18
Rabioso de corazón
Un grito desgarrador rompió el pantalón del mayordomo…
TipyColl Spain, TIP Y COLL
Creyó haber estado inconsciente un intervalo de horas, pero en realidad apenas supusieron unos segundos de desfallecimiento.
Despertó esputando y sintiendo la flema resbalar por su cuello. Tras librarse a manotazos del pañuelo de tela, la mascarilla y las gafas, se dio cuenta de que podía respirar por la boca expectorante y deshacer con la lengua el gran gargajo que se le había formado en la boca, pero no podía mover la cabeza.
Había descargado la cara de lado contra el filo del cristal.
La arista más descollante le había traspasado una mejilla, resurgiendo por la otra, al tiempo que abría un tajo lo bastante ancho para expulsar salpicaduras de vómito rebalsante y permitir asimismo la entrada de aire. La lengua la había arrimado bien pegada contra el fondo del maxilar inferior, para no rebanársela de paso.
Eva había escupido a continuación, tanto por la hendidura de arriba como por la de abajo, todo el detritus que llevaba aún embalsado en la cavidad bucal desde hacía tres minutos y, extenuado, había insuflado a sus pulmones una vaharada pútrida (demasiada carne amputada se hacinaba ya en aquel recinto), aspirando con el frenesí de un náufrago a punto de perecer ahogado.
Había respirado así varios minutos más, los tajos de sus mofletes aleteando alrededor del cristal como las branquias de un pez, indiferente ya a lo que hicieran aquellos abominables Rabiosos contra los que había combatido hasta la última brizna de su vigor.
Por él, se podían morir todos.
Después, se había desmayado unos breves instantes.
Ahora volvía en sí, aún fijado a la cordillera de vidrio por las ranuras de sus carrillos, y todavía notaba el moco semisólido escurriéndosele pescuezo abajo. Se comparó con un caballo atado a un poste por la brida; la sujeción de cristal le retenía e impedía moverse libremente.
Sospechaba que con un halón seco hacia arriba sería suficiente para desligarse de tamaño cepo, mas tenía miedo a desgarrarse aún más la cara. Los labios seguían sellados por el pegamento, pero no le entusiasmaba la idea de dividir la piel de su rostro en dos mitades sueltas.
Sólo entonces recordó que el lugar había estado infestado de aquellas aborrecibles criaturas. Por desgracia, se había dejado caer sobre la cuchilla vítrea del lado que tenía visibilidad, para calcular con mayor exactitud el punto de inserción en su cara, y ahora su ojo ciego era el que regía inútil en la parte superior, vedándole toda posibilidad de comprobar si estaba solo o había algún Rabioso voraz merodeándole. La nariz era el muro inaccesible que estorbaba toda visión para su ojo izquierdo.
El pensamiento de su delicada situación le transmitió otro acceso de pánico y hubo de resistir su acometida para controlarse y no ser presa de un nuevo delirio taquicárdico. Resopló por las rajaduras de sus agallas artificiales y se garantizó la captación de aire a través de aquellas brutales incisiones. Entonces, meditó a toda prisa si había alguna otra opción que dar un tirón con la cara y liberarse así del afilado travesaño que le había salvado la vida.
Fue cuando cayó en la cuenta del hacha que seguía pegada a su mano. Se había olvidado de la vizcaína por completo, como si realmente ya formase parte de su organismo, como si él fuera un mutante de nuevo cuño, víctima —o vencedor— de la ley darwinista. Fue el peso desigual de su brazo derecho respecto del izquierdo lo que le hizo apercibirse de su «supletorio».
Cualquier segundo era oro en aquel atolladero y podía delimitar la diferencia entre la vida y la muerte, así que no desperdició ni uno más en especulaciones.
Con la hoja del hacha quebró el cristal y liberó su cabeza.
El fragmento que había hendido su rostro aún persistía allí, ensartando recalcitrante sus ya abultados cachetes como si fuera un ampuloso adorno tribal adquirido durante algún extravagante rito superchero de tránsito a la edad adulta. Se incorporó con ansia y repasó la arrasada tienda de conveniencia (aunque a Eva jamás se le hubiera ocurrido denominarla así tras haber padecido allí tantas inconveniencias) y, en efecto, entre los cuerpos aún espasmódicos que había mutilado y desmenuzado con sus ataques, descubrió la figura aún erguida de un Rabioso sin brazo pero, al parecer, aún con hambre, pues le miraba fogoso y pertinaz, como si Eva fuese una fuente de raviolis (éste era el plato favorito de Eva, de ahí el símil).
Sin embargo, esta vez Eva no se achantó: sostuvo la mirada retadora del caníbal tullido y se limitó a cerner la vizcaína en el puño, comunicándole con gesto juguetón que al primer síntoma de agresividad por parte de su enfrentado le dejaría sin el otro brazo. El antropófago que tenía delante pareció comprender y se alejó sumiso y desbravado, como si nunca hubiera roto un plato ni catado un ser humano.
Entonces Eva colapso y se desmoronó de culo sobre el suelo de la tienda. Se vino abajo como un guiñapo, de tan magullado y consumido que estaba: su cara evocaba la de una muñeca cuyos rasgos se hubiesen distribuido al revés, las dos sajaduras de los mofletes eran como bocas y el único ojo semejaba ya el globo ocular espantado de un cíclope o un Sloth de pacotilla. Su rostro, en cualquier caso, estaba hecho un Cristo, y no precisamente por lo piadoso de su estampa.
Tendido y exhausto, Eva «boqueó» por sus respiraderos malares y, cuando se sintió más calmado, trató de restablecer el propósito que le había llevado hasta allá.
Su primer instinto había sido reunirse con Luz a toda costa y ése debía seguir siendo su objetivo prioritario. Obviamente, aquella refriega terrible había venido a probar que sus temores más exagerados eran reales (la vertiginosa propagación de aquella plaga de Rabiosos fuera del territorio madrileño, muy próxima ya a su lugar de residencia), pero no quería que tal coyuntura apocalíptica modificara un ápice su resolución de reencontrarse con su chica y decidir después qué hacer. Estaba claro que si llegaba a verse acorralado por aquella invasión de devoradores de humanos, sólo le restaban dos opciones, pero ahora no pensaba malgastar el precioso tiempo que le quedaba (quizá muy poco, si no se despabilaba enseguida) en inclinarse por ninguna de ellas: las dos, en el fondo, le parecían la misma a fin de cuentas.
Lo que debía hacer era poner los pies en polvorosa cuanto antes. Ambicionaba contar todavía con una probabilidad de adelantarse a aquel ejército de Rabiosos que se había generado instantáneamente en el autobús previo al suyo, y concibió la esperanza de apurar para arribar a Barcelona antes que ellos.
Se sacudió la modorra y el miedo y se puso en pie para reemprender el camino a casa, infundiéndose un valor difícil de cosechar. Recogió la mochila tras el mostrador, la terminó de llenar con paquetes de donuts y bolsas de gusanitos (aquella tienda tenía la clase de comida que a él le gustaba), y se la colgó en bandolera. No se molestó en intentar reabrir sus labios: no tenía nada que hablar con nadie; más bien le inquietaba la mayor posibilidad de infección que ofrecía su faz roturada sin compasión, con su riego sanguíneo a flor de piel.
Sin embargo, cuando emergió al exterior y observó las figuras erráticas que aún ambulaban por el desolado aparcamiento, constató que todas se apartaban deliberadamente de él, incluso le dirigían miradas aterradas y recriminatorias. Por un instante, llegó a sentir lástima por aquella Nueva Raza: al fin y al cabo para ellos alimentarse de seres humanos no implicaba ninguna consideración moral, como no se la implicaba a él meterse entre pecho y espalda un solomillo o una chuleta de cerdo. Quizá con un poco de potra se extendiera la fama de su letalidad campeadora entre los Rabiosos o como se autodenominaran aquellos desgraciados… Su mente imaginativa empezó a elucubrar con el feliz desenlace que supondría reunirse con Luz y que ella le impusiera como rey de aquella nueva especie, una vez acreditada con creces su superioridad sobre ellos.
Con un meneo de la cabeza, desterró de su caletre aquel desvarío provocado por la acumulación de cansancio y emociones, y puso toda la atención en mantenerse a leguas de aquellos seres avernos, para no volver a tentar a la suerte, no fueran a congregarse en un arranque de bravura o hambre y a lanzarse en pos de él.
Por fortuna, la autopista permanecía aún libre de comitivas emprendidas en dirección a Barcelona. Algunos Rabiosos retozaban en el tramo colindante con la estación de servicio, pero no disponían de la suficiente capacidad de raciocinio para convenir todavía qué rumbo dar a su excursión. Se conformaban con vagar sin ningún designio, como reconociendo el terreno, como bebés que sólo conciben lo que ven delante de ellos, sin noción aún de lo que debe de existir más allá, donde no alcanza la vista.
Así que en menos que muere un gallo, Eva puso distancia entre él y aquellos vándalos del Infierno, a puro golpe de zancada y sin echar la vista atrás, depositando toda su fe de superviviencia en sus sentidos, especialmente en la fiabilidad de su oído. También su ojo recorría ciento ochenta grados de paisaje en un escrutinio minucioso: no deseaba verse sorprendido por algún rezagado o adelantado que, a pesar de cualquier tentativa de razonamiento, no tendría piedad con él.
Al cabo de una hora de camino ya se creía solo de nuevo y bastante seguro de su supervivencia inmediata. Se diría que por allí no había transitado aún ningún infectado, aunque en ese momento todo eran conjeturas, claro está, dado que el mal podía haberse extendido transportado por algún viajero infectado previo, en algún autobús anterior…, ¡o incluso en algún coche!
Sea como fuere, eso no había forma de averiguarlo.
Poco a poco, fue recobrando la capacidad de respirar por la nariz, tras desatascar un par de veces las vías nasales por el expeditivo método de soplarse los mocos. Si respiraba hondo le dolía un cuanto el tabique nasal desplazado, pero racionando la energía de sus aspiraciones y espirando por las hendiduras laterales, se estimaba razonablemente cómodo y podía continuar avanzando con serenidad. De hecho, le jodia más la contusión que se había hecho la noche anterior en su duelo con Jacin, ya que la canilla izquierda se le había inflamado y causaba una pronunciada cojera en su andar.
Cruzó un par de estaciones de servicio y gasolineras más, sin que la actividad de su interior delatase que nada fuera de lo normal hubiese sobrevenido allí. Le dieron ganas de avisar a los empleados de que huyeran y se encerraran en sus casas o tomaran un avión a Pernambuco, pero sabía que tal proceder suscitaría demasiadas miradas alucinadas e incrédulas y discusiones estériles e improductivas, por más que se desgañitara tratando de convencer a sus interlocutores de lo que estaba ocurriendo, por muy armagedónicas que fueran las noticias. Era tiempo del reprobable pero inevitable «sálvese quien pueda». Moriría quien tuviera que morir, pero él no quería volver a verse en una situación como la recién vivida. Qué se apostaba a que a esas horas ya nadie estaba a salvo, al menos dentro del país. «Si algún día convierten esta historia en una película de Hollywood, los yanquis, con lo moralistas que son, harán que mi personaje corra a advertir y salvar a quien esté aún en esas gasolineras —pensó Eva—. Eso en caso de que yo fuera el protagonista, claro», no se guardó de puntualizar su voz mental.
Pero la mayoría de la población debía de estar avisada, porque apenas circulaban vehículos por la carretera. Las dos primeras veces que pasó por allí algún coche o camión, Eva no tuvo redaños de hacerles señas ni a demandar por gestos su asistencia, temiendo que los conductores fueran personas infectadas.
Pero al asimilar lo lejos que aún se encontraba de Barcelona y lo mucho que tardaría en llegar si de veras pretendía efectuar todo el trayecto a pie, se sugestionó, bajo el inmisericorde sol que en nada ayudaba, hasta acopiar los arrestos necesarios para abordar la proeza de realizar autoestop en aquellas circunstancias; actividad sin duda difícil de consumar, dado que si el estado de emergencia ya era público y notorio, probablemente ningún conductor se arriesgara a detenerse por un chaval desfigurado y con pinta de medio loco… ¡con los labios pegados y un hacha en la mano!
De todas formas, lo intentó.
En la siguiente hora, rodaron cuatro o cinco vehículos en dirección a Barcelona, y sólo uno en sentido contrario. Eva se destacó junto al arcén, con la mano de la vizcaína oculta a la espalda (situó el brazo de manera que pareciese que lo tenía en jarra, no como si escondiese algo), la otra saludando efusivamente en alto, como si tampoco le importara tanto la decisión del conductor, sino notificando simplemente cuánto se alegraba de verle pasar o despertando con su euforia y sonrisa desmesurada la noción de que quien tenía la fortuna de cruzarse en su camino era el otro, para ver si en un alarde de confianza, conmiseración, solidaridad para con su semejante o pura estupidez, al gachó al volante le daba por pararse y sacarle de allí.
Se sentía una puta buscando clientes al borde del camino.
Por supuesto, no paró ningún coche. ¿Quién lo habría hecho ante la visión de aquel espantajo totalmente cubierto de sangre, tanto el cuerpo como la indumentaria, pero no así el rostro, aún más disuasorio al lucir las facciones partidas a tajos y una desquiciada sonrisa de demente que más bien semejaba una mueca demoníaca, dado que eran mucho más evidentes las dos rajas de sus buchetes inflados que los labios apenas visibles de su boca oprimida?
No, no se podía reprochar a los conductores, acaso desesperados por ponerse a resguardo en alguna ciudad lejana, fuera del foco de infección, que no se detuvieran a recogerle.
Sin embargo, los últimos que pasaron por su delante antes de que Eva renunciara a su rol autoestopista se comportaron con especial crueldad. Debían de ser de la edad de Eva o incluso algo más jóvenes, y viajaban en un todoterreno de reluciente carrocería negra. Dentro se adivinaban cuatro o cinco petimetres de ambos sexos, seguramente provenientes de alguna frustrada excursión de la que ahora regresaban escarmentados, pues la matrícula indicaba que se trataba de un coche de Barcelona.
Al percatarse de la venida del automóvil, Eva volvió a situarse en la cuneta de la autopista y agitó la mano libre frente a ellos, con ademán angustiado. Sorprendentemente, el coche varió el rumbo claramente definido por el centro de su carril para aproximarse a él. Eva sintió que por fin se le concedía un golpe de suerte que le ahorraría muchas horas de esfuerzo y caminata.
Pero el enorme todoterreno no parecía tener intención de frenar su curso y continuó hacia Eva con la misma velocidad… mortal de necesidad si llegaba a alcanzarle.
Entonces Eva entendió el porqué de aquella jugarreta: creían que era un Rabioso más y se proponían arrollarle con el auto.
Se apartó a tiempo del vehículo, pero cometió el error, al exteriorizar su ira, de golpear la carrocería con el hacha que hasta entonces mantuviera pertrechada a su espalda.
El morro del todoterreno barrió un canto del mango de la vizcaína con tal contundencia que ésta se desgarró de la mano de Eva y salió volando varios metros hasta derrumbarse y rodar sobre el asfalto.
«¡UAAAAAAAAAAAAH!», escapó el aullido sordo de Eva por sus branquias laterales, contrito de dolor.
La «corneada» del automóvil le había arrancado de cuajo el arma de los dedos, llevándose también consigo la piel superficial de la palma y, por tanto, desollándole toda el área en contacto con la empuñadura. La mano empezó a sangrar abundantemente por las mil rasgaduras infligidas, anegando su palma de líquido rojo.
No se atrevía a secarse la sangre contra el pecho ni a tocarse la mano en carne viva, así que se limitó a maldecir al coche, que ya se alejaba con sus pasajeros entregados a unas risotadas restallantes que incluso Eva pudo oír. Eran solamente unos pijos veinteañeros jugando a matar zombis en el itinerario de vuelta a su ciudad, donde se creerían protegidos y a salvo, con toda probabilidad.
Bien, no podía recriminarles que le hubieran confundido con uno de aquellos seres infectados. Resolviendo que sería mejor llegar a Barcelona a pata y no aventurarse a otra agresión, esta vez por parte de los humanos, Eva apretó el paso, no sin antes rescatar la vizcaína y asentarla en la mano izquierda, asiendo un tramo superior del mango para no tocar los desagradables hollejos humanos, concretamente suyos, que continuaban engastados a la empuñadura como un engrudo repugnante.
Siguió andando por la solitaria carretera, bajo un sol ahora relativamente cálido y una brisa agreste, sin parar mientes en el dolor abrasador de su palma sin piel, que hasta el aire lastimaba, ni al apremio con que el miedo había hecho nido en la boca de su estómago. Procuraba no pensar, sencillamente. Sólo se aplicaba en caminar y dejar atrás la zona crítica, para poder llegar de una vez a Barcelona. Ya tendría tiempo de pensar, de curarse y de descansar cuando estuviera de nuevo con Luz.
Ésa era ahora su última y única esperanza.
Habían transcurrido un par de horas y apenas habría recorrido unos tristes kilómetros a paso vivo. Ya estaba resignándose a emplear también la noche en patearse el mayor trecho posible, con el ritmo que pudiese resistir su cojera, dado que sus piernas eran el único medio de locomoción con que contaba para salvar los más de doscientos cincuenta kilómetros que aún distaban de la Ciudad Condal.
Cada vez más, conceptuaba que su pretensión de trasladarse hasta Barcelona sin ser absorbido por la ola de Rabiosos era cada vez más utópica, pero se afanaba en no pensar demasiado en ello. Obcecado en darse un respiro mental, fiaba en que quizá la plaga había sido finalmente controlada con el despliegue de la policía o del ejército, como se había contenido en su momento aquel brote de rabia humana en el Camp Nou.
El sólo precisaba el margen suficiente para vérselas sano y salvo en Barcelona, personarse en la productora de Rainbow Pictures y afrontar su destino ligado a Luz.
Entonces, a las 15.34 horas, divisó a la mujer.
Su silueta en lontananza le hizo creer por un segundo que se trataba, increíblemente, de Luz. Su pecho, muñecas y sienes acogieron un solo de tamtam, y la emoción amenazó con atragantarle de nuevo.
Pero al cabo de unos metros más, la evidencia visual le sacó de su error. Había creído reconocer a su querida Luz en los torpes pasos de pato, los pies oscilantes casi tropezando el uno con el otro, las caderas cimbreantes, el tono oscuro de la piel. Pero no era ella.
Simplemente se trataba de otra Rabiosa.
A un kilómetro de ella, Eva ya daba por seguro que aquella mujer estaba efectivamente infectada. Una intolerable tensión volvió a marcar otra muesca en su espíritu: ¿qué podía hacer? ¿Correr a esconderse de la chica? Por allí no había ya dónde ocultarse, todo el paisaje era un llano inmenso, pedregoso y desértico, sin un solo árbol que le ofreciese su escondite. De todas maneras, ella ya debía de haberle avistado.
No, la solución no era correr…
A medio kilómetro, decidió jugarse el todo por el todo.
Encajó el mango del hacha bajo la pretina del pantalón, en la parte trasera para que la forastera no reparara en ella, y comenzó a lentificar los embates de sus piernas: giró un poco los pies el uno hacia el otro de modo que sus punteras formaran un ángulo agudo sobre el asfalto, entorpeciendo la cadencia, la «humanidad» de sus pasos, y dejó colgar inermes sus brazos a ambos costados.
Confiaba en que su aspecto haría el resto.
A treinta metros de distancia, distinguió que la mujer que se aproximaba era joven, una veinteañera. Por un momento le resultó familiar, pero se trataba, claro, de una desconocida. Era morena, ajá, pero al saldo de un bronceado artificial de rayos UVA se unía ahora el churruscado del proceso químico que la había hecho Rabiosa. Había sido guapa, ya no. Bajo los labios renegridos y agrietados, conspiraba recóndita una hilera de dientes amarillos, veteados de sangre y de un tamaño desproporcionado debido a la metamorfosis. Su vestido ajustado no brindaba vestigios de excesiva violencia, parecía recién transformada: una de sus manos revelaba el probable origen de su contagio. La mano no tenía dedos, sólo le quedaba el pulgar. Por lo demás, su figura resaltaba aún incitantemente femenina, pero los movimientos de las diferentes partes de su cuerpo eran obtusos y descoordinados, como si no hubiera un cerebro central que los ensamblara en un conjunto en equilibrio.
Eva trató de imitarla y copiar su espástico avance conforme ambos se acercaban.
A diez metros de distancia comprobó que ella le miraba. Eva acentuó la anarquía de gestos: tenía puesta toda su fe en que su apariencia desmañada, su ojo ciego, las dos tajaderas supurantes que aún sangraban sobre su cara, las partes quemadas de su brazo y ahora también el desollamiento de su mano derecha, que colocó bien abierta y a la vista…, todo ello complotara en una demostración palmaria de que encarnaba otro miembro de la especie de aquella hembra.
Al fin y al cabo, su pinta de espantajo tenía que comportar alguna ventaja, ¿no?
Ambos se cruzaron, pero mientras que la mujer le prestaba toda su atención a él, Eva no se dignó dirigirle una nueva mirada directa a ella. Por suerte, aquella Rabiosa no podía olerle, no podía olfatear su naturaleza humana. E incluso si pudiera haberlo hecho, si conservase la facultad del olfato, él se había revolcado a conciencia con Luz durante toda una noche (incluso también con el agresivo Jacin, a malas) como para haberse impregnado del olor a bestia.
A pesar de ello, leyó el recelo asomando en las pupilas bermejas de la joven. Debía de tener hambre; por eso sospechaba: no quería dejar pasar una posibilidad de abastecerse. Pero ella dudaba…
Él continuó caminando como un impedido mental y físico, cuando en verdad habría querido echar a correr como un bendito y no parar hasta perderla de vista… Pero era mejor actuar con caución.
Nada más rebasarla, percibió que los pasos de ella habían dejado de sonar sobre el pavimento. Se preparó para lo peor, para salir escopeteado a la menor señal de su aproximación o para sacar a colación la vizcaína al más leve indicio de un ataque repentino. Oyó un gruñido escamado. La mano izquierda de Eva se allegó a la pretina donde había metido el hacha, su único chance de salvación…
Sus oídos detectaron el sonido de los pasos de ella ALEJÁNDOSE. Eva arrojó un suspiro de diplodocus.
Así pues, podía hacerse pasar por uno de ellos.
Durante media hora, siguió desplazándose con morosidad de tortuga o, mejor dicho, de ente contaminado por aquella rabia destructora.
Sólo al cabo de esa media hora se animó a avizorar el horizonte a sus espaldas. La chica era un punto inescrutable a dos kilómetros y seguía progresando hacia el oeste.
Eva retomó su ritmo habitual de zancada, triplicando su velocidad.
Veinte minutos más tarde, sin que en el ínterin hubiera acontecido ninguna novedad reseñable (salvo la habilidad desarrollada por Eva para beber de una botella de agua por los mofletes), encontró el coche.
Era el mismo todoterreno que había intentado atropellarle un par de horas antes. Estaba aparcado en el arcén izquierdo de la autopista y, desde aquellos metros que los separaban, daba la impresión de estar vacío. Lo habían dejado ligeramente ladeado y ése era el simple motivo de que pareciera que sus ocupantes ausentes hubiesen sufrido algún infortunio, incidente o situación de emergencia que los hubiese impulsado a abandonar así el automóvil.
Eva se fue acercando desde el otro lado de la carretera, manteniendo una aún barrera de metros prudente. Quizás habían querido arrollar a otro Rabioso y los había atacado: sin duda los contagiados eran más fuertes y resistentes de lo que uno podía prever en un principio. Pero no había huellas de sangre en torno del vehículo ni, dentro, ningún movimiento.
Eva se posicionó a la altura del todoterreno y fue arrimándosele, atravesando el ancho de los dos carriles de asfalto, lenta, cuidadosamente, hasta llegar a la cuneta opuesta. No quería llevarse otra sorpresa como en el autobús, cuando fue a recoger la mochila caída. Hizo un amago de adelantar la cabeza estirando el cuello, arriesgando un vistazo para revisar el interior del coche que, a dos metros, seguía aparentando el más completo abandono. La puerta del conductor estaba abierta y el asiento abatido contra el volante.
Con mucha cautela, probó a abrir la portezuela del lado del conductor. El mecanismo del tirador respondió sin problemas y pronto pudo deslizarse dentro del coche. Olía a tapicería recién estrenada y a desinfectante caro. Y, por debajo, incluso su nariz rota, encharcada en el efluvio a óxido de su propia sangre seca, podía apreciar cómo sobrevolaba muy tenuemente por el aire estancado un ápice de aroma acre y corrupto, como un aliento podrido que empezaba a resultarle hogareño y entrañable.
Su Luz también olía así.
De nuevo reprimió aquella inoportuna digresión de su psique.
Definitivamente, el todoterreno estaba vacío. Atrás adolecía tirado contra la negra tapicería un paquete característicamente cilíndrico de las galletas Príncipe de Beckelar, a medio consumir, las migas diseminadas sobre el asiento. Eva se fijó en el respaldar, teñido con una salpicadura roja que había cedido unos centímetros a la gravedad, dibujando un rastro vivo que ya coagulaba.
Ahora intuía que la mujer transformada con quien se había cruzado pocos minutos antes procedía de este coche. Sin embargo, su mente distraída no esperaba el hallazgo que hizo a continuación.
Eva levantó el asiento abatible del conductor y el pulso de su corazón se ralentizó unos segundos cuando vio lo que había sobre el asiento: creyó que eran gusanos al captar movimiento en ellos y a punto estuvo de salir corriendo por donde había entrado, pero al apartarse instintivamente mientras repasaba con su mirada monocular aquellos despojos, comprendió que se trataba solamente de dedos.
Dedos humanos.
Eran tres o cuatro. Correspondían a una mano izquierda y estaban arrancados a la altura de las falanges medias. Pertenecían, huelga decirlo, a la chica errabunda.
Lo más escalofriante era presenciar cómo los dedos reptaban sobre la piel sintética del asiento, negados para la orientación, con mayor agilidad lateral que frontal, como crías recién nacidas y ciegas que no supieran adonde ir. Las uñas cárdenas, moteadas de esmalte negro picado, hacían las veces de cabezas que oteaban el aire, pero no había propósito en sus tumbos ni trayectoria racional. Se movían porque sí, porque era su reacción natural al haber sido escindidas del cuerpo madre.
Eva descubrió sobre el marco superior de la portezuela del conductor las señales inequívocas de un cierre efectuado violentamente sobre la mano propietaria, con ráfagas paralelas de sangre disparadas contra el cristal a medio bajar, prueba de que aquellos dedos habían sido cercenados por la puerta.
Una puerta violentamente cerrada para defenderse de aquella garra.
Entonces, mientras examinaba con mayor meticulosidad aquellas marcas carmesíes en la portezuela, ésta se abrió de golpe.
Y alguien entró a su lado.
Eva pegó un bote hacia atrás de puro pavor y comprimió la espalda contra la ventanilla opuesta, creyendo que iba a ser objeto de un nuevo ataque. Pero el intruso no era sino el conductor del auto, un joven de unos veinte o veintidós años con un look de pijo de la calle Tuset que no podía con él, el mismo zascandil al que había entrevisto reírse con histérica fruición cuando se empeñaron en atropellarle. Ahora su expresión era muy otra.
Era la de un animal en pleno trance fóbico.
Pero un animal aún humano.
—¡Tenemos que salir de aquí!
Cerró la portezuela de su lado mientras acomodaba sus posaderas sobre el asiento, también sobre los dedos sueltos por el tapizado.
«Está… está lleno de dedos», iba a ponerle al corriente Eva, pero cayó demasiado tarde en que tenía los labios herméticamente pegados, y sólo un graznido patético brotó por las vaginas de sus cachetes.
El chico se volvió a mirarle, y su mirada blanda y ausente le decía, también sin hablar: «Eres lo menos sorprendente de todo lo que he visto hoy.»
Salieron disparados con un rugido de motor potente y un orgasmo de ruedas gastando llanta sobre el asfalto. Luego, el conductor fijó la vista en su carril y no volvió a hacer caso de Eva.
No le tenía miedo. Ya sabía que, por feo que fuese, no era UNO DE ELLOS.
Pero Eva no estaba dispuesto a permanecer en la inopia ni a ser ignorado por su casi asesino. Sujetando la vizcaína con la mano buena, imprimió con el filo un corte horizontal sobre la franja encolada de sus labios, rasgándola de mala manera para que éstos pudieran despegarse.
—AAAAH… —manó torrencial su vagido por la abertura practicada en la boca sangrante… ¡Al fin podía hablar!—. ¿Se… se han transformado todos los del coche? —interpeló Eva al conductor, más por testear si su actitud era amistosa que por verdadera sed de conocimiento.
—Todas. Las tres que venían conmigo eran chicas —le rectificó el joven, sin conceder una ojeada de empatia a su acompañante. Pero por fin pareció interesarse por él—. ¿Así que no eres uno de esos monstruos?
—No… —respondió con dificultad Eva por la breve incisura entre los labios, tratando de fisurar con la hoja del hacha las aún adheridas comisuras y doliéndose a cada intento—. Es una larga historia. Vuelves a Barcelona, ¿no?
—Así es. Me iba una semana a Madrid de puterío y juerga con esas tres colegas, a reírme de la crisis. Acababan de despedirme del banco y quería celebrarlo por todo lo alto con la indemnización… Pero cambiamos de idea a medio trayecto al oír las noticias. Así que dimos la vuelta y empezamos a ver a esos tarados. Son zombis, ¿no?
—Más o menos… —aclaró sin más precisión Eva, que quería obtener más información de su compañero de huida.
—Bueno, pues eso. Empezamos a cruzárnoslos ya antes de Zaragoza. Vimos cómo mordían a otra gente y hasta se la comían. Varios cruzaron por la carretera, así que me dediqué a atropellarlos, para evitar la proliferación de contagiados… Para entonces la radio ya nos daba información de lo que estaba pasando.
—A mí también intentaste atropellarme… —le reprendió Eva.
—Vaya, lo siento… —Pero el muchacho ni siquiera había retirado la vista de la carretera; en realidad no parecía sentirlo en absoluto ni importarle un rábano—. Por desgracia, la sangre de alguno de los atropellados se coló por la rendija de la ventanilla de tu lado, que estaba bajada un puto centímetro. De pronto, Pamela, la chica que iba sentada donde tú estás ahora, empezó a atacarme. Como la rechacé a hostias, se tiró sobre las otras dos ahí atrás y las mordió, transformándolas también. A mí solamente me dio tiempo de frenar de golpe y salir corriendo. Luego vi que las tres se bajaban a perseguirme, muy espabiladas no eran, y no me costó dar un rodeo para retornar al coche y si te he visto no me acuerdo… ¡Ay!
El pijo se quejó de algo que le había pinzado el trasero. Revolvió con la mano bajo su nalga y extrajo un dedo travieso de mujer. Sin dejar de mirar la carretera, bajó la ventanilla y arrojó el dedo al exterior. Luego, volvió a palpar bajo su culo y sacó un par de dedos más, repitiendo la operación hasta deshacerse de ellos.
—Ten cuidado ahora, no te rasques la cara con esa mano ni te muerdas las uñas, que la traes perdida —le advirtió Eva.
El chaval inspeccionó su mano de manicura perfecta: en efecto, estaba embadurnada con sangre de los dedos vivientes. Echó un vistazo a Eva con el ceño fruncido, como censurándole que le tomara por tonto, y siguió conduciendo sin más.
—Entonces nos volvemos los dos a Barcelona —comentó al cabo de un minuto—. Recojo a mis padres y con el finiquito nos embarcamos al otro extremo del mundo, hasta que se neutralice esta crisis… me refiero a esta crisis zombi o lo que cojones sea.
—¿Crees que el Gobierno será capaz de parar esta epidemia? —preguntó Eva, con la sana curiosidad que siempre le generaba conocer a alguien que obraba con mayor optimismo que él mismo o que aparentaba contar con más información, por alternar en otro mundo completamente distinto al suyo.
—Todo lo que empieza, acaba. No te quepa la menor duda —repuso parco el muchacho.
Entonces Eva recordó algo.
—¿Dices que la radio ya tiene información fiable?
Sin responder, su acompañante prendió la radio digital empotrada en el salpicadero. Una voz femenina informaba para la Ser desde la sede en Barcelona: la pandemia había alcanzado fatídicamente la Ciudad Condal, por lo que se aconsejaba a la población que no saliera de sus hogares mientras el ejército intentaba controlar la situación. Por otro lado, también se detallaba el estado de pánico reinante tanto en Madrid como en Barcelona: la gente aterrorizada había colapsado los aeropuertos de ambas metrópolis, y los aviones de emergencia movilizados por el Gobierno provisional (conformado por el conjunto de los partidos democráticos del país e instalado en Sevilla) no daban abasto para evacuar a todos los ciudadanos no infectados.
Como dato agorero, la locutora ponía el acento en que todo el Gobierno y la oposición en bloque habían sido transformados a esa clase de fiera predadora que había invadido la capital, primero, y más tarde la Ciudad Condal.
—Jodida la cosa, ¿eh? —intervino el pijeras con una sonrisa que pretendía relajar la tensión de las noticias recibidas.
—Jodidísima —coincidió Eva, quien a pesar del polo amarillo que vestía aquel pragmático vivales y casi a SU pesar también, comenzó a albergar cierta simpatía por él—. Por cierto, me llamo Eva…
—Yo Toño —le fue a dar la mano pero se frenó a tiempo y, sonriendo mientras la enseñaba con los restos de sangre infectada, renunció a estrechar la de Eva—. Démonos por presentados.
Toño se concentró en la ruta: no quería cometer ningún fallo.
Ya era media tarde y el cielo levantino auguraba un prematuro y largo crepúsculo ceniciento. Apenas se cruzaron con algún vehículo aislado, pero ya adelantaban también a otros coches que iban en su misma dirección. Toño conducía con una eficiencia avasalladora, con la concisión de esos locos del volante que aunan velocidad con aplomo y sensación de seguridad. Eva pensó que resultaba reconfortante saber que se acercaba a Luz a la mayor rapidez posible, le entusiasmaba contar cada coche rebasado: eran los más rápidos, ni uno se les escapaba.
Hora y media más tarde ya estaban en las proximidades de Barcelona ciudad. En una hora, otra hora y media a lo sumo, podría presentarse en la productora de cine y reunirse con Luz, quedarse con ella, buscarle nuevos alimentos y aguardar que todo pasara… Volvía a abrigar esperanzas. Sí, el ejército se haría cargo de todos los infestados. Menos de ella… Él la ocultaría bien y, cuando ya fuera seguro asomarse al exterior, planearía cómo largarse juntos a otro lugar, a algún sitio alejado no sólo de aquellos Rabiosos, sino de todos los seres humanos…, donde pudiera facilitarle carne humana sin necesidad de matar a nadie…
Trazaría un plan, todo saldría bien.
Todo estaba saliendo muy bien, dada la gravedad del panorama.
Empezó a amodorrarse, abrumado por el desgaste emocional y físico de la noche pasada y el día recién vivido… La línea discontinua de la carretera ejercía sobre él un efecto hipnótico… Pronto estaría de nuevo con Luz, de nuevo con Luz…
Una inesperada silueta en la lejanía le hizo recuperar momentáneamente el timón de su consciencia: la larga cinta de la autopista se extendía ahora recta por medio kilómetro al menos, y en el confín de la misma, antes de descender de nuevo, se erigía, más oscura que la oscuridad creciente, una figura alta y convulsa, de hechuras y ademanes muy similares a los de la Rabiosa de esa misma tarde, la ex amiguita de su nuevo amigo, Toño, que seguía conduciéndole con varonil presteza y desdeñosa confianza a los brazos de su amada Luz…
Se encarrilaban con brío, devorando metros, hacia aquella nueva mujer que caminaba en medio de la carretera, aparentemente inmune a la amenaza del vehículo que se le aproximaba sin visos de hacerse a un lado.
La voz de Toño apenas contribuyó a sacarlo de su soñolencia.
—Sube la ventanilla del todo. Vamos a divertirnos un poco para sazonar el viaje…
Eva obedeció, al tiempo que parpadeaba seguido para darle esquinazo a su aletargamiento. La mujer que avanzaba a su encuentro era una infestada, sin duda, su naturaleza contrahecha de miembros zopos así lo denunciaba. No le apenaba darle el pasaporte, si con tal acción minimizaban aunque fuera por un individuo menos la posibilidad de contagio masivo.
Por un instante, a Eva le asaltó la convicción de que era la misma mujer con la que se había cruzado horas antes… aunque también se parecía muchísimo a Luz. Sonrió para sí mismo: ¡Qué ocurrencia! Ya todas las mujeres le recordaban a Luz, aquella fijación era una prueba indiscutible de lo mucho que se moría por verla de nuevo…
Entonces dejó de parpadear de golpe, porque la mujer en cuestión, que se les venía encima cada vez más deprisa (conforme Toño aceleraba para embestirla) y que parecía retarles con su paso lelo pero arrogante, seguía asemejándose, cada vez más, a Luz.
Eva estuvo a punto de pellizcarse las mejillas, pero se contuvo a tiempo.
—Es Luz… —farfulló al fin, frotándose los ojos para asegurarse de que no estaba inmerso en un engañoso duermevela o dentro de un sueño íntimamente relacionado con sus deseos subconscientes—. Frena, tío, es Luz…
—Es una puta zombi —tipificó Toño, quien en lugar de frenar pisó a fondo el acelerador. Faltaban sólo unos metros escasos para arrollar a la Rabiosa que marchaba de frente a ellos…
… y que, efectivamente, ¡era Luz!
Eva emergió de su modorra e hizo lo que cualquier otro hombre enamorado hubiese hecho.
No había tiempo para más.
Llevó la mano útil a la espalda y desembarazó la vizcaína de su sujeción en la cintura. Luego, ya con una destreza casi comparable a la de un indio experto en el uso del tomahawk, la clavó sin medias tintas sobre la muñeca derecha de Toño, amputándole la mano —que salió despedida al asiento trasero, en vuelo corto, como una mariposa prehistórica— al tiempo que la hoja del hacha quedaba fija sobre el volante.
Como si el mango del hacha fuera un accesorio direccional del volante o el timón horizontal de una canoa, Eva lo manejó directamente desde la empuñadura, inclinándolo lo suficiente para que el auto se desviara hacia la derecha… y esquivando a Luz en el último momento.
Casi a la vez, el muñón de Toño reventó en una explosión escarlata que cubrió el parabrisas. El auto se ladeó peligrosamente y la parte trasera arrambló con las piernas de Luz, sin poder evitar su colisión. Eva hundió su pie en el pedal del freno. El vehículo derrapó y perdió velocidad al tiempo que efectuaba un artístico trompo sobre la carretera, enfrentando el tramo recién recorrido: el parabrisas volantín permitió encuadrar el cuerpo despatarrado de Luz durante la caída de ésta desde una altura de cuatro metros.
Eva bajó del coche sin molestarse en atender las protestas de Toño, que trataba de contener la hemorragia de su muñeca envolviéndola con el faldón de su jersey amarillo, mientras profería toda suerte de improperios y denuestos.
—Pero… ¿qué has hecho? ¡Hijoputa! ¡Hijoputa! ¡Desgraciado desagradecido! Aaaah… —se lamentaba, sin creer que aquello pudiera estar pasándole a él.
—¡Luz! —gritó Eva, ajeno a su piloto, mientras se precipitaba sobre la figura postrada en medio de ambos carriles.
La Rabiosa se alzó como si no hubiera ocurrido nada. A primera vista, el topetazo con el coche no le había provocado la rotura de ningún hueso y su caída había sido igualmente limpia. No irradiaba despecho hacia el vehículo agresor, sólo la seguridad de que podía destruir a sus ocupantes: cuando reconoció a Eva a su lado, los ojos se le abrieron sensiblemente y sus pupilas se dilataron, indicando que el sorpresivo reencuentro la alegraba.
Se abrazaron en silencio. El torso de Luz era el de una mujer mucho más dura, huesuda, inasible… que el de cualquier hombre. Eva se sentía agradecido y dichoso, porque sabía que Luz había partido de Barcelona para ir en su busca. Por eso abrazó contra sí a aquel ser único que se surtía de personas para su manutención y también amaba a una, deslizando las manos añorantes bajo el peto y apretando con los dedos el amojamado cuero de la piel rígida.
Él reparó entonces en la mancha de sangre que ribeteaba los morros de ella y en la inconfundible bocanada de muerte que exhalaba su aliento.
—¿Has… has cazado por la calle?
Luz no replicó verbal ni gestualmente.
—Ei, puto xarnegu… —irrumpió de pronto una voz familiar.
Eva desplazó la mirada más allá de Luz. Recortados contra la noche, a unos metros de ellos, se erguían dos personas que habría reconocido con el ojo tapado.
—Blai, ¿qué haces aquí…? ¡Pere! —exclamó doblemente atónito.
En efecto, ambos recién llegados eran nada menos que el forzudo ex novio de Luz y el enclenque amigo de Eva, alineados detras de ella, como si hubieran decidido de golpe hacer causa común con la levantisca muchacha y formar un cuarteto heroico, aunque poco ortodoxo, con el joven tuerto.
Eva corrió a abrazar a su querido Pere, pero se detuvo alarmado a un metro de él, horripilado de la facha horrorosa que traía:
—¿T-te… has contagiado? —le interrogó, compungido por la execrable pinta de su colega.
—No, joder… Es maquillaje que me puse para la Marcha Zombi —esclareció el cinéfilo, ensayando un porte decoroso—. Pero he barruntado que puede servir a mis fines de pasar desapercibido si la cosa se pone muy chunga.
Eva avaló la idea con un apreciativo sonido gutural y se encaró con Blai. Al notarle cordial pero distante, le dio una palmada en el brazo para que al menos supiera que su presencia era bienvenida.
—Pe-pero… contadme, ¿qué coño hacéis aquí?
—Pregúntale a la puta negra esa —Pere puso cara de disculpa ante Blai—. No es nada personal…
—A mí no me mires —se desentendió el coloso de ébano—. Díselo a éste, es él quien carga ahora con ella.
—Bueno, decidme qué hacéis todos aquí —insistió Eva.
Blai tomó la palabra, feliz de poder mostrarse menos sentimental que los demás hablando de temas objetivos:
—Ella nos convocó. Por lo que nos ha sabido explicar, así más mal que bien, porque casi no puede hablar, ha sentido una revelación de que la solución al Armaguedón éste se halla en Madrid. Su intención era ir sola, pero se dio cuenta de que necesitaría más ayuda.
—¿Y cómo dio con vosotros?
—Ella aún se acordaba del número de Blai —terció Pere—. Pero no tenía cómo llamarle. Por casualidad… —Aquí el barcelonés enrojeció de súbito—. Por casualidad se cruzó conmigo en Barna. Yo me quería largar ya de todas todas, pero me alcanzó y me convenció de que llamara a Blai por mi móvil y de que… me uniera a ellos para ayudaros.
—¿Cómo te convenció? —se admiró Eva, emocionado ante la buena disposición épica de su amigo freak.
Pere no contestó. Entonces Eva dedujo por último que el pobre hombre no estaba allí por su propia voluntad.
—¿Te amenazó?
—Sí, me amenazó con comerme.
Eva no daba crédito a sus oídos. Aturullado e iracundo, pareció tomarla con los tres simultáneamente, yendo y viniendo a lo ancho de la carretera, sin percatarse de que al hablar escupía saliva por las dos fisuras de sus mejillas:
—Pero…, pero… ¿a qué habéis venido? ¿Qué se propone Luz? ¿Volver a Madrid? ¿Acabar con la infección? ¡Pero si ella es uno de ellos!
Blai, impaciente y sin tiempo para pataletas de artista, le agarró por la pechera y le miró a los ojos con persuasiva firmeza y una mal disimulada envidia:
—¿A ti cómo hay que decirte las cosas para que te enteres? A ver si lo entiendes de una vez… Luz es uno de ellos, pero te quiere a ti. ¿Lo entiendes? ¡Te quiere a ti! Ha venido por ti y nos ha obligado a acompañarla para que la ayudemos a salvarte… —aquí el muchacho se mordió los labios para no traicionar sus propios sentimientos—. Aunque eso signifique la muerte de ella y los suyos.
Eva comprendió al fin. Así que era cierto. Luz había vuelto por él… para acabar con aquella crisis masiva cuya aniquilación seguramente también acabaría con ella…
Conmovido, buscó a Luz en derredor, pero no estaba con ellos. La descubrió plantada frente al todoterreno, ajena a las menudencias de sus explicaciones. Acababa de abrir de un tirón la puerta del piloto y estudiaba el interior del coche…
Toño se había refugiado en el asiento trasero y ahora temblaba observando a aquella Rabiosa, convencido de que había venido a hacerle purgar todos sus pecados con las mujeres. Como el pobre tonto que nunca pensó que sería, no se le pasó por la cabeza mejor recurso para salvar la vida que coger el paquete del Príncipe de Beckelar y ofrecérselo a Luz, agitándoselo en sus narices como si fuera un cebo infalible para su especie…
—No me matéis, por favor… No me matéis… —gimoteaba como una hiena acorralada, como un mamón sufridor—. Yo… no tengo nada contra ti… No es culpa mía que seamos enemigos biológicos… Si yo tengo muchos amigos raros y nos llevamos requetebién…
—Ay… —se afligió Eva, rebosando vergüenza ajena ante aquella engorrosa letanía, mientras se acercaba al coche y desclavaba la vizcaína del volante, cuyo aro rajado acarició frívolo—. Espero no haberlo fastidiado del todo…
Luego abrió la puerta trasera y señaló el exterior:
—Toño, tengo que pedirte que nos dejes el coche. Debemos volver a Madrid y…
El muchacho no esperó ni a que Eva finalizase de formular las razones de su confiscación. El pecho desnudo y el muñón envuelto en el polo, prescindió del coche y arrancó a correr que se las pelaba por la carretera, en dirección a Barcelona, sin despedirse siquiera.
—Qué maleducado…
—Está asustado, Pere, es normal… —le exoneró Eva—. El coche es suyo y conmigo se ha portado muy bien. Yo con él no tanto…
Eva se giró entonces hacia el todoterreno y soltó un chiflo de sorpresa: Luz se había adelantado a todos y permanecía sentada frente al asiento del conductor, posando las manos sobre el volante y oteando en la misma dirección de donde él provenía, como un animal que ventea el peligro.
Sin decir palabra, Eva abrió de nuevo la puerta del piloto, la sacó amablemente del interior y la sentó en el asiento trasero. Luego miró solemne a Blai y a Pere:
—Lo que vamos a intentar hacer es una locura y no quiero obligaros a acompañarnos. Si Luz os amenazó para que vinierais con ella, yo os garantizo que ahora podéis iros tranquilos; no dejaré que os haga ningún daño.
—Cállate la boca de una puta vez con tanto discursito barato —le galleó Blai, comenzando a caminar hacia el coche—. ¿Qué te crees, que he venido porque me ha amenazado? Ella ha sido mi chica y aún es mi amiga… Además —añadió, apoyando un codo en el techo del auto, con el tono falsamente burlón de un héroe renuente—, si no vengo yo, ¿quién coño va a conducir esta preciosidad?
Pere, por su parte, no decía ni mu, ni muestras daba de cuál era su verdadero anhelo. Al fin, echó a andar también hacia el todoterreno.
—Pere, no tienes por qué… —se apresuró a excusarle Eva.
—¿Crees que no lo sé? Pero prefiero ir en el coche con vosotros y ver si podemos solucionar de una vez esta mierda a volver a Barcelona. Si hago ese trayecto solo y a pie seguro que no tengo ninguna oportunidad.
Y sin más justificación, se arrellanó en el asiento del copiloto, mientras Blai tomaba el lugar de Luz tras el volante.
Eva sonrió. Si éste era el fin de sus días, también era la mejor manera posible de terminarlos. Con su chica y sus únicos amigos a su lado.
—Allllláaaa… —aullaba Luz desde el asiento trasero, apuntando con el huesudo y nudoso dedo más allá del parabrisas, con la mirada devota como si hubiera sufrido una premonición subitánea que se viera forzada a confrontar, o como si mentara un fenómeno más importante que el propio origen del ser humano—. Alllláaaaa…
Allá, de vuelta a Madrid, era donde se disponían a regresar ahora.
«¿Por qué? ¿Por qué volver al ojo del huracán? —se atormentó Eva, sofocando un escalofrío—. ¿No será que quiere unirse a los Rabiosos? ¿Acaso nos entregará a ellos cuando lleguemos allí? ¿Es que no se da cuenta de que la muerte se ha apoderado de las calles de Madrid?»
Pero Eva era también consciente de su incapacidad para negarle ningún deseo a Luz, y mucho menos cuando ella se manifestaba tan segura de sí misma sobre el deber de acometerlo y cumplirlo…
—Let’s rock —anunció Blai justo antes de encender el motor.
—Gracias —musitó Eva, aún impresionado por el coraje exhibido por sus dos imprevisibles aliados—. Ahora hemos de tener claro adonde nos dirigimos. Luz, cuéntame a qué nos enfrentamos…
Pero Luz no respondió.
Estaba demasiado ocupada comiéndose la mano seccionada de Toño, que acababa de encontrarse tendida en el suelo del coche, panza arriba, como una apetitosa araña blanca.
—Ay, Dios… —suspiró Eva.
El todoterreno hendió la noche en su periplo de vuelta a Madrid.