14
Un muerto muy vivo
Degenera o muere.
El club del alcohol, DANZA INVISIBLE
El autobús salió de la dársena correspondiente con un retraso de siete minutos escrupulosamente calculado por el chófer: todos los autobuses de la Estación del Norte partían con ese retraso exacto, cortesía del particular concepto de los empresarios españoles sobre la puntualidad de sus propios compatriotas.
Esos siete minutos (más los tres de antelación con los que llegó) habían bastado para que Eva ya se hubiera quedado amodorrado en su asiento de ventanilla para cuando el bus arrancó. Había estado despierto casi toda la noche, acostado con Luz, abrazado a la criatura…, pero apenas había podido pegar ojo. Su superávit de amor le había animado a cometer la imprudencia de dejar a Luz sin el bozal puesto, pero el sexto sentido de su naturaleza humana también le había refrenado de dormir a pierna suelta al lado de aquella bestia sin amarras. Un miedo connatural a su esencia le había mantenido alerta por si Luz cambiaba de idea y de pronto la Rabiosa se rebelaba y le usaba de tentempié nocturno. Como resultado, tan sólo había logrado dar una cabezadita.
En cuanto amaneció —un viernes soleado—, abandonó a Luz en la productora, aún sin bozal y a mal recaudo, con la insegura garantía que le ofrecía aquel almacén de carne humana en que habían reconvertido el despacho principal y que la proveería de alimento durante varios días… Pero Eva no tenía otra opción si quería llevar a cabo su plan. Así que tomó el metro hasta Arc de Triomf y allí compró un billete para el primer autobús a Madrid.
El viaje se pasó en un plis y a Eva le pareció increíble que la gente pagara tres veces más por llegar a Madrid en Ave. En realidad, permaneció todo el trayecto roncando y soñando con seres cariñosos y voraces.
Ya en el metro de Madrid, se desplazó por la profunda y casi infernal red de vías y estaciones hasta llegar a la de Abrantes, en el populoso barrio de Carabanchel. Como su barrio natal de la periferia barcelonesa, aquél también era un área proletaria rezumante de inmigración: si cuarenta años atrás el suburbio vibraba con la presencia de emigrantes andaluces y extremeños, ahora eran negros africanos y cholos latinoamericanos los que otorgaban color y vida a las calles.
Eva emergió a una avenida ancha, profusa en calveros y rotondas, el típico lugar de paso para vehículos a motor. «Un lugar de paso para todos», pensó con retintín el tuerto, mientras enfilaba hacia el extenso coto amurallado que marcaba el inicio del cementerio.
No le había costado averiguar por internet el lugar donde Jacin había hecho su espectacular acto de aparición nocturno. La agencia que colgara el vídeo de su antropófaga actuación estelar indicaba dónde se había grabado: el Cementerio Sur de Carabanchel.
Eva entró en él sin mayor dificultad: en un paraje así siempre abundaban los clientes entre los que pasar desapercibido… Pero se desmoralizó unos segundos cuando su vista abarcó las interminables dimensiones del camposanto. Con razón se trataba del segundo cementerio más grande de la capital española… Eva celebró el paso de un autobús que hacía un recorrido interno, pero, tras algunas dudas, prefirió seguir a pie y revisar por sí mismo las diferentes zonas que componían su lúgubre destino.
No era un cementerio bonito, pero sí muy adocenado. Eva sabía que le sería imposible localizar la tumba exacta profanada por aquel caníbal de ojos dementes, así que su instinto le dictó recorrer más bien la red de callecitas internas para anotar mentalmente dónde se estaba procediendo a inhumar cuerpos ese mismo día.
Su intención era, obviamente, volver a toparse con aquel energúmeno, transformado ahora en algo peor. No le preocupaba en exceso la posibilidad de que aquel ser hambriento no se diera un garbeo nunca más por allá: decenas de visionados exhaustivos del vídeo le habían convencido de que Jacin estaba INSTALADO allá. Resultaba lógico, por otra parte: igual que él había instalado a Luz en un escondrijo bien aprovisionado de carne humana, lo sensato era inferir que un Rabioso que descubriese un supermercado atiborrado de ingente gente gratis como aquel cementerio no iba a dejarla pudrirse así como así. Quizás el tipo era suficientemente presentable cuando no comía como para internarse en la necrópolis por el día y tenía su vivienda personal fuera de allí.
Pero Eva intuía que aquel sitio era para Jacin vivero de carnes y refugio de las suyas al mismo tiempo.
Eran las cuatro de la tarde: durante las siguientes tres horas, Eva contabilizó al menos cuatro entierros de muy diferente pelaje. Tres de ellos se realizaron en nichos de mala (ejem) muerte, incluyendo la penosa labor de cegarlos a base de pegotes de argamasa. A Eva, aquellas poliédricas construcciones altas de geometría simple repetida hasta la saciedad, levantadas con puro y desangelado cemento, le recordaron los edificios de las feas ciudades del extrarradio de Barcelona, como Badia del Valles o Bellvitge: allá los enterraban en vida; aquí, en muerte. Por lo demás, era la misma mierda para personas sin dinero y con complejo de figurantes en un cuadro de El Bosco.
Hacia las siete de la tarde, su cuerpo empezó a resentirse del viaje de casi ocho horas por carretera y de aquellas cabezadas mal dadas. Para ese momento, ya había escogido un punto estratégico de la necrópolis desde donde ocultarse y vigilar al menos tres de los ataúdes recién sepultados.
Por un segundo sintió un cimbreo de desasosiego en el cuerpo: ¿y si aquel tipejo del vídeo no era el único? ¿Y si el lugar estaba infestado de «no muertos» que surgían de la tumba por la noche, nada más cerrarse las puertas exteriores del cementerio? ¿Estaba dispuesto a quedarse encerrado allí dentro con un ejército de muertos vivientes expelidos de sus sepulcros para dar cuenta de cualquier infeliz que pillaran dentro de los límites del camposanto? Porque lo que estaba cantado es que si le asaltaban no sería para bailar el Thriller precisamente.
Tal pensamiento no resultaba muy alentador y, a estas alturas de la improbabilidad probada, Eva sabía que cualquier contingencia era posible, por loca o sobrenatural que le pareciera a priori. Sin embargo, no podía permitirse entrar en pánico y, fuera lo que fuese lo que le aguardaba en ese cementerio, su propósito era pernoctar allí toda la noche, o todas las que hiciera falta, hasta pescar al malandrín que había transmutado a Luz en un ser de las tinieblas.
Confiaba en que no hubiera más Rabiosos que él y que los muertos estuvieran bien muertos.
Un cuarto de hora más tarde, Eva se aproximó a la alta pared de nichos en construcción y eligió uno situado en la cuarta hilera, contando desde abajo, al que ya le había echado el ojo. Se aseguró de que no le vieran y trepó escalando las cornisas de cemento, hasta introducirse con su mochila en el tétrico cubículo.
Una vez dentro, comprobó que, en efecto, desde allá arriba podía controlar la necrófila orografía circundante y, al menos, tres de los cuatro sepelios que había presenciado. Naturalmente, a lo largo de la mañana debían de haber inhumado más cadáveres, pero por fuerza estaba obligado a basar su ardid en que su Rabioso cojeara de los mismos gustos que Luz y prefiriera la vitualla humana lo más fresca y lozana posible.
Eso le trajo a colación su propia necesidad alimenticia: abrió la mochila de tela, recién adquirida junto al resto de su contenido, y se enfrascó en repasar el mismo, empleando en ello el tiempo que faltaba para que concluyera el horario de apertura al público de aquella aldea de finados.
Mientras una grabación anunciaba por altavoces estratégicamente ubicados que había llegado la hora de regresar con los vivos y que el Cementerio Sur cerraba por ese día sus puertas y lápidas, Eva verificó que tenía metido en la mochila todo aquello que le sería de utilidad para pasar la noche allí dentro; avíos que había comprado, con excepción de la comida, en una bien surtida ferretería del centro de Madrid: aparte de dos bocatas de chorizo y calamares (siempre que iba a Madrid se ponía las botas con esa extraña combinación de pan y cefalópodo) y el bozal de cuero que había pertenecido a su chica (vital para poder capturar al Rabioso y retenerle —¿vivo?— sin sufrir daño por su parte), había mercado, con el dinero de los padrastros de Luz, una linterna de mano, unos binoculares, unas gafas de soldador para proteger su ojo de cualquier posibilidad de contagio por salpicadura, una mascarilla de respiración tipo taza con idéntico fin, un tubo de pegamento Super Glue… y la única arma de que se había provisto. La sopesó en la mano, juzgando su peso y alternativas de manejo, como había hecho horas antes en la propia ferretería: se trataba de un hacha vizcaína de treinta centímetros, lo bastante corta para poder transportarla en la mochila sin llamar la atención, pero inauditamente afilada para tajar miembros o lo que se le interpusiera, sin mayor pérdida de tiempo o de su propia vida…, pues su prioridad era conservar ésta en el proceso de la caza.
La cabeza del hacha era pesada, pero extraordinariamente pulida y aguzada, y se presentaba sujeta a un mango de fibra de vidrio forrada de goma (en realidad, un elastómero sumamente agradable al tacto), lo que preservaba su mano de encallecerse o dolerse al aferraría.
Así armado, se sentía relativamente seguro para acometer su misión. Vio una camioneta del cementerio rodar por la calle más próxima a su nicho y confirmó que, ciertamente, el equipo de empleados acababa de dar por finiquitada la jornada laboral en la ciudadela de los muertos. Eva volvió a pensar en Luz para mentalizarse en la agorera espera y endulzar su luctuoso estado de ánimo: la visión de tanto edificio habitado por cadáveres, unida al ceniciento crepúsculo del cielo madrileño, no contribuía a alentar su espíritu. Se forzó a representar en su imaginación los ojos amorosos y la sonrisa humana de su amada, pero fue el gesto furioso de la bestia en que ella se había metamorfoseado la imagen que más fe en su cometido le acabó procurando.
Revisó los puntos calientes del cementerio a través de una lente del binocular (había intentado encontrar una mira telescópica autónoma o un catalejo, pero no le había dado tiempo esa mañana): a su izquierda, dos paredes de cemento fresco, a doscientos metros y un kilómetro respectivamente de su atalaya, señalaban los emplazamientos donde habían sido confinados sendos difuntos; frente a él, a medio kilómetro, podía escudriñar mediante la lente de aumento, con razonable fiabilidad, una sencilla lápida de mármol con una cruz en bajorrelieve frente a la fosa recién cubierta…, y a la derecha, tras una hilera de cipreses, había otro nicho recién ocupado, pero los árboles le impedían avizorar su pared: le era imposible, pues, vigilarlo, con el riesgo consiguiente de no percatarse si su inquilino era ignominiosamente desalojado para ser incorporado a la dieta de un Rabioso.
Transcurrieron los minutos y el relente empezó a hacer mella en su cuerpo tumbado e inmóvil. Le apetecía salir de aquel agujero y desentumecer los músculos, pero sabía que no se atrevería: el temor a delatar su intromisión y dar al traste con su objetivo era más fuerte que su incomodidad física.
Pronto, el sol desapareció y la luz menguante comenzó a amortiguar la visibilidad del camposanto. Varias luces de farolas se encendieron automáticamente a lo largo de las calles entrecruzadas, pero resultaban claramente insuficientes para discernir las tres tumbas supervisadas a través de sus prismáticos, en especial los nichos, hundidos en la oscuridad creciente.
Eva no logró reprimir un latigazo de nerviosismo que fustigó todos sus miembros: la noche caía y, a la inquietud de su soledad indefensa, se sumaba la inviabilidad de registrar con eficacia cualquier novedad que se diera en las zonas inmediatamente colindantes con los sepulcros que pretendía acechar.
Una negrura total, como boca de lobo, se adueñó del Cementerio Sur, desnortando la labor del centinela. Por más que oteara a través del binocular, los dos nichos eran ya indistinguibles, ahogados en una pared de opacidad absoluta, tan invisibles a sus anhelos como el tercer nicho tras la línea de adustos cipreses.
Eva se revolvió amilanado en su madriguera. Las cosas no estaban yendo como él preveía. El manto impenetrable de la noche le vedaba ejercer su custodia sobre la necrópolis…, y si a ello sumamos la cantidad de pájaros nocturnos y animalejos que se engrescaron a ulular y emitir toda suerte de graznidos en los dominios forestales del recinto, no deja de ser comprensible que el temple de Eva hiciese aguas en menos que canta un gallo.
Puso empeño en sacudirse el miedo, pero hubiera sido más fácil desembarazarse de él desde la seguridad de un hogar, donde cualquier empresa parece tarea chupada. Allí, encajonado en un nicho en plena noche, con miles de seres imaginarios pululando por las tinieblas del camposanto y quién sabe si reptando por las piernas del muchacho acechante, lo raro habría sido que no experimentara otro ataque de pánico.
—Por el amor de Dios —se dijo Eva en voz lo bastante alta para cerciorarse de que seguía existiendo y no se trataba de otro ave crascitando—, deja de comportarte como un gallina o te va a dar un patatús. Si además casi seguro que el tío ese vino una sola vez a este cementerio y no voy a volver a verle el pelo en la vida… En unas horas saldrá el sol y podrás salir de esta mierda de sitio…
Entonces lo vio.
O juraría que lo vio. Fue al efectuar un nuevo barrido con los gemelos: en la intersección que iba de un nicho a otro de aquéllos que inspeccionaba, creyó reconocer el movimiento de una masa más negra que la negrura reinante. De hecho, le pareció un movimiento imprimido por una mole de reminiscencias humanas…
Pero bien podría tratarse simplemente de un efecto visual provocado por el propio confuso vaivén de los binoculares: quizá la rapidez de su desplazamiento había engañado a su ojo. Empero, volvió a rebuscar en ese tramo con la pupila bien pegada al visor: chequeó los arbustos más densos, los claros entre macizos de rododendros, los senderos entre losas.
¡Ahí estaba de nuevo!
El corazón de Eva latió con fuerza, advirtiendo a su dueño de que no le diera esos sustos: ¿ESTABA SEGURO DE QUE HABÍA ALGUIEN ALLÁ?
Pero esta vez sí tenía la certidumbre de que una sombra se movía entre sombras, entre la angulosa arquitectura de las tumbas y en dirección al nicho más lejano. Intentó acompasar el ritmo de su paneo de prismáticos con el de la figura remota que correteaba a trompicones por irregulares trochas y accidentados pasos entre lápidas resquebrajadas, para aproximarse ominoso y amenazante hasta su ya inequívoca meta, aquel nicho recientemente alojado donde invadir y alterar la paz eterna de su ocupante.
La sombra, enorme, cruel, llegó a la altura de la pared del nicho y procedió a hundirla a enviones de sus manazas: el cemento no resistía la presión de sus empellones y se hundió, semihúmedo aún, flácido todavía.
Eva no aguardó a ver cómo el recién llegado destrozaba el ataúd y se inclinaba a devorar a su huésped: dejando a un lado los prismáticos, el joven asió firmemente el asa de su mochila, la lanzó al suelo y a continuación se arrastró fuera de su baluarte. Agarrándose a la fisonomía con recovecos de la pared, descendió con premura y ágilmente por la fachada, saltando a tierra y descorriendo sin pausa alguna la cremallera de la bolsa de tela: se caló las gafas de soldador, se aplicó la mascarilla para protegerse la nariz y la boca, y enarboló el hacha vizcaína con ímpetu feroz.
Acto seguido arrancó a correr hacia el nicho quebrantado sin reflexionar sobre su acción ni darse un respiro para que el corazón no se le sublevara.
Tenía que intervenir ya.
Con el hacha en mano, brincó entre lápidas y canalillos, pero a mitad de trayecto tropezó con un saliente y cayó de bruces: su corazón no se dio por aludido ni redujo el ritmo de sus latidos. Incorporándose sin esfuerzo (la adrenalina le daba alas) prosiguió saltando y corriendo hasta que la contusión en mitad de la espinilla empezó a palpitar con un dolor sordo, haciéndole desacelerar la marcha.
Eso y el miedo a lo que se pudiera encontrar frente a la sepultura abierta…
Medio cojeando, llegó a la altura de la pared de nichos. Entonces sí se detuvo un segundo, para interrogarse sobre si lo que se proponía hacer era inteligente, o al menos no consistía en una carga suicida. Decidió que cuanto más dudara, más tiempo regalaría a aquel ser anómalo para que detectara su presencia, así que sin más cavilación se abalanzó al pie del muro, vizcaína en ristre, dispuesto a chafar el cráneo del antropófago noctámbulo.
Aterrizó justo frente a la oquedad del nicho. La luz de la luna realzaba la vulgar línea del ataúd de pino que descansaba en sus entrañas.
Efectivamente, la celdilla del sepulcro, situada a la altura del pecho (y perteneciente a la segunda hilera del muro) había sido violada, y el cemento formaba grumos de fragmentos viscosos al pie del orificio y alrededor del suelo. El ataúd más allá de la pared forzada permanecía cerrado e intacto.
Pero la criatura que había hendido el nicho no estaba allí.
O al menos, no a la vista. Eva se giró hacia ambos lados con el arrebato que inocula el terror extremo, completando medias vueltas y hasta vueltas enteras a saltos, para certificar que la bestia no le acechaba a su vez con el fin de atacarle por la espalda.
No obstante, Eva estaba solo. Allí no había nadie más: sólo él y los muertos, cientos de muertos casi anónimos, cada uno en su tumba correspondiente.
Se planteó si se habría precipitado y en realidad su imaginación tan sensible a la sugestión le había jugado una mala pasada. ¿Y si aquel movimiento entrevisto a través de los prismáticos era solamente el balanceo de un arbusto, un espejismo fugaz favorecido por su impresionable estado de nervios?
No, no, la pared del nicho había sido profanada. Aquel ser había estado allí, y ahora le vigilaba seguramente desde algún punto de aquella sección del cementerio, cobijado entre mármoles o detrás de algún tronco de árbol.
Un estremecimiento contrajo el cuerpo de Eva, ya indeciso de nuevo, mientras la hoja de su hacha temblaba, reflectando la luz de la luna de tal manera que él mismo proclamaba las coordenadas de su posición de forma muy precisa…
Agobiado, ahora sí, por lo aterrador de aquella delirante tesitura, Eva determinó regresar a su escondite.
Quizás el muerto viviente (o lo que fuera) no le había visto. Quizá se había alejado para obtener alguna herramienta con la que horadar el ataúd y a Eva aún le quedaba tiempo para, apostado de nuevo, volver a acorralarle.
En todo caso, era mejor que pusiera pies en polvorosa y se ocultara cuanto antes…
Eva retornó jadeante a su nicho de vigilancia. Ahora la pierna le dolía seriamente; debía de haberse dado un buen golpetón contra el borde de alguna sepultura.
Con dificultad y molestia, escaló por la pared y se encaramó al mismo nicho de antes, al tiempo que tanteaba con la mano para encontrar en la oscuridad el bulto de la mochila y los prismáticos, con miras a retirarlos y que no le obstaculizaran la subida.
Pero su mano no dio con lo que buscaba.
Su mano sólo encontró otra mano.
La mano estaba fría como la muerte, pero se movió de repente, atrapando su muñeca con la celeridad del rayo. Eva profirió el grito más estentóreo de su vida, que ni siquiera la mascarilla pudo mitigar. A medias cernido contra la boca del nicho, sus pies se impulsaron hacia atrás sin pensarlo, tal era su pavor a ser atacado por aquel intruso mientras se hallaba sujeto por la presión de esa mano invasiva.
Pero el invasor no le permitió caer. Eva se quedó colgando por fuera del nicho, sostenido de la muñeca por aquella garra de fuerza insólitamente hercúlea, que le mantenía suspendido en el aire como si su propietario fuera un superhéroe… o un supervillano con poderes equiparables.
El histerismo prendió mecha en la voluntad de Eva.
Su otra mano comenzó a descargar el hacha, con toda la furia de su miedo, sobre el antebrazo del agresor. La hoja seccionó limpiamente radio y cubito…, y Eva notó que la ley de la gravedad reclamaba su cuerpo. Se golpeó contra la tierra y los cascotes con la contundencia que proporcionan dos metros de aceleración en caída libre.
Pese a todo, no sintió dolor en la espalda, sino en la muñeca: la mano escindida, de uñas grises, continuaba agitándose agarrada a su brazo, apretándole los huesos escafoides y semilunar. Eva valoró la ocurrencia de morderla, pero por suerte aún no estaba tan enloquecido. Así que aplastó repetidamente el envés de su propia mano contra una lápida cercana, propiciando que los drásticos impactos aturullaran los músculos de la extremidad amputada, obligándola a aflojar su presa. Después, perdió un tiempo precioso semiincorporándose para partirla en dos de un nuevo hachazo.
Cuando se volvió hacia lo alto para enfrentar aquel «elemento hostil»…, el dueño de la mano ya volaba por los aires hacia él.
Esta vez rodaron los dos juntos por el suelo.
Evidentemente, el okupa de su nicho y ahora contrincante con ventaja era Jacin. En su instinto de cazador, había deducido desde su escondrijo (otro nicho no tan apartado del que Eva había adoptado como garita) que aquel muchacho engañosamente errabundo albergaba el propósito de apresarlo. Llevaba horas vigilándole: había adivinado los nichos que Eva supervisaba como probables cebos a su gula y, aunque Jacin sólo se alimentaba de cadáveres depositados en fosas o tumbas individuales bajo tierra, dado que gracias a su extraordinario vigor podía dejar el escenario de su carnicería aparentemente tan incólume como lo encontraba (mientras que el nicho lo hubiera abandonado destrozado, llamando al día siguiente la atención de los vigilantes), decidió hacer una excursión hacia una de las sepulturas comunes para inmiscuirse adrede en el radar de aquel espía humano… Cuando oyó que Eva se acercaba (su caída a plena carrera fue el mejor aviso que un monstruo duro de oído podría desear), Jacin retrocedió, efectuando un rodeo y deslizándose al interior de la guarida de su perseguidor, atrincherándose allí para convertirle en cazador cazado.
Y así era como en ese momento ambos giraban como una peonza de dos cuerpos sobre el dentado terreno, en una batahola de esfuerzo y desesperación.
Al perder potencia, Eva quedó plantado boca arriba mientras el Rabioso, estirado sobre él, forcejeaba para endiñarle una dentellada en plena cara. El aspecto fiero y semipútrido de Jacin le recordaba a Eva las furibundas facciones del actor Fernando Hilbeck en No profanar el sueño de los muertos, sólo que este zombi era mucho más fornido y sus ojos enrojecidos supuraban una ira casi gitana.
Eva comenzó a vacilar: a duras penas sujetaba el brazo de mano amputada de su oponente, que amenazaba con liberarlo y endosárselo en plena cara, con lo que no habría escape a su contagio; mientras, su mano derecha constreñía férrea el hacha, pero a su vez Jacin le aferraba la muñeca, impidiéndole el uso del arma.
Le hubiera propinado un cabezazo, pero de nuevo temía que se le rompieran las gafas o la mascarilla, lo cual ocasionaría su infección instantánea.
Así las cosas, optó por la salida más insensata: en un segundo, soltó el brazo sangrante de su adversario al tiempo que con impulso ascendente hacía volar su propia cabeza para machacar con su coronilla el mentón al atacante, desencajándole la mandíbula: Eva aprovechó ese momento de desconcierto del Rabioso y, tornándose raudo, agarró una piedra con forma de cuña, que hundió entre los nudillos de la única mano útil que le restaba a Jacin. Éste aulló de dolor o sorpresa, pero en todo caso distendió la presión de sus dedos lo justo para que el muchacho recuperara el control y movimiento de su hacha: sin más dilación, trazó un arco ofensivo que permitióle golpear con energía la pulimentada cabeza de la vizcaína contra el hocico Rabioso y furibundo, rebanando de una tacada los morros de la ya desquiciada boca… La quijada de Jacin, salida de sus goznes, se quedó colgando como la mano muerta de un brazo en cabestrillo, mientras sus fauces surcaban los aires, diseminando la dentadura al completo por entre las cruces erguidas en el campo de batalla.
Eva recobró aliento, el suficiente para reunir la enjundia que requería descargar de nuevo el hacha, esta vez contra la extremidad derecha del Rabioso. Con la acerada hoja clavó el brazo enemigo contra una porción de grava, derribando a Jacin de espaldas. Ese corto intervalo concedió a Eva un respiro del que se sirvió para levantarse y, sin disolución de continuidad, asestarle nuevos hachazos al brazo aún útil de Jacin, y también a las piernas, hasta desarbolarlo, esto es: hasta desgajarle de todos sus miembros.
Finalmente, cercenó a hachazos todas las extremidades, aún temblequeantes y móviles, y le pegó una patada a cada trozo para alejarlos de allí y dispersarlos.
Mientras, Jacin le contemplaba asombrado, tumbado aún boca arriba, sin operatividad para desplazar el torso ni morder con la inhabilitada boca. Aun así, de vez en cuando realizaba un amago de mordisco en dirección a Eva, de pura e iracunda frustración.
Ya sereno, pues había consumado su objetivo, Eva se sentó a horcajadas sobre el plexo solar de Jacin. Ya no le acreditaba capaz de ninguna amenaza, dado que había mutilado todas sus armas corporales.
—Sé que puedes entenderme —se dirigió por fin verbalmente a la inerme bestia—. Y sé que con esfuerzo puedes hablar… Necesito que me digas cómo comenzó esto…
Jacin le miró fijo, como si estuviera accediendo a un archivo de información largo tiempo sepultado en su memoria primitiva… y que sólo ahora volvía a desempolvar. Sus ojos de demonio parecieron reconocer las palabras de su sometedor: Se diría que el Rabioso las absorbía para repetirlas en su cabeza casi hueca y así, de manera progresiva, ir aprehendiéndolas también en su significado, primero individual, después combinado… Su semblante monstruoso adquirió una expresión de triunfo, como si la decodificación semántica de esa frase, procesada con éxito, hubiera descerrajado y abierto la puerta sellada hacía eras de una caja de caudales con sus recuerdos humanos…
—Aaaaah… —gimoteó, como un hombre al que le han pinzado las cuerdas vocales.
—Esfuérzate —le acicateó Eva, que no quería saturar la mente de su enemigo refiriéndole demasiadas palabras.
De tanto en tanto, la ira asesina privaba de sangre fría a la criatura, que se debatía con sacudidas para quitarse a Eva de encima. Sin embargo, las piernas del muchacho atenazaban a su sometido, prendidas con eficiencia al tronco del Rabioso; las rodillas formaban una pinza sobre el torso tullido, apenas zarandeado el vencedor a consecuencia de los espasmos del vencido, como si aquél se hallara montado en un toro mecánico a medio gas…
En pocos minutos, Jacin se dio cuenta de que su suerte estaba echada… y asumió la derrota. Ello añadió una placidez casi humana a sus facciones defenestradas… El otrora orgulloso rostro de sensuales rasgos calés era ahora un horror regurgitado de la pesadilla más repulsiva de un escritor de bolsilibros.
—Dime: ¿dónde nació el contagio? —interrogó Eva. Volvía a respirar calmo, sabía que había ganado, tenía muchas horas por delante: aquel monstruo no moriría sin hablar, mejor dicho no moriría, por mucho que se desangrara—. ¿DÓN-DE NA-CIÓ EL CON-TA-GIO?
El Rabioso no desviaba ahora la vista de él, absorto en la contemplación de la cara humana de su captor, de sus gestos gráciles, no agarrotados por la infestación… Quizás invocaba su propia y ya perdida humanidad, la esperanza de sentir emociones nobles que atesorara antaño y de las que se fue desprendiendo conforme se empecinó en sus fanatismos nacionalistas, racistas, sexistas… La tristeza inundó ahora sus ojos de animal moribundo, al comprender que incluso cuando era humano, ya había dejado de serlo.
—Ooooo… tttteeee… llllaaaaasss —bisbiseó al fin, recurriendo quizás al sentimiento de culpa que pudiera pervivir en alguna célula todavía no conversa a la irracionalidad.
—¿Qué? ¿Qué? —tartajeó Eva, asustado por no haber entendido bien—. ¿Bo-bo-botellas? ¿Qué botellas?
—Oooooo… tttteeee… lllassssssss… —silabeó de nuevo el agujero que quedaba por boca, los labios incapaces de ejecutar la be inicial.
—Botellas, sí. ¿Qué botellas?
Eva sospechaba que se había equivocado en el enunciado de su indagación, que aquel ser informe podía hablar, sí, pero no sabía lo que hablaba. ¿Botellas? ¿Botellas? Eso no tenía nada que ver con lo que él estaba preguntando…
Pero entonces recordó.
La botella que Jacin arrojó al terreno de juego la noche del Catalunya-España.
La que recogió el president de la Generalitat y se llevó del campo con una sonrisa triunfal.
Dios mío.
Ya no le cabía duda.
Aquello era el fin del mundo.
No había salvación para nadie.
Mejor se volvía con Luz y disfrutaba su compañía mientras fuera consciente de sus sentimientos por ella. Para cuando fuera un Rabioso como Luz y como ese desdichado, quién sabe si ya no podría solazarse con la compañía de su amada. Quién sabe si se lanzarían la una sobre el otro para triturarse a bocados.
Las gafas de soldador empezaron a llenársele de lágrimas.
Jacin estudió el llanto del humano como lo haría un perro domesticado, ya sin rabia, sin sufrimiento… y acusó una punzada de envidia…
—AAA… ÁAAA… —gesticuló, sin que Eva supiera desentrañar qué quería comunicarle.
El Rabioso reiteró su letanía. «AAA… ÁAAA.» Dos golpes de a, la primera átona y la segunda tónica.
—Aá, aá, qué coño es eso… —Eva comprendió de golpe—. «Mamá», ¿mamá?
Jacin asintió lenta, reverentemente. Su verdugo le había entendido. No sabía si su madre estaba viva o muerta, pero se adhería a ella en su último pensamiento consciente, su último pensamiento como ser vivo.
Eva se puso de pie con dificultad, sus lágrimas arreciaron al apreciar que hasta una aberración como aquélla tenía una madre a la que encomendarse al morir.
Hasta aquel monstruo tenía una mamá.
Levantó el hacha y la descargó con toda su compasión.
Cinco horas más tarde, trepaba el muro delimitador del Cementerio Sur y se alejaba de él a pie: al pisar terreno despejado, se abrochó bien la gabardina reversible para que la sangre de su ropaje no incitara a preguntas indeseadas y tomó un taxi hasta la estación de autobuses.
Eran las siete de la mañana del sábado. Le había dado tiempo a esparcir y enterrar los menudos pedazos de Jacin, tan atomizados que apenas sufrían alguna obtusa contracción por todo movimiento. Incluso había tenido tiempo de dormir, echado sobre una yacija, la espalda reclinada contra la lápida más cara y acogedora.
Ahora su único plan consistía en regresar a Barcelona y averiguar si existía alguna posibilidad de evitar aquella catastrófica epidemia.
Mientras el taxi avanzaba mansamente por las anchas avenidas madrileñas, acariciando con sus llantas la piel de una ciudad aún somnolienta, Eva se preguntaba cómo iba a arreglárselas para acercarse al president de la Generalitat y convencerle de que aquella botella encerraba la maldición o la salvación de la humanidad.
Seguramente le resultaría imposible. Pero debía intentarlo. Antes de que alguien abriera la botella y consumiera su condenado licor o lo diera a consumir. Antes de que… Su mente distraída se enganchó al hilo musical que el taxista traía sintonizado.
—Boletín de noticias —interrumpió entonces la voz varonil de una locutora—. El presidente del Gobierno ha convocado con carácter de urgencia una rueda de prensa para anunciar, según afirma, la solución definitiva a la crisis…
Eva no pudo contener un respingo de sorpresa. ¡La crisis! ¿De verdad les parecía importante la crisis económica?
—¡La que se nos viene encima! —comentó el afascistado taxista, con ganas de salpicar de bilis sólo a siniestro.
—Y que lo diga… —convino Eva.
Pero lo que menos esperaba el taxista era que su pasajero prorrumpiera en aquel estallido de salvajes carcajadas.
No se lo esperaba. Por eso, contrariado y con cierto grado de irritación, no volvió a abrir la boca mientras conducía al chaval a su punto de destino.
Pero el chaval no remitió su catarata histérica durante todo el trayecto.