17

La corta marcha

—Van a devorarnos —murmuró—. Van a caer sobre

nosotros y a devorarnos.

La larga marcha, STEPHEN KlNG

Ese mismo día, a las 15.32, ocurrió un incidente nefasto en el piso de la productora donde Luz continuaba encerrada.

La bestia no había dormido la noche anterior. No precisaba hacerlo. Su nuevo metabolismo consumía y se retroalimentaba de energía espontáneamente, sin necesidad de reposo, como una pila eterna. Simplemente, había permanecido sentada en el armario empotrado, las manos lacias sobre el hueco donde horas antes había compartido jergón con Eva. No pensaba racionalmente en él pero, de alguna manera indescriptible, se sentía ligada a su recuerdo… y segura de sí misma.

Era como si el animal se aferrara al amor que tuvo para retener un miligramo de conciencia humana.

Luz apenas fue consciente del amanecer del nuevo día, la luz que se filtraba no aniquiló las tinieblas del cubículo, donde se encontraba cómoda, arropada por el aura remanente de su amante humano.

Ni siquiera experimentaba hambre suficiente para recurrir a la sala de los cadáveres.

Si salió de su escondrijo fue porque oyó la cerradura de la puerta.

A la hora mencionada, Gary abrió la discretísima puerta principal de la sede de Rainbow Pictures acompañado de su nuevo ligue. Gary era el reciente socio que Joaquim se había agenciado para reflotar la productora: se trataba de un joven ejecutivo de color que había empezado su carrera en su Londres natal y la había continuado en París, trabajando para distribuidoras de cine asiático. Allí se había ganado bien la vida como scout de títulos novedosos, pero no había podido llevar a cabo sus sueños de ser productor. En el market del Festival de Cannes, Joaquim le propuso asociarse con él y su padre, para producir (ejem) cine español. Lo que realmente decidió a Gary a trasladarse a Barcelona fue la posibilidad de acostarse con mujeres españolas, que le volvían loco.

Esa misma noche había «acercado posiciones» con una sevillana muy graciosa, muy carnosa y muy falsa que conoció en una presentación de cortos en el Luz de Gas. Ahora, tras unos tragos y muchas rayas, más una contemplación del amanecer en la Barceloneta y una paella en el Siete Puertas, se había acordado de que tenía las llaves de la productora, donde por ser sábado nadie iría a molestar, para consumar su rito de apareamiento con la hembra en el colchón que Joaquim le había mostrado (en estos tiempos no era cuestión de gastarse ciento veinte euros en un hotel si podía ahorrárselos… ni en éstos ni en ninguno). Instalaría el colchoncito en una de las salas que daba a las ventanas exteriores (¡qué romántico!) y proseguiría allí su propia fiesta con la sevillana.

Gary era un chico bien plantado y parecido, con un bigote y perilla muy sexys, y una corpulencia natural propia de su raza. Pero no fue esa belleza la que le salvó de ser comido por Luz.

Como lo que hicieron nada más entrar fue llegarse aprisa hasta el armario empotrado, no vieron la sangre del otro lado del pasillo ni en los despachos, o se hubieran ahorrado una tragedia.

En cuanto abrieron del todo la puerta del cuarto para hacerse con el colchón, la criatura agazapada en un rincón se les echó encima. La sevillana se meó del susto, pero Gary quedó quieto como una estatua, incapaz de reaccionar ante tan extraña aparición. Luz también abortó su ataque: la visión de la piel negra de su presa la hizo dudar, le hizo pensar que quizás era uno de los suyos. Era el primer negro que se topaba en su nueva identidad caníbal. Para resolver su confusión, que también a ella la había paralizado, se centró en la guapa sevillana, que todavía estaba salpicando sus propias medias de rejilla con los gorgoteos amarillos de su espitosa vejiga, y le partió el cuello de una fortísima bofetada. La chica cayó callada y muerta al suelo… y a Gary le pareció recalcable que aun muerta fuera capaz de expeler orina sobre los baldosines.

Cuando se quiso dar cuenta, Gary no advirtió ni rastro de aquella demoníaca negra envuelta tan sólo en un liviano peto tejano.

Esa misma mañana decidió que renunciaría a ser partner en Rainbow Pictures para consagrarse al oficio estelar de guionista, especialmente cuando descubrió las esferas negras en el salón de los cadáveres.

Él, al contrario que Eva, no se cortó a la hora de catar de qué material estaban compuestos aquellos enormes «huevos».

Mientras, Luz había escapado de la productora como un ciclón de muerte oscura. Su índole le exigía la libertad y la expansión de su ser materializadas en una constante destructiva en torno a ella: no podía evitarlo.

A esa hora, las calles eran recorridas solamente por jubilados tras la siesta, jóvenes rumberos con resaca y turistas extraviados, unos paseando y otros mandando a paseo, al fin, la prorrogada velada de farra y coca. Pese a que la mayoría de barceloneses se encogían recogidos o directamente refugiados en sus casas, pendientes de las noticias sobre la epidemia desatada en Madrid, Luz se dio de bruces con varios variados viandantes (un anciano orientado y casi sostenido por una servil ecuatoriana; un jogger gordito haciendo footing —seguramente SU primer footing a juzgar por la descarada panza—; un amante bandido de regreso a su queo) recibiéndolos a todos con sus fauces y sus uñas, y reclutando para su causa, la causa del horror, a personas que hasta entonces sólo habían sido medio buenos y medio malos, como casi todo el mundo.

Ahora no cabía duda moral para ellos y se animaron a seguir, de forma visceral, la estela de Luz en su circuito urbano, asumiendo que los guiaría hacia algún vivero de carne humana.

De este modo, nuevos Rabiosos comenzaron a invadir Barcelona solamente unas horas después de que sus compañeros de especie hicieran otro tanto en Madrid —y apenas unos minutos antes de que el autobús de Eva llegase a Zaragoza—; ni tan siquiera había hecho falta encender la espita del contagio mediante el arribo de alguna criatura procedente de la capital: el terror ya se propagaba dentro de la Ciudad Condal por la propia sinergia que conllevaba tener a Luz campando a lo loco.

Luz corría ahora por Gran de Gracia, el peto apenas un lienzo suelto sobre sus pechos de corcho, confiada como si fuera una autómata programada para detectar una llamada profunda y misteriosa que comandara sus pasos por el entramado urbano: estaba buscando a Eva, inconsciente, intuitivamente, sin enterarse del todo. Y unos metros por detrás, toda la carnada de Rabiosos que había ido contagiando con su sino, anhelando desenvolver sobre la marcha, infructuosamente, su misma velocidad e instinto.

Desembocó en el cruce con Travessera de Gracia y rastreó con sabiduría de perra abandonada la casa de su enamorado. Logró al fin localizar el inconfundible zaguán y, al penetrar en el portal desangelado, su atavismo guerrero le dictó elevar la mirada a la zona superior, concretamente al techo que aún no había sido reparado tras la noche que descargara sobre Eva y ella toda su furia cristalizada en estacas de vidrio afilado… Sin embargo, en cuanto se plantó frente a la puerta clausurada del piso inferior de Eva, Luz tuvo la certeza fehaciente de que él no estaba allí dentro. Lo sabía, si no su corazón, su tripa.

Apoyó el hombro sobre la puerta cerrada y su garganta lanzó un lamento quebrado de desolación. La pobre Luz añoraba a su hombre.

Los demás engendros de su misma condición se detuvieron en la acera frente al inmueble, en señal de manifiesto respeto, aunque sin descifrar a qué se debía ese aullido dé dolor. Por suerte para los moradores del edificio, ningún vecino osó asomarse a comprobar a qué venía tanto escalofriante plañido.

Luz se empapó con el vestigio etéreo y residual de Eva, que emanaba por debajo de la puerta, y emergió del edificio, dispuesta a seguir el rumbo que le marcara su impulso.

De esta manera, la muchacha y sus fieras Rabiosas emprendieron la bajada del paseo de San Juan y, a la altura de la calle Mallorca, algo les sugirió que doblasen a la izquierda para remojar su itinerario con un saludable refrigerio.

Y es que, medio kilómetro más allá, una curiosa reunión tenía lugar en el parque de la Sagrada Familia, justo frente a la fachada del sobreexplotado hito modernista.

De lejos, cualquier observador —incluso uno del salvaje grupo de Luz— habría asegurado que la transmisión de la enfermedad había corrido en paralelo por la zona sur del barrio, ya que las siluetas que allá se adivinaban congregadas, en racimos de estrambótico dibujo, parecían corresponder al mismo tipo de criaturas que las que ahora se dirigían a su encuentro.

Sin embargo, si nos hubiésemos acercado más hasta formar parte del grupo en el parque, nos habríamos apercibido enseguida de que los componentes de aquella original aglomeración no eran Rabiosos, sino un colectivo de humanos al ciento por ciento, tanto como usted o yo.

De hecho, incluso habríamos reconocido a uno de sus líderes.

Pues aquella cofradía de seres bípedos, de agresiva apariencia y ensangrentados ropajes, no era sino un rebaño de corderos con piel de lobos: un hatajo de jóvenes y adolescentes disfrazados de muertos o, como ellos los denominaban, «muertos vivientes», «caminantes», «zombis».

Se trataba de la III Zombie Walk de Barcelona (o Tercera Marcha Zombi, para los no puristas), que convocaba a los fanáticos locales y locuelos del cine y la cultura zombi, todos ellos ataviados en consonancia, con ropas hechas jirones y efectos de maquillaje simulando amputaciones, roturas, desgarrones, hemorragias, taras físicas en general y mucho gore. Numerosos participantes llevaban consigo, además, películas, libros, cómics, carteles y variada zarandaja relativa al merchandising y oferta de ocio referida al fenómeno en cuestión (de hecho, un par de concurrentes atesoraban con especial orgullo sendos ejemplares de este libro que usted tiene abierto en sus manos desde hace varias horas), y se habían concentrado allí en espera de la hora en que iniciar oficialmente la marcha propiamente dicha, que les encauzaría hacia el paseo de San Juan y de allí al Arco de Triunfo para concluir triunfalmente su procesión pagana en la plaza Cataluña, dando la nota de color rojo oscuro.

Entre los cabecillas de la congregación se hallaba nada menos que nuestro querido y entrañable Pere. Después de sus traumáticas experiencias con la realidad de los devoradores de hombres, él bien hubiera preferido quedarse en su casa y olvidarse de los zombis de por vida, pero había prometido a sus compañeros de la organización que se ocuparía de coordinar la Marcha hasta el Día Z, y ello implicaba estar presente durante su transcurso. Así es que se endosó su pantalón de pana con Monchito feliz y a sus anchas sobre la pernera, se enjaretó su camisa de leñador con rasgones casi naturales, se adosó una prótesis que dejaba al aire un falso costillar, se aplicó a una mitad de la cara varios pegotes rojos como si fuera un picadillo de ternera, y se revolvió los pelos un minuto para que sus chinches revolotearan en torno de la coronilla.

Nadie tenía el valor de decirle que él no requería de tanto disfraz.

Tanto su semblante como el de sus compadres mostraban una desagradable expresión (más allá de la ya previsible, dada la temática de sus disfraces y lo fantabuloso de sus maquillajes), entre el chasco y el desencanto…

Y es que los gestores de la Zombie Walk sentían que la convocatoria había cosechado mucho menos éxito del deseado. Al parecer, muchos de los chavales que habían tenido intención de acudir se habían confinado en sus casas a causa de las alarmantes noticias que llegaban desde Madrid. Tras escuchar —¡y ver!— en los medios las violentas imágenes de aquellos hombres y mujeres embarcados en el empleo sistemático de la violencia, el homicidio y la ingestión de sus asaltados, sin que se lograra dilucidar si eran personas enajenadas o alienígenas apollardados, a muy pocos les quedaban ganas de festejar en la calle las mentirijillas y el simulacro de algo que parecía estar desarrollándose con realismo y profusión en la capital española.

Eso daba al traste con la pretensión de batir el récord de asistentes del año anterior. Sin embargo, los organizadores se obstinaron en la ilusión de culminar una nueva edición y decidieron seguir adelante con la Marcha Zombi, dado que Barcelona era todavía una ciudad segura para divertirse y celebrar con humor los rituales siempre presentes en toda civilización, tradicional o moderna, sobre la vida y la muerte.

Barcelona, muy segura, muy segura…, no lo era, como estaban a punto de constatar en carne propia.

—No daremos nuestro brazo a comer… digo, a torcer —se emperraba el carismático Pere, contrariado por los apenas cincuenta o sesenta «zombis» de cuerpo presente, cuando habían calculado superar el millar.

Al costado tenía al coorganizador del evento, Benet, un periodista deportivo de cuarenta y dos años que durante toda su vida adulta había mantenido vivo un reducto de su corazoncito donde continuar expresando su pasión por el cine de terror, y que, coherente con esa devoción, para este evento se había encasquetado un machete de pega en medio de la cabeza. Pero lo que hoy más destacaba en él era el pelucón bajo el machete y el escotado vestido negro de raso que se había puesto, integrando en ese mismo día su otra gran pasión, el travestismo, para rendir así un pequeño homenaje a Morticia, su mayor mito personal y modelo ideal: ahora, pese a lo proceloso y estrafalario de su imagen, su faz mortificante se iluminó de sopetón con la inocente ilusión que le caracterizaba (los periodistas deportivos siempre despiden cierta candidez vital, la que les permite sobrellevar con dignidad y cordura toda una vida profesional dedicada a asuntos tan irrelevantes como los que les procura su trivial materia de trabajo):

—¡Por allí llegan más!

En efecto, como ya habrá sospechado el lector perspicaz (y hasta el no tan perspicaz), a unas manzanas de distancia se aproximaban por la calle Mallorca nada menos que Luz y el puñado de desesperados recién conversos a la nueva religión de la carne humana. Ella era la única que caminaba recto, con resuelto aplomo, mientras que los demás Rabiosos, con mayores problemas de coordinación —se acababan de involucrar en esta su nueva disforme idiosincrasia—, enhebraban sus pisadas con esa tembladera y torpeza de idiota que todos los «marchadores» apiñados en la plaza supieron identificar de inmediato como la singularidad de todo zombi que se precie:

—¡Joder, qué bien caracterizados! —exclamó uno, ebrio de emoción.

—¡Éstos han ensayado, seguro! —clamó a secas otro, sobrio de milagro.

—¡Son clavaditos a los de verdad! —terció un tercero…

¡Caliente, caliente!

Todos los allí convocados por el Zombie Walk se entregaron a jalear hurras y a propinarse palmadas los unos a los otros, felices de aquel inesperado y generoso apoyo de voluntarios de última hora. ¡Eran por lo menos cien nuevos «enrolados» y tenían una pinta chulísima, superauténtica!

—No conozco a ninguno —comentó el alma de cántaro de Benet, en una observación dirigida al otro gran experto en la materia, Pere—. Deben ser de periferia…

En ese momento, el crítico palideció tan intensamente que hasta la plasta de maquillaje engrudada a su cara plasmó su alteración epidérmica.

¿Quién era aquella chica negra y rapada, a la cabeza de la comitiva que estaba a punto ya de alcanzarles?

El corazón le dio un vuelco: él, él conocía a esa chica… Ella era…, ¡la novia de Eva!

—¡AAAAAAAAAAH!

El grito de espanto que profirió la garganta de Pere heló la sangre en las venas de todos sus compañeros. Cohibidos por la demostración de aquél a quien consideraban un jefe ineludible y categórico de la movida zombi de Barcelona, todos se dieron de codazos y en unos segundos se apuntaron a berrear alaridos de lo más estridentes y ridículos, con la sana meta de estar a la altura de su gurú.

—¡AAAAH! ¡AAAAH! ¡AAAAH! —gritaban todos, muy metidos en su papel, imitando como entendían debían ser aquellos seres sobrenaturales (y, estaban convencidos, ficticios), los muertos vivientes, que ellos veneraban, coleccionaban y ahora también emulaban (al menos, en su forma de andar).

Sin embargo, los que se acercaban no profirieron ningún grito en respuesta.

Pere no daba crédito a la reacción de eufórica baraúnda que había provocado. De nuevo trémulo como en las situaciones de mayor pánico en la soledad de su cuarto, cuando rememoraba los hechos acaecidos en casa de los padrastros de Luz, se giró hacia los demás y empezó a zarandearlos por los hombros mientras intentaba exordiarles con argumentos irrebatibles:

—¡Corred, idiotas, corred! ¡Nos van a comer!

Pero muchos le reían la supuesta gracia, reincidiendo con mayor énfasis en sus ululaciones, otros hacían muecas de incomprensión (ya se sabe, los zombis son lentos de mollera), y los menos dotados para la interpretación prorrumpían en carcajadas, incapaces de contener la risa. ¡Se lo estaban pasando bomba!

—Corred, huid, éstos son zombis de verdad, éstos…

Pere se interrumpió, al notar que alguien se separaba de su lado: Benet, henchido de felicidad, se adelantaba unos metros para recibir a los recién llegados, y estaba a punto de dejarse abordar por Luz… De hecho, salía a su encuentro fingiendo caminar con la misma impericia que los «zombis» que le venían de frente, aunque obligado a subirse con una mano el vuelo de la falda, para no pegarse un guarrazo contra el suelo.

En realidad, Benet siempre había remedado más los tics del Monstruo de Frankenstein de Boris Karloff que los de ningún zombi cinematográfico, pero no se daba cuenta.

Y así, con un brazo extendido y el deambular inepto, derrochando un estilo intermedio entre muerto viviente y jotera mayor, se colocó a la altura de Luz y le tocó la frente con ímpetu cafre, a guisa de saludo zombi, invitándola a imitarle.

Luz ni siquiera había menguado el ritmo de sus zancadas al pasar por su lado. Con una especie de medio molinete, agitó el brazo tieso en el aire y atizó un fenomenal puñetazo contra la sien de Benet, arrancándole la cabeza de cuajo, de suerte que la envió varios metros por los aires, pelucón incluido, hasta que fue capturada por alguno de sus afectos. Varios Rabiosos se disputaron la testa entonces, una jauría en liza por desceparle a bocados orejas, ojos y mollete en torno al cráneo, pero pronto comprendieron que era más útil echarle mano al cuerpo de aquella Morticia por un día que, tras dar un paso decapitado, se despatarraba contra el suelo, ahora indefenso y disponible: muerto como una vaca muerta.

Y a por la vaca se arrojaron, sin respetar ni el bonito vestido. Mientras, los zombie walkers asimilaron por fin que aquel comportamiento de los forasteros, aquella cruda performance, estaba mucho más allá de una buena representación: para empezar, el descabezamiento de Benet había sido real, pero que bien real. El terror hizo mella enseguida en su disposición de ánimo, contagiándolos con más rapidez que la Rabia, y esta vez los chillidos fueron de verdad:

—¡AAAAAAAAAAH!

—¡Callad! —luchaba por imponerse Pere, entre tanta gritería—. Mantened la sangre fría… ¡Imitadlos, hacedles creer que sois como ellos o moriremos todos!

—Pe-pe-pero Pere… —adujo uno de los falsos zombis, mínimamente despierto y, para ser sinceros, con más razón que un santo—. Pero si Benet acaba de imitarlos y mira cómo ha acabado…

Para el caso, daba igual: los demás adeptos a la Marcha Zombi estaban ya tan aterrados que se desvivieron por «marchar», pero despavoridos y en todas direcciones… la mayoría sin suerte. Ya los zombis «genuinos» daban caza a los de mentirijillas y les despojaban no solamente de sus aparatosas prótesis, sino de sus miembros reales, liberando sifones de sangre que regaron el parque con su oleaje de rachas tintas.

—¡AAAAAAAAAAH! ¡AAAAAAAAAAAAAAH! ¡AAAAAAAAAAAAAAH! —gritaban de nuevo los chiquillos y no tan chiquillos, pero esta vez de veras, al presenciar cómo sus propias carnes se desgajaban de sus troncos o los asaltantes les metían la mano por el vientre, el costado o incluso, los más avezados, por el trasero, para extirparles tripas y excrecencias como se hace con el pollo.

Uno de los Rabiosos, sin duda chef en su otra vida (en su vida humana), actuó así con una de sus víctimas. Primero lo tumbó boca abajo sobre su regazo, sostenido por su brazo férreo, y sin mediar palabra (pero ¿cómo?) le reventó el ano de un embate de su puño cerrado (¡sin desnudarlo ni nada!), para proceder sin recato alguno a limpiarle los adentros de enojosas vísceras y heces. Después, atravesó el pecho de un infeliz en plena carrera y le arrebato el corazón —con lo cual el pobre escapado no pudo concatenar más de dos pasos antes de caer fiambre—, para incrustarlo a continuación dentro del ensanchado y ahora prístino recto.

Y acto seguido empotró la jeta allí, triscando los dientes a uno y otro lado, de tal forma que pudiera combinar un bocado de corazón con otro de nalga… Por la voracidad y gusto con que mascaba, aquél constituía sin duda un plato exquisito para los recién llegados, aunque no viniera servido en ningún plato.

—Así nos tratan a nosotros, que somos sus fans… —deploró un subalterno de Benet antes de albergar en la boca una zarpa purulenta que, tras bucear un segundo, descuajó de golpe toda su lengua para engullir el músculo, resbaloso como una anguila, en un santiamén.

En cuestión de minutos, la plaza de la Sagrada Familia quedó reconfigurada como el restaurante más rústico y barato de la zona. El suelo de arenilla estaba bañado en sangre como un coso taurino y los Rabiosos se daban su festín, a veces con su víctima muerta, a veces con el desdichado mamífero vivo, desgañitándose en insufribles bramidos de dolor.

En medio de todos, Pere apechugaba impertérrito la infausta escabechina de sus colegas de afición, en muchos casos personas que tenía en gran estima: a él, el miedo le había anquilosado la habilidad motriz y no se veía capacitado ni de ponerse a correr ni de fingir ser un zombi ni de cualquier otra pamplinada. Ya tenía claro que Luz, o como se llamase ahora aquel ser de oscuridad, le había reconocido también, a juzgar por la manera en que le miraba de soslayo mientras yantaba.

Finalmente, otro de los Rabiosos (el que se había adjudicado la peluca de Morticia, llevándola con menos distinción aún que Benet) reparó en Pere y probó a incluirle en su dieta: en consecuencia, le cogió del cuello y se dispuso a partírselo de un giro de muñeca. Pere no opuso ninguna resistencia.

Pero un brazo descargó un tremendo golpe de canto sobre el brazo agresor, obligándole a soltar su pillaje.

Luz había intervenido: la criatura golpeada la observó sin explicarse su proceder, interrogándole con la mirada. Luz no refutó con la cabeza ni articuló ningún sonido, pero algo que en sus ojos denotaba autoridad domeñó la voluntad de su semejante, disuadiéndole de exponer queja alguna o plantarle cara. El otro abatió los ojos y continuó su caza de zombis de pega persiguiendo al resto del rebaño, ya a la desbandada.

Luz, sola frente a Pere, escrutó sus ojos. Estaba sondeando, a través del maquillaje incorporado por el propio periodista y la roña que la vida le incorporaba de per se con su consentimiento, que aquél fuera efectivamente el amigo de su enamorado.

Pere la escrutó a su vez con las pupilas dilatadas por la impresión… Había decidido que no quería morir ni ser un zombi, ni un Rabioso ni ningún otro ser sobrenatural. Quería seguir siendo Pere, aquel pobre crítico de cine con un sueldo de mierda y una vida de mierda, incapaz de heroicidades y del que todo el mundo se burlaba, empezando por su jefe…, pero era la suya una vida tranquila, al fin y al cabo, una vida sencilla, callada y solitaria que él disfrutaba viviendo así… No quería morir, no quería morir.

No dijo nada de todo esto, pero de algún modo, a través de sus ojos, lo manifestó a las claras, esto y más. Así lo captó Luz: una parte de ella entendió la miseria y al mismo tiempo grandeza de la vida de Pere y, también como tributo en honor de su amado, resolvió perdonarle la vida.

Hizo un gesto brusco hacia un costado.

Pere creyó que le quería comunicar que mirara hacia allí. Pero al segundo gesto idéntico, infirió que lo que la mujer quería transmitirle era el ultimátum de que se largara pero ya, en esa dirección o en la que le viniera en gana. Luz podía perdonarle la vida, pero no respondía de las acciones o represalias de los demás Rabiosos, no indefinidamente.

Con los restos de pundonor que reunió del fondo del alma, recolectándolos con el acicate de su casi nula hombría, Pere efectuó aquel tic multiusos que tanto le gustaba de Stan Laurel: un seco asentimiento que en aquella ocasión significaba «gracias», «valoro tu coraje», «eres muy generosa conmigo» y «no lo olvidaré».

Y acaso más cosas, pero no pensaba perder tiempo en pensarlas. Sintiéndose como un hombre blanco al que ha indultado y librado de su prevista ejecución el más fiero de los jefes sioux, alzó la mano como un alfeñique, dijo «jau» como un panoli y echó a correr como una rata.

Luz le contempló mientras Pere se descoyuntaba al galope para esfumarse en el laberinto de calles más allá de Mallorca. Entonces, ella volvió la vista en sentido opuesto, hacia la Diagonal, la vía que conducía fuera de la ciudad. Algo le decía que debía encaminarse hacia allá.

Una fuerza inexplicable la empujaba. Y ella era lo suficientemente inhumana para no cuestionarse la naturaleza de esa fuerza.

Su amado la necesitaba. Ella lo sabía. Quizás era ya demasiado tarde, pues tenía la certidumbre de que algo muy grave había sucedido. Ésa era la naturaleza de la llamada: más elegiaca que urgente, más afligida que acuciante. Parecía un rebato propiciado por el duelo antes que por la demanda de socorro.

Los demás Rabiosos quedaron atrás, mientras ella se alejaba. De alguna forma, también sabían que Luz estaba respondiendo a una llamada personal que no iba con ellos. Su liderazgo había terminado.

Y, por otro lado, presentían que allí mismo iban a encontrar mucha más carne humana de la que hallarían fuera de aquel conglomerado de edificios, por muchos kilómetros que recorrieran en compañía de la líder oscura.

Ninguno de ellos dudaba de que habían ido allí para quedarse.

Tras andar varias decenas de metros, por su parte, Luz se paró y la máscara de su rostro acogió las huellas reconocibles del fiasco y la revelación súbita.

Quatre, dos, nou, cinc… —Su boca comenzó a pronunciar con dificultad, y en un invariable orden cuya enigmática clave sólo ella discernía, aquellos números en catalán.

De pronto, viró el cuerpo en dirección a la figura de Pere, que ya se desvanecía en la lejanía.

Y corrió en pos de él, como una posesa.