13
El día de los vivos murientes
Siento alguien dentro: me quema y me da miedo.
El amante de fuego, MECANO
Luz estaba saciada.
En medio del despacho inundado de sangre, semejaba una figura de chocolate caramelizado. Quieta y silente, reposaba arrodillada en el centro del gran charco púrpura, del que sobresalían pedacitos de restos anteriormente humanos. No respiraba, no estaba viva: pero Eva continuaba amándola.
Eva estaba sentado en la silla de cuero gastado que durante años ocupara Pau Domínguez. Miraba a Luz sin hablar, tratando de no juzgar si lo que había hecho estaba bien o mal. El bien o el mal ya sólo entrañaban un valor muy relativo, habían dejado de tener tanta importancia desde que Luz se había transformado en aquel ser hambriento. Se había obligado a ser testigo excepcional de cómo Luz despachaba las carnes de sus odiados productores, tanto del panzón «papi» como del facineroso hijo. Mientras ella despellejaba minutos antes un brazo de Joaquim, Eva había recordado una de las intimidaciones favoritas de aquel cabrón rubiales: «Ten mucho cuidado conmigo, soy un hueso duro de roer…»
Visto lo visto, por la fruición con que Luz mondaba su osamenta, no lo era tanto.
En algún punto de la cabeza de Eva anidaba un fastidioso remordimiento vibrátil y acusatorio: el que le recriminaba no haber hecho todo lo posible para salvar al joven director de cine que había acudido esa mañana, sin saberlo, a su propia muerte. Pero no podía exponerse, si quería consumar la venganza y acomodar a Luz a buen recaudo, a que hubiera supervivientes.
Eva intuía que él nunca podría acostumbrarse a los «daños colaterales». Había muerto un inocente por su culpa, y esa compunción alentaría dentro de su conciencia mientras él viviera.
Eva y Luz habían hecho grandes avances para volver a establecer un mutuo entendimiento: básicamente, ella aceptaba la tutela de Eva como prueba de su amor y de su sumisión. Le obedecía sin rechistar (tampoco habría sabido rechistar), con una mansedumbre propia de alguien que distingue y valora el cariño que le prodiga un ser diferente: Eva, por su parte, ya no alimentaba ningún temor de que Luz se rebelara contra él.
Luz seguía comprendiendo el lenguaje humano y quizá, más adelante, incluso podría llegar a practicarlo. Pero lo relevante de entrada era que Luz se doblegaba a Eva. Ella se supeditaba al designio de él. Ésa era la base fundamental de su relación actual.
Hacía días que Eva había proyectado incursionar contra sus antiguos productores. De ese modo, mataba muchos pájaros de un tiro: en primer lugar, claro está, utilizaba a Luz para destruir a dos personas que habían destrozado los sueños profesionales de Eva; en segundo lugar, le procuraba a ella provisión suficiente para mantenerla toda una semana amansada y tranquila, ahora que se les habían acabado los fetos para cebarla; y, en tercer lugar, conseguía gratis un espacio cerrado donde alojarla unos días, menos claustrofóbico que el suyo: se había cansado de recluirse allí dentro con ella y, si se decidía a dejarla sola, tenía miedo de que le arruinara la casa. Ahora, en ese reducto neutro que constituía la nueva productora de sus ex patrones, podían cobijarse casi media semana, lo bastante para no agobiarse en la oscuridad de su piso y concebir algún plan…
Habían partido la noche anterior del sótano de Eva, hacia las cuatro de la madrugada, para caminar hacia la productora a través de las calles a esa hora desiertas. Eva le había comprado a Luz un collar y un bozal de perro, que le ajustó con cinchas a la nuca sin que ella protestara. Después, la cambió y cubrió con un peto tejano que aguantaría cualquier maltrato. Intentó enfundarle sus botas militares, pero Luz se quejó como una mascota mimada: ahora prefería la libertad de sus miembros. Así que se quedó solamente con el peto y los arreos.
Recorrieron el entramado de callejas sin problemas. Eva se esmeró en andar muy pegado a Luz para que ningún viandante ocasional se fijara en la cadena con la que la sujetaba del collar. Pero no se cruzaron con nadie. De haberlo hecho, a esa hora de la noche sólo deambulaban borrachos e insomnes, que en todo caso se habrían figurado que la chica era una esclava sumisa de algún loco del sadomaso. Cosas más raras se veían en Barcelona.
Eva conocía dónde habían asentado sus nuevas instalaciones los responsables de Iridiscente Films porque el productor que lo había soplado todo a la prensa le había enviado la dirección por correo electrónico. Eva aguardó con Luz sentados en el bordillo de un zaguán. Ella no parecía agitada ni ansiosa: en aquella zona de la ciudad, la noche era muy apacible y no se veía un alma, apenas algún coche rodando solitario por la calle principal.
Por fin, una mujer salió del edificio de la productora. Eva corrió a impedir que la puerta se cerrara: luego, hizo una seña a Luz para que se uniera a él y ambos se introdujeron en el portal.
Era un edificio sin portero ni vigilancia alguna. Eva sabía que la productora estaba en la primera puerta de los bajos, así que descendió con Luz hasta el subsótano, para evitar ser avistados por cualquier vecino que entrara o saliera, y esperaron con paciencia la llegada de los trabajadores de la antigua Iridiscente Films.
El primero en personarse, a las siete de la mañana, fue el contable, Santi. Eva espió su callada figura por entre los balaustres de la escalera: era un hombre de mediana edad que no le caía mal, pero que por fuerza debía estar al corriente de las barrabasadas de sus jefes.
Media hora más tarde arribó Gelines, la infatigable secretaria, que también entró con sus propias llaves. Eva se sorprendió de que no llegaran más empleados. Al parecer, solamente Santi y Gelines continuaban trabajando para Pau y Joaquim. Mejor, reflexionó: así no pagarán por ellos más inocentes… aunque la ausencia de la esposa de Pau, la descojonante coordinadora de guiones, aquella pelandusca requetemaquillada, sí hubiera supuesto una buena recompensa, un agradecido bonus track a tantas horas de guardia.
Pero lo que sí supuso una contrariedad en toda regla fue el que a las nueve y media Pau penetrara el portal con la única compañía de aquel muchacho desconocido. Eva no quería iniciar el ataque hasta que no estuviera en la productora también Joaquim, a quien odiaba con toda su alma, pero ese chico con un guión bajo el brazo le recordaba demasiado a sí mismo la primera vez que visitó Iridiscente Films como para no teñir sus intenciones de un angustiante sentimiento de culpa. Sin embargo, siguió esperando…
Una hora después, un despreocupado y vivaracho Joaquim irrumpió en el vestíbulo con su silbido de desenfado habitual. Eva aún tenía presente con qué desprecio había ordenado a uno de los ayudantes de producción, en la sede anterior, que quitara su «apestosa» bicicleta del patio para que pudiera aparcar su Porschecito… La furia se agolpó en las sienes de Eva… y el deseo de revancha afluyó con más poderío que nunca: aquel cabrón desdeñoso tenía que pagar. Ni las autoridades ni los medios de comunicación habían hecho absolutamente nada para reparar el daño que las acciones delictivas de aquellos dos mangantes habían causado a personas como él, el mismo que causarían a aquel joven director que acababa de sellar su destino.
Él sí les haría pagar todo lo que le habían hecho. Con ayuda de Luz, desde luego.
La pérdida del muchacho visitante sería contabilizada solamente como la última víctima del contubernio de la familia Domínguez. No debía darle más vueltas.
Nada era lo mismo desde que Luz era lo que era. Él tampoco era ya el mismo —al menos mentalmente— ni podía regirse por el mismo intachable código moral que antes: un ser como Luz ocasionaba bajas, tocaba asumirlo de una vez. Su cometido consistía ahora en prevenir que ocasionara las menos posibles y detener a toda costa el contagio de su enfermedad.
Y, a partir de ahí, tratar de vivir con ello.
Eva no se había trazado ningún plan a largo plazo. Sólo pretendía ganarse un respiro de unos días, fuera de su hábitat y ámbito ordinarios. Trasladarse a Madrid en pos del tipo que había desencadenado el contagio en el Camp Nou se le antojaba una locura, dado que aquel hombre era ahora un Rabioso más —o lo que quiera que fuesen— y, por tanto, devendría inútil empeñarse en sonsacarle ninguna información sobre aquella increíble variedad de rabia. Por otro lado, la opción de extraer sangre de Luz y mandarla a analizar se le hacía un mundo: él sólo era un pobre veinteañero tuerto y descarriado, sin ningún contacto de fiar en el sector de la medicina. ¿A quién encargarle el análisis sin abrigar reparos de que los resultados extendieran la sospecha y terminaran por delatarle a él y a su compañera?
No: por el momento, lo mejor era limitarse a ver, oír y callar.
Y alimentar.
Volvió a ser consciente de los ruidos.
Eso era lo peor de todo: estar presente frente a Luz mientras ésta se ventilaba a sus presas, deglutiendo desde las falanges a las venas…, los músculos pectorales, las madejas de intestinos y hasta los globos de los ojos, empapada en sangre que apenas bebía… Le aborrecía saberse espectador privilegiado del peor espectáculo que existe, la aniquilación de seres humanos en las fauces de otro ser casi humano… Pero lo que lo hacía directamente insoportable era la reacción de su propio organismo: las tripas comenzaban a rugir e insubordinarse, la visión atroz de la carne desgarrada y el denso olor de las decenas de litros sanguíneos derramados sólo le traían ya consigo el aviso impostergable de que tenía hambre, como cuando era niño y olió su propia carne quemada. Y las tripas se le amotinaban con redoblado fragor, advirtiendo a su propietario, con sus estremecimientos, que había llegado la hora de que él también se alimentara.
Se desperezó y pasó a otro despacho por una puerta posterior del cuarto, únicamente para vadear la marea de sangre en los baldosines. Desde el umbral miró a Luz con una sonrisa confiada:
—Vuelvo en cinco minutos —pronunció espaciada y diáfanamente, para asegurarse de que le entendiera bien. Pero Luz le devolvió la mirada cristalina y, ya fuera porque su cerebro procesó sin trabas lo que decía, o porque captaba el sentido de lo que quería decir, permaneció relajada, en pleno sosiego tras el hartazgo de carne.
Eva tomó las llaves de Gelines de la mesa de recepción y, tras probar cuáles eran las del piso, se marchó cerrando con un par de vueltas de seguridad.
Cuando regresó al cabo de media hora, después de meterse entre pecho y espalda con el mayor de los apetitos un bocadillo de fuet en un bar de chinos, comprobó que Luz no estaba en el despacho de Pau Domínguez. Tampoco en los otros despachos ni en la nueva sala de reuniones, apenas habilitada. Empezó a preocuparse y a pensar con resquemor que ella le había desobedecido.
—Luuuz —llamaba tibiamente, resistiéndose a ceder al sobresalto y dispensando vistazos urgentes en dirección a los ventanales, repasando que ningún cristal estuviera roto o una ventana inesperadamente abierta.
Revisó todo el piso sin hallar rastro de ella, así que volvió a comenzar por el despacho de Pau, la habitación de los cadáveres. Entonces, de repente, lo vio.
Al principio había creído que se trataba de un pedazo de carne macilenta más, como los otros tantos que se amontonaban por todos lados. Pero no era un costillar tarascado, ni un rimero de vísceras relamidas, ni una paletilla de humano con el extremo óseo roído.
Estaba en medio de la estancia y componía una figura casi piramidal, excepto el vértice superior, trunco por necesidad. El triángulo lo formaban una especie de bolas casi perfectamente esféricas, de superficie rugosa y estriada como la de un coco y de color perlino oscuro. Así de buenas a primeras, Eva se temió lo peor. Había visto tantos filmes de seres sobrenaturales o de otros planetas (¿cómo no relacionar continuamente la excepcionalidad de lo que le estaba pasando con las mil y una películas fantásticas que había paladeado desde su niñez?), que ya se imaginaba encontrarse ante la puesta de huevos de la reina madre de unos alienígenas feraces o, en este caso, de la reina madre zombi. Pues la apariencia era ésa: la de un cúmulo de huevos humeantes que probablemente en unos segundos reventarían para arrojar sobre el mundo las crías de Luz, decenas de Lucitas dispuestas a merendarse a la humanidad y reproducirse por doquier.
Temblando como un poseso, se arrodilló junto a la pirámide de huevos y se los quedó observando fijamente. ¿Y si los quemaba? Quizá si lo hacía podría ahorrar a su propia especie uno de los peores sustos de su historia. Pero ¿quemarlos con qué? ¿Con el mechero que siempre llevaba encima por si la obediencia de Luz se le iba de las manos y tenía que amedrentarla? ¿Podía prenderles fuego a los huevos con un mísero encendedor? Entonces recordó con cuánta facilidad ardían los huevos de las películas de ciencia ficción, así que coligió que quizás aquella corteza vaporosa, perlina y arrugada podía cualificar como material inflamable.
Así pues, con sumo cuidado, acercó la llama de su mechero de todo a cien a la formación de huevos.
Pero el encendedor no encendió ni una brizna de corteza. La llama se apagó como si la acercara a un aguazal.
Sin más opciones a primera vista, al fin se atrevió a tocarlos. Estaban calientes, de eso no había duda. ¿Estarían en pleno proceso de incubación? La sustancia de la superficie era sólo semisólida y se hundía bajo la presión de los dedos. Así que presionó, hurgando y situando las yemas sobre el corazón compacto de cada huevo, con miedo a sentir mediante el contacto algún latido interior que indicara una forma de vida. Pero se acordó de que Luz no respiraba ni evidenciaba de ninguna manera perceptible que su corazón siguiera latiendo… Por lo tanto, quienes fueran aquellos seres nonatos, ¡no iba a descubrirlos por las pulsaciones de sus corazones!
Fue en ese justo instante cuando se percató del intenso olor que los huevos despedían, especialmente por la zona que él había arañado y horadado… En breve le envolvió un hedor espeso y nauseabundo, que le barría y saturaba su olfato en oleadas súbitas, el mismo olor que uno podría captar en un establo cerrado durante mucho tiempo…
Entonces comprendió qué era aquello que él había intentado quemar.
Le sobrevino una basca que le impelió varios metros atrás, lejos de las bolas pestilentes. Ahora, mientras las estudiaba a distancia con gesto de espanto y un ligero reproche en su seno a la desfachatez de su novia, sabía que no se las veía con un cargamento de huevos en tránsito de gestación.
¡Eran cagarrutas! ¡Cagarrutas gigantes! ¡Auténticas bolas de excremento con un núcleo de dureza casi impermeable!
Era bosta expelida por Luz.
Acuclillado contra un rincón ya rebalsado en sangre, Eva contempló sus dedos manchados y los olfateó. Apenas estaba familiarizado con las heces de hembra humana, pero las pocas veces que había compartido retrete con una, siempre le había chocado que sus defecaciones dejaran flotando un aroma residual más tenue y evanescente que las suyas o las de los demás hombres. También creía haber leído alguna vez sobre el tema: la mierda de las mujeres huele menos que la de los varones.
Pero aquella mierda olía a rayos, apestaba que daba gusto. Aquellos zombis cagaban una sola vez a la semana, pero al parecer lo hacían de lo lindo y en bolos emanantes de una fetidez imposible de equiparar en un ser humano…, ¡ni aunque procediera de la descomposición de restos humanos! Y, en efecto, casi equivalía al olor de un cuerpo corrupto…
Entonces Eva se apercibió de lo realmente primordial de la cuestión: «Un momento —pensó—, ¿no me había dicho Pere que los zombis no cagaban? ¿Cómo es posible que estos zombis caguen? Si cagan, eso solamente significa que no son zombis…»
¡SI LUZ CAGABA, NO ERA UNA ZOMBl!
¡LUZ ERA HUMANA!
El pensamiento revestía tal potencial revelador, que durante un minuto entero Eva se abandonó reconfortado con su mera formulación, regodeándose interiormente en lo que esa hipótesis implicaba. Sin embargo, su mente terminó por descartar el incierto final feliz con que aquellas tentadoras cabalas le hacían soñar para traerle de vuelta a aquel cuarto en aquel momento preciso, y su memoria le comunicó que en aquel cuarto, en aquel momento preciso, en medio de aquella reciente masacre… ¡no tenía idea de dónde estaba Luz!
—¿Luz? —volvió a preguntar en voz alta.
Se incorporó, salió al pasillo, entró en el cuarto de baño de la productora y se lavó las manos.
Luego reemprendió la búsqueda, su propio corazón acurrucado en un rinconcito del pecho.
—¿Luz? —inquiría como una letanía, como si al pronunciar el nombre pudiera identificar hitos del sendero que le conducirían indefectiblemente hacia ella.
Pero Luz no estaba en ninguna de las cámaras del piso.
Eva retornó al pasillo de la entrada. Tocó por instinto la puerta, la misma que había cerrado con dos vueltas de llave. Al regresar del bar, había sido consciente de haber revertido esas dos vueltas para poder acceder de nuevo al piso, así que era imposible que Luz hubiera salido por allí. A no ser… cualquiera de los cadáveres debía de llevar consigo copias de las llaves y Luz muy bien podía haberse marchado de la productora dejando la puerta cerrada tal como la había encontrado…
¡No, no! Eva rechazó esa posibilidad: resultaba demencial siquiera plantearse que, en su estado actual, Luz fuese capaz de razonar lo suficiente para hacerse con una llave, insertarla en una cerradura y, antes de darse el piro, cerrar la puerta con las mismas vueltas con que estaba cerrada al principio…
Pero entonces…, ¿dónde demonios se hallaba?
Eva buscó una vez más, meditando que, si Luz no aparecía, se vería forzado a emprender su busca por toda la ciudad. La sola idea le aterrorizó. Ésa sería una tarea infructuosa, imposible de coronar…
Cuando pasó por segunda vez por el primer recodo de aquel pasillo reparó en la puerta. Estaba integrada con la pared, se podía decir que formaba parte de ella. Parecía la entrada a un armario empotrado. Algo le susurró a Eva en su inconsciente que Luz estaba allí dentro.
Abrió la frágil puerta tirando de un diminuto pomo en forma de mariquita, con sus pintas negras y todo.
Efectivamente, se trataba de un armario empotrado, aunque tenía dimensiones de cuarto muy reducido, aprovechando un hueco de dos metros por dos metros escatimados al patio interior.
Eva metió la cabeza. Dentro reinaba la más completa oscuridad, pero iluminados por la claridad exterior, los pies de Luz asomaban sobre un colchón tirado en el suelo. En la penumbra, Eva también adivinaba las franjas alazanas de los ojos de ella, observándole sin pestañear.
Ella ya no pestañeaba nunca.
«Pero si caga —argumentó Eva—, si mi amor caga, ¡es que está viva!»
Y sin considerar los riesgos de contagio, se acostó junto a Luz, en plena tiniebla.
Luz ya le había demostrado repetidas ocasiones a lo largo de aquella semana que no tenía nada que recelar de ella…, al menos en principio. El ser antropófago se recostó junto a él, dócil como un gran danés, sensual como una gran guineana.
Fueron los ojos, sin duda. Los ojos y la abstinencia de varios días.
Eva no se había vuelto a preocupar de la cuestión sexual: el susto cotidiano preservaba aletargada su libido, a la que no había dado rienda suelta desde la conversión de Luz en Rabiosa, pese a que hasta entonces el muchacho solía masturbarse cotidianamente, al ritmo aproximado de una alegre paja por día (algunos días ninguna; algunos días, dos).
Pero ahora, ver de cerca aquellos ojos castaños de vetas rojizas le hizo rememorar a la Luz de su primera noche juntos. O quizá fue el bajón de la adrenalina, que también influye lo suyo y conlleva sus efectos secundarios.
Pero no, definitivamente, lo que en Eva conjuró aquella erección espontánea, fue la visión de los ojos de Luz, lo más humano que restaba de su condición.
De pronto, la propia Luz tuvo conocimiento del bulto prominente en la entrepierna de Eva. Su muslo lo rozó sin querer, instigando aún más con su fricción las ganas del pene ya despierto, pese a la cobertura del pantalón de tergal.
Entonces el ser que antes había sido una encantadora y rebelde muchacha llamada Luz y al que ahora Eva no discernía, para su beneficio imaginativo, debido a su negrura y a la del cuartito, recobró retazos de su pasada refriega carnal con el joven, o quizás es que una intuición —¿femenina?— la hizo columbrar lo desasistido que debía de hallarse el sexo de su compañero de colchón y padecimientos, porque la mano coriácea de ella se posó como quien no quiere ni entiende la cosa sobre la cosa de él, empezando a masajear con su llagada palma la bragueta inflamada de deseo involuntario.
Eva se bajó la cremallera, su amor presto para la prueba de fuego.
Una parte lúcida de él no podía evitar pensar que aquella mano que le estaba masturbando con torpeza pero cierta maña instintiva pertenecía nada menos que a un monstruo que se sustentaba con personas; pero otra parte le instaba a mirar de cerca aquellos ojos adorables, al fondo de los cuales aún divisaba los restos del naufragio de una feminidad incólume y completa. Aquellos ojos eran los que él veneraba, por los que sentía tanto amor, tanta pasión y tanta… calentura. Mientras sólo atisbara aquellos ojos de hembra pura y salvaje, no se asustaría por su integridad ni por lo extravagante de la situación.
Sin embargo, cuando Luz se dio media vuelta y propulsó su cara hacia el pene ya aireado de Eva, éste se inquietó. Por mucha confianza que tuviera en su pareja, no iba a consentir que le chupara la polla. ¡Era una zombi! Bueno, o quizá no: pero a efectos prácticos, lo era. ¿Cómo iba a transigir con que una zombi le chupara la polla?
Cuando la retuvo del hombro para que no siguiera pujando por embucharse su sexo, Luz le contestó con un apremiante jadeo. «Parece que ella también está caliente», se pasmó Eva. Eso también contravenía la teoría de Pere. Entonces, su ojo ya adaptado a la oscuridad vislumbró que Luz se sacudía su mano represora y comenzaba a agitar airadamente los puños en el aire, mientras lanzaba dentelladas hacia el cielo, de pura frustración. «Está teniendo una rabieta», concluyó su amante.
Eva estaba empalmado como un monicaco y la coyuntura se presentaba ahora de lo más peliaguda. ¿Cómo rechazar a Luz cuando ella podía descuartizarlo de cuatro bocados? El joven caviló unos segundos y adoptó una decisión radical.
Tanteó con la mano hasta que localizó, embutido en un bolsillo de su pernera, el bozal de cuero. Le costó animarse a endosárselo de nuevo a Luz, que se debatía en pleno berrinche, pero ella terminó por entender, a base de susurros y cariños y sin forcejeos temerarios, que Eva lo hacía por su bien.
A cambio, Eva se bajó los pantalones y accedió a que su compañera le estimulara manualmente. Por momentos sufrió por la integridad de su glande, debido a los desacompasados movimientos palmares de Luz y también a la callosidad de su piel, pero se concentró en las pupilas de ella para recuperar toda la briosa majestuosidad de su erección primera. Al fin y al cabo, llevaba muchísimos días sin pajearse. Eso almacenaba en él tal exorbitada libidinosidad que para qué os cuento.
Esta vez, Eva usó un condón. «Para esto sí sirven los condones, ¿ves? —se felicitó el muchacho—. Para evitar que te contagie un Rabioso.»
Con descacharrante naturalidad, como si en el atavismo de Luz hubiese quedado un residuo de su anterior «encarnación», la alimaña se asobinó boca abajo sobre el colchón y, deliberadamente, abombó su pompis contra la tiesura de Eva. Éste apoyó su ingle contra el trasero de Luz, mientras le desataba los tirantes del peto y la desnudaba por entero. El tacto reseco de la piel monstruosa no era el más indicado para una frotación erotizante. Con cierta aprensión, Eva palpó con los dedos (los mismos que antes escarbaran en el excremento de Luz) la ajada vagina de la bestia. Un gemido impetuoso por parte de ella le dio luz verde para efectuar el abordaje sexual. Rezó interiormente para que la aspereza de su área genital no raspara ni echara al traste la resistencia de la goma profiláctica. Sólo había un medio de averiguarlo, en verdad.
Procedió a embestir y, para su sorpresa, el conducto vaginal de Luz respondió óptimamente: se dilató y acogió el pene invasor con suficiente munificencia como para permitirle redoblar fuerzas y grosor. El culo de la criatura acompañó su vaivén acompasado con sabiduría innata…, ¡se diría que ella también estaba disfrutando!
A Eva le llegó el rezongo amortiguado de Luz, casi amordazada por el bozal. Entonces comprendió que ella, quizá de manera subliminal, no había olvidado las violaciones a que la sometía su madrastra y que, de forma también indirecta y casi contradictoria, gozaba reviviendo aquella parte traumática de su vida pasada: al fin y al cabo, le evocaba el tiempo en que era humana. Eva experimentó un ramalazo de vergüenza al darse cuenta de que aquel pensamiento, por turbador que resultase, aún le calentaba más.
Pero, otra vez, fue recrear con la fantasía los ojos de Luz, que ahora no podía ver, lo que llevó al joven ejemplar de ser humano a eyacular exaltado dentro del joven ejemplar de Rabiosa.
Durante el rapto orgásmico, Eva buscó con las manos la cara de Luz y la arrimó a él para anclar su vista en los ojos inmensos que aún reverenciaba.
Los ojos de ella se humedecieron mientras él se iba.
Por suerte, el condón resistió al revolcón.
Pero no fue eso lo que llamó la atención de Eva.
Nada más vaciarse dentro de su chica, con el ojo clavado en los de su amante, creyó percibir un sonido inteligible brotando de la boca aprisionada de Luz.
—¿Qué has dicho? —preguntó él con un ímpetu inusitado, el corazón cabriolándole el pecho—. ¿QUÉ HAS DICHO?
Volvió a gritarle, casi con violencia, mientras sus dedos, ahora tan torpes como los de ella, tropezaban al destrabar la hebilla del bozal.
Luz barbotó de nuevo un siseo absurdo y embrollado, pero que en la cabeza de Eva estructuraba una frase irreprochablemente congruente y significativa.
Por fin la desembarazó de la maldita pieza de cuero, descubriendo los llagados labios de Luz.
Y ella, sin que él hubiera de insistir y mirándole fijamente al ojo con sus pupilas crepitantes de energía inhumana, repitió por tercera vez, ahora de forma inequívoca, la frase que él había creído oír y soñar dos veces seguidas:
—Te quiero, Eva.