16
El infierno y Eva
I like the worldy the sky and the earth and the greater
mistery beyond. But people —yes, they are all monkeys
to me.
The Plumed Serpent, D. H. LAWRENCE
Sin osar darles la espalda, Eva trastabilló hasta el mostrador principal, mientras la parte de su cerebro que aún no se resignaba a su perra suerte repasaba acorralada alguna posible solución feliz a tan angustioso brete: alrededor, los engendros se amontonaban en torno a la entrada del establecimiento, derruida por el autobús, cuya tendida mole por fortuna les dificultaba el acceso. Así, se veían obligados a escalar el costado del vehículo…, operación durante la cual se demoraban aún más al distraerse con el aperitivo de algún pasajero contusionado, atorado o gateante, al que le hincaban el diente si asomaba la cabeza o el gaznate.
Pero ya varios de ellos se habían fijado en Eva, pues era el único humano que permanecía de pie en el centro del local, y se habían propuesto estrechar el cerco sobre él, en cuanto salvaran el obstáculo del bus. Fuera, decenas de Rabiosos sitiaban la tienda, rompiendo los cristales de los escaparates y franqueando las entradas y huecos creados para introducirse en el recinto comercial y atacar al joven.
No había, pues, salida aparente.
Sólo le quedaba el recurso de resistir hasta la muerte o hasta que le mordieran. Pero Eva seguía resuelto a acabar con su vida antes de consentir que le convirtieran en un Rabioso más: sabía que su amor por Luz ya no sería el mismo, dado que ni él sería el mismo, pues su propia naturaleza habría cambiado. Así que únicamente restaba armarse y defenderse a golpe de…
¿A golpe de qué?
Entonces cayó en la cuenta. ¿Dónde demonios estaba la mochila con su hacha?
Durante el choque del autobús contra la tienda Repsol y su acrobática expulsión por la ventana, en algún momento de su accidentada trayectoria de hombre-bala, se le había desprendido la bolsa, dado que ahora mismo no la llevaba colgando del hombro, como minutos antes.
Consciente de que los monstruos se acercaban y él no tenía con qué agredirlos ni ampararse, el pulso se le aceleró en un frenesí de horror. Sus ojos buscaron febrilmente por todo el cuarto: estantes de bolsas de patatas fritas y gusanitos de trigo dispersos por el suelo, periódicos y libros que nadie leería ya, y una ensalada mixta de muchas sangres: pero no veía su bolsa por ningún lado.
Varios Rabiosos vadeaban ya la panza del autobús cuando Eva localizó al fin la mochila: pendía de la parte superior del mastodonte metálico, más concretamente de la ventanilla por donde él había salido volando y, para ser precisos, de un diente de cristal remanente en la ranura de su perímetro.
Se lanzó hacia allí blindando su mente frente a pensamientos que le hicieran vacilar.
De dos saltos cubrió la distancia hasta el bus y con ambos pies se impulsó para encaramarse en dos tiempos sobre la plancha lateral que ahora ejercía de techo del animal mecánico. Se inclinó sobre la ventanilla destrozada y su mano se apresuró a desenganchar el asa de la mochila que se había quedado trabada en el fragmento dentado, mientras de reojo vigilaba los movimientos cada vez más próximos de sus cazadores.
De pronto, una mano descompuesta surgió de las profundidades de la ventana y le aferró la muñeca con una presión insoportable. Tras la mano, asomó el rostro del chófer, macerado por el accidente y requetedesfigurado por su reconversión biológica.
Eva sintió ganas de gritar, pero en lugar de ceder a sus impulsos primarios, reaccionó con celeridad, al tanto de que o se avispaba o no tendría escapatoria: su mano libre se plantó sobre la coronilla del conductor y le dirigió la cabeza dos veces hacia la puntiaguda estalagmita de vidrio, hundiéndosela hasta lo más hondo en cada cuenca ocular. Cegado sin comerlo ni beberlo (sobre todo comerlo), el chófer liberó la muñeca de Eva, para palpar por dónde mantenerse erguido sin perder pie dentro del propio autobús: pues como todo ciego instantáneo, el miedo primero del monstruo fue el de perder pie. Eva le propinó entonces sendos talonazos que lo enviaron volando al fondo del vehículo.
Eva se incorporó sin pausa y asentó los pies sobre la chapa, calculando de un vistazo los metros que le separaban hasta el fondo de la tienda. Ya otros Rabiosos le circundaban y alguno emprendía el gateo de las paredes del autobús a su encuentro, por no mencionar los que agitaban sus fauces y retorcidas garras por entre el amasijo de hierro y cristal.
Eva tomó carrerilla de tres pasos (lo que abarcaba la anchura del chasis sobre el que se erguía) y se catapultó por encima de las cabezas y manos asesinas que ya le rozaban los huevos con sus yemas. Aterrizó con limpieza sobre sus suelas y volvió a rebotar por el aire para minimizar el impacto en sus tobillos, completando una vuelta sobre sí mismo y rodando finalmente sobre la superficie llena de vidrios rotos y expositores volcados.
Tenía el cuerpo como un colador, plagado de pequeñas hendiduras y contusiones, y presentía que el hematoma de su espinilla le haría cojear en condiciones normales… pero ahora no padecía ningún dolor debido al remolino de excitación; tampoco era tiempo de hacer ningún recuento: sólo rezaba para que ninguna de sus heridas fuera causada por una infecta mordedura infectante.
Sin perder un segundo, corrió como una liebre entre sus predadores, más tardos e incapacitados para la improvisación que él, y al llegar a la última sección del establecimiento, ejecutó otro salto con el que rebasó limpiamente la altura del mostrador, cayendo en la parte posterior de éste, a cuya pared pegó su espalda acuclillado para empezar a revisar a toda prisa el cargamento de su bolsa.
—¡No me mates! —le gritó alguien a su lado.
Pero quien casi se muere del susto fue el propio Eva: acurrucada justo debajo de la máquina registradora se ocultaba una chica bajita y regordeta, de rasgos latinoamericanos, probablemente boliviana, enfundada en el uniforme de Repsol.
—¡Tú no eres de ellos! —exclamó la muchacha con prolijo desahogo lacrimal.
—Lo siento, no puedo salvarte —le reveló Eva, sin malgastar un tiempo precioso en presentaciones inútiles.
En ese instante, la pared de cristal a tres metros de ellos se vino definitivamente abajo y una horda de caníbales (si el amable lector valida, a estas alturas, la licencia poética de denominarlos así) penetró por el costado de la tienda llevados por una motivación diametralmente opuesta a la confraternización.
Bloqueando en su cabeza toda manifestación verbal, Eva continuó revolviendo en la mochila y cogió del fondo un blister, que rajó con los dientes: era la envoltura de plástico del Super Glue que había comprado, el célebre pegamento de alta adherencia.
—No quiero morir… —susurró la dependienta, mientras ojeaba con espanto a los mongolos Rabiosos recién llegados, que ambulaban con nulo sentido de la orientación a dos metros del mostrador, sin dar muestras tampoco de querer comprar nada.
—Ellos no van a matarte —adujo Eva, a la vez que desenroscaba el tubo de pegamento, y después la miró por menos de un segundo—. Tendrás que decidir…
—¿Sugieres que…? —musitó ella, pero comprendió que Eva no iba a añadir nada más, porque ya se estaba aplicando el contenido del Super Glue en la boca, desde la comisura y a todo lo largo de ambos labios.
La chica sudamericana se levantó y salió en silencio de detrás del mostrador, como una vestal resignada al sacrificio ante un Dios en el que no cree. Eva oyó que los demenciales seres de pesadilla se arrojaban sobre ella y la devoraban. Por un segundo experimentó pena por la chavalita, pero rechazó todo sentimentalismo: la empatía era ahora un lujo que él no se podía permitir. En realidad, resultaba más duro aceptar que su instinto de supervivencia se alegraba íntimamente de que la nueva distracción humana entre sus agresores le prestara el tiempo necesario para prepararse como era debido.
Una vez embadurnados con el Super Glue, Eva encajó labio con labio y se aseguró de que se apretasen adheridos sin ofrecer ni un solo resquicio permeable. Luego, cuando consideró la boca sellada, abrió otra vez la bolsa, extrajo las gafas de soldador, la mascarilla de respiración y la vizcaína con la sangre de Jacin ya seca. Se ajustó la mascarilla y las gafas encima, y arrancó de cuajo un trozo de tela impermeable de la mochila, anudándoselo en la nuca de forma que tapara la mascarilla y toda la mitad inferior de su rostro, como el pañuelo de un bandido.
Después se llenó la mano con el Super Glue restante y acto seguido blandió el hacha.
Ya estaba listo para presentar batalla.
Se enderezó tras el mostrador y contempló con una mueca de asco al grupo de aquellos infames devoradores que desgarraban el vientre de la chica Repsol, sujetándola entre varios mientras la aligeraban de hígado, riñones y tripas. Súbitamente, todos los Rabiosos se percataron de la presencia de Eva y volvieron la vista hacia él, ávidos…
Un segundo después, quien volvió la vista hacia él fue la propia chica, ya transformada en uno más de ellos…, y también ávida.
A Eva le habría gustado pronunciar entonces algún mantra guerrero, como «Os vais a cagar, comemierdas», que le sirviera de mentalización y estímulo épico para llevar a cabo su propósito mortal, pero recordó que tenía los labios pegados con Super Glue. Debía conformarse, pues, con actuar cuanto antes.
Y en ello se volcó.
De un bote, se propulsó sobre el tablero del mostrador. De inmediato, decenas de punzantes manos y mandíbulas se abalanzaron para hacer presa en sus pies. Y de inmediato también, decenas de manos y mandíbulas hicieron cabriolas por los aires: maniobrando con su vizcaína como si de un péndulo de la muerte se tratase, Eva comenzó a seccionar carne inhumana a troche y moche, desmochando extremidades y cabezas.
Se afanaba en asestar mandobles que fueran lo suficientemente rotundos para descerrajar la boca de los asaltantes, anulando su capacidad de mordedura; pero que tampoco fueran golpes excesivamente impactantes, para no quedarse con la hoja del hacha atascada dentro de un cráneo, ya que, al tener la mano pegada a la empuñadura, tal desventura conllevaría su inmovilidad forzosa y ofrecería un flanco indefenso por el que ser atrapado y reducido a dentelladas. Si quería salvarse, debía conservar la hoja de su vizcaína siempre libre y manejable.
La cosa iba bien: en el fragor de su acoso, los Rabiosos le miraban con ojos de perro castigado cada vez que trataban de cerrar la quijada y notaban que ésta les colgaba por un pellejo a la altura del pecho. Eso les tornaba aún más rabiosos y entonces arreciaban en sus embestidas: pero el hacha imparable les mantenía a raya y entonces perdían los dedos, una mano o un antebrazo.
La sangre calaba la ropa de Eva, pero las gafas y la tela de la mochila cumplían su cometido de impedir el contacto de sus orificios naturales con la savia intoxicada. Vio sus brazos empapados en líquido carmesí y se felicitó por haber clausurado sus labios: con lo que le gustaba morderse las uñas… Si escapaba vivo de allá dentro era mejor evitar cualquier tic inconsciente que sepultara su sino.
Poco a poco, empero, la masa de antropófagos enloquecidos iba cerrando el asedio en torno a él: si no espabilaba, terminarían por formar un corro a su alrededor, y entonces sí estaría perdido, porque no podría apañárselas para impeler de corrido el brazo péndulo contra tantos frentes: en algún momento no muy remoto, el círculo se constreñiría sobre Eva y algún atacante lograría pillarle desprevenido, de espaldas o con la guardia baja, ocasionándole una tarascada en un muslo, en la pantorrilla o en el brazo desarmado.
Tenía que empezar a pensar en salir de allí.
¿Cómo?
Como fuera.
No le quedaba más remedio que abrirse paso.
Pero entonces sucedió la calamidad cuya inminencia tanto le había escamado durante todo este episodio de furiosa violencia. A raíz de un vigoroso golpetazo, la vizcaína produjo un sonido tableteante (como el que emite un taladro cuando topa con un material imposible de horadar) y él sintió un grimoso repelús por todo el cuerpo, como si acabara de golpear con toda su alma una roca de basalto que repeliera el impacto. Los dientes le rechinaron en la cueva clausurada de su boca y la dentera consiguiente le provocó un regüeldo que reprimió con pavor.
Pero lo más acongojante (y acojonante) era que la hoja del hacha había quedado encallada contra un cráneo: al tirar de ella, su brazo trasladó al energúmeno golpeado, creándole por unos instantes un vacío de cuerpos en derredor. Pero el maldito se negaba a soltarse y ahora Eva quedaba expuesto a que la caterva de Rabiosos contraatacase.
Con un bufido nasal llevó su mano desocupada a la mano adherida y tironeó con todas sus fuerzas del arma atorada en el Rabioso, izándolo a pulso hasta el mostrador: el ex hombre «pescado» por la vizcaína no cejaba en lanzar dentelladas allá donde alcanzaba su boca, pero por suerte la incisión la había recibido en la sien, por lo que estaba en posición de tres cuartos con respecto de su «pescador». Eva lo balanceó a izquierda y derecha, como un guiñapo, para que el propio hachado rechazara con sus mordiscos incontrolables al resto de sitiadores. Por un breve tris, éstos se replegaron, desconcertados ante la podadora humana que Eva timoneaba a golpe de empuñadura. Pero la cuestión era que la vizcaína no se despegaba ni a la de tres. En escasos segundos los demás Rabiosos le derribarían del mostrador y se echarían sobre él como melé de piara en porqueriza.
Sudando bajo las gafas protectoras, Eva se denodó con un tremendo esfuerzo físico hasta aupar al Rabioso al mostrador y, una vez allí, lo ladeó y tumbó sobre el tablero como res extendida para su marcado a fuego, descargando el pie contra el cuello del muy tocapelotas y cuidándose mucho de meterlo en la gangrenosa boca que se abría y cerraba glotona. Sin sosiego ni tregua, hizo contrapeso entre el pie plantado y las manos que empujaban en sentido contrario: ni así pudo liberar el hacha.
Sin más dilación, varias manos le asieron los brazos y lo arrastraron hacia una colmena de bocas hambrientas: la mera visión de aquella baraúnda de seres enfermizos que estiraban de él con tenacidad invencible fomentó lo que llevaba minutos procurando sofocar: una arcada le sobrecogió y percibió que la boca y las narices se le anegaban con el vómito regurgitado de los bocadillos consumidos en las últimas horas.
El pánico se incautó al fin de su voluntad: se admitió que no había salida, que aquellos Rabiosos habían vencido y él era el premio. Que ni siquiera le concederían el minuto de gracia suficiente para autoinmolarse y abandonar aquel mundo tal como había llegado a él: como un ser humano. No tendría tiempo de suicidarse; terminaría siendo un ser sin alma, dominado eternamente por el afán de carne humana… y con una puta hacha pegada a la mano sin que pudiera recordar seguramente cómo cojones había llegado hasta allí.
Los Rabiosos ya estaban a punto de dar con él en el suelo, las zarpas como garfios trabando sus brazos y piernas, la vizcaína incapaz de desprenderse del cráneo perforado de aquel pelele, su postura indefensa, como si fuera la estatua de un héroe nacional cuyo pedestal sus parroquianos llevan años soportando en el pueblo hasta que un día, hartos de su aire de superioridad, se determinan a amotinarse y demolerlo…, cuando los invasores se hicieron a un lado, asustados por un zumbido creciente de aguzados malabares reforzados por el contrapunto de miembros colisionando con sordo encontronazo contra el solado.
—¡No me cogeréis viva, fills de puta! —retumbó una voz femenina con la fogosidad de una tromba de agua incontenible.
Todas los Rabiosos se admiraron ante aquel torbellino de agresividad que se abría paso a cortes de piel putrefacta…, incluso Eva dejó de debatirse por un segundo, petrificado por el horrendo y al mismo tiempo sublime alarde de resistencia humana que aquella estampa encarnaba.
Se trataba de la cumbayá catalana que había visto rebelarse contra el chófer en el autobús. La joven, con la rebosante energía de un kamikaze, creaba un túnel entre los sorprendidos engendros, rebanando a diestro y siniestro a empujes de ciento ochenta grados propiciados por sus dos brazos: en sus manos desnudas y cubiertas de sangre, sujetaba la parte más estrecha de un masivo fragmento de cristal proveniente del escaparate, de al menos un metro de largo y numerosas aristas que hacían rodajas cuanta carne entraba en contacto con su filo biselado por la rotura. Pedazos vivos de sus antagonistas sembraban el suelo mientras ella se aproximaba inexorable hacia donde la aguardaba Eva, congelado por la impresión.
—AAAAAAAAAAH! —profirió la muchacha en catalán, como único grito de guerra, mientras enarbolaba por encima de su testa el témpano de cristal, regado por su sangre y las de muchos seres no humanos, para abatirlo con todos los restos de sus agallas sobre el mostrador, justo a la altura del cuello del Rabioso preso por el hacha de Eva, decapitándolo en el acto.
Liberada la cabeza del inhumano malaje, Eva se desplomó detrás de la mesa, de pura inercia. Consigo cayeron el hacha, pegada a su mano, y la cabeza desgajada, pegada a su hacha. El muchacho se dio un costalazo de tal magnitud, que a punto estuvo de sufrir un síncope y quedarse en el sitio, además de estrellar la cara de frente contra el losado, quebrándose la nariz de paso.
Pero no podía abrazar la inconsciencia ni preocuparse por una simple lesión.
La porción de cristal decapitador hendió la superficie de teca del mostrador, manteniéndose erecto y perpendicular sobre el mismo, en ángulo recto. La muchacha apoyó las manos sobre el tablero, tratando de recuperar el aliento. Conmocionados por su espectacular entrada en escena, por su bravura suicida o sencillamente porque hasta los Rabiosos pueden quedar alelados al presenciar tanta violencia ejercida contra los de su propia especie, nadie de entre aquella marabunta osaba responder con una agresión, sino que todos la escudriñaban en respetuoso y reverencial silencio. La muchacha, llorando sangre que recorría con ánimo bailarín el arco ganchudo de su nariz mozárabe, alentó dos o tres veces, amorrada, los dientes chirriantes de miedo, ira y desilusión. Aquella chica acaso abrigaba grandes proyectos para sí misma y, a juzgar por su idealismo, para un mundo que no había trasladado precisamente el fiel de la balanza hacia el platillo en el que ella había confiado sus expectativas. Pero era una chica valiente.
Eva la contemplaba desde el suelo, aguantando la respiración nasal para no tener que oler el vómito almacenado en su boca.
La muchacha hizo contacto visual con él y sonrió. Eva supo que esa sonrisa era su manera gentil de despedirse.
—Cago en Déu… —suspiró la muchacha por todo adiós.
Y, antes de que el primer ser abyecto de los muchos que se arracimaban detrás se decidiera a clavarle sus deformes y mohosos piños en la espalda, alzó la cabeza y hundió su cuello contra la parte más picuda y sobresaliente del cristal incrustado sobre el mostrador, pico que atravesó su carne hasta emerger como un iceberg por un ojo, matándola instantáneamente.
La imagen de aquella chica inocente que con estoicismo había preferido rehusar a trastocar su condición humana, hocicada sobre la guillotina de vidrio, suscitó un nuevo vahído y un nuevo acceso de náusea en Eva. La nariz chorreante de mocos estomacales intentó aspirar para compensar la falta de oxígeno que ya empezaba a resultar acuciante… ¡y descubrió que no podía!
¡No podía respirar!
El tabique fracturado más la aglomeración expectorada de sangre, flujos de la digestión, mucosidades y bilis, habían taponado sus vías respiratorias por completo, inundando de paso su boca lacrada con pegamento y obstruyéndole la garganta. En aquel momento necesitaba aspirar aire, pero la acumulación de vómito en la cavidad bucal y de sangre en las quebrantadas vías nasales se lo impedía.
¡No podía tragar ni respirar!
Tampoco dio respiro a sus contrincantes, sino que se recompuso como pudo y, tal como un minuto antes hiciera su compañera de especie, comenzó a atizar bandazos con la vizcaína, que seguía adosada a la cabeza suelta de su última víctima. La cabeza también prosiguió efectuando mordeduras y bocados por doquier, las mandíbulas batientes como las de una piraña, infligiendo aquí y allá las heridas y brechas más desquiciantes a los de su propia raza. Dirigidas por Eva, las fauces portátiles arrancaron carne, arterias, músculos y trozos de caras, hasta tal punto que los pocos espectros sanguinarios que restaban en pie se retiraron por fin, renunciando a reducir a su tozudo y revoltoso objetivo.
Hasta los Rabiosos tenían instinto de supervivencia.
Extenuado y a un hilo de desfallecer de asfixia y ahogamiento a la vez, Eva reunió su último soplo de tesón y aplastó contra el suelo el hacha con la cabeza aneja que, como si de un tocón se tratase, se partió por la mitad, cada parte del cráneo abierto como una nuez cascada y tiritante.
Eva ahuyentó con otro par de tumbos a medio fuelle a las pocas criaturas que perseveraban en dar el coñazo por las inmediaciones y, anticipando que iba a perder el conocimiento y enseguida la vida, se encaminó hacia el cadáver de la chica, con la cabeza aún ensartada por el filamento de cristal.
Con inusitada calma la despegó y permitió que cayera inerte al losado resbaladizo de sangre. Después, encaró él mismo la afilada hoja de vidrio y, afirmando los puños sobre el mostrador, miró su filo fijamente, por un segundo que se le hizo eterno.
Quizá fuera lo último que viera en su vida.
Su único ojo útil empezó a empañarse, una nube gris comenzaba a ocultarlo todo, también su propia consciencia: ahogado en su propio vómito, estaba a punto de desmoronarse, al presagiar su último latido. Quizá la muerte cerebral tardase aún unos minutos en alcanzarle, durante los cuales otro de aquellos ogros podría alimentarse de él, haciéndole uno de los suyos y condenándole a una vida eterna de Rabioso, sentenciado a consumir a los de su anterior especie…
No podía tolerar eso.
O todo o nada: éste fue su último pensamiento consciente.
Y entonces dejó caer la cabeza con todo el peso de su cuerpo sobre el filo de cristal.