10

Dar a Luz

Esa mujer tiene su cementerio.

Doña Bárbara, RÓMULO GALLEGOS

Eva llamó varias veces a Pere por el móvil, pero sólo respondió el buzón de voz. Eva no le culpaba. Debía de suponer un trauma vivir una secuencia digna de tus películas favoritas y descubrir que no dabas la talla: que no eras el héroe fuertote, rubio y anglosajón que decapita zombis a hachazos, sino el secundario lechuguino, sensiblero y chillón que sale corriendo a la primera de cambio… Ya se ocuparía de Pere más tarde.

Por el momento tenía bastante de qué preocuparse sólo con el asunto de su novia.

Eva se había sentado sobre el segundo peldaño de la escalinata, a unos metros prudenciales de Luz, que se mecía acuclillada en un rincón del salón-recibidor, al lado de la chimenea frente a la cual sesteaba en el suelo el tizón ensangrentado. Luz sonreía, pendular y colmada como una niña buena con empacho.

Eva miraba desconfiado hacia Luz, pero era evidente que ella no acariciaba ninguna pretensión de atacarle. Saciada el hambre, un fulgor de raciocinio asomaba tras el marco de sus pupilas, una luz realzada frágilmente bajo el postigo de los párpados resecos.

—No podemos continuar así —declaró Eva.

Luz le brindó ahora un vistazo con el desamparo de un pequeño cachorro de felino que no supiera de qué le estaban hablando, desolada por lo estéril de su afán de entender a aquel ser al que, en algún punto de su cerebro deshabilitado, recordaba haber amado en alguna lejana era. La sangre había coagulado sobre su camiseta blanca; en sus pantalones militares de camuflaje ya competían por el predominio los manchurrones verdes y los chorretones granates; las botas se ahogaban embarradas de rojo… Los ojos negros se percibían tintos debido a la inoculación de un matiz sanguinolento. Pero la voracidad de su mirada parecía apaciguada, si no extinguida. Las cicatrices faciales de sus ausentes pendientes y aros habían desarrollado una costra putrefacta y la piel restante se diría hecha de papel fino, pero la profunda belleza interior de Luz permanecía intacta. En sus ojos se podía atisbar el rastro del ser humano que había habitado aquella carcasa.

O Eva quería pensarlo así, al menos.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

La pregunta era retórica, por supuesto. Se había pasado todo el día recogiendo los cuerpos de los padrastros de Luz (lo que quedaba de los padrastros) y descuartizándolos en la cocina con un cuchillo de carne. Descuartizando y vomitando, descuartizando y vomitando, hasta que solamente descuartizó: en algún recodo del proceso, entre la limpieza de las heces hacinadas en los intestinos y el tronzado del costillar, había extraviado el sentido de la repulsión. Luego, se lo había ofrecido a comer todo a Luz, hasta el tuétano de los huesos, por probar: un riñón primero y luego un hígado, una ensalada de dedos y vísceras y finalmente los corazones, con la guinda de los ojos encima. Sin embargo, Luz había rechazado plato por plato. ¿Cómo era posible?

Como en los cerdos, de un humano también se aprovecha todo. Al menos para quienquiera que fuese Luz ahora. Eva lo había corroborado al presenciar cómo la joven se jalaba a la vieja. Sin embargo, una vez completada la transformación biológica en sus víctimas, daba la sensación de que ya no le gustaba tanto alimentarse con los de su propia raza: perro no come perro. Le atraía la carne primigeniamente humana.

Eva presentía que lo que ocurriera a partir de entonces dependería exclusivamente de él y de sus acciones subsiguientes. Había una cosa que estaba clara: Luz necesitaba nutrirse de carne humana y a ser posible fresca. Le había servido también filetes de pavo, costillas de cordero y hasta un hermoso pollo que había hallado en la bien provista nevera de la cocina, pero Luz había rehusado toda cata extra. Sin embargo, resultaba patente que a sus padres los había ingerido con considerable apetito…

—¿Y dónde consigo yo comida para ti, nena? —volvió a preguntar él, no tan retóricamente, a su chica. Ésta se columpiaba sobre sus tobillos ahora como una cría feliz de que sus mayores la comprendieran: por fin había encontrado alguien que sabía lo que precisaba y que la cuidaría de forma apropiada.

Súbitamente, se colocó a cuatro patas sobre el parqué. Eva sintió un temblor instintivo y sus miembros se tensaron, dispuestos a hacerle salir huyendo a la menor sospecha de un ataque: por más que su corazón le perteneciera a ella, el resto de su cuerpo no.

Pero Luz no se movió hacia él. Solamente tanteó con una mano su bolsillo trasero, sacó su cartera y la lanzó hacia Eva. Cayó a media distancia de ambos…

Eva no se aclaraba a qué venía aquel gesto. ¿Por qué le tiraba su monedero? ¿Era la manera de cazar humanos que tenían los Rabiosos? ¿Arrojando la cartera al suelo, en la creencia de que un humano no podría resistir la tentación de acercarse a ojearla o registrarla ensimismado para, entonces, echarle su cazador el diente al cuello del pobre desgraciado? No, no podía ser eso… Luz estaba facultada en su nueva idiosincrasia para echársele encima cuando se le antojara, ahora mismo si así lo deseaba, y era muy improbable que Eva pudiera eludir su mortífero abrazo, por mucha fuerza y velocidad que imprimiera a su fuga.

Mmmm…, así pues la respuesta se ocultaba palmariamente en la propia cartera.

Eva se puso a su vez a cuatro patas y avanzó sobre el parqué con menos sinuosidad que canguelo. Luz se retiró entonces y recuperó su posición genuflexa, como para aplacar los temores del muchacho.

Eva alcanzó la cartera con una mano contraída de precaución. Se trataba de una billetera de cuero negro, con una cadena al extremo de la cual colgaban las llaves de casa, al estilo macarra poligonero. Empezó a hurgar en el objeto confiado, mirando alternativamente su contenido y a Luz por si ella mostraba alguna señal inequívoca de reconocimiento o intención. Algo había allí dentro que Luz quería que Eva viese o utilizase.

Sus dedos tropezaron con el rollo de dinero robado a los padrastros, mal encajado en el compartimento más ancho, pero era obvio que Luz no profesaba ningún aprecio ya por aquel tesoro. Su atención seguía posada sobre la billetera abierta, anhelante de que Eva localizase lo que ella anhelaba. Eva extrajo el DNI de la muchacha, el carné de clienta preferencial del Mama Me y una entrada para el inminente concierto de Muse. Nada de aquello le podía decir ya nada a Luz.

De pronto, Eva se puso blanco, al introducir los dedos en el bolsillito estanco de la cartera. Al abrirlo, palpar dentro y sacar la mano, lo único que salió a relucir fue un envoltorio cuadrangular de papel metálico. Eva envió una mirada horripilada hacia la risueña Luz.

—¿No pretenderás…?

Pero Luz no prestaba tampoco la menor atención al preservativo, así que no se trataba de eso. «Uuuuf», suspiró Eva. Ya se veía en la situación más surrealista imaginable, obligado a hacer el amor al monstruo de su novia a la vez que se esmeraba en impedir que ésta se lo merendara en y durante el acto.

Más calmado, siguió rastrillando con los dedos posibles fondos extras del receptáculo de cuero. Entonces, cayó en la cuenta de que no le había enseñado a Luz el primer documento que figuraba bajo la funda de plástico interior de la cartera. Lo expuso a la chica con ademán cauteloso y ésta empezó a agitarse como un simio y a menear reiteradamente la cabeza.

—Tu tarjeta de trabajo… —ratificó Eva, aliviado de que se tratara de eso—. Claro, hoy no has ido a trabajar. ¿Quieres que llame a la clínica y les dé alguna excusa?

Ahora, Luz desplazó abruptamente la testa de lado a lado, como un chimpancé al que le ha tocado en suerte un Tarzán más tonto de la cuenta.

—¿Entonces? —inquirió un defraudado Eva—. Si no es esto, ¿para qué coño quie…?

En ese momento, la idea le arrolló con la contundencia de un trolebús propulsado a chorro. Abrió los ojos de incredulidad:

—¿Quieres conseguirte alimentos de la clínica?

Luz no contestó.

—¿Quieres que saque cuerpos de allí para que tu puedas comértelos?

Luz no contestó.

—¿Quieres que robe órganos o cadáveres como un personaje de Poe para suministrarte tus raciones de carne humana?

Luz no contestó.

Pero el apego de su vista fija en él era suficientemente elocuente. En aquella clínica se almacenaban provisiones que podían proporcionarle una correcta manutención.

—Oh, Dios… —clamó Eva, cada vez más consciente de que no habría un final inmediato para aquella pesadilla… ni siquiera una repetición de patrones fijos, sino una escalada de transgresiones a cuál más abominable para un ser humano corriente.

Pero era vital conservar el sosiego y la claridad mental.

Subió al dormitorio de Luz e inspeccionó su armario. Allí disponía de lo imprescindible para su cometido: pantalones y bata blanca unisex que, a juzgar por la talla, le servirían a él de sobras (y de hecho le sobraban un par de centímetros de altura, aunque de talle le iban perfectos).

Después de probárselos, recurrió a una bolsa deportiva de Luz que adolecía en un estante superior del armario. Era lo bastante grande como para alojar cómodamente varios miembros cortados, dado que un cadáver entero no se veía capaz de escamotearlo en una primera visita. Más adelante quizá sí, pensó para sí mismo, conturbado: si esa actividad debía prolongarse como rutina de vida, iba a verse obligado a arreglárselas de todas las maneras posibles para abastecer a Luz.

En la cocina se proveyó de los cuchillos de hoja ancha que ya había empleado sobre los padrastros. Halló bolsas de plástico grandes para compras familiares que también introdujo en la bolsa de deportes, junto a varios tuperwares. Sabía que no podría volver muy cargado, a no ser que dejara abandonada la bici. Aprovechó de paso para realizar un examen exhaustivo de todo lo que le ofrecía la casa.

Cuando bajó al salón ya eran las seis de la tarde y el sol se inmiscuía rojo por las ventanas. Luz continuaba inmóvil en el mismo rincón: en su nueva identidad, si es que tenía conciencia de identidad alguna, se revelaba un ser absolutamente inútil, pero aún retenía la hermosura de su antigua alma.

Eva la contempló largo y quedo, con rictus serio, transmitiéndole sin palabras su propósito y la necesidad que tenía de que ella no se moviera de allí. La criatura le devolvió la mirada como una veleidosa esfinge que observa desde más allá del espacio y el tiempo hacia más allá del propio espíritu de Eva.

Él concluyó la muda despedida con un resoplido:

—No soporto que no respires.

Era su primer reproche conyugal.

El sol se ponía cuando tomó Eva la bicicleta, que había apoyado junto a las lindas violetas que antaño le cautivasen, y emprendió el pedaleo hacia su próximo y peligroso objetivo.

La Clínica Médica María Cristina se asentaba a sólo unas manzanas de la estación de metro homónima, en plena Vía Diagonal. No estaba muy lejos de donde vivía Luz, en realidad, sólo debía cruzar al otro lado en sentido mar y ubicar la calle concreta de entre una maraña de callejitas residenciales, indicadas en un miniplano sobre el reverso de la tarjeta.

El crepúsculo encapotaba el cielo de malva, proyectando su mortecina coloración sobre todo aquello que habitaba y pululaba debajo. Eva clavaba el ojo en sus manos lacradas por aquel dañoso fuego infantil que de purificador no tuvo nada, doblemente enrojecidas y triplemente temblorosas: el manillar se sacudía como una extensión de su histerismo, y se forzaba a apretar los dientes hasta hacerlos chirriar para que los puños impusieran su propiedad y temple y la rueda delantera no le contestara con desesperantes quiebros sobre el asfalto. Sentía las piernas sobre los pedales como grandes vasijas repletas de gomas de borrar…

Intentaba no pensar en lo que se le avecinaba: mejor dicho, en aquello hacia lo que se avecinaba él. Si lograba infiltrarse en la clínica sin despertar sospechas, su prioridad sería localizar rápidamente algún cuarto donde pudiera haber pacientes fallecidos, o quizás órganos sueltos conservados en refrigeradores para implantaciones o trasplantes, o quizás en formol para la formación de los estudiantes… Eva se dio cuenta de que no tenía ni pajotera idea de si aquella clínica resultaba tan grande como para contar con cadáveres. ¡No era un hospital como el de San Pablo! Él no tenía idea de esas cosas, ni puñetera noción de cuánto personal ni cuántos enfermos podría cobijar ese lugar o cómo estarían organizados sus departamentos. Todas sus referencias al respecto eran literarias o cinematográficas. Y en ellas basaba su intuición de lo que podía esperar encontrar.

De una sola cosa se sabía seguro: si no obtenía allí dentro un cadáver, habría de conformarse con algún enfermo terminal… Tal como se manifestó el pensamiento en su cabeza se arrepintió de haberle dado cabida, pero lo que le sorprendió de veras fue la sangre fría con que aceptó aquella conclusión: la suerte estaba echada y, si había consentido convertirse en protector de aquello que fuere en lo que se hubiese convertido Luz, debía asumir con determinación cualquier posibilidad.

Y ésa estaba dispuesto a asumirla.

Llegó cuando el cielo ya había decidido virar a tiniebla. La clínica era un conjunto de lo que aparentaban ser dos o tres chalés de planta baja, comunicados por pasillos bajo la tutela de un edificio de dos pisos al fondo. La puerta de entrada al complejo era acristalada y se adivinaba bastante barullo en el vestíbulo, mujeres sentadas y hombres caminando impacientes… barullo que convenía a las intenciones de Eva.

El joven se valió de la penumbra de un pequeño solar practicado en cuña contra el muro que precedía a la fachada principal, terreno habitado por un par de palmeras desangeladas de ramas alicaídas que empero le escudaban lo suficiente para emboscarse allí, dejando a buen recaudo de miradas maliciosas la bicicleta, que tendió de costado en el suelo; a continuación, se endosó con eficaz urgencia la bata blanca, sobre la camisa y los pantalones de enfermero que ya vestía.

Y al fin se dirigió con resolución hacia la puerta de entrada y penetró en el vestíbulo sin pensárselo dos veces, como haría un enfermero legítimo.

El vestíbulo presentaba toda la traza aséptica de las clínicas privadas, que parecen tener más presupuesto que las públicas para que las limpien mejor y más regularmente. Algunos pacientes de la sala de espera le dedicaron una ojeada por puro acto reflejo, pero no percibió curiosidad ni extrañeza en ninguna cara. Podía pasar perfectamente por un enfermero real, incluso sus cicatrices desempeñaban un rol convincente: en su tapadera ingeniada para autosugestionarse con su papel y así mejor justificar su personalidad impostada, éstas podían explicar su pretendida vocación por ayudar a los demás, dado que habría sufrido en carne propia el trauma físico que la vida podía depararle a cualquier otra persona…

El mostrador de recepción quedaba justo del lado de la derecha, paralelo al muro exterior y, por tanto, invisible desde fuera. Eva sintió que los segundos se ralentizaban mientras ponía un pie delante del otro en pleno vestíbulo. Al tiempo que enfilaba (¡a una velocidad tan lenta que era capaz de desquiciar a cualquiera!) hacia el pasillo frontal con un aplomo digno de un médico veterano y complejo de astronauta, Eva se arriesgó a efectuar un acojonado barrido visual hacia la derecha, sabiendo de sobras que le sería imposible captar con su ojo ciego dónde estaba exactamente la recepción y qué hacía exactamente la recepcionista. Imposible establecer si ella se encontraba consultando reconcentrada unos datos en su registro informático para solventar la llamada de un paciente, ajena a su entorno… o si ahora mismo estaba observándole a él y preguntándose quién coño era aquel estrafalario chaval que ostentaba un uniforme del centro médico y apretaba contra su costado izquierdo una bolsa Adidas…

Lo único que Eva veía al mirar a la derecha era el tabique lateral de su nariz. Y no bullía tanta audacia en sus venas como para aventurar un giro explícito de la cabeza hacia el mostrador…

Sin embargo, sí oía distintamente una conversación entre dos mujeres y una de ellas sonaba maternal y diligente: con seguridad la recepcionista estaba demasiado ocupada atendiendo o soportando a una clienta para percatarse de aquella presencia extraña.

Por desgracia, dicha recepcionista no era la única que trabajaba allí como parte del personal de la clínica: también era posible advertir, para cualquier espectador casual, que en la esquina más alejada y detrás de la propia recepción, un agente de seguridad elevaba en ese momento la vista hacia el otro lado de la estancia, atraído por el sonido aspirante de la acristalada puerta automática. Se trataba de un colombiano de anchas espaldas y fornida complexión que no le quitó ojo a Eva mientras éste cruzaba el vestíbulo…, y si no le retuvo allí mismo ni le llamó la atención fue porque también él era nuevo en el ejercicio de su oficio y acababa de estrenarse como guardia de seguridad la semana anterior, por lo que aún no conocía a todos los médicos y enfermeros de la clínica.

Un suspiro sordo desertó el cuerpo de Eva mientras sus piernas alcanzaban la anhelada soledad intramuros: de pronto estaba en otro pasillo que comunicaba al exterior y cuya puerta más alejada conducía al edificio de dos plantas. Cuando arribó a la altura de la puerta, verificó que estaba cerrada, disponible solamente para quien pudiera satisfacer su visor de lectura identificativa: pasó el número de su tarjeta por encima (le había pegado malamente, sobre la estampa adorable de Luz, la foto carné que le sobraba de su última renovación del DNI) y entró con cautela al edificio anejo.

Detrás de él, el circunspecto agente asomado al pasillo se tranquilizó al comprobar que el intruso tenía su pase laboral de acceso a las demás instalaciones, así que regresó a su puesto junto al mostrador, para poder regalarle algún requiebro a la moza de la recepción cuando los impacientes pacientes gallegos les dejaran un segundo de respiro.

Por su parte, Eva avanzaba ahora sin titubeos con objeto de explorar ese nuevo escenario y registrar cada uno de los cuartos de aquel complejo. Frente a él, repentinamente, un médico canoso y cincuentón emergió de una habitación y, tras apagar las luces de la misma, echó a andar con aire cansino en dirección a la entrada, su maletín bailando en la mano y sus ojos peinando el suelo, sumido en sus pensamientos, sin haber reparado aún en el recién llegado: a su izquierda, Eva vio (esta vez sí) una estrecha escalera que ascendía curvilínea hacia la segunda planta y se precipitó por ella, deteniéndose en la mitad de los escalones, arrimado a la pared opuesta para que el médico no le descubriera cuando pasara bajo sus pies. El profesional salió al pasillo y Eva volvió a bajar.

No había más remedio que abrir todas las puertas y, encogiéndose de hombros, así se propuso hacerlo. La primera a su derecha casi le enfrenta de bruces con otro médico, pero por suerte se abrió del lado de los pacientes: era una sala de consulta, y una señora cuarentona y una muchacha quinceañera le miraron sentadas, los ojos enrojecidos. Eva musitó unas disculpas y cerró la puerta, rezando interiormente por que el médico o la médica que atendía dentro no se extrañara ante aquella inopinada intrusión.

Con casi total certeza, pues, el cuarto dispuesto al otro extremo de la misma pared consistía también en otra sala de consulta, de la que había salido el médico maduro. Así que mejor probar en la única puerta que había enfrente.

Dicha puerta, de hoja doble y cerrada sin llave, daba a un despacho colectivo que debía de hacer las veces de sala de reuniones, a juzgar por los atestados escritorios y la mesa central. Eva vio un paquete de Winston huérfano sobre una de las mesas y se lo agenció. Aquél no era mal momento para empezar a fumar.

Desanduvo sus pasos y tiró de nuevo escalera arriba, encarando las dependencias del primer piso: la disposición simétrica de las primeras puertas le hizo intuir que debían de corresponderse a habitaciones de reposo para pacientes, como así era. La primera puerta le dejó vislumbrar una cama y una joven tendida sobre ella, descansando. Desechó pues las puertas similares y se encaminó al ala más apartada del edificio, donde se alzaban otras de ubicación más espaciada.

La primera era una puerta doble de metal con ojos de buey en su parte superior y Eva dedujo que se trataba de un quirófano. Irrumpió en él con la morbosa esperanza de que quizá la última operación hubiera resultado un patoso desastre y se hubiesen dejado al paciente por el camino, listo para el requiéscat in pace. Pero no, no yacía ningún cadáver sobre la mesa de operaciones, que por otro lado brillaba impoluta, como si hiciera tiempo que nadie hubiera sufrido allí encima ninguna intervención quirúrgica. Quizá debería haber probado primero en la Seguridad Social…

Una corriente de apocamiento le sobrevino de golpe, embotando su voluntad. ¿A quién quería engañar? ¿Dónde demonios iba a encontrar ningún paciente muerto allá dentro? Tras unos segundos abismado a sus miedos íntimos, volvió en sí, sobreponiéndose a su desaliento.

Eva retornó al pasillo y afrontó la última opción de aquella planta. Se trataba también de una puerta de doble hoja, pero de madera convencional y, ésta sí, cerrada con llave. No aparentaba mucha solidez, y Eva se planteó si saltaría alguna alarma de cargársela con una patada.

Tenía que intentarlo igualmente.

Retrocedió dos pasos, lo máximo que le permitió la pared opuesta, y se preparó a aplastar la puerta con toda la fuerza de su pierna. Pero al recordar a Pere ese mismo día por la mañana, prefirió cambiar su táctica de agresión y esta vez hacer uso del hombro como ariete.

Al primer golpe la doble hoja crujió, como también crujió la clavícula de Eva. Para el segundo golpe sí empleó el pie derecho, que venció la resistencia de la puerta con moderado estrépito. Una hoja se salió de su gozne superior, pero Eva la dejó entornada para que desde fuera quedara mínimamente aparente.

Ya dentro, accionó un dispositivo de luz incrustado en la pared a un metro a su izquierda. Una lechosidad blanca y fría se desperezó desde varios fluorescentes del techo. Se descubrió de pronto en medio de una sala con voluminoso mobiliario de aluminio, reminiscente de las moles metálicas que en las morgues de las películas acogen cadáveres.

«¿Será que…? —elucubró Eva con una emoción parecida al júbilo—. ¿Resultará que guardan varios días los pacientes muertos para certificar la causa del deceso o para cederlos a estudiantes de medicina en prácticas?»

En la mitad del habitáculo destacaba una pieza rectangular de media altura, también de aluminio, con una amplia boca sobre su parte superior. Eva la ignoró y, sin más, se acercó a las moles, semejantes a armarios de un solo cuerpo, con la excepción de que éstas contaban cada una con tres portezuelas de apertura lateral.

No podía perder más tiempo. Eva se aprestó a abrir el primer «armario», decidiéndose por la puerta que quedaba en medio, pues por altura era la que le posibilitaría ojear su contenido con mayor rapidez. Estaba casi convencido de que el interior albergaría una camilla metálica extraíble con algún cadáver sobre ella, y se preguntó si la camilla podría aguantar su peso si resolvía amputar el cadáver allí mismo.

Abrió la portezuela con el ímpetu que concede la conciencia del peligro: pero lo que vio allí dentro…

Lágrimas de shock saltaron a las lianas de sus pestañas y tuvo que apoyarse en el armario para no caer redondo al suelo, desmayado.

No, dentro de los cajones no había cadáveres, al menos no de la naturaleza que imaginaba…

La aberrante panoplia desplegada frente a sus ojos sobre la puerta entresacada era una colección de fetos humanos: de más de doce semanas, estaba seguro de ello. Se encontraban perfectamente formados y aguardaban turno en aquellas neveras, clasificados y encajados por piezas…

Eva comprendió entonces qué era aquel artefacto de metal en medio de la sala: una trituradora para deshacerse de los niños intervenidos… Ahora lo entendía todo: aquella clínica era un centro especializado en abortos y, al parecer, se ocupaban tanto de los legales como de los ilegales.

Allí era donde conservaban durante el día los ilegales, para eliminar sus restos esa misma noche o quién sabe si al final de la semana.

El primer ejemplar que él contemplaba en el interior de la bandeja frigorífica presentaba un aspecto trágicamente sereno, y eso era lo que más había perturbado a Eva a primera vista: una pátina de rocío prodigada por la propia fresquera aportaba a las diferentes partes escindidas del cuerpo una apariencia cerosa, permitiendo apreciar perfectamente definidos los miembrecitos del casi bebé prematuro que ya nunca sería persona: reposaban allá alineados varios cadaveritos de variada constitución, dispuestos en filas, como fragmentos ordenados de una muñeca desarmable que podrían volver a unirse armónicamente, pero ya sólo con la función de un juguete sin alma. La balompédica cabeza yacía separada del tronco y, bajo éste, se exhibían en hileras los bracitos y piernas, como si fuera el pack de un muñequito ensamblable con sus atributos de quita y pon.

El primer bebé muerto sonreía, ajeno a su destino de capricho roto… Sonreía como sonreía Luz, ignorantes ambos de su cualidad de monstruos para la sociedad humana del siglo XXI. Aquella sonrisa que calaba impresa en la carita aún no cincelada del todo, una sonrisa beata que persistía pese al anómalo detalle de estar dibujada sobre una cabeza que ya no sustentaba cuello alguno… y esas manitas y piececitos que deberían haber tenido derecho a ser tomados con cariño por las manos de una madre… Todo ello contribuía a detonar una avalancha de horror en cualquier espectador humano.

Eva se derrumbó de espaldas contra la torre de aluminio. No sabía qué le pasaba, pero algo se había disparado en su interior: su corazón se había desbocado. La espalda resbaló contra el metal hasta el suelo, donde se quedó sentado mientras sospechaba que estaba sufriendo un infarto. Comenzó a boquear: los latidos y sus inspiraciones cabalgaban desacompasados.

Sencillamente, estaba experimentando una taquicardia.

La había provocado la visión de aquel feto, pero también la idea no por desmesurada menos cierta de que con esos trocitos de ser humano se vería obligado a dar de comer a su amada. La imagen de Luz deglutiendo aquellos delicados miembros y aquella cabeza sonriente desbordó su imaginación y le inyectó una dosis de pasmo insoportable, abocándole a un ataque de ansiedad involuntario.

Tras cinco minutos sin osar moverse, empapado en aquel aire denso en muerte, una muerte que ya casi él también deseaba para poner fin a la pesadilla en que había degenerado su vida desde hacía apenas cuarenta y ocho horas, a Eva se le ocurrió que quizás aquel acelerón cardíaco no era un infarto…

La sola corazonada de que no se estaba muriendo le ayudó a espabilar y, a fuerza de tranquilizarse, moderó el ritmo demente de su pulso. Ya era raro que nadie hubiera subido aún a pesquisar por qué la luz de la sala estaba encendida…

Eva retomó su cometido, con las compuertas de su mente cerradas a toda consideración moral y a cualquier amago de sensibilidad: ¡no podía amilanarse ahora! La ecuación era simple: Luz necesitaba carne humana; allí había carne humana; él se la iba a llevar.

Abrió las cámaras frigoríficas y metió en la bolsa de deportes todos los fetos a los que pudo echar mano, agarrando las piezas humanas como frutas a granel, sin parar mientes en la significación de aquella naturaleza fragmentada. Los cadáveres eran todos recientes, probablemente de aquel mismo día, y por tanto frescos para su consumo inmediato. El tacto suave y tierno de los bracitos, torsos y piernecitas le indujo de nuevo al vómito y a la locura, pero se compelió a contenerse. Asimismo, pensar que debería guardar algunos de aquellos cadaveritos en el congelador de la casa de Luz, para ser racionados a lo largo de las siguientes jornadas, encendió también una tremenda chispa de terror en su espíritu, pero la apagó a manotazos antes de que prendiera en la santabárbara de su desánimo. ¡No podía permitirse el lujo de sentir terror ni repugnancia! ¡Tenía que meter los fetos en la bolsa y salir disparado de allí!

Pero ¿cómo no sentir terror ni repugnancia ante aquel panorama horrendo cuando uno sigue considerándose perteneciente a la especie humana?

Dejaría de ser humano, pues.

Eva logró atiborrar la bolsa hasta los topes con todo el stock de las neveras. El subconsciente le traicionó de nuevo y conjeturó durante un segundo por qué desagüe despacharían los cuerpos triturados, qué sumidero se tragaría todos aquellos seres no natos, pero se forzó a hermetizar su psique contra divagaciones que le hicieran vacilar.

Si se hubiese tratado de una película de Hollywood, aquélla habría sido la radiante ocasión escogida para que el agente de seguridad hiciera su —¿imprevisto?— acto de aparición, irrumpiendo en la sala y sorprendiendo a nuestro héroe con las manos en la masa (corporal). Contamos con todos los elementos adecuados: un escenario tétrico, una carga mórbida, y el último grito (je) en trituradoras para que, tras una emocionante lucha cuerpo a cuerpo, el villano (o sea, en este caso, el pobre y decente profesional colombiano) termine con su cara arrancada de cuajo contra la sierra rotante del artilugio.

Pero esto era la realidad, y la realidad desaprovecha infinitas veces planteamientos llenos de posibilidades dramáticas: así que Eva corrió la cremallera de la bolsa —cuyo tejido abombado modelaba formas sinuosas de coditos y cráneos—, apagó la luz y abandonó la sala sin incidentes ni percances.

Nadie le interrumpió tampoco en su camino de regreso hacia la puerta principal. Sin embargo, debido a lo avanzado de la hora, le tocó atravesar de vuelta el vestíbulo cuando ya solamente quedaban en él la recepcionista y el agente de seguridad. Las rodillas de Eva titubearon una décima de segundo al descubrir por el rabillo de su ojo izquierdo al corpulento colombiano de tez mestiza (su color de piel desconcertantemente similar al de su uniforme, que parecía a juego), pero ya no podía fallar: con la bolsa cargada a la espalda, Eva siguió comiendo metros en trayectoria recta y directa hacia la puerta, ahora de salida, empeñado en transponerla sin reparos ni flaquezas…

Para su gozo, el agente de seguridad ni siquiera se apercibió de la nueva intromisión de Eva: estaba demasiado liado fabricándole piropos y lisonjas a su compañera, con la prodigalidad típicamente sudamericana para el donaire, mientras ella los recibía haciéndose la chica dura europea, o sea la sueca, pero derritiéndose por dentro y deplorando en contra de su espíritu de mujer emancipada, que los hombres catalanes no fueran así de caballerosos.

Eva asaltó la calle con brío y, una vez se supo con los pies sobre la acera, echó a correr como un descosido, sobre todo en cuanto se vio fuera del perímetro visual abarcable desde el interior de la clínica. La bici seguía, por suerte, donde la había confiado: ventajas del barrio pudiente. La asió sin miramientos y montó en ella, pedaleando con el vigor desatado y la ausencia de esfuerzo que otorga, ahora sí, el miedo suelto en plaza.

Sus piernas eran ya pistones a punto de salirse de madre, a tal extremo llegaba el tembleque corporal que empezaba a invadirle tras la reciente tensión vivida y, sobre todo, la inesperada taquicardia. Un pensamiento ominoso como alga pegada al cuerpo aniquilo toda posibilidad de ilusión en su alma: a partir de entonces, preveía que todo lo que podía esperar de su vida era eso: muerte y descomposición. A punto estuvo de estamparse un par de veces contra coches y personas, así como de accidentarse él solo contra el pavimento, tan despistado y convulso transitaba sobre las dos vacilantes ruedas.

Cuando llegó mal que bien a la casa de Luz era noche cerrada. Ella le recibió en el mismo salón, pero ahora estaba de pie, oscilante el peso de su aún esbelto cuerpo de una planta a otra, como si los monstruos conocieran la impaciencia.

El hambre comenzaba a asaltarla de nuevo.

Eva se obligó a mirar cómo Luz daba cuenta de las abultadas existencias de la bolsa, sin desviar los ojos un solo instante, por tres razones:

1) Para saber qué era lo que le depararía el futuro y cuál sería su rutina cotidiana a partir de entonces, si antes no los detenían.

2) Para tener claro qué era y qué hacía la mujer que amaba investida con aquella nueva naturaleza de Rabiosa.

3) Para no autoengañarse y curtir su conciencia hasta que ya no fuera capaz de sentir pena por nada.

Mientras, Luz desgarraba los pechitos prenatales con sus dientes, los abría, partía en jirones y masticaba con fruición, absolutamente indiferente a ninguna oleada de posible empatía para con sus prójimos que hubiese sobrevivido rezagada detrás de aquellas pupilas casi muertas.

Si hubiese tenido pensamientos conscientes y no puramente instintivos, habríamos dicho que Luz engullía los fetos con la misma indolencia desentendida con que nosotros degustamos un plato de caracoles o unos pies de cerdo.

Y, pese a sus esfuerzos, mirando cómo la mujer que él quería, que él adoraba, que él idolatraba ahora con más motivo que antes por lo trágico de su sino (¿o el único sino trágico era el del propio Eva, sentenciado a contemplarla aún apegado a una conciencia humana…?), a esa mujer que viva había contribuido a liquidar sistemáticamente fetos no deseados por sus madres y muerta se los zampaba… Eva se puso a llorar.

Aquélla era la prueba más vivida de que no elegimos a la persona a la que queremos: uno no puede decidir qué rasgos morales y qué actos éticos la caracterizarán. Uno debe aceptar unos y otros como parte del amor.

Su llanto duró todo lo que se prolongó la comida.

Al terminar, Luz se permitió un eructo satisfecho.