19

La jauría inhumana

¡Pero si me besas, te lo advierto, el amor te devorará el

alma y morirás!

Ella, H. RIDER HAGGARD

—He de repostar.

La frase evocó recuerdos sobrecogedores en Eva, impeliéndole a comprobar lo fidedigno de su oído:

—¿Repostar o reposar, Blai?

—Repostar, collons. He de echarle gasofa a la máquina…

Eva empezó a temblar. No sentía ningunas ganas de volver a una gasolinera, y menos en plena noche, con aquel silencio y aquella engañosa calma que presagiaba el acecho de las alucinaciones más irreales, hechas realidad por obra y magia de una pandemia.

—¿No hay otra manera de arreglarlo?

—¡Nos estamos quedando sin gasolina! —reclamó el aplomado negro al plomizo blanco, anteponiendo el sentido común al terror.

Como en respuesta a su apreciación, el estómago de Luz emitió un gañido procedente de sus tripas.

«El estómago de esta mujer no tiene fondo», se escandalizó Eva. La mano de Toño había sido para ella un mero aperitivo: había arrancado uno a uno los cinco dedos y se los había manducado como si fueran el más delicioso snack

—Ahí hay una gasolinera —informó Blai, cuya voluntariosidad innata poco a poco iba degenerando en una amarga resignación a representar el papel de escudero fiel de su ex novia… o amigo negrata del prota.

Y, efectivamente, en ese momento, hacia las diez de la noche y a unos sesenta kilómetros de la capital española, los cuatro jóvenes cruzaban en el todoterreno por delante de otra gasolinera, abandonada como todas las que habían cruzado antes. Detrás de la ventanilla de gestión no se veía a nadie, tan sólo una deprimente (por lo tenue) luz añil… y el área de servicio también estaba desierta. La apariencia general era de una crudeza luctuosa, debido especialmente a la soledad que inspiraba la luz de los focos proyectada desde el techo de la estación de autoservicio al entorno vacío, una luz tremendamente blanca en contraste con la profunda oscuridad periférica.

—¿Nos arriesgamos a ver si podemos servirnos? —preguntó Blai, quien pese a su valor a prueba de Rabiosos aún no había olvidado que los demás eran más expertos que él en aquellas criaturas letales—. Por aquí no se ve a nadie…

—No me gusta esto, no me gusta… —perseveraba en su suspicacia crónica Pere mientras ojeaba en derredor. Su apreciación era de lo más sensata: ¿a quién podía gustarle aquella situación?

Eva echó un vistazo a Luz. Su chica no parecía nerviosa en absoluto. Pero le era imposible interpretar si su impavidez provenía de que no había percibido a ningún compañero de raza merodeando por las inmediaciones o, precisamente, de TODO LO CONTRARIO. Luz no tenía por qué ponerse nerviosa ante otros Rabiosos como ella, ¿no es así?

Chasqueó la lengua con disgusto; no le apetecía nada volver a pasar por una ordalía de tensión y muerte, pero mucho menos dejarse atrapar por la paranoia del terror y la desconfianza.

—¿Qué hacemos? —reiteró su consulta el conductor, ante la indecisión de los presentes.

Al no obtener ninguna respuesta útil, Blai decidió por su cuenta y estacionó cerca del primer surtidor. Frente al siguiente dispensador había otro coche detenido, un Opel Astra, con la puerta del conductor inquietantemente abierta y la pistola de la manguera alojada en la boca de su depósito. Sin embargo tampoco se veía a nadie, ni humano ni inhumano, ni dentro del auto ni alrededor. El coche abierto era como el esqueleto de un buey esperando a su amo enterrado.

—¿Quién la pone? —inquirió Blai.

Por un instante, Eva supuso que se trataba de otra expresión mal traducida de Blai, una nueva catalanada que hacía referencia a «quién la tiene más larga», o alguna similar alusión simbólica a la virilidad para plantear simplemente quién tenía los cojones de salir del coche… Entonces captó el sentido real de la frase, de intención literal.

—Yo no tengo ni puta idea de cómo se pone gasolina… —objetó él.

—Yo no salgo ni muerto… —replicó Pere a su vez, con ironía involuntaria, las facciones crispadas y resuelto a no exponerse más de lo necesario.

—Pues tenemos un problema —concluyó Eva.

—Que la ponga ella —propuso Pere, señalando hacia atrás—. Ella es la lista que no se expone a nada. Como ya la han mordido…

—¿Quieres que ponga gasolina ella? —protestó Eva—. Joder, mierda…

Y maldiciendo, tomó las llaves de manos de Blai, abrió él mismo la puerta de su lado y descendió justo frente al surtidor, en medio de la fantasmal atmósfera que envolvía la gasolinera. La noche era caliente, o quizás era que el miedo abrigaba demasiado…

Eva se acercó a la amplia trasera del coche, abrió con la llave la tapa del depósito y retrocedió mientras repasaba el terreno en cien metros a la redonda. Los altos proyectores encajados en el techo despedían triángulos de fulgor que dejaban espaciosas áreas al imperio de la más indiscernible tiniebla, en especial ahora que Eva se encontraba en el centro de uno de esos conos de potente y deslumbrante luz blanca.

Se dio cuenta de que tanto Blai como Pere estaban adelantados en sus asientos, las caras pegadas a la ventanilla de su costado, para espiar sus movimientos o lo que le deparara aquella imprudente acción. Con los latidos abocados a un acelerón incontrolable, Eva agarró la pistola de combustible con la mano izquierda y llevó la manguera hasta la abertura del depósito, acoplando el tubo en el interior como haría un aprendiz de mamporrero. Luego apretó el gatillo para llenar el tanque.

—Oh, oh… —murmuró suficientemente claro y diáfano Pere desde dentro del coche, y Eva vio que su compañero de fatigas se inclinaba hacia la ventanilla para extender el dedo bailongo a su derecha, golpeteando con el otro puño el cristal que ni siquiera se había atrevido a arriar.

Eva se volvió. Al principio creyó que Pere le estaba indicando que la gasolina no corría, dado que el marcador del depósito no registraba avance alguno y él notaba que la circulación de carburante estaba bloqueada. Pero entonces comprendió que lo que Pere le había señalado no era el dispensario, sino la ventanilla del establecimiento detrás de los surtidores.

Eva sintió que la sangre dejaba de circular en sus venas y que el tiempo también se condensaba y detenía: al otro lado del cristal de la taquilla, un empleado en mono azul le sonreía afectuoso mientras con el dedo índice estirado hacia arriba marcaba un perfecto arco de negación, con la insistencia regular y la exactitud de un limpiaparabrisas.

«No-no-no-no-no», parecía decir el empleado a cada vaivén maquinal de su índice. Pero aquel tipo ya no decía nada: lo único que hacía era masticar un bazo tierno que sostenía en la otra mano, mientras su rostro gangrenado le miraba con sorna demoníaca.

Era un Rabioso.

Eva soltó un grito y la manguera a la vez, y corrió con miedo a todo menos al ridículo para montar de nuevo en el coche. Pero en cuanto él se introdujo en el todoterreno, gritando que se largaran de allí cagando hostias, Blai bajó del auto.

—¡¿Qué haces?! —chilló Pere, desconcertado—. ¡Tenemos que salir follaos o seremos su segundo plato!

—¡No podemos seguir con el depósito vacío! —argumentó Blai a la carrera.

En dos zancadas, el apuesto joven alcanzó el Opel Astra y, sin mayor explicación ni sentido del pudor cívico, se metió en el asiento delantero. Las llaves estaban aún insertas en la ranura de encendido.

Prendió el motor, que rugió manso y poderoso. Al oírlo, Blai volvió a bajar corriendo del otro coche, instando a Luz a que baja se a su vez y conduciéndola hasta el asiento trasero del Opel, mientras rezaba interiormente para que aquel empleado del averno estuviese saciado con el bazo y no saliera de su taquilla a proveerse con los de ellos. Al entrar en el Opel, Eva y Luz se toparon con una cuna portátil, vacía. Los infortunados dueños del coche debían de haberse llevado a su hijo a toda prisa, cargándolo en brazos, al ser atacados por el creciente número de Rabiosos.

Eva confiaba no tener que ver el cadáver roído del bebé en el área donde habían aparcado. Asió la cuna y la tiró fuera del auto. Luego hizo pasar a Luz adentro y él se sentó a su lado.

—¡Esperadme! —aulló Pere aterrado, al pretender subirse al asiento del copiloto y descubrir que el seguro de la puerta en cuestión estaba bajado. Por un momento, se vio abandonado en las fauces de aquel gasolinero con afición por los bazos ajenos.

Blai alzó el seguro automático de la puerta y Pere logró entrar. Asustado y trémulo, intentó encajar la pestaña del cinturón de seguridad en su cajetín correspondiente, operación que le llevó un minuto completo, mientras lanzaba espantadas miradas hacia la ventanilla del empleado, quien no se había movido del sitio, masticando feliz y observándolos risueño…

Blai arrancó a todo gas. El indicativo del tablero confirmaba que el depósito estaba considerablemente lleno.

—Suficiente para llegar a Madrid —masculló.

Abandonaron la gasolinera con la mayor urgencia, el pánico espoleando la velocidad de aquel oportuno Opel bien abastecido…, y sin que el empleado hiciera el menor ademán de perseguirles.

Aquel bazo de bebé estaba demasiado rico.

—Mi-mientras seamos humanos, no nos sepa-paremos nunca —iba tartamudeando Pere—. No soporto la idea de dejar de ver huma-manos como yo… Es casi lo peor de toda esta situación.

Nadie dijo nada, pero todos entendieron lo que quería decir.

La noche era oscura como boca de Rabioso. Blai, Pere, Eva y Luz continuaron su indómita ruta durante la siguiente hora sin que se produjera ningún percance.

El Opel iba desandando el camino que Eva había realizado pocas horas antes. Hacia Madrid les volvía a guiar en su mudez pertinaz la joven Luz. Eva solamente tenía que mirarla a la cara para saber que estaban yendo en la dirección correcta.

La autopista seguía desierta. De vez en cuando algún vehículo detenido, alguno incluso volcado, pero ni rastro de ningún ser humano.

Ni de ningún Rabioso…

Blai conducía con la misma varonil confianza con que lo había hecho Toño a la ida. Eva se preguntó si la seguridad en el conducir sería un testimonio de la virilidad de un hombre… Si así era, ¿eso en qué grado de virilidad les dejaba a él y a Pere, ninguno de los cuales sabía conducir?

El tiempo fue desgranándose remolón, mucho más lento que el automóvil… pero al menos no sufrieron ninguna nueva conmoción ni adversidad desde el susto de la gasolinera.

Cuando faltaban veinte kilómetros para la capital, Pere aventuró al fin una turbadora pregunta que le había estado reconcomiendo todo el trayecto:

—Eva, ¿por qué crees que es tan importante seguir la intuición de ésta? —Con un golpe de cabeza apuntó a Luz—. ¿Qué vamos a conseguir, aparte de morir todos, si es que no terminamos convertidos en un asqueroso Rabioso como ella, que es lo más probable?

Eva era consciente de que el joven estaba simplemente quemando su miedo mediante la agresividad verbal.

—Es importante porque Luz es uno de ellos —explicó—, pero está de nuestro lado. Y si insiste en que vayamos hacia allá es porque ella sabe que allá reside nuestra única oportunidad de salvación.

—¿Y tú cómo estás seguro de que está de nuestro lado?

—Bah —descartó Eva. No pensaba gastar saliva en demostrar a Pere la naturaleza de su amor, amor que Luz ya le había probado indestructible salvaguardándolo tras el cambio orgánico de su ser entero.

En lugar de ello, hundió la cabeza en el costado de su amada, que mantenía la vista fija al frente, más allá del parabrisas, como guiando telepáticamente la senda que Blai tomaba.

Éste, por el contrario, manejaba el volante con total serenidad y lucidez. Por unos segundos, la mirada de Eva se trabó con la del recio chófer: Blai le estaba observando a través del retrovisor, con una expresión reconcentrada de algo que parecía muy próximo a la envidia o los celos. Pero cuando constató que Eva le devolvía la mirada sin rencor ni mosqueo alguno, los hermosos ojos castaños del independentista se angostaron en un mohín de indulgencia y respeto.

De repente, Luz gruñó. Eva se sobresaltó y, a medio incorporar, miró alarmado a la muchacha, temiendo que quizás se estuviera cansando de su compañía o que no pudiera controlar sus instintos antropófagos y le estuviera avisando con un gruñido de advertencia. Ya había oído rugir antes sus intestinos hambrientos. ¿Qué le garantizaba que la necesidad de carne humana —necesidad que parecía adicción— no la haría revolverse contra él y sus amigos?

Pero no era nada de eso. No era eso en absoluto. En realidad… ¡Luz había presentido que algo iba mal dentro del coche!

Entonces fue cuando la cosa saltó desde debajo de las piernas de Eva.

El bicho se abrazó al respaldo del asiento del copiloto y trepó con la sola ayuda de sus manos por la funda de piel hasta encaramarse al reposacabezas. Se movía tan veloz que ni Luz ni Eva supieron reaccionar a tiempo. Eva se quedó helado en el sitio, contemplando aquello que ascendía como un rayo para precipitarse sobre la cabeza de Pere, quien seguía ignorante de la amenaza que estaba a punto de abatirse sobre él…

¡Era un bebé caníbal sin piernas!

Al parecer, se trataba del recién nacido para quien estaba destinada la cuna que habían encontrado al entrar en el Opel. Sus padres debían de haberle escondido debajo del asiento trasero para que no lo localizaran los Rabiosos que los asaltaban.

Pero entonces…, ¿cómo había sido transformado en un horrendo Rabioso más?

Durante el medio segundo que duró la contemplación de aquel pequeño monstruo en pleno prolegómeno de su ataque sobre Pere, Eva halló la espeluznante respuesta a su origen: ¡los padres, transformados seguramente en Rabiosos, habían regresado al coche para comerse a su retoño! Después, saciados, debían de haberlo desechado en el suelo del coche mientras el bebé se transformaba a su vez y, de forma instintiva, buscaba refugio bajo el asiento. Y ahora, vueltas las tornas, era el bebé el que buscaba alimentarse con carne humana…

La criaturita estaba desnuda y se defendía de maravilla con sólo la mitad superior de su cuerpo. Alguna entraña le colgaba de la barriguita como el hilo de un muñeco parlanchín. El bebé saboreó con los ojos, durante otro medio segundo, la suculenta pieza que para él representaba Pere y se decidió por atacar su cuello, la zona más vulnerable.

Pere le descubrió entonces por el retrovisor y soltó un alarido de horror.

El bebé Rabioso se le lanzó encima. Eva cerró los ojos para no presenciar tan atroz cuadro, en un acto reflejo que traicionaba lo aún indemne de su humanidad. Estaba convencido de que en esos mismos instantes Pere había perdido toda posibilidad de supervivencia y que estaba siendo víctima de un contagio en toda regla.

El ataque, en verdad, fue brutal: el mal bicho mordisqueaba a Pere por cuello, cara y hombro, y el crítico de cine gritaba despavorido mientras recibía las acometidas salvajes de aquel renacuajo.

Transcurrió medio minuto hasta que todos se dieron cuenta de que el cuerpo expuesto de Pere no presentaba herida alguna…

Por suerte, el bebé aún no contaba con dientes, ni siquiera de leche, por lo que el resultado de su asalto había sido nulo: lo único que logró fue dejar a Toño perdido de babas.

Al comprobar su propia inefectividad, el bebé salvaje se quedó quieto, como trastornado, sin saber qué hacer. ¿Cómo iba a colmar su hambre de cuerpos humanos si nadie se los iba a proporcionar hechos papilla?

Blai, que se había pegado también su buen susto, impuso enseguida su proverbial entereza en las etapas más críticas y, aprovechando la confusión del pequeñuelo y sin cesar de conducir, lo agarró del cuellito y se dedicó a aplastarle con encono y ensañamiento la cabeza pelona contra el techo y el tablero de mandos, como si fuera un teleñeco tenaz. Con inquina, chafó varias veces la carita adorable del bebé contra el salpicadero y, cuando juzgó a la criatura suficientemente desmadejada y escarmentada, bajó la ventanilla y lo arrojó a la carretera.

A prendrepel cul, ful de gossa! —le apostilló por toda despedida.

—¡Buaaaaa! —rompió a llorar el desventurado bebé al caer sobre el asfalto y sentirse abandonado.

Eva asistió estupefacto a toda la escena. Luego vio que Luz seguía por la ventana trasera el alejamiento progresivo del Rabiosín, el cual en unos segundos empezó a desplazarse por la autopista, inasequible al desaliento, arrastrando las tripitas y con el frágil apoyo de sus bracitos. Eva aún acertó a discernir la mirada de odio que el bebé les dirigió con la boca abierta, revelando sus ineficaces encías…

¿Cómo conseguiría sustentarse aquel chiquillo, si como sospechaban jamás crecería? Ese bebé estaba condenado al hambre eterna…

Los siguientes minutos del viaje los vivieron en silencio. Pere se había encogido en su asiento, estrechando sus propias piernas, hecho un flan humano. Eva se había quedado turulato ante lo ocurrido, pero ni Blai ni Luz parecían afectados en demasía por aquel suceso. Eran seres fuertes, cada uno dentro de su propia especie. Quizás habían nacido el uno para el otro, y Eva no era el amor verdadero de aquella hembra, sino tan sólo un pasatiempo fortuito, como el antihéroe de algún himno melódico de Perales.

Con tan funestos y masoquistas pensamientos se entretenía Eva, cuando reparó en que Luz volvía a rebullir agitada a su lado. ¿Qué le pasaba ahora? ¿Habría un hermano mellizo o gemelo del Rabiosín apostado debajo del salpicadero? Pero Luz miraba hacia la carretera y continuaba agitándose, molesta. ¿A qué venía aquella muestra de nerviosismo, ella que tan templada procedía siempre, como Eva acababa de corroborar?

Un cartel anunció que estaban entrando en Madrid. Pero Luz palmoteaba y pataleaba contra el respaldo del conductor.

—¿Qué pasa ahora, hostia? —se exasperó Blai.

Luz señaló una salida de la autopista: era una circunvalación que rodeaba la ciudad y se prolongaba hacia la periferia, en dirección a las pequeñas ciudades de extrarradio sitas en el oeste, en sentido opuesto del que ellos provenían.

—Toma esa salida y enciende la luz dentro del coche, no nos llevemos más sustos —recomendó Eva.

—Dímelo a mí… —gimió Pere, aún contraído en su asiento—. Moncho quiere irse y no le culpo…, ¡porque yo también!

Blai hizo caso a Eva.

Así, fueron recorriendo la inhóspita pista varios minutos más, Eva pendiente de su pareja: por sus reacciones, era capaz de evaluar si seguían el derrotero correcto y trataba de adivinar cuál era el punto exacto al que ella quería que llegaran.

De pronto, Luz comenzó a manotear el respaldo con la vehemencia con que Chita procuraba advertir de algún peligro inminente a Tarzán y lo guiaba hacia el poblado de salvajes donde los exploradores iban a ser descuartizados por el saludable método de las palmeras cruzadas.

—¡Coge ese desvío, Blai! —ordenó Eva, apuntando a una salida a cuya proximidad Luz tornó a convulsionar como una médium sin sentido de la mesura.

Perfecte —respondió Blai, con la infalibilidad de un chófer de narcos.

—¿San Lorenzo del Escorial? —leyó Pere, extrañado—. ¿Ahí no hay un palacio o algo así?

—Ni puta idea —se sinceraron Blai y Eva al unísono.

En cualquier caso, tomaron esa carretera, que atravesaba poblaciones subsidiarias del casco urbano madrileño, acatando sin chistar las indicaciones indirectas que de forma visceral les iba comunicando Luz.

—Pues sí, parece que nuestro destino es San Lorenzo del Escorial —se maravilló Blai, al enfilar rumbo a la ciudad que su ex novia sugería con sus más que elocuentes temblores.

—Oh, joder, no… —balbució Eva, al leer un nuevo letrero ante el que Luz vibró otra vez como la horquilla de un zahorí—. Mecachis la mar…

—¿Qué pasa? —quiso saber Pere.

—¿No lo acabas de leer? No es a San Lorenzo del Escorial adonde Luz quiere que vayamos.

—¿Entonces?

Eva conocía ahora cuál sería su final de trayecto:

—Luz nos está dirigiendo al Valle de los Caídos.

De nuevo se instaló un pesado silencio. Y, al cabo de unos segundos:

Aixó qué és? —Era Blai el que preguntaba—. A mí me suena al título de una peli de vaqueros…

—Es tu peor pesadilla hecha realidad, Blai —le resumió Eva—. Es un mausoleo erigido a mayor gloria del franquismo.

—¿Mau… mausoleo? —volvió a preguntar Blai—. ¿De «mouse»?

—Sí, de Mickey. La Disneylandia fascista —le glosó Pere—. Lo que nos faltaba.

—Pues sí.

No dijeron más mientras se adentraban en los boscosos aledaños que como algodones sombríos protegían al máximo exponente de la ideología franquista que pervivía en el país. La carretera penetraba en aquel área un paraje arbolado que en medio de la noche adquiría proporciones casi expresionistas de disuasión, en especial para unos visitantes absolutamente urbanitas. Los tres seres humanos del coche contuvieron la respiración, sin querer desvelar los miedos infantiles que empezaban a dominarles. Así, sin decir ni pío, arribaron a media velocidad a un claro entre tanta ominosidad silvestre, hasta desembocar frente a una entrada amurallada. Una descorrida puerta enrejada les daba la bienvenida.

—Este sitio me espeluzna —admitió Pere—. Y encima la puerta abierta. ¿No nos estará llevando a una trampa la sanguijuela ésta?

—No, confía en ella —encomendó Eva, aunque no las tenía todas consigo.

—¿Qué árboles son ésos? —divagó Blai—. Parecen abetos… Dan un jiñe…

—A mí qué coño me cuentas —atajó Eva—. Pues serán abetos. Venga, entremos de una vez. Lo que es seguro es que ya hay alguien dentro, pero no creo que nos estén esperando…

En realidad, en aquel complejo monumental crecían todo tipo de árboles (pinos, chopos, encinas, enebros…), menos abetos.

Al otro lado de la muralla, la atmósfera se cargó con un denso aroma almizclado que perturbó los sentidos de los ocupantes del vehículo, al menos de los qué respiraban. La noche no permitía vislumbrar demasiado más allá de la cinta asfaltada, y las ramas de árboles intrusivas en aquel reducto ofrecían un aspecto intimidante y tétrico. De pronto, en un pequeño calvero y a ambos lados de la carretera, descollaron imponentes unos monolitos cilíndricos de cemento, que en la tiniebla semejaban mazas sostenidas por dioses asgardianos.

—Esto se parece a Stonehenge —apuntó Pere, más que nada por distraer la mente y evitar que se enquistara en imágenes de despedazamiento y muerte.

—¿Alguna vez has estado allí? —se sorprendió Eva.

—Qué va, pero me recuerda un huevo a una serie de televisión que me aterrorizaba de niño. Una inglesa…

—Silencio —exigió el conductor.

En ese momento llegaban a otro calvero de mayores dimensiones y más allá a una vasta explanada de hormigón sobre la que se levantaba, al fondo y unida por escalinatas, una espectacular colina rocosa, en cuyo seno excavado se abría una entrada a lo que parecía una construcción de signo religioso, si tenían que hacer caso de la descomunal cruz de piedra que se cernía sobre la colina hasta cubrir una altura no inferior a trescientos metros, con una base escultórica donde destacaban las figuras de los cuatro evangelistas.

—Qué guapo —silbó Blai, impresionado—. ¿Y esto dices que es un monumento facha?

—El más famoso que tienen…

—Ojalá en Cataluña tuviéramos algo así —deseó el boix noi—. Cómo mola…

Nofotis —se quejó Pere.

—¿Esas cuatro esculturas qué son? —siguió preguntando Blai sin ningún complejo de estultez ni ideología.

—Ni idea —reconoció Eva—. Son cuatro pavos, ¿no?

—Serán los cuatro Jinetes del Apocalipsis, entonces —vaticinó un Blai de lo más constructivo.

—¡Jinetes de qué! ¿Pero tú has visto los caballos por algún lado, nen? —desaprobó amargamente Pere, con el mismo tono despectivo de cinéfilo prepotente que menosprecia la ignorancia de cualquier profano.

Luz palmeó entonces el codo de Eva y le señaló hacia el frente… La puerta cuartelada de bronce, que daba paso a aquella formidable creación ¡humana! cimentada en la piedra, estaba abierta…

… Y dentro, presumiblemente, estarían los dueños de los centenares de automóviles desperdigados a lo largo y ancho de la explanada.

—Eso quiere decir que muchos han venido aún como personas normales… —razonó Eva, imaginando el fin que habrían encontrado esos pobres miserables nada más trasponer aquella puerta.

—De puta madre —consideró Blai, llevando el agua a su molino y su coche al aparcadero—; si aparco por aquí nadie lo notará entre tanto buga.

El esbelto chófer maniobró con discreción y maestría (¡de eso sí que sabía el tío!) hasta emplazar el Opel entre otros dos coches, lo más entremetido posible en la manada metálica. La mayoría del parque allá estacionado lo conformaban vehículos de gama alta, cuyo lujo y exclusividad (¡había hasta un Rolls Royce!) quedaban de manifiesto por cómo relucían las carrocerías bajo la luz de la luna menguante. Una vez disimulados entre la multitud de chasis, todos se sintieron más a salvo.

—¿Y ahora? —apremió Blai, tras apagar el motor. Los tres hombres se quedaron mirando a Luz, a la expectativa de que ella les transmitiese qué hacer a continuación.

Luz, con escalofriante frialdad y aciaga parsimonia, se limitó a indicar el interior de aquella gruta, obra de la última civilización imperialista española.

—¿Te-tenemos que entrar ahí de verdad? —se quiso cerciorar Pere, intentando cuestionar un sine qua non que ya todos los demás habían asumido.

Desde la oquedad de la maciza puerta les llegó entonces un cántico religioso basado en armonías vocales, acompañadas por los acordes de un órgano tubular cuyos solemnes resoplos les pusieron los pelos de punta.

—A mí este rollo religioso como que siempre me ha dado muy mal rollo, esto es más satánico que divino —describió Blai con inspirada subjetividad—. Pero si hay que entrar, se entra.

Sin ganas de más digresiones, Eva abrió la puerta de su lado y salió del Opel. Invitante, animó al resto a salir también.

—Vamos, creo que aquí es donde nos toca actuar.

Los otros tres ocupantes del coche bajaron a su vez. Tras asegurarse de que estaban solos frente a la entrada de la gruta, se dispusieron a incursionar en ella tomando todas las precauciones. Pero, de repente, Luz se interpuso ante Blai, urgiéndole con gesto imperioso a que no continuara avanzando. Eva creyó entender:

—Tú eres el único que no puede pasar por un Rabioso. Espéranos dentro del coche. Así vigilas de paso.

Blai se lo tomó con filosofía, aunque la curiosidad empezaba a pesar más que su cautela.

—Yo también puedo esperar con él… —sugirió Pere.

Eva posó las manos sobre aquellos hombros sin hombre.

—No, Pere, por favor, entra con nosotros —le rogó—. Necesitamos que todos nos ayudemos a muerte. Bueno, ya me entiendes…

—Vale, vale —transigió Pere, de mala gana—. Yo ya sé que cuantos más ojos seamos… —se interrumpió—. Disculpa, Eva, no quería decir…

—Vamos —zanjó éste.

Los tres se aproximaron a la puerta mientras Blai retornaba al coche y se acomodaba tras el volante una vez más, los ojos expectantes ante cualquier novedad.

La puerta de marras medía más de diez metros de altura y estaba crucificada con altorrelieves que mostraban varias broncíneas figuras de aspecto paternal.

—Son doce, éstos son los apóstoles —puntualizó Pere, disperso de nuevo. Eva puso el índice sobre sus labios, imponiéndole silencio. Ahora confluían más nítidos los sinuosos cantos misales: parecían exhalados por un coro de personas sordomudas, de manera que el resultado sonoro era un bizarro conjunto de berridos perturbadores y disonantes. Los tres amigos se apostaron en el umbral, listos para internarse en aquellos dominios subterráneos de diabólico agüero.

Antes de entrar, y sin mediar reflexión alguna, Pere se persignó.

—¿Qué haces? —le preguntó Eva.

—Yo qué sé —confesó Pere. Y, girándose a Luz, hizo asimismo un amago de santiguarla, pero al acercar la mano a la boca Rabiosa, ella siseó amenazante…

—Joder, como para intentar proteger espiritualmente a la niña —lamentó Pere con ese gracejo típicamente catalán…

—Vamos… —les compelió Eva a los dos.

Penetraron por fin en la gruta y quedaron perplejos ante la magnificencia de la basílica encriptada que les aguardaba dentro.

Pero más les asombró aún el numeroso ejército de criaturas que permanecía erguido en la nave principal, escuchando embobadas la misa frente al altar de aquel templo subterráneo. Allí dentro habría fácilmente un par de miles de Rabiosos.

Eva y Pere se miraron, literalmente aterrados.

Esta vez se persignaron los dos.