una muerte de La profecía!
—¿A quién avisamos? —preguntó ella, por primera vez desalentada ante el shock recién sufrido.
Pero ya casi sin prestar atención, Eva retornó sobre sus pasos para abrir con otra llave la puerta del fondo:
—A nadie. Nadie se preocupó hasta ahora de proteger el vestíbulo de ese frágil techo… Cuando haya muertos, ya avisaremos.
Luz sonrió, divertida por el nihilismo que rezumaba aquel cruel comentario. Pero cuando se asomó a la puerta abierta y confirmó que de allí aún partía otro tramo de peldaños descendentes, volvió a inquietarse:
—Oye, ¿no serás por casualidad el Fantasma de la Ópera?
Eva pasó a su lado: la fina línea que adoptó el único ojo visible —y vidente— indicaba que acaso estaba sonriendo.
—No —replicó—. Como mucho, el Fantasma de la Sardana.
Debido a su talante arrojado y algo irreflexivo, Luz se había encontrado en situaciones apuradas más de una vez; sin embargo, nada le hacía desconfiar a su juicio de aquel recién conocido. Así que le siguió escalera abajo, refregándose un codo contusionado durante la caída.
Eva abrió una tercera puerta, ésta ya de madera común y chapa crujiente, y con ademán caballeroso cedió el paso a su acompañante.
Luz entró en el piso con la legítima curiosidad de quien no sabe qué esperar: no se sintió defraudada.
La vivienda era, evidentemente, un sótano. Consistía en un dédalo de tres o cuatro cuartos, a lo sumo, todos desparejos y unidos por tramos cortos de peldaños. De alguna forma absurda, parecía una casa en vez de un piso, por la coexistencia de esos distintos niveles de altura, si bien una casa reducida a su mínima expresión. Los muros no formaban ángulos rectos, sino que todos confluían en concavidades, como si fueran gigantescos dados de póquer transitados por dentro, y tanto paredes como cielos rasos lucían el mismo color marrón canela, otorgando al conjunto la traza de esos hogares excavados en el subsuelo australiano que se pusieron de moda entre los hippies con posibles. Para más despiste del visitante ocasional, la parte superior de algunas de las altas paredes contaba con ventanales que daban a un patio interior, abarcándolo a ras de suelo.
Aunque Luz había esperado tener que soportar el horror vacui ornamental típico del freak urbano, el piso destacaba precisamente por su austeridad, pese a lo expresionista de su apariencia. Las paredes apenas ofrecían adorno alguno, aunque uno de los cuartos sí estaba completamente forrado de estanterías de Ikea, repletas de libros, cedes y deuvedés metidos a presión y comprimidos hasta tal punto que el armazón de estantes, encorvado por el peso y el atiborre de tantos inanimados inquilinos, parecía dispuesto a implosionar en cualquier momento.
Luz fiaba en ser guiada hacia el dormitorio pero, ante el silencio apocado y pasivo de Eva, sonrió y exploró por sí misma. El chico la escoltó en silencio, intimidado.
—¡Qué pequeñita! —exclamó ella al descubrir una habitación con una cama, más bien jergón, demasiado estrecha para dos.
—No estoy acostumbrado a recibir visitas… —repuso él—. Cuando me mudé aquí, no tenía previsto compartir cama con nadie.
—¡Esto qué es! —volvió a exclamar más que preguntó la muchacha al reparar en un curioso y colorido cartel que presidía la cabecera del camastro.
—07 con el dos delante, mi comedia favorita de todos los tiempos —respondió Eva, con la ceremoniosa y candorosa devoción de quien ha construido, en su soledad de años, pequeños mitos que le han ayudado a sobrellevar su vida marginal.
—Nunca he oído hablar de ella —informó Luz, saltando de rodillas sobre el nervudo colchón para probar su consistencia—. ¿Es americana?
—¡Qué va! Es catalana… —afirmó Eva, quien por un minuto parecía haberse olvidado de la presencia de la chica, o quizás era que prefería centrarse en su propio universo doméstico y familiar para no acusar de forma tan directa la cohibición que ella le producía—. El protagonista es el genial actor cómico Cassen, y el guionista, el sublime Armand Matias Guiu.
—No los conozco.
—¿Te suenan los «Diálogos para besugos»? Eran diálogos entre lo idiota y lo surrealista que Guiu se inventaba para la revista Mortadelo. Es un genio olvidado, como todo el que se dedica a la cultura popular en este país.
—¿Te refieres a España o a Cataluña?
Luz ya se había tumbado en la cama y miraba con cierta expresión decepcionada a Eva, que seguía de espaldas a ella, inmerso aún en su rapto de loa lírica hacia el cartel expuesto frente a su ojo:
—A los dos. Los mejores cultivadores de cultura popular española son casi todos barceloneses: Armand Matias Guiu, Víctor Mora, José Mallorquí… Esta película es cine para fontaneros.
—¿Para fontaneros? —indagó Luz, sin lograr imbuir su pregunta de un interés que no sentía.
—Sí. Cine popular, hecho para la gente de la calle y conectada con la auténtica realidad social del país. El tipo de cine que los socialistas exterminaron cuando subieron al poder en los ochenta. De hecho, la expresión es suya. El tono en que acuñaron la definición era peyorativo.
—Los socialistas son unos gilipollas.
—¡Guau! Ésa es una frase que no estoy acostumbrado a oír en Barcelona. Si dices eso muy fuerte, pueden expulsarte de todos los círculos influyentes y cerrarte todas las puertas intelectuales.
—Eso quizá te ocurriría a ti, que eres tuerto y feo. Pero a mí no, porque soy negra. ¡A mí me abren todas las puertas! —bromeó ella, palpando precavida la grasienta sábana.
—Pues puede que en eso tengas más razón que un santo.
—Además, ¿qué importa, si es la verdad? Sólo el hecho de que la derecha de este país sea una pandilla de hijos de puta reaccionarios, beatos y fascistas no hace menos cierto que los socialistas sean unos gilipollas y unos meapilas. La derecha y la izquierda de este país se merecen mutuamente. —Luz empezó a botar sobre el jergón, divertida por el mugido de los muelles.
—Estoy de acuerdo. Es el temperamento nacional el que les condena al fanatismo, no su ideología. —Eva se afligió como un niño perdido—. Qué pena que no te guste el cine…
—Deja ya de llorar porque tu generación no tuvo su Águila Roja o su Torrente, y ven aquí…
Eva continuaba vuelto hacia la pared, de espaldas a Luz, aunque ya no observaba el cartel. Premeditadamente había preferido permanecer en esa posición para no tener que mirarla a ella ni comprobar el origen de aquellos chirridos que le azoraban. No deseaba que esa chica tan arrebatadoramente atractiva que había accedido a ir a su casa a hacer el amor se diera cuenta de que su experiencia sexual no era gran cosa, prácticamente la misma —la misma escasez de experiencia— que la que avalaba a su amigo Pere.
Por eso optó por no contestar ni darse por aludido; hasta que, al cabo de unos segundos, y tras el cese de crujido alguno del somier, le extrañó escuchar lo que parecía un gemido amortiguado a sus espaldas.
Se giró hacia la cama y se encontró a Luz ya descalza, boca arriba sobre el catre, con la mano metida bajo el cuero negro de sus pantalones, friccionando su entrepierna en un inequívoco intento de estimulación digital de su sexo. Eva se quedó helado, suspendida la respiración como la primera vez que vio una mujer desnuda en una película emitida por televisión en presencia de sus tutores. En este momento su estrategia fue la misma: fingir que no era consciente del despliegue de desnudez que se exhibía ante su ojo, hacerse el tonto, el desentendido… Pero, al igual que cuando era niño, poco a poco, sin saber por qué, la opresión perduraba y vencía su pecho y la garganta le obligó a tragar saliva de manera ineludiblemente audible, delatándole al fin ese horrísono y rotundo ¡glup! de cualquier presunción de inocencia o pureza de pensamiento… o inadvertencia de la señorita impúdicamente expuesta ante su persona.
La mano achocolatada entraba y salía del pantalón mostrando unos dedos progresivamente mojados. Parte de la vulva, más canela que el resto del cuerpo, asomaba bajo el borde de la presilla, apenas velada por una braguita blanca, pero no había vello a la vista. Eva se percató de que Luz le miraba y sonreía: sintió que ella disfrutaba tocándose para él, para que se sintiera más cómodo, y esa certidumbre hizo que su pene se desenroscara como una anaconda…
Por respeto al lector, nos saltaremos el pormenor de lo que sucedió a continuación, dado que la Literatura con mayúsculas jamás incurre en descripciones explícitas de encuentros íntimos… Aunque pensándolo mejor, por suerte para nosotros, esto no es Literatura con mayúsculas (y de hecho a duras penas alcanza a serlo con minúsculas), así que no hay ningún obstáculo que nos impida PORMENORIZAR lo que sucedió acto seguido en pleno acto, lo cual, a fin de cuentas, aporta significancia tan relevante para el desarrollo de la acción y de los personajes como el resto de la narración, sea la suya una importancia trascendente, ínfima o nula:
De hecho, lo que de inmediato acaeció no tiene nada de pornográfico… Sencillamente, Eva recorrió en pocos pasos la distancia que le separaba de la irresistible mujer que se le ofrecía sin reticencias y se situó erguido frente a ella, maravillado de la hermosura de aquella hembra voluptuosa que proseguía haciéndose un dedo.
Y entonces, conmovido ante sí mismo de lo que estaba presenciando y viviendo, Eva se arrodilló. Nunca se había arrodillado ante nadie: jamás lo había hecho ante crucifijo alguno o dios falso o real; tampoco ante monarca, caudillo o presidente de ningún país, y mucho menos del suyo; y, especialmente, ante ninguna otra autoridad, real o imaginaria. Pero esta vez no pudo ni quiso evitarlo: esta vez su propia conciencia le exigía que presentara sus respetos y rindiera vasallaje ante aquella mujer que para él era una diosa. Se arrodilló tremolante y su ojo voraz registró no solamente la mano que buceaba bajo el cuero, sino aquellos pies desnudos que se frotaban entre ellos, como animales ciegos reconociéndose al tacto. Sin cuestionarse lo que hacía ni el porqué, elevó las manos y tomó con ellas los pies femeninos, grandes y suaves, como si fueran un tesoro digno de adoración: los sopesó y escudriñó detalladamente, en especial las uñas rosadas que sobresalían de la carne marrón oscura, y por supuesto las plantas desatendidas por un mismo marrón desteñido. Eva vio que las manos de Luz también estaban descoloridas con respecto al resto del cuerpo.
—Es como si solamente te hubieran dado una mano de pintura por delante… —comentó, ensimismado en tanta belleza.
A su pituitaria llegó el olor punzante de los pies, mezcla de sudor y de la piel sintética de sus botas. Sin saber por qué, se le antojó un aroma embriagador, así que humilló la cabeza para acoger en su boca los pinreles de Luz. Ella gimió y cerró los ojos, seguramente excitada asimismo ante la mirada insistente de aquel muchacho solitario y triste, como también debido al tacto húmedo de su lengua rebañando los desfiladeros interdigitales: la saliva de Eva en los repliegues de su carne la entonaban de lo lindo. Eva se esmeró en lamer los deditos de Luz, poniendo específicamente el mayor empeño y cariño al repasar con la punta de la lengua los pulpejos rosáceos de los meñiques, deliciosos de tan graciosos que resultaban a la vista, tiernos como garbancitos tiernos. Luego saboreó con su boca toda la planta del pie izquierdo, libando y presionando con los labios un pequeño callo formado a la altura de los metatarsianos, una acumulación de dureza de la que desprendió con los dientes unos poquitos hilachos de piel caduca.
¿Es esto pornografía? Dúdolo del todo. Pero a partir de aquí sí penetramos en terrenos pantanosos…
Prosiguió Eva su lambeteo planta abajo hasta los talones, y después procedió a subir, la lengua extendida como una bayeta, aprehendiendo todos los gustillos a su paso: pronto, los deditos blanquinegros de los pies femeninos (que asemejábanse a sendos heladitos de dos sabores, según el lado que se mirara: chocolate o vainilla) se menearon bañados, y la mezcla de olores (el olor plantar de Luz y el de su propia saliva) enardeció finalmente y por completo al varón. Se incorporó él y ella redobló sus gemidos al constatar el coño perfecto que la erección del muchacho había formado en su bragueta.
Eva ya no se sentía cohibido. Era consciente de que su deseo y el de Luz convergían en uno solo, así que pasó a desnudarse sin recato ni pausa. Se quitó los pantalones, el calzoncillo ya mojado por líquido preseminal, y se inclinó desprovisto de toda prenda, con el pene marcando la misma dirección que su torso, sobre el cuerpo de la joven: ¡quería ver! Las manos aferraron los bordes del pantalón y dulcemente, tiró de él para, arrastrando con el rastrillo de sus dedos un insuficiente tanga blanco, exponer la vagina desnuda de su compañera.
Así, ella quedó tendida sin ropa de cintura para abajo. La visión de aquella chica que le ofrecía sin timidez las partes habitualmente ocultas del cuerpo excitó sobremanera a nuestro tímido tuerto.
El monte de Venus era ahora un baldío donde cimentar, despojado de cualquier rastro de matojo. De hecho, lo lampiño y terso de la piel en aquella zona sugería falsamente que Luz jamás había tenido vello púbico. Eva tocó con sus dedos los dedos viscosos de ella, y después magreó el satinado empeine entre las ingles hasta alcanzar el desamparado coñito, rebalsado por la miel interior. Introdujo el índice con suavidad, y los párpados semicerrados de Luz le insinuaron que estaba yendo por la senda correcta.
Repentinamente, Eva se apartó unos pasos, como si le hubiera acometido un súbito arrepentimiento.
—¿Qué haces? ¿Qué te ha dado? —inquirió la joven, desconcertada.
El joven se había acuclillado junto a la cama y estaba abriendo y cerrando cajones de la paupérrima mesita:
—Busco… ¡esto!
En la mano mostró un preservativo cuyo envoltorio poco menos que exudaba óxido.
—Ah, no, paso de condones. Ven aquí. Luego tomo una pastilla del día después.
—Pero… —dudó él—. ¿Y las enfermedades?
—Tú no tienes enfermedades venéreas, obviamente. —Luz se echó a reír estentórea, pero se refrenó por no excederse en su sarcasmo—. Y yo me hice la prueba del sida la semana pasada y estoy limpia. Tranquilo, el sida casi nunca se contagia por el coito: suele transmitirse por transfusión de sangre o por contacto anal. Si no, el apocalipsis hace tiempo que habría llegado a la Tierra y no quedaría vivo ni Dios. Bueno, quizá tú sí… Cuando quiera que me des por culo, entonces sí te pediré que uses condón. Mientras tanto, no pienso gozar menos por culpa de un plástico repugnante que aisla las sensaciones.
Eva estuvo a punto de preguntarle a Luz si había mantenido relaciones sexuales durante la última semana, pero se abstuvo: no quería matar la magia. Tampoco le facilitó la información adicional de que el preservativo estaba caducado, así que se limitó a dejarlo sobre el tablero de la mesita como un perro abandonado.
En vez de decir esta boca es mía, Eva regresó lentamente hacia la cama. Luz posó los recios dedos de su mano sobre el pene del chico, de tamaño bastante considerable, todo hay que decirlo, y vello escaso, ralo y ligeramente castaño, casi transparente.
Luz le masturbó con una mano mientras ella se masturbaba con la otra. Luego se llevó la polla a la boca y reafirmó su dureza con unos cuantos lengüetazos de rosa poroso. Eva se contentaba con mirarla, aún incrédulo, dejándose hacer, como un chavalín de catorce años que va a ser desflorado por su profesora de lenguas nativas.
Poco después, la joven se despojó hábilmente de su camiseta: al tiempo que la estiraba por encima de su cabeza, las tetitas asomaron sus enormes morros por debajo de la tela. Arrojó a un lado la prenda prescindible para esas lides y se tendió del todo, tirando del pene de Eva para que la siguiera y se echara sobre ella.
Lo siguiente que aconteció fue un polvo demencialmente cojonudo, pero sería estúpido pretender transmitir al lector las radicales sensaciones de saciedad que experimentaron ambos personajes durante su ayuntamiento: las palabras se inventaron hace mucho, mucho tiempo, la mayoría hace varios siglos, y ya están gastadas por mor del uso excesivo e indiscriminado. Términos y expresiones como «goce», «fruición», «deleite», «orgasmo», «paroxismo de placer», «revelación de la carne», «cúspide de la sensualidad» suenan cursis y se agotan en sí mismas, hasta el punto de que apenas podrían configurar una pálida fotocopia de la sensación de plenitud absoluta que ambos amantes padecieron —porque a veces el placer es tan intenso que se padece— en este encuentro carnal y espiritual.
Permítaseme tan sólo puntear la pertinente elipsis con estos detalles que sí trasudan connotaciones de suma relevancia para comprender el itinerario vital de Eva y Luz:
1) Eva nunca ha follado sin condón (en cambio sí ha follado mediante protección profiláctica con dos o tres novias pasajeras —la mayoría borrachas durante el breve tiempo que duró su «noviazgo»— y alguna que otra prostituta en deprimentes experiencias) y la impresión de hacerlo a pelo supera en grados de sensibilidad y con creces sus mejores expectativas.
2) Una de las películas favoritas de la adolescencia de Eva era Emanuelle Negra y los últimos caníbales, de ahí que se descifre con mayor clarividencia la adhesión instantánea que profesa hacia Luz y su predisposición a opositar a caníbal para con ella.
3) Luz es una chica que se siente atraída asimismo hacia chicos no convencionales. Las cicatrices nunca le han resultado desagradables (trabaja en un hospital, como luego descubriremos), es por ello que ha sabido ver en Eva desde que le conoció una luz especial que hasta el momento había pasado desapercibida incluso para él mismo.
4) Como ya hemos anotado anteriormente, Luz es más alta que Eva: así pues, al hacer el amor, ella sobrepasa el cuerpo de él, envolviéndole desde los mismos pies, sobre cuyos empeines Eva posa sus plantas mientras se balancea al ritmo de la cópula. De esta forma, Eva encuentra en Luz, pese a la escasez de sus senos, una figura maternal que jamás disfrutó en su niñez por su origen expósito, y ello contribuye a su entrega total en brazos de la mujer negra.
5) Como bien sabe el lector masculino (y alguno femenino), los polvos con una mujer rapada y depilada siempre son extraordinarios. La percepción «todo piel pelada» establece una cota de regocijo insuperable.
6) Luz llega antes al orgasmo de forma particularmente movida y sandunguera (lo presagia siempre su repentino pellizco de las mamilas de su amante y los calambres de sus pies, en línea con sus piernas), tras lo cual lentifica su ritmo para que él se huelgue en el final del fornicio. Eva eyacula casi sin alevosía, de pura gloria inusitada. Su alma pega un brinco, salta al cielo, se asoma para ver a Dios y lo saluda eufórico al sorprenderlo allí arriba, sentado sobre una nube, tan aburrido, viejo y pulgoso, y luego vuelve a descender en una barrena de gustirrinín irredento. Enseguida, tras el vaciado de sí mismo, ella hace algo que a él le impacta para el resto de su vida: aún acostada, Luz acaricia los brazos estragados por las cicatrices y, atrayendo la cabeza de Eva hacia la de ella, le retira la parte del flequillo que oculta su ojo ciego y se lo queda contemplando un buen rato sin que la mayor expresión de ternura abandone jamás sus facciones muelles. A continuación, la muchacha iza la cara y deposita un beso de bondad sobre el ojo que no puede verla. Pero el otro ojo sí la ve. Finalmente, deja que Eva repose su testa sobre el pecho de ella. Él jamás olvidará tal gesto y toda su existencia girará a partir de ahora en torno de ese acto de amor puro. Luz ya es para él una mujer santa y él será desde esa noche su más devoto fiel.