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Ateniéndose a los desechos

—Cuando estaba sobrevolando por estos lados, pues perdimos toda comunicación con mi Capi.

—Hombre, terrible, ¿no? Terrible. ¿Y no se lo habrá tragado una nave espacial? Dígale eso a Braulio. Así como en esas revisticas que se lee…

Las muñecas de la mafia,

telenovela colombiana con guión de

JUAN CAMILO FERRAND Y ANDRÉS LÓPEZ

Sus manos tecleaban solas, sus dedos pulsaban letras con vaivén espasmódico pero sin equivocarse una sola vez, con el raro equilibrio ebrio de un camarero consumado. Tenía demasiados años en el oficio.

Sin embargo, no podía concentrarse en la escritura. Redactaba alguna sandez y después la borraba, sin estar seguro de qué era exactamente lo que había querido decir. No apartaba los ojos del ordenador, pero no veía las frases que el cursor desgranaba: la pantalla era como una ventana abierta a los hechos recién vividos.

En once años de oficio jamás le había ocurrido algo así.

Claro que en esos once años de oficio tampoco había presenciado nunca lo que aconteciera el día antes… comprobando que las fantasías que tanto le entusiasmaban en el cine podían aterrorizarle hasta la demencia una vez materializadas en el mundo real.

Se encorvó sobre el teclado, procurando sacarle más jugo a la crónica mediante el infructuoso método de mirar fijamente las grafías lacadas. Pero detener la carrerilla de sus dedos sobre el tablero solamente propició que sus manos se enzarzaran en un temblor incontrolable que ya no podía disimular con su frenética actividad.

Encajó las manos bajo las axilas, atrapando así el aleteo de sus palmas, y trató de pensar en cualquier otra cosa que no fuera su pierna a punto de ser despedazada por aquella… criatura que antes había sido una mujer.

En ese momento era mediodía y se encontraba en la redacción de Claqueta, la revista cinematográfica de la que era redactor jefe desde hacía más de un lustro.

El día anterior había sufrido su «encontronazo» con la improbable futura suegra de Eva, tras el cual trotó como potro espoleado a tomar un taxi que le llevara volando a su casa: no solía subirse a los taxis alegremente, así como así, porque en Barcelona salían por un ojo de la cara, pero se hallaba tan horrorizado que no paró mientes en ello y ¡hala, veinte eurazos del ala que le costó la broma! Ya en su hogar, cerró la puerta de su viejo piso a cal y canto (es un decir: se conformó con un par de vueltas de llave) y luego se recluyó en su propio cuarto, pese a la insistencia que puso su vieja madre en averiguar a qué venía esa improcedente entrada sin saludar ni a Cristo (cuyo aparatoso crucifijo colgado en el vestíbulo ella veneraba santiguándose sentidamente cada vez que cruzaba por delante… hábito que no había logrado contagiar a su progenie).

La pobre vieja, viuda desde hacía décadas y que mantenía a sus cuatro hijos bajo el mismo techo desde tiempos inmemoriales —los cuatro tendían al aislamiento y a no relacionarse con mujeres, vicio que le hacía sospechar que quizá los había criado demasiado apegados a sus faldas—, no entendió el asocial proceder de su primogénito, pero tampoco le hizo mayor caso. Estaba acostumbrada a sus rarezas. Ya saldría de su habitación cuando apretara el hambre.

—Esas películas acabarán desquiciándolo —se limitó a barruntar por milésima vez, mientras calculaba en la cocina las patatas que le quedaban, indiferente al tufo a naftalina que desprendía todo su ser.

Pere entretuvo la jornada autoexiliado en su dormitorio, efectivamente, y cuando por fin se aventuró al comedor, apenas probó bocado del rico conejo asado de su mamá, ya que al primer tiento de la carne le dio como un conato de vómito, como unas arcadas que le disuadieron de seguir mascando aquel animal muerto que tanto le recordaba su reciente odisea «carnal».

Las siguientes horas las empleó de nuevo enclaustrado en su cuarto, exhumando de sus estantes viejas películas que tiraba directamente a la papelera y arrancando pósteres de las paredes: títulos y carteles de la trilogía de Romero, del remake de Dawn of the Dead, de Zombieland… No quería oír hablar de zombis durante el resto de su vida. Con una experiencia como la de aquella mañana tenía más que suficiente.

Por eso, cuando al anochecer le llamó el marica del director a casa y le informó de que debía ir a la mañana siguiente al pase de prensa de Zombiosis, la nueva película española sobre muertos vivientes que sin duda se iba a poner de moda entre todos los fans por su abundancia de guiños cómplices al subgénero, no vio la forma de escaquearse con los pretextos más absurdos, pese a saber que contra su jefe no cabían excusas.

—Es-es que… tengo soriasis —la palabra «zombiosis» le inspiró esa otra y pensó que endilgarla constituiría una buena disculpa.

—Ni soriasis ni avilasis —rebatió el pequeño cabrón consentido, habituado a hacer siempre lo que le placía al haber heredado la veterana revista de sus propios padres—. Tenemos que quedar bien con éstos, que se trata de una productora potente, y tú eres el único del que me fío para dejar la peli por las nubes… Además, es de zombis. Y ése es el tipo de caspa que tú te mueres siempre por ver, ¿no?

Y tanto que se moría por verla… Al menos, así hubiera sido antes de los sucesos matinales. Y de hecho, al día siguiente casi se muere viéndola.

La película era en realidad una comedia de sangre e higadillos, como marcaba la tendencia última de un género donde ya los desmembramientos no producían gran asombro en un público más que anestesiado contra todo tipo de gore. Y, sin embargo, Pere no pudo soportar ni veinte minutos de proyección.

Nunca le había pasado algo así, y menos en una de sus adoradas salas de cine, terreno tan sagrado para él como un cementerio para los indios.

De pronto, la oscuridad de la sala dejó de ser como siempre la había considerado: ACOGEDORA. Y volvió a mutar en esa profundidad insondable que rodeaba a los antiguos hombres en el principio de los tiempos, cuando se sentaban en círculo frente a una hoguera y la alimentaban para que la luz oscilante de las llamas mantuviera a distancia con su racional claridad el abrazo temido de la noche fría e impenetrable, que bajo su manto excitaba las imaginaciones y alentaba que el imperio de lo irracional tomara posesión del espíritu más bizarro.

La noche era similar a las tinieblas que rodeaban la pantalla de cine, donde cada uno proyectaba sus mayores temores, especialmente todos los que reprimía por el día. Y donde se ocultaban los monstruos y demonios que uno mantenía a raya desde la niñez.

Y así había sucedido, de cierta manera metafórica y singular, esa misma mañana: las sombras de la sala le envolvieron como tantas otras ocasiones, pero POR PRIMERA VEZ era consciente de esas sombras y de que sus peores miedos rebullían en ellas. Ni siquiera podía fijar la vista en el foco de luz central sobre la deslumbrante pantalla, como el primitivo hiciera sobre las teas y fuegos que alejan los fantasmas del alma, pues precisamente esta pantalla en concreto estaba plagada de refulgentes imágenes de casquería que le traían al magín una y otra vez su pierna atravesada en el bajo vientre de aquel ser horripilante o su remolque al hilo de un intestino tensado prendiéndole del tobillo, en estampas tan parecidas a las que ahora atestaban el rectángulo resplandeciente frente a él, que a la fuerza se veía obligado a rehuir la mirada hacia las tinieblas en torno suyo: pero esas tinieblas también aparecían de repente pobladas por las espeluznantes escenas que ÉL había «coprotagonizado» hacía poco más de cuarenta y ocho horas.

Lo que el director de la película había concebido como una premisa macabra para suscitar la carcajada histérica en el espectador (muertos vivientes de obesidad impensable a los que se les caían los corrompidos testículos por su propio peso; heroínas que escapaban siempre a última hora de la amenaza de un mordisco, provocando que otros dos zombis se comieran la cabeza mutuamente; el héroe que trocaba ¡cómo no un intestino! en un improvisado látigo con el que azotaba, enlazaba y ahorcaba a los Lázaros bellacos… y así todo un batiburrillo de payasadas del mismo tenor), en Pere ejerció el efecto contrario: su epidermis segregó en pocos minutos una capa de sudor helado, al tiempo que una andanada de escalofríos se desataba en la base de su espina dorsal, haciéndole sacudirse con espasmos ridículos e incontrolables, como si fuese un robot encallado en un bucle de cortocircuitos. Cuanto más intentaba dominar sus temblores y meneos, más se recrudecían éstos.

Y allí, en la aparente comodidad de su butaca, Pere se vio acometido por un ataque de pánico en toda regla, lo nunca visto en un cinéfilo. Lo peor de todo era el pésimo efecto que su acceso de miedo dio de sí mismo ante sus compañeros críticos que también habían acudido al pase de prensa: bastantes de ellos eran unos pobres infelices muy pagados de sí mismos, cineastas frustrados que no se exponían a hacer nada creativo pero que se sentían con derecho a juzgar TODO lo que los demás hicieran, por lo que la suya suponía una vida larga y agónica de contemplación espatarrada y tediosa, visionando película tras película. Todos se conocían ya de tantos años atrás que Pere sabía identificar las risas desdeñosas, gruñidos despectivos y comentarios airados de cada uno de ellos. La mayoría no se privaba de airear sus emociones en voz alta y estentórea, casi teatral, pues la sala de cine constituía en el fondo el único escenario desde donde podían expandir su ego en vivo ante un público reducido y presuntamente selecto (el resto de críticos) y donde, en fin, podían hacer gala de su sentimiento de superioridad, de juez estético de una obra de arte, de sibarita cuyo veredicto al cabo no importaba a nadie, y mucho menos a cada uno de sus demás envidiosos y ruines colegas de oficio. Aquellas apostillas sardónicas y en el fondo amargadas encubrían sus vulgares anhelos de marcar territorio ante otros críticos casi siempre tan fracasados en sus sueños íntimos como ellos mismos. Eran personas, en resumen, que no habían albergado el valor para hacer realidad sus propias fantasías y se confortaban pensando que sabían más que todos los que sí las materializaban: para ellos, vivir era opinar sobre los que vivían el sueño que ellos no se habían atrevido a emprender.

En cierto modo, aquella sala de cine SÍ estaba repleta de muertos vivientes, independientemente del tipo de película proyectada.

Como es lógico, en ese trance crítico (nunca mejor dicho), todos los presentes se dieron perfecta cuenta de que algo inédito le acaecía al bueno de Pere: esas acusadas convulsiones no resultaban normales en él, y mucho menos manifestadas ante una inofensiva parodia terrorífica. ¡Si además era española, o sea, digna de guasa y cachondeo! El mero hecho de notar pendiente de él la mirada sorprendida y secretamente complacida de sus cofrades gremiales, de piel tan amarillenta y enfermiza como la suya, redoblaba el pavor de Pere.

Al final, la sensación de asfixia y de terror fue tan vivida como la experimentada el día anterior… Sin forzar más su determinación vencida, Pere hizo caso de los consejos de Moncho (quien adoptaba formas distintas según el pantalón que vistiera pero siempre destacaba por lo juicioso de sus pareceres), se incorporó de la butaca y salió corriendo de la sala.

—Ya veréis cómo luego la pone bien… —comentó al resto del corrillo el malicioso especialista de la revista Cinefilia, cabecera que no había conseguido el sabroso patrocinio del estreno del filme, habiendo preferido sus responsables ceder el auspicio a la publicación rival.

Y así, ahora un más desdichado que nunca Pere se torturaba frente a su fiel ordenador exprimiendo su profesionalidad para enhebrar cuatro frases con sentido que conformasen ese texto definitivamente laudatorio que su patrón le exigía sobre la película, cuando ni siquiera había visto una tercera parte de ella. Comenzó con los arrestos con que siempre se entregaba a su faena, pero su cabeza no estaba para reírle la gracia a los zombis de mentira ni celebrar las festivas chorradas de las que estaba sembrado el metraje de aquella cinta. Sencillamente, no atendía a lo que sus dedos escribían con el histerismo propio de un soldado cobarde que se lanza a una carga a ciegas, anteponiendo su bayoneta calada y emitiendo un alarido antes de pavura que de fiereza.

—Esto tendrá que servirle —murmuró para sí por la grieta que se abría entre el musgo de su barba, en referencia a su jefe vil—. Yo no doy pa’ más.

En ese punto, el zumbido del teléfono interno le hizo pegar un bote de padre y muy señor mío. Arrimó el auricular a la oreja sin decir esta boca es mía, pero la secretaria no necesitó oír ninguna palabra de Pere para dar por sentado que la estaba escuchando:

—Tienes una visita, Pere… —Aquí la chica titubeó un segundo—. E-es alguien un poco…

—Ya.

Por un instante, lo que dura un flash de horror, Pere había tenido el hórrido presentimiento de que se trataba de la vieja muerta que pretendía remolcarlo otra vez con sus nauseabundas tripas. Pero en ese caso, Lina le hubiera llamado con la voz pasmada. Aquella reticencia balbuciente sólo podía generarla una persona… ¿De verdad quería verla en estos momentos?

—Lina, dile que suba.

Eva entró a saludar aún más demacrado que Pere, y eso que el crítico contaba a su favor con años y años de encierro voluntario en salas oscuras frente a varias proyecciones diarias de largometrajes: pero esta vez su blancura fluorescente no era rival para la palidez translúcida y casi vampírica («Dios mío, vampiros también no», pensó Pere) que exudaba la piel de su amigo.

—¿Y ahora qué ha pasado? —plañó Pere, quien súbitamente se sentía mejor y más sereno con Eva allí enfrente. Era como si el compartir con él la experiencia aterradora del día anterior le permitiera bajar la guardia y mostrarle su miedo cerval, acto que en sí mismo reducía sensiblemente su pánico íntimo: pues al menos no tenía que disimularlo.

—No quieras saberlo —le recriminó Eva, para luego rebajar el destemplado tono, sabedor de que Pere era la única persona en quien podía confiar—. En realidad no es nada apocalíptico… aún.

La piel de Pere supuraba una secreción que confería a su rostro de trampero inexperto un desagradable aspecto, como si a un niño le hubieran pegado una barba postiza y le hubieran echado encima un cubo de agua hirviendo que sollamara su fina piel y le indujera una leve conjuntivitis. Eva se percató nada más ojearle de que el espíritu poco avezado y curtido del cinéfago también sufría en grado sumo ante los acontecimientos «sobrevividos» el día anterior.

—Te agradezco que me hayas dejado subir, sé que no soy persona grata por aquí y que esto podría traerte líos con tu jefe… —Eva se inclinó en un gesto que reclamaba intimidad, aunque era la hora de comer y no había nadie más en toda la redacción—. Necesito que me ayudes a entender a qué nos estamos enfrentando…

—De qué debemos escapar, querrás decir —objetó Pere, que ya no quería saber nada de frasecitas heroicas de película: ¡se las sabía todas!—. Aunque suene a pitorreo, por primera vez me he dado cuenta de la diferencia que hay entre la realidad y la ficción. —Sus ojos despidieron un matiz vidrioso—. No estoy hecho para ser un valiente, Evaristo…

—Yo tampoco, Pere. Es una reacción normal: somos personas reales, no Indiana Jones —se apresuró a sosegarle Eva, que ya conocía lo susceptible que se ponía su colega cuando le tocaba medirse con su propia cobardía—. Escucha, sólo te pido que me ayudes porque tú dominas el tema y puedes contribuir a que yo sepa a qué atenerme con mi chica y lo que le ha ocurrido…

—¿Cómo está ella? —se interesó Pere de manera sincera.

—Eso… es lo que quería consultarte. Pues imagínate: de pronto se ha convertido en una… una bestia.

—¿Come carne humana? ¿De verdad?

Eva hundió el mentón en el esternón y suspiró hondo antes de contestar.

—Sí, come carne humana. Anoche se comió a su madre…, a su madrastra. —Pere silbó de alivio—. Y cuando se encuentra empachada o ha engullido lo bastante, parece que vuelve a cierto estado de aparente humanidad…, o al menos de tranquilidad latente. Entiende cosas y se comporta más o menos como una persona, aunque algo pánfila. —El ojo izquierdo se le llenó de lágrimas—. Sólo que no respira…

—Entonces ¿es una zombi de manual? —inquirió de nuevo el cinéfilo: su afición a ese tema volvía a despertarle el gusanillo de la erudición por las revelaciones de Eva y, erradicado el monstruo de la madrastra, se descubrió haciendo pesquisas con la flema que demandaría un detective de ficción victoriana.

—Eso es lo que quiero que tú me expliques. —Eva se inclinó aún más y apoyó las manos en los frágiles brazos de su amigo—. ¿Cómo se comportan los zombis? ¿Es ella una zombi como los de las pelis? Explícame todo lo que sepas sobre esa cuestión para poder lidiar con su enfermedad y averiguar si existe algún antídoto, algún método para poder curar esa Rabia que la ha poseído.

El resoplido de Pere fue tan vehemente que poco faltó para que Eva plegara velas y se fuera de allí arrastrando el alma por el suelo.

—¿No crees que haya mucha esperanza? —atinó a preguntar.

—¡No lo sé, Evaristo! —se quejó desabridamente el periodista—. ¿Y yo qué sé qué es lo que le ha pasado a tu novia? Puede ser una zombi, pero los zombis sólo existen en las fantasías de los escritores y cineastas, es un concepto sobrenatural… Así que lo más probable es que se trate de una intoxicación natural que, simplemente, adopta unas formas visibles que coinciden con la apariencia de esas fantasías zombis.

Ahora el ojo vivo de Eva expresaba la mayor incredulidad:

—Vamos, Pere… Su piel reseca y arrugada, sus ojos inyectados en sangre, su hambre voraz e insaciable… ¡se come a los vivos y los convierte en lo que es ella! ¿Qué más pruebas puedes esperar de que se trata de una zombi?

—El concepto de zombi también ha cambiado con la evolución de la cultura popular —apuntaló Pere con una nada premeditada pose de sabio al que le ha llegado la hora de verter su conocimiento…, frente al héroe de la película—. Los zombis de ahora no son como los de los libros de hace cien años. Incluso cada autor cambia parcialmente la manera de… matarlos…

—Cuéntame; todo eso es lo que quiero saber —se apasionó vivamente Eva, acomodándose mejor en la silla junto a Pere—. Quizás así sepa cómo sanarla.

—¡Eso es lo que trato de decirte, Risto! No hay cura posible… —le contradijo Pere—. Si nos atenemos al concepto original del zombi, se trata de un muerto viviente. ¡Tu chica está muerta! —El propio Pere se estremeció al pronunciar estas palabras—. Así que sería de desear que no fuera entonces una zombi ortodoxa. Pero… ¡a lo que iba! Los zombis reales están relacionados con la magia negra y las prácticas de vudú que los negros realizaban en África y se llevaron consigo en calidad de esclavos a lugares como Haití. Eso también lo vi en una peli… En fin, da igual: el caso es que los zombis salían de sus tumbas por su propio pie gracias a estos ritos vudús. Eran cadáveres redivivos, nada más, cadáveres que se movían, pero sin voluntad. Ellos quedaban dominados por la persona que había ejecutado el ritual mágico, que los usaba como sus sirvientes sin posibilidad de libre albedrío. Finalizado el vudú, luego seguramente se volvían a sus tumbas y sanseacabó: a pudrirse tocan. Y así se transmitió al vulgo cultural y popularmente, por la literatura sobre todo. Yo me leí un cuento bien chulo de William Irish sobre este tema y también lo he visto en algunas películas clásicas del año la Quica. Pero no fue hasta los años sesenta cuando George A. (la A es importante) Romero lo cambió todo con La noche de los muertos vivientes… Él creó esa noción pesadillesca de una invasión de zombis GLOBAL, donde ni ellos tienen amos ni tú tienes escapatoria. Los muertos vivientes de hoy son realmente eso: en la peli los cadáveres resurgen de las tumbas, debido a no sé qué radiación de un satélite. Eso nunca quedó claro en la saga subsiguiente, pero es lo de menos: aporta el resorte necesario para extender la plaga y el terror. Más adelante, se buscan razones más sofisticadas, como que si hay un virus que transforma a la gente en zombi, de manera que no hace ni falta que los muertos resuciten, porque ya tienes la base del intoxicado caníbal que va convirtiendo en uno de los suyos a todo aquél al que ataca… Supongo que éste es el caso de tu chávala…, y de todos los que se transformaron en el Camp Nou.

—Sí, a Luz le pasó de golpe. Le cayó un líquido en la cara y eso fue suficiente.

—Y con morder a sus presas ya las convierte en Rabiosas.

—¡Exacto! —se acaloró Eva.

—Hmmm… —reflexionó Pere—. En muchas versiones, el contagio se produce por invasión de la sangre en el cuerpo sano… como el sida, algo así. Pero en este caso la mera saliva o quizás hasta el contacto de la carne Rabiosa con la herida de la víctima le transforma en uno más de los afectados. Realmente eso hace que las posibilidades de diseminación de la enfermedad sean tremendas… —Entonces cayó en algo que se le antojó sustancial—. ¿Qué está comiendo?

El semblante de Eva adquirió un aire sombrío y su ojo se desvió nervioso ante la acuciante mirada de Pere.

—Eh… —se dispuso a desembuchar el visitante—. Le he afanado una provisión de… fetos… fetos de embarazos interrumpidos.

—¡¿De abortos?! —exclamó perplejo el crítico.

—Así es. Son organismos ya muertos, no extienden la… la enfermedad. Es la manera más segura de que nadie tenga que morir por su culpa y también de que no haya más… Rabiosos. Bueno… —Aquí su lógica trastabilló—. Bueno, a no ser que ella se coma entera a su víctima. Entonces no resucita ni cagando, como ha ocurrido con la madrastra.

—Ajá… —Pere volvió a entregarse a sus cavilaciones con la nueva información proporcionada por su amigo. Su terror había dado paso por fin, gracias a su interacción dialéctica con Eva, a una aguda curiosidad—. Resumiendo que es gerundio: estos Rabiosos, los llamaremos así para diferenciarlos del tópico zombi, son personas vivas infectadas por un elemento tóxico… Partamos de ahí, Risto. Tenemos que partir de la base de que ella no es un zombi clásico, por la sencilla razón de que nadie puede estar muerto y moverse. El concepto de zombi en sí es ridículo, ¿lo ves?

—Entonces, si es ridículo… ¿por qué eres tan fan de los zombis? —se extrañó Eva.

—¡No estamos hablando de mí! ¡Estamos hablando de tu puta novia! Y todo esto te lo estoy diciendo para darte esperanzas: si lo que le ha sucedido a tu chica es algo posible y plausible, ella no puede estar muerta ni ser una zombi. Tiene que ser, sencillamente, una persona infectada… o como mucho, transformada en algo diferente a nosotros. Pero lo que quiero decir es que, en todo caso, es primordial que esté viva.

—¡Pero no respira!

—Eso puede tener muchas explicaciones —sentenció Pere, que sin embargo no se molestó en ofrecer ninguna—. Cuéntame cómo se contagió.

—Un tío raro lanzó desde nuestra sección del estadio un globo con un líquido que le cayó a Luz encima. Era rojo, como vino o sangría o… —Al suspender la frase, miró asombrado a Pere—. O sangre.

—OK, quizá fuera sangre de algún zombi anterior (le he llamado zombi por simplificar, que conste), que el tipo conservaba. En cualquier caso, nuestros Rabiosos son personas vivas que a su vez convierten a sus víctimas en Rabiosos. Por tanto, si se trata de una infección vírica, de base biológica y científica, supongo que sí ha de haber alguna manera de encontrar un antídoto que contrarreste ese efecto. Pero sin conocer la naturaleza de la enfermedad, ¿cómo saber cuál sería el tratamiento adecuado?

—Entonces, quizá no sea una zombi de ultratumba… —musitó Eva, por una vez esperanzado.

—Es lo más probable. Los zombis no existen, son seres sobrenaturales, como ya te he dicho —le tranquilizó Pere—. Aunque lo que vivimos ayer también fue bastante sobrenatural… Pero un zombi es un ente intrínsecamente imposible: un muerto no puede vivir ni volver a morir si ya está muerto. Además, no tiene sentido que algo de la realidad se amolde perfectamente a un mito que procede de la ficción o, como mucho, de unas creencias remotas que sólo están ligeramente relacionadas en sus orígenes con los tópicos zombis de hoy día… No, lo más seguro es que todo se reduzca a una puta enfermedad trivial cuyos síntomas son muy parecidos a los que vemos en las pelis de zombis…, comenzando por el canibalismo.

—Entonces ¿qué pasos debemos seguir ahora?

Pere bajó la ventana del explorador para echar un vistazo al reloj de su ordenata.

—Oh, oh; el diré se presentará en cinco minutos y no creo que le haga mucha gracia verte aquí, Evaristo. Déjame pensar un poco sobre todo esto y más tarde te llamo con las conclusiones a las que haya llegado sobre estos Rabiosos. Me imagino que lo más sensato sería tramitar un análisis de sangre de Luz.

Eva asintió al estimar que aquélla era una muy buena idea:

—OK. Intentaré conseguirla con su colaboración, porque si no será muy difícil. Y me aseguraré de que todo lo que coma lo haga sin dejar un solo resto, para que no haya riesgo de que se propague su condición.

—Por cierto… —Pere se giró con brusquedad hacia su camarada—. Tengo una curiosidad que quiero preguntarte desde el principio, pero no me atrevía por pudor…

—Dime, lo que sea, si puede ayudar… ¿Qué quieres saber? —se lo puso fácil Eva.

—Esa zombi… tu novia —le planteó Pere—. ¿Qué hace con la gente que se come? —Eva no pareció comprender la cuestión—. O sea… ¿Funciona su… su… su tripa? —Eva parecía seguir sin comprender—. ¡Joder, Eva, te estoy preguntando sencilla y delicadamente si tu chica caga!

Eva no pestañeó ante lo inusitado de la pregunta. La maduró en su cabeza y, cuando replicó, lo hizo con el mayor candor:

—Pues, la verdad, no tengo ni idea…

—Entérate —le ordenó Pere en tono insólitamente tajante—. Si defeca como las personas normales, habremos demostrado que su enfermedad es de procedencia orgánica y natural, que no es un zombi de película y que los Rabiosos no son zombis. Todo el mundo sabe que los zombis no cagan, otra incoherencia del mito. Porque entonces, ¿adónde van a parar todos esos cuerpos humanos que se comen? Y por tanto, si demostramos eso, tendremos mayor seguridad de que su enfermedad se puede tratar. También convendría —añadió, como acordándose a última hora— que buscaras al energúmeno aquél que la contagió. Hasta donde parece, aniquilados los futbolistas, ahora mismo no hay nadie más suelto en el país con la enfermedad. Pero ese menda también puede estar contagiado o ser la clave de todo el meollo, un genio del mal en la sombra. Si lo encuentras, igual te lo aclara todo, incluido cómo salvar a Luz. De lo contrario…, tarde o temprano tendrás que matarla.

Pere estaba convencido de que su amigo sabía que todo aquello se lo decía por su bien. No obstante, se quedó patidifuso ante la radical reacción de Eva: la cara se le tornó lívida mientras su ojo escrutaba exaltado un punto en el espacio más allá del crítico de cine.

—¿Qué tienes, Evaristo? ¿Te pasa algo? —le urgió Pere.

Eva denegó con la cabeza:

—¿Qué es eso? —susurró alucinado, al tiempo que se abalanzaba sobre el ordenador de Pere.

Al recibir a Eva en la redacción, el periodista había minimizado la ventana de Word con su texto sobre el estreno de Zombiosis, para no agobiar más de la cuenta a su amigo con la obsesión por los muertos vivientes, dejando en su lugar la página oficial de un portal generalista, que como casi todos los de su jaez, dedicaba su espacio informativo a reportajes bobalicones y lo suficientemente estúpidos para que los asimilara todo el mundo. Pero en esta ocasión, una noticia de estricta actualidad ocupaba una buena porción de la pantalla. El titular era de lo más elocuente: «Sorprendido un mendigo caníbal en el cementerio.»

Eva activó el play: se trataba de un vídeo realizado con un móvil, cuya imagen pixelada mostraba a un hombre en harapos pero de constitución corpulenta, metido hasta el pecho dentro de una fosa, de la que había desplazado la lápida. Del interior de la fosa sobresalía, aferrada por el tipo, algo parecido a una pierna humana que el mendigo se llevaba a sus ensangrentadas fauces. Violada su «intimidad» por el intruso que le estaba grabando con el móvil, el sin techo le dirigía una mirada de hambre infinita, comparable a la de un predador sin conciencia humana.

Eva no precisó ver la grabación entera para persuadirse de que se trataba de la misma persona que había contagiado a Luz.

—Es él —confirmó a Pere con el ojo izquierdo brillante de emoción—. Es el Rabioso que la convirtió en un monstruo como él…

Pere no quitó la vista de la pantalla: al final de la grabación, el antropófago soltaba su presa al verse sorprendido por la cámara del intruso, brincaba fuera de la tumba y desaparecía en la noche a una velocidad vertiginosa que desmentía su cochambrosa facha.

—Es fortachón el tío… —subrayó el crítico.

El encabezado del artículo resaltaba también que quien le había grabado con el móvil, un muchacho que iba de avanzadilla con otros amigos adolescentes para festejar un fúnebre botellón, había jurado no volver a probar el alcohol en su vida, y el articulista se congratulaba de su decisión.

En ningún lugar del texto se asociaba esta noticia, tomada medio a broma por el propio periodista que la había redactado, con la tragedia del Camp Nou.

—Así pues, él también está infectado… —dedujo Pere con cierto fatalismo en su aserto.

—Tengo que encontrarle —remató Eva, antes de despedirse de Pere con una parca pero leal y solidaria palmada en el hombro.

Pere no respondió mientras miraba con tristeza a Eva encaminarse al ascensor.

Cuando las puertas de éste se abrieron, emergió a la altura de Eva el rostro afeminado del director de la revista, una carita de porcelana la suya enmarcada por lánguidos y rubios cabellos lacios en forma de ala de cuervo, y ornamentada con unas gafas de pasta color ámbar, típicas de esnob barcelonés. El treintañero se quedó demudado al toparse frente a frente con Eva, cuya presencia en sus oficinas había prohibido explícitamente; sin embargo, Eva ni reparó en la expresión embobada y boquiabierta con que el niño de papá le contempló, pues su pensamiento se hallaba muy lejos de allí: en Madrid, como mínimo.

«Tengo que encontrarle… —se decía el muchacho a sí mismo—. Tengo que encontrarle y descubrir cómo revertir el proceso.»

Pero otro pensamiento más opresivo penetró en el lado menos soñador de su cerebro, algo que le había venido reconcomiendo en forma abstracta desde horas atrás, sin poder articularlo con certidumbre hasta ya mismo:

«Y tengo que cambiar la dieta de Luz…»

El petimetre directorcito de la revista se volvió desencajado y hecho pasta de boniato hacia el fondo de la redacción y profirió un estridente chillido de indignación niñata:

—¡Pereeeeeee!

Pero para entonces ya hacía varios segundos que el director non grato se había esfumado de allí.