12

Dos pájaros de un mordisco

Incompetence isn’t supposed to be punished nowadays, is it?

Atlas Shrugged,, AYN RAND

—Adelante, adelante —invitó a la figura imberbe y dubitativa que aguardaba al otro lado de la puerta.

Cualquiera hubiese dicho, contemplando la amable solicitud de aquella mole de grasa y canas mal embutida en un traje de lino gris, que el hombre cincuentón encarnaba un nuevo Jesucristo redivivo, tal era la hospitalaria bondad que exhalaban sus gestos. Sin embargo, se trataba de uno de los más grandes hijos de puta que rondaban por la ciudad de Barcelona.

Era un productor de cine.

Pau se llamaba el pájaro y todo en él concordaba con la imagen que uno aboceta en su cabeza cuando imagina cómo debe ser un productor de cine estereotípico: gordito, extrovertido e ignorante.

Pau compensaba la ausencia de un habano encendido en la mano con la exhibición ostentosa sobre la pared del famoso dibujo de Anís del Mongo. Sí, como lo leen, el decimonónico original a lápiz de aquel precioso diseño del deficiente mental con rostro de Darwin, que popularizara desde su salida al mercado la etiqueta del célebre anís sabadellense, aparecía enmarcado y colgado detrás de su mesa de despacho, el único ornato impecablemente instalado en una oficina marcada por la provisionalidad de todas sus demás instalaciones.

El cineasta bisoño entró con la ilusión que siempre despierta en un artista novato el ser bien recibido por un productor. No le asustó lo desnudo del mobiliario ni la mala calidad de las sillas plegables desplegadas frente a la endeble mesa carcomida. Enseguida reconoció el dibujo del Mongo y lo tomó como una señal del buen gusto estético que aquel productor debía de aplicar sobre todo lo que tocaba, ya no solamente en el ámbito personal, como coleccionista de arte, sino (se figuraba el ingenuo visitante) seguramente también a aquellos proyectos que le interesaba producir.

La realidad es que aquel dibujo era la única herencia de valor que el carcamal del padre de Pau, un empresario honesto pero dado en exceso a los placeres de la cama (tanto los sexuales como los resacosos, derivados de las cogorzas que pillaba), se había acordado de cederle poco antes de su deceso por Alzheimer. A Pau ni le gustaba el arte ni tenía la menor sensibilidad para intentar que le gustase, pero sabía el efecto que provocaba aquel original sobre sus jóvenes víctimas.

Pues Pau era lo que hoy día se podría definir como un vampiro. Un vampiro de los negocios, claro. Todo el mundo sabe que los vampiros de verdad no existen.

—Pero siéntese, joven, no se quede ahí como un mendigo —volvió a instar al tímido muchacho veinteañero, que aún no era muy ducho en las visitas de corte profesional, ofreciéndole para magro alivio de sus posaderas el adefesio de plástico y aluminio que había adquirido como parte de un pack de seis sillas a veinte euros en un chino del chino.

El muchacho tomó asiento, procurando instintivamente no dejar caer todo su peso sobre las barras de hojalata por un miedo involuntario —¡pero fundado!— a doblarlas y dar con sus huesos en el suelo.

—S-si le soy sincero, aún estoy temblando de emoción… —se sinceró el chico, temblando de emoción.

—Comprendo, comprendo; deduzco que es tu primera visita a una productora —dedujo el productor, comprensivo, con el mayor despliegue de hipocresía del que fue capaz.

—Así es, qué intuición… Si le digo la verdad, mi guión no había interesado mucho a ningún productor hasta que usted me llamó… —dijo la verdad el pobre pazguato.

—¡Eso me llena de entusiasmo! —se entusiasmó el obeso anfitrión—. Ser el primero en descubrir el talento ajeno es una de mis mayores virtudes como productor…

—¿Lo dice en serio? —dijo en serio el pollo—. Pues entonces debo sin duda considerarme de lo más afortunado.

—¡Yo diría que sí! —diría y dijo el empresario—. Voy a ser tu trampolín al estrellato de los directores.

Se produjo y gratis un breve silencio de indecisión dentro de la paupérrima estancia. El chico fue consciente de que la apariencia de la oficina no era lo que se dice lujosa ni deslumbrante…

—¿Un café? —preguntó cordial Pau, para no darle demasiado tiempo a reflexionar.

—Claro, ¿por qué no? Más nervioso no puedo estar…

Incluso el lampiño pánfilo se sorprendió al ver que el propio Pau se alzaba de su silla —el capullo de su hijo volvía a llegar tarde para asistirle y a Gelines, la recepcionista, mejor no moverla de la entrada por si se les presentaba algún impagado— y se dirigía a una cafetera portátil para verter una lengua de café frío en un vaso de plástico.

—Disculpa que todo parezca patas arriba —se disculpó el productor—. Nos vamos a mudar dentro de nada a una oficina como Dios manda, y se han llevado casi todo lo que merece la pena al chalé donde nos instalaremos.

—Ah, ya, ahora entiendo…

Pau era un maestro en el arte de hacer creer lo que quisiera: en este caso, que se estaban mudando de allí, cuando la realidad era que se acababan de MUDAR ALLÍ. Claro que el jovenzuelo no tenía por qué saberlo, ni siquiera quizá por qué sospecharlo. La verdad era que Pau y su hijo se habían visto obligados a trasladarse desde la opulenta casa-mansión de Pedralbes que había cobijado todos sus negocios sucios hasta aquel oscuro piso de la más discreta zona alta de Gracia con la única intención, tras cambiar el nombre de su productora cinematográfica, de despistar a sus adeudados y cazar a otro desafortunado realizador en ciernes al que estafar sus ilusiones y desplumar de toda ambición creativa.

—Gracias —agradeció el palomo al aceptar en su mano el babeado vasito lleno de café pasablemente helado—. Entonces… ¿qué es lo que más le ha gustado del guión?

—Ejem… —carraspeó Pau, poniendo en práctica la modalidad de carraspeo más clásico—. De tu guión…, pues de tu guión me ha gustado todo.

—Sí, claro, pero… —insistió el chaval tras sorber un mililitro de café y desistir de seguir sorbiendo—. Pero algo debe de haberle llamado la atención para querer producir mi película…

—Bueno, hay varios factores que me seducen especialmente… —Pau sacó del cajón un enorme lápiz de carpintero que el día anterior se había dejado el ebanista y que decidió le podía servir para hacer las cuentas más urgentes—. Veamos… —Empezó a calcular números sobre el domingo en blanco de una agenda del año anterior, mientras con la otra mano pasaba páginas al tuntún del legajo que formaba aquel indigesto guión de cuatrocientas páginas—. ¿Has dirigido alguna vez un largometraje?

El futuro ganador del Oscar a la Mejor Película de Habla no Terrícola se revolvió sobre el asiento y a poco no se viene abajo debido a la débil estabilidad de aquellas patas de metal casi maleable. Sostenía para sí sin duda el panoli que la falta de experiencia (apenas había realizado un par de videoclips para horrendas bandas musicales de amigos heavies de I’Hospitalet y unos cortos mudos para YouTube que habían logrado llegar a las doscientas visitas) sería un obstáculo en la búsqueda de un productor dispuesto a financiarle su ópera prima… pero al parecer nada más lejos de la realidad. No con el gran Pau Dominguez (la tilde se había perdido en el camino a la Autonomía) y su hijo Joaquim (que por cierto, ya tardaba en llegar) deseando producir a directores debutantes: de hecho, cuanto más desconocido y polluelo el director, mejor para sus bolsillos.

—N-no… —se confesó el muchachote—. La verdad es que sería mi primera película…

—¡Magnífico, magnífico! —se apresuró a aplaudir Pau, mientras anotaba sobre el papel el dinero que podía chupar del bote gracias a la subvención para directores noveles del Ministerio de Cultura—. ¡Nos viene de perlas que sea tu primera película!

—Ah… —se limitó a interjeccionar el invitado de honor—. Y-ya que habla de eso…, ¿y de qué presupuesto contaría para la peli? Porque, como habrá podido leer en la secuencia 203, he puesto toda la carne en el asador a la hora de describir la insurrección de los pasajeros mutantes que eclosionan el Ave, que son no menos de mil extras, cada uno con su prótesis personalizada, frente a los taxistas de Atocha, que se organizan para resistir su invasión… O sea, no me gustaría que la explosión final de la estación de Atocha se hiciera con ordenador, porque se nota mucho. Unas cuantas explosiones reales, controladas, eso sí, serían lo suyo…

—¿Mutantes? ¿Explosión en Atocha? —repitió sin poder evitarlo el taimado Pau, aturdido ante la avalancha de información prescindible y de la que no tenía la menor noción, dado que no había leído el desopilante guión, como tampoco lo había hecho con ninguno de los que había producido (uno por año) durante la última década—. De la parte creativa se ocupa más Joaquim, mi hijo… Yo superviso la parte ejecutiva.

—Sí, pero ¿cuánto cree que tendremos disponible para gastar en la producción? —incidió el zagal, que, como todos los directores, comenzaba a crecerse y a dejar borbotar su ego en cuanto le servían en bandeja la menor oportunidad o le trataban con la más mínima cortesía—. Porque para que quede un churro…

—Tú confía en mí, nen —le tranquilizó el avieso negociante—. Tú no tienes que preocuparte del presupuesto. Eso déjamelo a mí. Tú preocúpate de tu talento, que conmigo tendrás todo lo que necesites y más…

Aquella última afirmación era otra mentira como una catedral o, al menos, tan descomunal como la propia estación de Atocha. Lo que Pau aspiraba a hacer, como había hecho hasta entonces con toda impunidad legal, desde muchos años antes de que el desgraciado de Eva se cruzara en su camino, era acoger bajo su ala cualquier proyecto de un realizador joven, sin importar el género, las pretensiones artísticas ni el presupuesto real que necesitara, y desglosarlo con su hijo de manera que su coste no sobrepasase los cien o ciento cincuenta mil euros.

Una vez conseguido esto, buscaban socios con los que juntar ese capital, bajo la promesa del negocio redondo: pues a continuación, inflaban el presupuesto «oficial» de forma tal que no bajase nunca del millón de euros. Así, presentaban tal hermosura de presupuesto al Ministerio de Cultura, que siempre —por desquiciadamente hinchado que se revelara— lo aprobaba, con lo cual, por ley, tenían derecho a percibir un tercio del mismo por parte del mismísimo ministerio. Eso significaba aproximadamente trescientos cincuenta mil euros por la cara. A ello le sumaban otros doscientos mil por la patilla, aportados por la generosa institución pública como ayuda a proyecto de director novel… y ciento ochenta mil de la Generalitat de Catalunya por el morro, por haber rodado la película, supuestamente, en catalán. Total: el Estado les depositaba en las manos más de setecientos mil euros, a cambio de una inversión de cien o ciento cincuenta mil a lo sumo. Eso les dejaba unos beneficios limpios de medio millón de euros: todo ello, claro está, independientemente de que la película se estrenase (por ley sólo estaban obligados a estrenarla en un cine), fuera promovida, tuviera éxito, funcionara o no en taquilla (a ellos les importaba un pepino que funcionase, dado que el provecho económico ya lo obtenían de la pura especulación), deviniese popular o supiera nadie que la dichosa película existía. De hecho, para ellos, cuanta menos publicidad y popularidad, mejor, para poder seguir abusando del mismo truco cada año.

Lo que ni él ni su hijo esperaban era darse de bruces con un monstruito cabrón (así lo definía exactamente Pau en su cabeza) como el cretino de Eva… El chico resultó ser un tipo de individuo diferente a todos los cineastas con los que padre e hijo se habían topado en la década que llevaban produciendo cine para nadie. Hasta entonces, los demás directores habían sobrellevado con resignación la mala producción, el pésimo estreno y la nefasta, por no decir nula, promoción de sus películas por parte de la poco recomendable productora Iridiscente Films. Incluso varios de ellos habían hecho sus cabalas de cómo todo se trataba en el fondo de un timo, del que ellos eran la víctima propiciatoria, pues aunque no se les desposeía directamente de su dinero (el timo propiamente dicho se efectuaba sobre las arcas del Estado), sí les robaban toda pasión, energía, esfuerzo e inventiva de varios años. Sin embargo, ni uno solo se había atrevido a rebelarse o a denunciar la tropelía cometida por sus propios productores, dado que en el fondo pensaban que era mejor olvidarse de la estafa padecida y pasar página con su primer y frustrante filme terminado para, a partir de ese momento, intentar poner en pie un segundo largometraje… obviamente, bajo el mecenazgo de cualquier otra productora que no fuera Iridiscente Films, pues las había parecidas en términos de marrullería, pero también las había honestas.

Ello favorecía que Pau y Joaquim siempre se salieran con la suya. Cobraban las subvenciones de dinero público, repartían con su socio o socios (los cuales estaban perfectamente al tanto de toda la triquiñuela administrativa), y exprimido el títere del director de turno, rastreaban otro al que engatusar, fuera como fuese el guión presentado. En este caso, el guión presentado por aquel mindundi proponía una fantasía apocalíptica sobre una alteración mutante originada en los pasajeros del Ave debido a un influjo fatal para el metabolismo humano, al pasar junto a un vertedero nuclear a la altísima velocidad de sus trenes: la velocidad era lo que encendía la reacción química letal. Pau desconocía el argumento del guión y Joaquim sólo había leído hasta la página 5, pero eso no los disuadió de que allí se les insinuaba incitante otro filón que explotar, ministerialmente hablando.

¡Lástima que ahora tuvieran que comenzar de cero!

Deberían haberse olido que Eva les causaría problemas: con él enseguida empezaron los conflictos, porque el chico era más rebelde de lo que habían anticipado. Por el guión de su proyecto, ¡Me da el telele!, no estaban inquietos, dado que consistía en una comedia de presupuesto hasta cierto punto controlado, incluso desde su concepción… La voz de alarma la dio, a mitad del período de preproducción, el propio monstruito cabrón cuando poco antes del rodaje paseó por la productora con un storyboard que él mismo había dibujado y que descomponía la plasmación de la película en ¡más de dos mil planos!

Eso implicaba más de veinte planos por minuto, lo cual a todas luces suponía muchísimos días de rodaje… y a más días de rodaje, más metraje tirado: ciertamente, rodaban en celuloide de 35 milímetros cuando podían hacerlo ya en formato digital, pero era éste un recurso que no les convenía, porque con el antiguo método podían disparar las cifras del falso presupuesto… Eso sí, siempre supervisando los metros de cinta rodados, para no pasarse con el presupuesto real.

Así pues, un consternado Joaquim había expresado a su padre la necesidad de imponer a Eva un calendario estimado por ellos en tres semanas de rodaje, lo que les permitiría no rebasar los costes previstos y así limitar el dinero invertido a esos cien mil euros aproximados. De lo contrario, tal como se proponía el muchacho si quería rodar literalmente su storyboard, se irían al doble de semanas de filmación, o sea seis…, que, por lo demás, era el tiempo que habitualmente se tardaba en materializar un largometraje para cualquier producción mediana de cine.

Joaquim se había reunido con Eva para hacerle entrar en razón (es decir, metérsela doblada), echando mano de su savoirfaire de niño pijo. De aspecto atildado y belleza diabólica, con unos rubios rizos de querubín desmentidos por una mirada implacable que, tras su rostro de guapura dolorida, le emparentaban sin ningún género de dudas con algún hijo bastardo de Lucifer, Joaquim había activado todo su encanto y una seguridad en sí mismo que —una vez más, para desgracia de Eva— procedían de saberse de una clase SUPERIOR a la de su interlocutor, de ahí el despectivo aplomo con que le aleccionara:

—Mira, chaval, esto funciona así: yo confío en tu talento, pero las cuentas no salen. Si quieres que hagamos la película, tendrás que reducir el número de planos a la mitad —Joaquim sabía de cine un poco más que su padre: sabía lo que era un plano—. Si no, no nos llega el presupuesto…

—Pero ¿de cuánto es el presupuesto? —había pretendido indagar Eva, para al menos hacerse una leve idea del capital que había en juego y de la envergadura que podía alcanzar la factura visual de su película—. Aún no me habéis dicho la pasta que vais a…

—Eso no es importante. Lo importante es que nosotros sabemos lo que va a costar la película, y somos los que tenemos que preocuparnos de que no cueste más de lo presupuestado, porque si no, ¡no llegamos, no llegamos! —Como discípulo aventajado de su papá, Joaquim mentía con tanta soltura y asiduidad que antes se le hubiera pillado en una verdad—. Tú sólo tienes que preocuparte de la parte creativa. Lo que te digo es que como no condenses el plan de rodaje a la mitad de planos, no llegamos a abarcar toda la producción. Usa tu creatividad para acortarlo…

—Pero es que en tres semanas no rueda ni Roger Corman —había alegado el director tuerto más famoso después de John Ford—. En serio, lo que me estáis pidiendo es…

—Mira, una de dos —Joaquim no tenía paciencia, ésa era otra de sus virtudes de clase alta—. O me recortas los planos a la mitad o buscamos otro director que lo haga.

La amenaza había caído en balde, dado que Eva no podía creerse que realmente se plantearan sustituirle por otro realizador, pero de todas maneras prometió que reduciría el número de planos a la mitad. Entonces no pudo presentir que se estaba equivocando en dos cosas:

Aunque Joaquim había improvisado el ultimátum de contratar a otro director, instantáneamente la idea prendió en su cabeza de blonda estopa y corrió a consultársela a su dilecto padre, quien también la juzgó sublime.

Durante la semana siguiente, Eva revisó su storyboard de arriba abajo, una y mil veces, pero sólo pudo menguar el número de planos en un tercio, y aun así sin quedarse demasiado convencido de la operación de recorte… Pese a todo, se sentía tan seguro de sí mismo como cineasta, que creyó que podría persuadir a Dominguez & Domínguez de que ese término medio, ese nipatí nipamí, era la única solución factible.

De nuevo Eva andaba totalmente errado, esta vez desde el mismo punto de partida: porque de lo que él no se apercibía ni se daría cuenta aunque viviera cien años, es que con gentuza como Pau y su hijo Joaquim era imposible debatir o atenerse a criterios juiciosos, dado que ya tenían su desalmado plan montado desde antes de que él entrara en escena. Eva opinaba que razonando se podían conseguir las cosas, desde la lógica de la sensatez y la decencia: dos cualidades que brillaban por su ausencia entre la plana mayor de Iridiscente Films. Los pensamientos de Pau y Joaquim estaban delineados con años de antelación: eran pensamientos guiados unidireccionalmente por la maldad pura y el ansia de abuso. Ellos no buscaban razonar con Eva: ellos sólo pretendían engañarle de la manera más provechosa.

Por eso, cuando Eva se había presentado una semana después en la lujosa mansión y se encontró a la esposa-vedette de Pau, recién ascendida a nueva y flamante coordinadora de guiones, mariposeando en el despacho donde se acumulaban los manuscritos remitidos durante el año a su revisión y cavilando si se leía uno esa mañana o se retocaba la nariz, Eva volvió a pecar de humildad y de fe en el ser humano, y se dijo que quizás aquella cincuentona inútil con cuerpo de prostituta vieja y recauchutada poseía algún talento para la lectura y el enjuiciamiento de los guiones de cine…, un talento disimulado pero innato cuya existencia, a primera vista, a él se le pudiera haber escapado. Sencillamente, el pobre Eva era un iluso, otro más de tantos que pululan por el mundo.

Pero lo que le había dejado boquiabierto fue oír la noticia que, nada más principiar la reunión con Joaquim esa misma mañana, éste le soltó a bocajarro, sin ninguna inflexión dramática…, ni siquiera peliculera:

—No vas a dirigir ¡Me da el telele!

A Eva se le había vaciado de aire el cuerpo.

—Pe-pero… si traigo aquí el nuevo storyboard. Y he logrado reducir los planos a…

—No nos importa —le acalló el Principito sádico—. Nos la trae floja lo que hayas traído. Hemos decidido que no estás preparado para dirigir la peli. Necesitamos alguien con experiencia. Buscaremos un realizador de televisión que esté acostumbrado a lidiar con un pollo como éste. Ten en cuenta que la comedia es un género muy difícil y…

Entonces, Eva al fin lo había comprendido: de nada valía que hubiese demostrado de sobras su talento con un guión y más tarde con un detallado storyboard dibujado por su propia mano. Su talento se la sudaba a todo Dios en aquella productora. Allí se escondía algo más, un negocio secreto, pero aún no podía establecer de qué magnitud. Naturalmente, lo que Joaquim planeaba era contratar a cualquier mercenario que acatara las tres semanas de rodaje pactadas y, por tanto, la partida presupuestaria que estaban obcecados en no sobrepasar.

De algún modo, esa mañana Eva había intuido por dónde iban los tiros.

Con aquel plan de rodaje y un director ajeno, sólo podía salir un churro de película. La cuestión era que a Pau y Joaquim Domínguez eso les importaba un pimiento.

Y fue entonces cuando Eva hizo algo valiente por primera vez en su vida:

—No, no la va a dirigir nadie que no sea yo —replicó de improviso.

—¿Qué? —Joaquim elevó sus gélidos ojos azules y los clavó en el de Eva—. ¿Cómo que no? Ya está decidido, macho. He hablado con mi padre y él está de acuerdo. Ya te hemos pagado seis mil euros por el guión. O sea, que el guión es nuestro. Podemos hacer lo que queramos con él. Hasta limpiarnos el culo con sus páginas.

—No, no podéis —contraatacó Eva, el hombre—. El contrato que yo firmé es vinculante: esos seis mil euros de mierda me los pagasteis con la garantía explícita y por escrito de que yo filmaría la película. De lo contrario, habría pedido más…

Joaquim lo había mirado como un psicópata contemplaría a su presa si no supiera que puede chillar… Pero se reprimió, rebobinó su cerebro cuatro segundos atrás, reinició la conexión y modificó su estratagema, evaluando aceleradamente cuánto dinero más se podía permitir derrochar en aquel asqueroso adefesio:

—Está bien, Eva. Para que veas que te aprecio. —Joaquim se había forzado incluso a modelar una sonrisa con los labios apretados para no dejar que los insultos se le precipitaran boca afuera—. ¿Qué te parece… qué te parece si te añado seis mil euros más, te vas a casa contento porque te hemos pagado el guión por el precio que se merece, y nosotros rodamos la película como creemos que tiene que hacerse…? Es decir, con la calidad que aportará un director veterano que ya sepa cómo funciona el tinglado…

—Yo sé cómo funciona «el tinglado». —Eva había tardado menos de cuatro segundos en orquestar su contraoferta—. ¿Qué te parece esto otro, Joaquim? Yo os devuelvo los seis mil euros que me pagasteis, os limpiáis el culo con ellos y yo me llevo mi guión a casa. Sé que es tan bueno que en una semana encontraré cualquier otra productora que valore y financie el proyecto como se merece.

Evidentemente, todo era un maldito bluf. Ni Eva conservaba ya los seis mil euros en su cuenta bancaria (se los había pulido en prostitutas especializadas en disimular la repulsión) ni atesoraba la suficiente confianza en sí mismo para creer que algún otro productor querría sufragar su guión.

Pero así y con todo, había arrojado su farol, porque le constaba que de otra manera su proyecto estaría perdido, finiquitado y muerto. Joaquim, pillado a contrapié, le observó unos segundos, esforzándose en leer las maquinaciones de su contendedor.

—Hijoputa —había mascullado de golpe Joaquim, nada habituado a que nadie le contrariara—. Lárgate de aquí. Tú no vas a hacer esta película ni jamás harás ninguna otra, ya me ocuparé yo de ello… ¡Lárgate, malnacido!

Desde luego, ésa no era la respuesta que Eva se había esperado. Titubeante, pero resuelto a no dar su brazo a torcer, se irguió de la silla y se fue de la sala de reuniones, trasponiendo la maciza puerta, abandonando la despampanante mansión —eran buenos tiempos— de Iridiscente Films y perdiéndose en el horizonte como un perro apaleado. Pensó que nunca volvería a aquel lugar ni a ver a aquellos productores tan desconcertantes.

Pero volvió a errar.

Una semana después, Joaquim le había llamado. Su tono de voz era desmesuradamente CONCILIADOR. Le pedía que se reuniera lo antes posible con él y su padre, porque querían conversar «amigablemente» con Eva. Al principio éste se había negado, temeroso de alguna encerrona, pero al percibir que el perverso rubiales a punto estaba de perder los estribos por segunda ocasión para embarcarse en una nueva andanada de exabruptos con él como diana principal, optó por darse el gusto de consentir en comparecer, una vez más, en la productora.

Y esta vez, portentosamente, el encuentro con los Domínguez había ido como una balsa de aceite: jamás le habían tratado con tanto afecto y consideración. Le sirvieron personalmente el café (un café delicioso, aromático y bien caliente), le rieron las gracias, le preguntaron por la familia (???)… Y, al fin, le propusieron un trato: él dirigiría, como estaba mandado, la película, y para ello dispondría de seis semanas, así como el doble de paga como director.

Para que viera que compartían su visión del proyecto.

A esas alturas, Eva pensó lo mismo que hubiera pensado cualquier otra persona mínimamente avisada y avispada: «Estos tíos ya deben de haber invertido un montón de parné en mi proyecto para que me vengan ahora a chupar la polla de esta manera…»

Así era, en efecto: no les costó mucho tiempo de reflexión a Pau y Joaquim discurrir que, si Eva se llevaba el guión, la película no sería rodada por ellos, cuando ya habían gastado al menos cuarenta mil euros en el alquiler de un estudio donde construir los interiores del filme y en el propio equipo de construcción. Ese dinero se iría, pues, a la basura. No, no podían darse el lujo de que Eva se largara con su guión bajo el brazo o que paralizara el proceso de producción. ¡El monstruito aquél les tenía bien cogidos por los huevos!

Así que, finalmente, Eva había filmado su película. Pero el rodaje fue, de más está decirlo, un desastre: no podía ocurrir de otra manera, cuando el único interés que sus productores NO albergaban era la película en sí.

Pau y Joaquim se la hicieron pasar canutas al desdichado Eva, como venganza por su inesperada jugarreta, digna del mayor intrigante: le cancelaron la mitad de localizaciones cuando ya no podía recurrir a otra alternativa; le dejaron sin jefes de departamento, como el de Efectos Especiales, cargo que tuvo que desempeñar la responsable de Peluquería, o el compositor de la banda sonora, que fue sustituido por música de archivo; y, para acabar de adobarlo, le suspendieron el rodaje una semana antes del día estipulado.

Para entonces, Eva empezaba a tener una idea clara de lo que se cocinaba en aquella productora: según los indicios cada día más claros y numerosos, los Domínguez requerían a cualquier precio contener los gastos lo más bajos posible, como era la obligación de cualquier productor que se jugara su dinero en una empresa de tal calibre: sólo que ellos no se jugaban su dinero. Simplemente, no querían desperdiciar más porcentaje del margen de dividendos que les suministrarían las subvenciones públicas.

Pero no fue hasta que Eva comprobó que tampoco podría contar con un jefe de prensa para difundir el estreno de la película —¡programada en una sola sala de cine para toda España!— y de que la presunta proyección organizada en Madrid para los periodistas no era más que una burda farsa elucubrada con el fin de mantenerle engañado y en la creencia de que sí habría una promoción real del filme —pues ningún periodista fue convocado desde la productora a dicha proyección, ni siquiera su amigo Pere, redactor jefe de la revista especializada más notoria del país—, que nuestro héroe reticente decidió irrevocablemente tirar la toalla y de la manta y llenar de mierda a sus verdugos: Eva llamó a un diario y contó todo lo que había descubierto. El periodista de ese rotativo concreto fue el único profesional en personarse en el pase de prensa de ¡Me da el telele! Acudió allí con un fotógrafo, y al día siguiente explicaron en primera página todo el fraude, con números y cifras muy exactas, gracias al chivatazo agregado de un productor honesto ¡que precisamente había sido abordado por Iridiscente Films para participar como socio en el proyecto de Eva!

Ese productor llegaría a hablar con Eva, exponiéndole de forma pormenorizada cuál era el presupuesto «real» de la película (el que Pau y Joaquim pasaban a los posibles socios para enrolarles en la estafa) y las cifras del inflado destinadas a camelar al Ministerio de Cultura… Eva se quedó de piedra cuando el productor le dilucidó que, en el presupuesto real, la cantidad consignada como remuneración al director era de veinticinco mil euros, y no los doce mil que en verdad había cobrado… ¡Hasta en eso habían embaucado los Dominguez a sus propios cómplices!

La noticia fue un escándalo, pese a que ningún otro diario o medio se atrevió a reflejarla, pues ponía en tela de juicio todo el sistema de financiación del cine español de las últimas tres décadas, cloaca cultural que no interesaba revolver so pena de convertir la manutención de la Casa Real española con dinero público en un peaje ridículo en comparación.

Pese a ello, el terremoto mediático había sido tal que el Gobierno cortó sin explicaciones públicas toda ayuda prometida para la productora de los Domínguez: caído en saco roto el total del dinero asignado a la película y sin posibilidad de recuperarlo a través de las instituciones, Pau y Joaquim se vieron obligados a disolver Iridiscente Films, cambiar el nombre de la productora para confundir a los medios y a sus acreedores, a los que no podían devolver sus participaciones, y reinstalarse en un modestísimo piso de un laberíntico barrio ubicado más allá, mucho más allá, de la plaza Lesseps.

Y así es como Pau y Joaquim estaban comenzando otra vez desde cero: habían localizado a un nuevo pájaro bobo para, con su nueva empresa, esquilmar una vez más las arcas públicas (con la connivencia, faltaría más, de numerosos compinches enjabonados, dentro y fuera de la Administración).

Y ya tenían también nuevo proyecto, pues merced a la rebautizada Rainbow Pictures estaban consiguiendo borrar todo rastro de la mala reputación ganada con el affaire del filme de Eva, así como desorientar a todos sus enemigos y personal al que debían dinero…, recomenzando a costa, eso sí, de los dispendios de antaño.

«Hasta la puta de mi mujer pidió el divorcio cuando se olió que nos hundíamos —se autocompadecía ahora mismo el muy indigno de compasión hombre de negocios—. Y hablando de la puta, ¿dónde se habrá metido su hijo?»

El novelísimo director estaba ya hecho a tener que beberse el café entero, algo más tibio gracias al calor de sus manos y su aliento, mientras el productor permanecía abstraído hojeando el tocho de guión con visaje serio (quizá sopesaba detallarle algún cambio innegociable sobre la secuencia de la matanza de taxistas, como había leído que hacía Zanuck en los días en que se levantaba con mal pie), cuando del recibidor resonó el diáfano llamado del timbre.

Pau retornó a la realidad y a la serenidad de ánimo cuando le llegó desde el pasillo la jovial voz de su hijo. Seguramente se había ido otra vez toda la noche al casino, a gastarse lo que no tenía en póquer, coca y putas. «¡Este hijo mío, qué vicioso y estereotípico!», lamentó mientras se repantigaba a esperar que su primogénito le relevara en la tarea de seducción de su nueva captura.

—Mi hijo te dará más especificaciones sobre la producción que tenemos en mente para tu rodaje —informó al pipiolo.

El director notó que se le ponía dura sólo de recrearse en la convicción con que Pau había pronunciado las palabras «tu rodaje». ¡Eso significaba que lo daba por HECHO!

Tales palabras le animaron tanto que hasta reunió valor para apurar el resto del café.

Por su parte, Pau escuchaba sin prestar excesiva atención el diálogo, ahogado por la puerta, entre su hijo y Gelines. Apostaba a que el muchacho estaba coqueteando otra vez con la pamplemusa ésa. Ojalá no fuera más allá en esta ocasión, ya que no pensaba volver a pagarle un aborto a su secretaria.

De pronto volvió a sonar prístino el timbre de la puerta. Alguien abrió sin demora (Gelines o Joaquim, que probablemente aún conversaban a pie de recibidor), y siguieron unos segundos de palabras indistinguibles, algún susurro o un par de cuchicheos ininteligibles.

—Bueno, como te estaba diciendo, chavalote —reanudó el viejo zorro ante su cada vez más empanada oveja—, tú no temas por nada. Llevamos muchos años en el negocio y en esta industria sólo sobreviven los…

Pau ya se había olvidado de la llegada de una nueva visita a la productora, cuando desde el pasillo retronaron varios gritos de enfado y disputa. Parecía que en el recibidor se había iniciado un altercado. El productor reconoció las voces alteradas de su hijo y de la propia Gelines. Pero lo que le heló la sangre en las venas fue una especie de rugido sordo que en cien años no habría sabido reconocer.

De inmediato, se puso de pie y aguardó de cara a la puerta cerrada de su despacho.

—¡Joaquim, Gelines! ¿Qué coño pasa ahora?

Le respondieron inusitados aullidos humanos.

—¿Quim? —El hombre había creído distinguir en esos aullidos el tono inequívocamente familiar de su hijo, pero no estaba seguro del todo, porque jamás había oído a su hijo GRITAR ASÍ.

—¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH! —retumbó estruendoso el alarido al otro lado de la puerta.

Pau y el director sintieron que el vello se les ponía de punta.

—¿Q-qué cojones es eso? ¿Le han dado volumen a alguna mezcla de vuestra última película? —conjeturó el director, que en su pequeño cerebro no atinaba a concebir que nada de lo que a él le motivaba en la ficción pudiera tener, ni por la más remota coincidencia, correspondencia alguna con la prosaica realidad.

—¿Quim? ¿Gelines? —volvió a interpelar Pau en dirección a la puerta cerrada, sin arriesgarse a acercarse a ella ni abrirla de un tirón para saber, como él mismo había expresado, qué coño pasaba.

Algo chocó entonces contra la puerta desde el otro lado y la hoja se sacudió como si por el pasillo corriera un toro bravo dispuesto a echarla abajo. La terrible vibración de la madera se prolongó apenas unos segundos y luego reinó otra vez la inmovilidad y el silencio absolutos.

Pau y su acompañante apenas se atrevieron a tragar saliva en ese lapso, mucho menos a respirar. «¡Menudo comité de bienvenida!», pensó el muchacho.

La puerta se abrió por fin, con la estoica parsimonia que emplearía un visitante que no sabe si se está equivocando de cuarto.

Pau suspiró confortado. Se trataba SÓLO de su hijo, que entraba callado en la habitación.

Pero algo le hizo crisparse de nuevo, el terror obturando sus cinco sentidos: su vástago se había girado para cerrar la puerta, descubriendo que ¡no tenía espalda! Alguien le había excavado y extraído toda su masa corporal de hombro a hombro y de cuello a rabadilla, dejando un hueco a través del cual se divisaba el corazón prodigando sus últimos latidos.

—Hicimos mal… —pudo musitar apenas Dominguez Jr.—. Hicimos mal, papi… en volver a abrir… el negocio…

Y, antes de lograr cerrar la puerta, Joaquim cayó al suelo como un pelele.

Pau miró detrás del cadáver de su hijo: sobre los baldosines del recibidor yacía también Gelines, si es que la suma de las partes podía seguir considerándose el todo…, pues de la muchacha sólo restaban miembros esparcidos y la cara ladeada con los ojos abiertos, curiosamente fijos en él.

La cabeza de Gelines arrancó a hablar:

—El…, próximo…, es usted…

Procedentes del lado oculto del vestíbulo, aparecieron en el pasillo unos pies, pisando sin ningún complejo el mar de sangre que empezaba a extenderse por el piso.

Cuando Pau acertó a contemplar el rostro del intruso, asimiló que esta vez habían jugado con la persona errónea.

—Tú…, tú has matado a mi hijo…

—No, yo no —aclaró Eva, divertido—. A mí no me gustáis…

Por un instante, la sonrisa de Eva se desdibujó y su aplomo traicionó cierta contrariedad al reparar en el joven director que continuaba erguido junto a Pau, el vasito de plástico vacío todavía en una mano, sin osar hacer ni decir nada.

—¿Te gustan las pelis de zombis, chico? —le preguntó Eva.

—S-sí, joder, ¿a quién no? —respondió el muchacho.

—Es un consuelo saberlo… —concluyó Eva. Y luego, mirando a los ojos a Pau, pronunció con una enigmática sonrisa—. Ataca, Luz.

Y una criatura entró corriendo y desató el infierno.