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Horror al primer mordisco

Por eso rómpeme, mátame, pero no me ignores, no, mi

vida: prefiero que tú me mates que morirme cada día.

Rómpeme, mátame,

JUAN CARLOS CALDERÓN

¿En qué momento el presidente del Gobierno había dado el paso fatal de ingerir el contenido de la botella de vino que arrebatara en un gesto de soberbia pueril a su homónimo catalán?

Había ocurrido esa misma noche del viernes. En su descargo, debería decir que José Luis es una persona (mejor expresado, era) mucho más introvertida de lo que su ambición personal y la seguridad con que pronunciaba sus mentiras en público dejaba adivinar. Para empezar, se tenía por un marido desgraciado, pues Sonsoles hacía tiempo que no dormía con él: bueno, sí dormían en la misma cama conyugal, pero la dichosa cama era tan grande que Sonsoles se arrebujaba en el otro extremo y parecía como si allí no hubiera nadie más. Esta frustración matrimonial iba unida a su fracaso como padre: sus hijas pasaban totalmente de él y de sus embustes, se habían hecho anarquistas y enrolado en la siniestra tribu de los góticos (o, como él los llamaba, «la secta los Cristoferlís»), negándole la palabra y casi el saludo: cada vez que cruzaban por su lado, solamente le dirigían gruñidos con las fauces abiertas, como si él acarreara consigo algún crucifijo en el pecho o su aliento oliera a ajo.

La gente común no comprende la soledad del embaucador profesional en que tarde o temprano se convierte un político de carrera, especialmente si se trata de un político de éxito, como es el caso. Esa noche, José Luis se encontraba solo en el salón rococó de su residencia oficial, pensando para qué coño perseguía uno los sueños de su adolescencia, si cuando los cumplía no hacía sino ratificar su sentimiento de derrota. Así es: el presidente del Gobierno se sentía un fracasado y, peor aún, un estafador. Se sentía como Boris Becker cuando ganó Wimbledon a los diecisiete años y declaró a su psicólogo: «Todos creen que he ganado, pero en el fondo, yo sé que soy un farsante y que los he engañado a todos.»

No entraña gran dificultad, pues, empatizar con el pobre jefe de Estado sentado a solas en su butacón, elucubrando sobre lo humano y lo divino con ligera inclinación por el enfoque fatalista.

Cuando sus ojos recayeron sobre la botella franquista, que también había colocado en una ridícula posición de honor en su panteón de obsequios, ofrendas, placas y reliquias que diplomáticamente le regalaban allá donde fuera a deslumbrar con su don de gentes (pueblos, factorías, embajadas, presidencias), es lógico entender el arrebato de orgullo socialista —aún le quedaba alguno— que se enseñoreó de él y le llevó a encaminarse hacia el vino maldito.

Eran las dos de la madrugada. La Moncloa dormía. José Luis descorchó la botella en la cocina y, haciéndola objeto y sujeto de brindis con el retrato del dictador frente a él, se deleitó en la ironía del momento: se cumplían treinta y seis años de democracia, exactamente los mismos que Franco había sojuzgado al país bajo su abyecta dictadura.

Y esos treinta y seis años de democracia veían a José Luis al frente de las riendas de España.

No cuesta disculpar por tanto el rictus de petulante engreimiento con que el presidente contempló el retrato de la botella y el ímpetu con que la impulsó a su boca para regar a morro su triunfo.

Lo demás resulta fácil imaginarlo: lo agrio, putrefacto y francamente tóxico del líquido le hizo apartar el gollete de los labios con una mueca de repulsión. Pero ya era tarde, y los efectos desvirtuadores de la naturaleza humana no tardaron en dominar el grueso de sus sentidos. Sin embargo, el alto coeficiente intelectual de José Luis y su testaruda persistencia lograron retardar la transformación: una parte de él, perfectamente consciente del fenómeno que estaba teniendo lugar en su organismo, se negaba a entregarse a la Bestia.

¡Se estaba convirtiendo en un Rabioso!

Las siguientes horas fueron una lucha terrible y crucial contra sí mismo. Enloquecido y hydeano, presintió el destino que le aguardaba y, con los últimos arrestos humanos, dedicó miradas de inabarcable odio a la Bestia Mayor: el pequeño y bufo generalete que le observaba con sonrisa —¿vacilona?— en el increíblemente favorecedor retrato épico de la etiqueta vinícola. ¡Él volvía a ser el ganador!

En una espiral de furia sin precedentes y con tono apremiante —cada vez le era más difícil retener las palabras en su mente y la capacidad de pronunciarlas— realizó las llamadas oportunas para convocar la rueda de prensa ipso facto: ¡el Plan Magistral estaba en marcha! ¡José Luis, el presidente del Gobierno de España, era ya un instrumento más del Destino Ultimo que una extraña pero longeva conspiración invasora había determinado para trocar el sino del país!

Así que mientras el presidente movilizaba todos los medios de comunicación en la Moncloa, Eva llegaba en su taxi a la madrileña estación de autobuses de la Avenida de América, para tomar el primero que le llevara de nuevo a Barcelona, de regreso con su Luz.

Cuando partió de la Ciudad Condal, no había comprado billete de vuelta, dado que ignoraba cuándo iba a poder materializarla. Desafortunadamente, los autobuses de las 8.00 y las 9.00 estaban ya con todos los asientos completos, por lo que tuvo que conformarse con adquirir una plaza en el de las 10.00. Después, derrengado por la acumulación de emociones y el desgaste físico, se acurrucó en la mesa más apartada de un bar, concatenando dos cafés para no caer dormido y arriesgarse a perder el autobús.

A las 8.20 de la mañana, José Luis había empezado su personalísima cruzada de conversión de los periodistas y compañeros de partido a la condición de malas bestias…, esto es, de peores bestias de lo que ya eran antes por requerimiento de sus deleznables oficios.

A las 8.42, Eva se desperezó (los cafés parecían instantáneamente absorbidos y neutralizados por su agotado metabolismo y al cabo de cinco minutos volvía a caer en un sopor insoportable) y cedió a la tentación de dar un paseo por los alrededores de la estación. El amanecer era frío y desangelado; se diría que la ciudad rezumaba pereza de devolver la gente a las calles…

A las 8.55, la mayoría de los Rabiosos había ya iniciado su particular razia por otras calles de Madrid, pero fundamentalmente por las redacciones de sus diarios, emisoras de radio y televisiones: fue la primera pandemia de la historia en propagarse en su primera etapa a través del sector periodístico de la población. En esta ocasión, los transmisores de las noticias eran antes transmisores directos de la enfermedad que debía generar la noticia… Por una vez podían acaparar no solamente la exclusiva de su información, sino también la exclusiva de la plaga…, al menos en sus primeros coletazos. Lástima que no quedara casi ninguno con facultades humanas para difundir la información de la peste que estaban difundiendo.

A las 9.13, Eva se adentró en los tenebrosos urinarios de la estación y meó durante treinta y dos segundos seguidos. Se preguntó por qué para expresar un terror profundo se solía decir «cagarse de miedo» y para indicar un estado de hilaridad incontrolable, «mearse de risa». Ciertamente, existiera o no la expresión, en aquel momento, él se estaba meando de miedo.

A las 9.47 saltó la alarma en los medios de comunicación: Twitter, Facebook, varios blogs y algunas cadenas de televisión, sobre todo locales y aquéllas que se habían abstenido de asignar ningún corresponsal a la rueda de prensa comenzaron a divulgar que múltiples asesinatos en masa estaban siendo perpetrados en numerosos puntos de Madrid, llevados a cabo por una turbamulta de gente desquiciada…, ¡encabezada por el presidente del Gobierno!

A las 9.55, Eva fue el primer pasajero en subir al autobús, cuya salida estaba prevista con siete minutos exactos de retraso para recoger a los viajeros despistados. La atmósfera matutina continuaba adormecida y queda, con ese silencio de ultratumba que parece privativo de una alborada preterrenal, como si el mundo aún estuviese a medio crear y uno pudiera conectar con las fuerzas primigenias de la vida…, aunque Eva estaba demasiado cansado para conectar con nada ni sentir más que el entumecimiento de sus músculos exhaustos.

En cuanto se desplomó en la butaca, se ovilló inmerso en un delirante sueño. Eva soñó que él era Adán y Luz, Eva. Pero era una Eva ya transformada: y él seguía amándola.

La monstruosa criatura ya transformada le ofrecía una manzana, y él dudaba si morderla, porque le arredraba la posibilidad de que su amor se desvaneciera con aquel acto que se le antojaba antinatural y contrario a las leyes de la vida.

Su ojo se desplazó de las pupilas hirvientes de sangre y hambre de su Eva adorada y se fijó en aquello que ella le brindaba: era una manzana podrida, tan negra como ella, y de su materia corrupta surgían gusanos tan blancos como él, debatiéndose retozantes entre la gula y el terror.

Eva despertó con un grito.

Pero el grito no era suyo.

Aquel alarido de miedo lo había proferido el hasta entonces comedido chófer del autobús.

El buen hombre se había endosado unos auriculares para escuchar las noticias de la Cope y el locutor avisaba en esos instantes, con su inflexión más imparcial, de los rumores recabados en la redacción:

—«Nos comunican que una horda de SO-CIA-LIS-TAS desmandados comandada por el presidente del Gobierno ha invadido las calles de Madrid, provocando la muerte o algo peor a los PA-CÍ-FI-COS viandantes… Todo hace suponer que se dirigen hacia la sede del Partido Populista para extender su MA-LÉ-FI-CA influencia sobre los DE-DI-CA-DOS miembros del grupo conservador… Atención, si ve a cualquier individuo con pinta de PRO-GRE aproximarse a usted con espumarajos en la boca e intenciones agresivas, no le dirija la palabra. Repetimos: si…»

Nadie más en el autobús era consciente de la que se estaba armando: o roncaban o escuchaban el último ronroneo de Britney Spears en su iPod. Pero el chófer se asustó enormemente, mucho más cuando divisó, en medio del aún solitario estacionamiento, una figura errabunda pero de ominoso corcoveo, que de pronto disparó a correr hacia el autobús con la boca abierta, como presa de una rabia animal.

Eran las 10.02 de la mañana. Contraviniendo la estricta norma de salir con siete minutos de demora, el chófer activó el cierre de la puerta automática y arrancó. A causa del atolondramiento madruguero del pasaje, nadie se cabreó ante la brusca acometida.

La figura que venía corriendo a toda leche era una mujer, y guapa, además. Parecía una turista alemana, por los shorts compresivos en torno a sus rotundos muslos, por los ojos de un azul vidrioso enmarcados por su cabellera endrina, y también quizá por la bandera alemana impresa sobre su camiseta blanca, bajo el lema DEUTSCHLAND UBER ALLES. No parecía socialista, eso no. Pero la estela de baba blanca que iba dejando procedente de sus desencajados y afilados dientes, así como las manos adelantadas como garras adornadas con pingajos de carne y sangre, hicieron sospechar al conductor que no era trigo limpio.

Precisamente en ese trance, los siempre oportunos programadores musicales de la Cope convinieron que se daba la coyuntura adecuada para emitir un himno a la igualdad sexual, y por los auriculares despegaron los acordes de Rómpeme, mátame, la alegre y dicharachera tonadilla que el grupo Trigo Limpio llevara a sana competición en el fraternal Festival de la Oti del año 1977. La idea de fondo, cae de cajón, era arrojar una provocación mordaz contra aquellos presuntos socialistas asesinos que habían tomado las calles…

«Prefiero ser pura sangre y que me tires de las bridas que una muñeca de jade, un adorno en tu vitrina…», desgranaba la angelical voz de la solista mientras el chófer hacía recular el autobús para desocupar la dársena y enseguida pisaba el acelerador para rebasar cuanto antes a la espeluznante recién llegada.

Sin embargo, la alemana era rápida y resistente, pues hábilmente esquivó al bus y se situó a su altura, manteniéndose con buen ritmo a la velocidad todavía progresiva del vehículo. Ahora no cabía la menor duda: ¡La Cope tenía razón! Las intenciones de la chica eran cualquier cosa menos amistosas y su rastro de espumarajos, temible. Con un grácil movimiento, echó el brazo atrás y asestó un contundente puñetazo seco al cristal de la portezuela, atravesándolo limpiamente. El chófer asistió asombrado a la ruda acción de su amazónica asaltante. En cualquier otra ocasión hubiera estado encantado de que una morenaza le abordara con tamaño entusiasmo, pero en esas circunstancias ya tenía la certeza de que aquel ser perturbado pretendía acabar con su vida.

—«Por eso, rómpeme, mátame, pero no me ignores, no, mi vida…» —tarareó, sin querer, el estribillo del extraordinario compositor Juan Carlos Calderón, que ya las voces de sus auriculares atacaban con denuedo, al tiempo que él adoptaba la inteligente argucia de abrir la puerta.

Ésta se dobló sobre sí misma con un suspiro mecánico de eyección, arrastrando consigo el brazo de la agresora y obligándola a inclinarse de tal manera que a las tres zancadas la criatura perdió el equilibrio en su carrera, precipitándose de cabeza contra el asfalto. La testa de la teutona reventó contra la granulada superficie del firme, su cuerpo dio una vuelta sobre sí mismo y se desenganchó finalmente de su trampa letal, quedando tendida la alemana a la entrada de la estación, pataleando como un bebé insatisfecho, pero irremisiblemente unida por sangre y sesos a la tierra española.

Para entonces, el conjunto de pasajeros era un «oh» y un «ah» sincopados con la belleza que a veces otorga la espontaneidad de la vida.

Todos estaban con la boca abierta y con los ojos incrédulos, apiñándose hacia el lado de la puerta recogida, sin desperdiciar detalle de la cruenta incidencia.

—Joder, menos mal que no llegué tarde… —se desahogó con su vecino la pasajera más obesa.

El primero en volver a ocupar su asiento, sin ninguna muestra de alteración ni sorpresa aparente, fue el propio Eva, quien ya se olía que algo así podía acaecer en cualquier momento.

«La debacle ha empezado…», pensó con la más conformista mansedumbre. No le restaba ya otra salida ni deseo que retornar al lado de Luz y asumir allí su sino de horror. Sabedor del apocalipsis que se estaba desencadenando, durante toda la semana le había sobrado tiempo de reflexionar largo y tendido sobre su futuro y las improbabilidades de salir con vida de toda aquella inminente hecatombe…, con vida humana al menos.

Si algo tenía claro era que no quería perecer o ser iniciado a aquella nueva especie a manos de nadie que no fuera su chica. Luz se lo merecía. Y él también.

Su objetivo era volver donde ella, pedirle que le matara y después se lo tragara entero, para no haber de adaptarse a aquella nueva naturaleza monstruosa que le repugnaba.

No quería ser un Rabioso.

Se preguntó inquieto a qué olería su mierda cuando Luz le cagara y si ella tendría la delicadeza de preservar sus heces como muchas familias conservan las cenizas de sus seres queridos cuando han fallecido.

Todo esto se manifestaba dentro de la cabeza de Eva en tan sólo unos segundos, pero había elementos entre el pasaje que, desconocedores de las claves servidas por la Cope, comenzaban a cuestionarse lo sucedido y conjeturaban excitados si no se hallarían en manos de un chófer psicópata.

Ante las murmuraciones y quejas de sus transportados, el chófer, sin reducir la velocidad de su fuga, se giró hacia sus pasajeros para suministrarles atropelladas explicaciones:

—Se-señores, por favor, no lo entienden, lo ha dicho la Cope… ¡Ha estallado la revolución!

Tal proclamación no mitigó el nerviosismo ambiental ni el conato de histerismo que ya se había generalizado entre los viajeros; de tal modo que una joven cumbayá catalana, de signo ideológico radicalmente opuesto pero colindante en cuanto a métodos al de su conductor, avanzaba ya por el pasillo hacia el susodicho con casi idéntica agresividad que la alemana arrollada, predispuesta a efectuar un golpe de mano sobre aquel chófer fascista y fratricida con sobrepeso.

—¡QUE OS SENTÉIS, COÑO!

Quien así había bramado era Eva, harto de la sinfonía de indignadas exclamaciones que el coro de pasajeros se obstinaba en prodigar.

Lo altisonante y resuelto de su imperioso bramido acalló por unos segundos el agitado runruneo de sus paulatinamente exaltados compañeros de viaje, quienes de alguna manera intuyeron que aquel muchacho tuerto de aspecto paria traería consigo alguna respuesta sensata al sangriento sinsentido que acababan de presenciar.

—Sentaos y escuchad —prosiguió Eva con la autoridad que le confería la indiferencia por la suerte que corriera su vida y la de los allí presentes—. No se trata de ninguna revolución, pero estamos bien jodidos. Lo que va a estallar es una plaga cuyos efectos son los que habéis visto…

Ante la avalancha de nuevas disconformidades y airadas objeciones, Eva creyó oportuno matizar:

—No, no me refiero al chófer; él ha actuado como debía. Me refiero a esa loca que habéis visto asaltándonos… Seguramente, en estos momentos se está expandiendo una plaga que convierte a las personas en… monstruos asesinos y antropófagos.

—¿Qué es «antropófago»? —preguntó una señora mayor que había enrollado el Pronto por si tenía que defenderse a revistazos.

—Un antropófago es… —empezó Eva—. ¡Un zombi, coño! ¡Que estamos en peligro de contagiarnos por una invasión de zombis!

Ante la denominación «zombi», todos los pasajeros al unísono prorrumpieron en una obscena carcajada. La vieja suspiró aliviada y tornó a desenrollar la revista para leer qué le pasaba a la nariz de Belén Esteban mientras se preguntaba si la pobre no sería un zombi también.

—Anda ya… —le ninguneó la cumbayá, quien en su fuero interno había alimentado la esperanza de poder alistarse a un levantamiento popular—. Otro gilipollas que lee demasiados tebeos capitalistas…

—¡CALLAOS, IMBÉCILES! —explotó de nuevo Eva y, como para imponer su voluntad y secundar su propia moción, extrajo de la mochila la vizcaína ensangrentada—. Mirad esto: yo he venido desde Barcelona precisamente para intentar atajar la pandemia… Pero alguien la ha hecho circular libremente y ahora, os digo, nuestra única opción es llegar vivos a Barcelona y esperar que las autoridades controlen el contagio de Rabiosos y la expansión de la enfermedad…

Un espeso silencio se extendió por todo el autobús, un silencio que se podía cortar con…, ¿un hacha? Todos retrocedieron imperceptiblemente ante la visión de aquel arma, incluso el chófer comenzó a pensar que el psicópata no era él, sino aquel chaval con cara de enfermo.

—Escuchadme de una vez. Tenemos que seguir sin pausa ni tregua hasta Barcelona; cuanto más nos alejemos del brote Rabioso, zombi o como queráis llamarlo, más a salvo nos encontraremos. Esa mujer que habéis visto nos ha atacado víctima de esa rabia o enfermedad. Esa epidemia provoca que queramos comernos los unos a los otros. Así que si no queréis empeorar la situación, quedaos tranquilamente en vuestros asientos y dejad que el chófer nos lleve hasta la Estación del Norte.

Los viajeros cambiaron miradas incómodas. Sus expresiones traslucían la desconfianza y el recelo, y buscaban apoyo en los demás para urdir silentes un motín con el que reducir al conductor y a aquel veinteañero pirado y cantamañanas.

Algo así debió de detectar también el chófer, porque en ese punto decidió sacarse los auriculares y modificar el modo de emisión para que todos pudieran oírla por los altavoces:

—… «Boletín urgente: no salgan de sus casas. Repetimos: no salgan de sus casas, especialmente si viven en Madrid y periferia. Un número creciente de individuos está atacando a los habitantes de la capital con mordeduras infecciosas…»

—¡Y ahora pongo la Ser, para que no creáis que sólo es cosa de los míos que deliran! —aclaró el chófer, sintonizando la emisora de su odiado adversario ideológico.

—… «al parecer, se trata de una variedad de rabia que se ha propagado con inusitada fiereza y rapidez entre los ciudadanos» —pormenorizaba la tensa voz del responsable de Informativos—. «Está ocurriendo aquí, en Madrid, y de momento no nos han llegado noticias de sucesos semejantes desde ningún otro lugar del mundo. En Nueva York están tranquilos y campantes. Por primera vez, somos protagonistas mundiales de algo, si exceptuamos el Mundial de fútbol. Dentro, música.» —El locutor se interrumpió unos segundos, durante los que sólo manó el crepitar de la estática—. «Pipo, he dicho que metas música, joder… ¡Pipo!, ¿por qué entras en el locutorio? ¡¡Pipo!!, ¿qué te ha dado?, no me mires así, que pareces un lobo con los dientes largos…» ¡¡¡PI-POOOOOO…!!!

La voz murió de improviso. Le siguieron unos exacerbantes sonidos de dentelladas y deglución.

El pánico se apoderó del autobús. Todo el pasaje se puso a chillar, trastornados todos por el repentino enfrentamiento contra una REALIDAD IMPOSIBLE de (con perdón) digerir, un bocado demasiado grande para abarcarlo de un solo mordisco.

Eva les dejó chillar y vociferar hasta que ellos mismos se aburrieron, fatigados por lo indiscutible e invariable de los hechos. La cuestión estaba clara: una epidemia muy similar a la de las películas de zombis había eclosionado en España. No había vuelta de hoja: la radio, el tuerto con el hacha, la alemana loca lo confirmaban…

Tras unos minutos de despavorida expansión oral de sus terrores favoritos, los viajeros recayeron en un mutismo hecho de pesadumbre y estupor, que Eva aprovechó para volver a hablar:

—Ahora ya lo saben. Esperemos que en Barcelona no ocurra nada de eso y que la plaga tarde en llegar o sea controlada antes. De momento, lo mejor es proseguir camino hacia allá sin parar un solo minuto.

Esto último iba por el chófer, que tragando saliva empuñó con más decisión el volante y se reprochó el lingotazo de coñac a primerísima hora de la mañana.

Tenía que haberse metido dos.

Durante las siguientes horas, el autobús continuó su trayecto a toda velocidad, mientras las emisoras de radio informaban de los confusos acontecimientos, cada vez con mayor profusión de datos, aunque seguía sin conocerse el origen del mal desatado. Ya estaba claro que la epidemia había sido liberada desde la propia Moncloa, dado que muchos periodistas habían vuelto a sus puestos de trabajo con la enfermedad ya contraída, contagiando a sus compañeros y a todo aquél que pillaran por delante…, enrolándolos de paso para su causa salvaje. Se ignoraba el paradero del presidente del Gobierno, pero a raíz de varios testimonios se especulaba que pudiera ser uno de los infectados. Escandalosamente, todas las emisoras y cadenas informativas en Madrid fueron enmudeciendo, ya que formaban parte de los focos principales de infección. Poco a poco, las delegaciones de Barcelona y otras provincias tomaban el relevo en el relato de las novedades sobre la plaga, conforme sus colegas madrileños caían a pie de micrófono.

Pasaron las horas y las noticias eran más y más preocupantes. No se había dado todavía con la forma de aislar los focos de contagio, que se expandían con una celeridad incontenible. Desde Barcelona fuentes oficiales aseguraban que aún no se había recogido ninguna evidencia de persona contagiada, pero si las noticias continuaban desprendiendo un cariz tan fatídico, se verían forzados a cerrar del todo carreteras y vías, al igual que ya habían hecho suspender todos los vuelos procedentes de Madrid.

Las noticias eran intimidantes y comprensible el revuelo que suscitaban dentro del bus. Los pasajeros madrileños se apresuraron a hacer llamadas telefónicas a sus seres queridos, para que salieran de la ciudad en el primer transporte que consiguieran. Pero muchas de las comunicaciones ya no obtenían contestación. Al comprobar que los tonos se enfrascaban en un bucle sin respuesta, o que se activaba directamente el buzón de voz, algunos lloraban, otros rezaban…, otros solamente miraban el vacío, sin saber qué demonios estaban haciendo allí dentro, en aquella lata rodante.

Por lo demás, el pasaje auguraba lo peor antes de dar término a su viaje: ser sometidos a un control de intoxicación riguroso y escrupuloso o, más grave aún, inescrupuloso… o verse varados a las puertas de una barrera policial que no les permitiera concluir su periplo hasta la Ciudad Condal. Sin embargo, el autobús devoraba kilómetros sin obstáculos y solamente se notó un moderado aumento proporcional de vehículos en la autopista. Habían sido de los primeros en salir a tiempo de la capital.

A escasos kilómetros de Zaragoza, el chófer se volvió, más contrito y reservado que nunca, mirando directamente a Eva:

—Tengo que repostar… —comunicó con atribulado pesar.

Cada uno de los pasajeros protestó como si fueran ellos los líderes del grupo.

—¡Tengo que echar gasolina, joder! Está programado así —se defendió el conductor—. Siempre hacemos tres paradas, ya me he saltado dos. Además, por la radio dicen que las autoridades han aislado la infección limitándola a Madrid… —El busero se congratulaba interiormente de no estar casado ni tener hijos, aunque le hormigueaban los remordimientos por no haber avisado a su ex novia: la tragedia se pintaba en el rostro de todos los demás y era una experiencia que no quería compartir en absoluto—. Será un segundo… —prometió, conciliador.

—De acuerdo, hazlo —concedió Eva, autoerigido en líder natural de aquella mansa y asustada manada, pálido mérito en contraste con la de los belicosos teenagers que capitaneara el ex de Luz: o así lo creía él. En cuanto a la necesidad de la parada forzosa, estaba razonablemente seguro de que aún no había habido tiempo material de que la epidemia se expandiera por aquellos pagos. Aunque se había votado por mayoría que el autobús transitaría directo hasta Barcelona (o sea, hasta final de trayecto), sin recalar en la terminal inmediatamente anterior (es decir, Zaragoza, donde de ordinario habría vomitado a unos cuantos viajeros), pues casi nadie se quería arriesgar a dejarse alcanzar por la plaga, entre el pasaje se contaban varias personas que sin duda se apearían en la estación de servicio y una vez allí se las apañarían por su cuenta para llegar a esa ciudad. Además, quizás él mismo pudiera aprovisionarse en dicha parada de comida y bebida para, nada más vérselas en Barcelona, rescatar a Luz en la productora y abandonar el país a la primera de cambio.

En pocos minutos sería la una.

El autobús penetró en el área de servicio que suponía su última escala en la ruta. Era una estación con un amplio aparcamiento que todas las compañías nacionales de autobuses habían utilizado durante muchos años para repostar: el estacionamiento formaba una ele contra cuyo ángulo recto se encajaba el ancho conglomerado de edificios bajos, donde entre otros se integraban el restaurante-mesón, la tienda adosada de Repsol y unos cuartos para los servicios públicos.

El primer tramo de asfalto dividido en cuadrículas para los camiones y autobuses reverberaba bajo la inclemente luz solar, casi totalmente desierto, sin un alma a la vista y apenas un vehículo de gran tonelaje o algún que otro coche salpicados aquí y allá. Todos los pasajeros miraban por las ventanillas sin osar respirar… y respirando apaciguados al constatar la tranquilidad reinante.

Fue al tomar la curva cuando de golpe se enfrentaron al averno.

Un autobús de la misma compañía había volcado y alrededor de él decenas de personas perecían y revivían como criaturas caníbales a manos y mordiscos de otros tantos seres endemoniados. El aire se arremolinaba en torno a ellos, turbio de rocío escarlata, miembros esparcidos e intestinos lanzados a los cuatro vientos.

Ni Goya ni El Bosco aunados hubieran podido representar una metáfora tan despiadada y aberrante del destino lógico de la humanidad: comerse unos a otros, en un rito imparable donde se proclamaba, en suma, la supremacía de una nueva raza inferior; una raza degenerada en la que primaban, por fin, sin velos ni eufemismos, los más bajos instintos que siempre habían caracterizado a los humanos: por eso, despojados ahora de toda apariencia y artificio de evolución, aquellos subseres se coronaban triunfadores.

El vicio ganaba a la civilización.

—¡Es el autobús de las nueve! —rugió el chófer, avasallado por la espantosa escena.

—¡Algún pasajero ya estaba contagiado! —maldijo Eva, mientras se echaba al hombro la mochila con el hacha dentro.

El conductor saltó aterrado sobre su asiento: había tomado la curva con tanta confianza que ahora no le daba tiempo a frenar antes de arrollar a la masa humana y no tan humana en plena refriega. Imprimió un volantazo para evitar atropellar hombres y mujeres que se debatían por su vida, y el autobús se ladeó peligrosamente, embocando hacia la entrada de la tienda Repsol.

El vehículo atravesó la puerta y el escaparate del establecimiento a la vez que volcaba de lado, enviando a todo su pasaje hacia la pared izquierda del bus.

Eva salió disparado por una de las ventanillas de emergencia y rodó sobre el suelo, entre aparadores y expositores de comida y revistas. Una andanada de vidrios rotos como metralla mordió su cuerpo con tal virulencia que por un instante temió que fuera alguno de los seres infectados clavándole su hedionda boca.

Sacudió la cabeza y echó una ojeada atrás: oleadas de Rabiosos entraban ya en la tienda, trepando por encima y por los costados del vehículo volcado, mientras daban cuenta de los pasajeros que habían quedado atrapados entre los asientos desprendidos o chafados contra el chasis combado. Todos los viajeros que pretendían salir por las ventanas laterales también eran atrapados, mordidos y zamarreados con ferocidad y saña por aquellas criaturas antropófagas: durante unos segundos sufrían el violento acceso de transformación que encrespaba sus facciones, desecaba su piel y destacaba sus incisivos como sierras implacables. Luego, como personajes programados de videojuego, asumían su nuevo imperativo biológico y se unían a la caza sin vacilar.

En cuestión de segundos, Eva fue el único humano que permanecía libre de movimientos frente a los Rabiosos, pero cercado por una muralla de seres enajenados que se agolpaban en el interior y en derredor de la tienda, impidiéndole la salida.

Era la muerte segura.

O peor: la conversión inevitable en uno de ellos.

Lo único que Eva pensó entonces fue que jamás volvería a ver a Luz.