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Luz para Eva

Tanto como tú me quieras, sentrañas mías, te quiero yo.

La campanita, de ALMAGRA-VlLLACAÑAS,

en la voz de Manolo Escobar

Esa noche, Eva perdió el último amigo que le quedaba.

Era viernes y se habían citado delante del Mama Me, la famosa discoteca gay que en esos días arrasaba en el Barrio Gótico. Eva estaba harto de los locales de ambiente, porque no los consideraba su rollo —básicamente porque él no era homosexual—, pero había vuelto a transigir por fidelidad a su colega Pere, quien seis meses atrás había salido del armario y desde entonces no condescendía entrar en un bar hetero ni loca.

—No me han dejado publicar nada, Evaristo —le confió Pere por todo saludo en cuanto le vio en la entrada. Pere siempre le llamaba Evaristo cuando se dirigía a él en tono marcadamente serio.

—No te preocupes, ya me lo esperaba —le replicó, comprensivo, Eva. Y así creyó haber zanjado el asunto. Pero se equivocaba.

Tuvieron problemas para entrar, como casi siempre. En este caso, no influía solamente el hecho de las horrendas cicatrices que rubricaban los brazos y el rostro de Eva, esos estragos que dejan la piel como papel encerado y que sólo pueden ser obra del fuego. Tales cicatrices suscitaban en muchas ocasiones miradas de indisimulada aversión cuando algún viandante despistado tropezaba con él en medio de la calle a plena luz del día; con más razón en la penumbra de la noche a la entrada de una sala de fiestas por parte de unos porteros celosos de su cometido. Ni siquiera el pelo largo y enredado que se había dejado crecer, como el de un héroe de manga, para ocultar la ausencia de cejas y la huella del lametón escarlata que le había arrebatado la visión del ojo derecho y surcaba su otrora piel blanca y casi femenina, lograba camuflar su presunción de monstruosidad al criterio de unos desconocidos impresionables.

Pero, en esta ocasión, las cicatrices horadantes de Eva no eran un problema, ni tampoco su vestimenta, pues su camiseta de Samantha Fox —quién le iba a decir que su heroína de niño gárrulo de periferia obrera acabaría lustros más tarde convertida en icono gay—, su pantalón rojo ajustado y la chaqueta de cuero marrón resultaban altamente modernos y hasta cool para aquel entorno. Esta vez el problema no era él.

Pere podía haber salido del armario hacía ya medio año, pero su ropa no se había enterado del proceso: seguía vistiendo los mismos pantalones de pana con el fondillo lustrado de tanto uso cinéfilo, y la misma gastada camisa a cuadros de bitono marrón que había estrenado adolescente en 1997 para ir a ver la trilogía de Kaspasovsky en la Filmoteca de Catalunya. Su apariencia física tampoco había mejorado: un pelo crespo y resinoso, sobre el que a veces se posaba alguna mosca golosa, tan abombado y denso que jamás había permitido ni el asomo de una oreja, hasta el punto de que Eva dudaba que las tuviera; una barba más de leñador que de oso, tan abundante y desaliñada que ningún fetichista homoerótico la hubiera encontrado digna de exploración; una piel de un blanco enfermizo, acosada por granos y pústulas varias de diversos tonos tirando a púrpura y algunas lindantes con el verde vómito; y unas gafas de concha rayadas y grasientas, tan incrustadas en un vado sobre el puente de la nariz que ya formaban parte de él por sedimentación. Cuando anunció a Eva su decisión de militar en las filas de los homosexuales —en la fila heterosexual nunca militó en realidad, pues era prácticamente virgen—, su amigo intentó persuadirle para que modernizara su ropaje y presencia (¿que se había hecho gay?; para Eva como si se había hecho lagarterana… ¡cualquier pretexto era bueno para mejorar!), así como que se operara la miopía galopante cuya gravedad amenazaba con romper todos los sistemas de medición conocidos por la oftalmología mundial. Pero Pere se negó, mientras se rascaba una mancha de grasa que relucía en el muslo de su pantalón desde hacía años, tantos que ya le había puesto nombre y todo: la grasa Moncho.

—Que ahora sea maricón no significa que tenga que renunciar a mis principios estéticos —afirmaba Pere con un convencido golpe de mentón que había copiado de su héroe predilecto del séptimo arte, Stan Laurel.

Pues ahora sus «principios estéticos», emparentados con la trilogía de George A. Romero que tanto le entusiasmaba (Pere era un loco de la ficción generada en torno a los muertos vivientes, incluso participaba activamente en marchas zombis sin siquiera tener que disfrazarse ni añadir mucho maquillaje extra a su desastrado look) le estaban acarreando inconvenientes para acceder al Mama Me. Los porteros, dos locas cubanas de dos metros por metro y medio, no se creían que Pere fuera gay: ¡era demasiado sucio e infecto para ser gay! Sólo cuando el joven crítico de cine se ofreció a besar a cualquiera de ellos con el objeto de demostrar su orientación venérea, al tiempo que sonreía descubriendo sus pequeños dientes marrones, mermados por el sarro y la cirrosis, le franquearon la entrada con pusilánime actitud. Eva le siguió con precipitación, reprimiendo la risa.

Los dos veinteañeros se encaminaron directamente hacia la zona del bar, vadeando con cuidado la tumultuosa y vociferante pista de baile, mientras Eva pensaba en qué habría cambiado realmente la vida de su amigo desde que anunciara su auténtica sexualidad: las noches de farra juntos no habían variado tanto, pues si Pere nunca había destacado por sus triunfos como seductor en el coto de caza heterosexual, en su nuevo campo de acción no es que pareciera desenvolverse por contraste con éxito arrollador. El mismo Eva, debido a sus lacerantes marcas cutáneas, tampoco era precisamente un latín lover, aunque su condición de huérfano le había hecho acostumbrarse a la soledad desde infante. «En realidad Pere no es gay, como tampoco nunca ha sido hetero —reflexionaba Eva para su coleto—: En realidad Pere es asexual.» Dudaba incluso de que hubiese decidido si le iba más dar o tomar, aunque por su carácter lánguido y su afición a pasarse la vida sentado delante de una pantalla, sospechaba que prefería lo segundo: la pasividad era una constante en su existencia.

De hecho, en lo único que se notaba realmente que Pere había abrazado la homosexualidad era en que ahora parecía un poco menos homófobo.

—Tú, bujarrón —exhortó Pere al delicado brasileño que colocaba los vasos limpios como si estuviera jugando a las damas—. Dos cañas.

El muchachito huesudo y de hermosa dentadura sonrió como si le hubieran ofrendado el más lindo halago. Era una suerte que entre gays urbanos se hubiese extendido la manía de usar los insultos como apelativos cariñosos, o al menos así lo entendió el barman, quien se apresuró a servirles con solicitud de garza.

En cualquier caso, las cervezas a pie de barra seguían proporcionando el más seguro y celebrado pasatiempo de ambos amigos. Sin embargo, esta vez Eva no recibió el habitual choque de vasos con que solían brindar al comenzar cada noche de parranda.

Pere se mostraba aún algo apocado y cohibido en su actitud hacia Eva. Los acontecimientos de los últimos días debían de haberle afectado más de lo que éste creía.

—Lo intenté, pero en la redacción no me dejaron, Eva —insistió el crítico de repente, mientras echaba un codicioso reojo a un grupo de cachas de gimnasio que bailaban a tres metros, con el musculado torso desnudo y ceñidos culottes de licra.

—No le des más vueltas —insistió Eva a su vez—. Ya te has disculpado. Y es lógico que en Claqueta no quieran que escribas de la estafa a mi película: es una revista de cine, les dará miedo meterse en esos berenjenales. Me jodió que ni siquiera quisieran publicar tu crítica, para una buena que iba a salir sobre la peli. Pero ya sabes que en realidad lo único que me molestó fue que no me contestaras las llamadas.

Pere sacudió la cabeza levemente, como manifestación de su pesar, casi olvidado de la cerveza que sujetaba… y luego, con un ostensible batir de párpados, evidenció acordarse de ella y observó el vaso con ojos de estupor, mientras ejecutaba otra cabezada más vigorosa, como de impotencia, análoga a la cólera que debe de sentir una saltadora de pértiga que se queda clavada en la línea de salida, incapaz de dominar el pánico escénico y sintiéndose absurda y medrosa con el palo en las manos…

—El director me dijo que nunca permitirá que escribamos sobre los entresijos del cine español y sus subvenciones, que era contraproducente para nosotros sacar a la luz los casos de estafa, aunque fueran tan flagrantes como el que sufriste tú. Y que si incumplía sus órdenes… me despediría.

—Venga, bebamos y olvidemos. Los amigos lo aguantan todo.

Pero Pere parecía especialmente amargado esa noche. Una hora más tarde, una vez despachadas cinco cervezas por barba, Pere volvió a su torturado mutismo. Eva sabía que algo no iba bien. De pronto, el crítico se inclinó, apretando con ambas manos el borde de la barra, como si de golpe le hubiera entrado un acceso de licantropía. Las dos hileras de sus dientecitos se comprimieron la una contra la otra, chirriando debido a un escape de furia mal aplacada, y las lentes de sus gafas se empañaron, víctimas de un súbito aumento de temperatura corporal. Entonces alzó el rostro y se encaró con Eva:

—¡No, los amigos NO lo aguantan todo! —se despepitó, como si no hubiesen transcurrido más de sesenta minutos entre la frase anterior de Eva y su réplica; y entonces miró a su amigo con angustiado aire de reproche—. ¡No tenías que haber hecho público el asunto!

—Pero Pere… —respondió Eva sin perder la calma—. Tú sabes que el sistema está podrido. Esa productora quiso producir mi proyecto sólo para ganar dinero a costa del Estado: consiguieron setecientos mil euros en subvenciones únicamente por ser una película de director novel, por estar rodada en catalán (cuando en realidad la rodamos en castellano), y por mil absurdidades más. Luego dijeron que se habían gastado un presupuesto de un millón de euros en la peli cuando invirtieron doscientos mil euros, como mucho, la estrenaron en una sola sala de cine para cumplir el requisito a fin de confirmar la financiación pública y sin avisar a la prensa para no llamar la atención sobre la desfachatez de la estafa, y compraron a cualquier exhibidor corrupto, que los hay a patadas, las entradas de taquilla que necesitaban presentar como justificante. Es posible que con más de la mitad de pelis que se ruedan en España se lleve a cabo ese mismo fraude con dinero público… ¿Tú quieres que eso le siga ocurriendo a la mayoría de chavales que quieren dirigir cine en este país? ¿Que les sigan produciendo películas mal estrenadas adrede, que nadie va a ver jamás porque no sabrán de su existencia, solamente para que estos tíos puedan robar millones de euros de los ciudadanos? Tú también tienes tu responsabilidad…

—¡Claro que no quiero que les ocurra! ¡Pero les va a ocurrir! ¡Y la mayoría de ellos lo saben! Lo sabe todo el mundo: el Ministerio de Cultura, el Gobierno, la gente del cine, la prensa… ¡hasta los ciudadanos lo saben y les importa tres pitos! ¡Despierta de una puta vez, Eva, estamos en España! Bueno, en Catalunya, pero para esos efectos es como si aún fuéramos España… ¡Y cuando a un director que está empezando su carrera le ocurre eso, se calla la boca y espera la próxima oportunidad de hacer otra película! Pero tú no… —Ahora la expresión de Pere era de absoluta y agresiva recriminación—. Tú tenías que denunciar a la prensa lo que pasa… Tenías que montar un pollo en los medios y dejarnos en evidencia a todos los demás… haciendo peligrar el trabajo de tus colegas.

—¡Pero es que está mal! Cuando algo está mal, hay que denunciarlo, ¿no? ¿No es así como hay que proceder? Es lo justo… Joder, Pere… —A estas alturas, Eva se sentía él mismo indignado con las palabras de su amigo y sabía que si proseguía la discusión, él también se acaloraría—. No puedo creer que estés echando tierra sobre lo apestoso del asunto sólo para justificar el hecho de que… —Se frenó un segundo, pero la ira le pudo más—. ¡El hecho de que tú hayas sido un puto cobarde que no se atrevió a respaldarme con un mísero artículo y ni siquiera tuvieras la presencia de ánimo y los cojones de cogerme el teléfono durante todos los días que duró la denuncia!

—¡Me amenazaron con echarme! ¡Estaba acojonado!

—¡¿Y cómo crees que estaba yo?! ¡Me quedé solo! ¡SOLO! Hasta el guionista se rajó a la hora de firmar la petición de que los medios investigaran la financiación de mi peli, por miedo a que nadie le ofreciera trabajo nunca más… ¡Era cuando más te necesitaba, cabrón! Me da igual que no publicaras nada del tema sólo porque el pijo de tu director no quiere llevarse mal con algunos productores mafiosos… ¡Pero no contestarme al puto móvil!

—¡SIEMPRE LA ARMAS! ¡TENÍAS QUE HABERTE CALLADO! ¡A VECES HAY QUE CALLAR PARA PODER VIVIR! —gritó Pere con brusca vehemencia.

Ésa fue la gota que colmó el vaso de Eva. Asió a su amigo de la mugrienta camisa, que crujió como pergamino, y lo zarandeó mientras le aullaba a la cara:

—¡Serás hipócrita! ¡Si por ti fuera, todos los gays perseguidos y humillados durante el franquismo por arriesgar el pellejo luchando por sus derechos se hubieran podrido de asco! ¡No hubieras levantado un dedo por ellos de puro miedo! ¿Así es como hubieras reaccionado también entonces? ¿Diciéndoles que a veces hay que callar para poder vivir? ¿Te parece eso normal? ¿Cómo es posible que seas tan cobarde como todos los demás? ¿Cómo es posible que me recrimines el denunciar las injusticias? ¿Dónde estarías tú si no hubiera habido gays que sí lucharon por los derechos de todos vosotros?

Pere respondió con una vaharada de halitosis y saliva expelida en un brote de furor, que le hizo cerrar los ojos mientras vociferaba:

—¡Evaristo, por mí se podían morir todos! ¡me cago en ti y en todos los maricones enfermos invertidos hijos de la gran putaaa!

El bullicio y la jarana se evaporaron como por un chasquido de dedos. A su alrededor se hizo el silencio, sólo punteado por la percusión del tema bailable. Varios clientes se habían vuelto hacia ellos con semblante poco amigable, también los culturistas con el plexo al aire. Pere se asustó ante el efecto causado por sus palabras, refugiándose detrás de Eva como un chimpancé travieso que teme una reprimenda.

—¿Qué has dicho, nene? —le preguntó el mazas más fornido, adelantándose.

—Y-yo… eh… No iban por ahí los tiros… —titubeó Pere, tembloroso como un flan, al tiempo que se encogía contra la pared sin barniz de la barra, como si allí hubiera un resorte que le pudiera hacer desaparecer cual Houdini.

Eva plantó cara al grupo ofendido que se había formado frente a ellos:

—Disculpadle… es que… aún lleva un poco mal su nueva identidad sexual. Acaba de salir del armario y a regañadientes…

Mientras hablaba, Eva atrasó ligeramente un pie y ladeó la cara con respecto a sus interlocutores, como un guerrero ninja antes de presentar batalla, aunque en su caso adoptaba esa postura porque sólo veía por el ojo izquierdo y/o para escabullirse corriendo si la cosa se ponía muy fea…, porque estaba claro que contra aquellos titanes hipermusculados no dispondría de ninguna oportunidad de defender a Pere. Una cosa era hablar sin miedo y otra recibir golpes sin medida.

El sansón que lideraba el grupo le miró con cierto respeto al tener las agallas de interceder por Pere:

—Pues dile a tu amigo que ojito con lo que grita, a ver si lo vamos a volver a meter en el armario a patadas.

—S-sí, yo se lo digo.

Pere seguía aferrado a los codos de Eva, gelatinoso y achicado tras la espalda de su amigo, porfiando en mimetizarse con las botellas del bar.

Los contendientes se relajaron y comenzaron a desfilar de regreso hacia la pista, atraídos por el nuevo ritmo que el DJ había decidido pinchar para que todo retornase a su festiva normalidad.

Eva empezó a volverse hacia Pere, probando a romper la tensión del momento:

—Ya has visto. Ser gay y homófobo al mismo tiempo tiene sus inconve…

No pudo terminar la frase. Una mano lo había aprehendido de la horquilla del brazo y lo arrastraba con vigor de tiburón hambriento que se lleva un bebé a la deriva.

—¡Eh! —voceó hacia atrás, asustado al creer que se trataba de su litigante cachas, que había vuelto para atacarle por la espalda.

—¡Chissst! —le susurró al oído una voz que se le antojó de lo más femenina—. No voy a hacerte daño si eres dulce conmigo…

Eva se puso rígido como una vara: la frase había provocado instantáneamente el efecto contrario al que a buen seguro buscaba, pues ser forzado sexualmente en aquel antro suponía para el joven un final muchísimo más terrorífico que la mayor de las palizas.

Se soltó de un empellón y confrontó a su adversario. Por el contraluz pensó que, como había imaginado, se trataba del líder del grupo beligerante, ya que los focos brillaban fuertemente sobre el cráneo rapado, así que intentó insuflarle a su discurso suficiente agresividad para disuadir a aquel rival de cualesquiera que fueran sus intenciones:

—¡No te equivoques! ¡Yo no soy…!

Se calló a media declamación, al ver a quién tenía ante sí. Si la voz de aquella persona que ahora se medía con él le había parecido femenina, era porque la voz era femenina. Y la persona, fémina.

Y encima era una fémina fenómena.

O sea, guapísima.

—Guau —se limitó a musitar. Y enmudeció.

—Miau —le emuló la chica—. Así que mi intuición era cierta.

A Eva le costó salir de su embeleso contemplativo frente a ella.

—¿Q-qué intuición? —preguntó alarmado.

—Algo me decía que no eras gay. No te gusta el heavy, ¿cierto?

—N-no —respondió Eva, sin saber a ciencia cierta si era la contestación acertada.

—¿Ves? No eres gay, ni siquiera reprimido —concluyó su interlocutora—. Tu manera de enfrentarte a esos tíos. Tenías una actitud muy valiente y nada macarra… Muy… resolutiva.

A Eva le entró la vena suspicaz:

—¿Por ser valiente y porque no soy heavy ya no soy gay? —Y de la suspicacia al menosprecio hay un paso—. ¿Es que te intereso solamente porque soy el único hetero en este local?

—¿El único hetero? —La carcajada que la chica lanzó le sonó de lo más genuina—. ¡Mira a tu alrededor, panoli! ¡¡¡Esto está a petar de heteros!!!

Eva hizo un barrido tímido con su ojo sano en dirección a la pista de baile: en el jolgorio había una mayoría de clientes masculinos, pero también varias mujeres bailando, por lo general sitiadas por hombres semidesnudos que revoloteaban en rededor y les sobaban hombros y senos como pulpos vivientes.

—Y-yo estaba convencido de que esta discoteca era sólo para gays —se excusó.

—Y lo es: pero muchos heteros piensan que hacerse pasar por gays es la forma más fácil de ligar. Las tías nos sentimos menos agredidas y más confiadas si al principio creemos que quien nos toca es maricón. De hecho, yo he follado ya con varios supuestos maricones de este antro.

—Serán bisexuales —arguyo él.

—Qué va. Son heterosexuales de pura cepa que no se comen un rosco en sus ambientes.

A Eva le volvió el recelo:

—¿Y tú piensas que yo soy uno de ésos? ¿Que vengo aquí a ligar con chicas haciéndome pasar por homosexual?

—Al principio lo pensé —clarificó ella con el mayor desparpajo—. Pero luego, al ver la seguridad con que defendías al pringado de tu amigo, me di cuenta de que no estabas aquí para ligar.

—¿Ah, no? —se desazonó Eva, casi más resentido ante esa suposición—. Y entonces ¿por qué te figuras que estoy aquí, chica lista?

—Por amistad. Estás aquí por amistad. Porque eres un buen amigo. Y eso me gusta.

La réplica de la muchacha hizo callar de nuevo a Eva, porque sólo ahora se apercibía él de hasta qué punto era cierta la deducción de ella, de hasta qué punto era aquélla la verdad que se agazapaba detrás de su proceder. En efecto, estaba en aquel lugar única y exclusivamente por amistad con Pere, el único amigo real que había tenido nunca.

Aquella respuesta fue como si hubieran quitado un tapón en la bañera de su angustia: de pronto le entraron ganas de llorar, de dejar fluir tantos años de soledad e incomprensión acumuladas. Pero no podía permitírselo. Aún no.

Miró a la joven y deseó que la penumbra del local no disfrazara de belleza idealizada aquellos rasgos, como le había ocurrido otras veces con otras tantas chicas que había conocido en discotecas heteros cuando aún creía que podría ligar como cualquier otro chico. Deseaba no verse estafado por la engañosa luz de la sala tanto como que a ella tampoco le afectara la oscuridad reinante con respecto a él: pues las angulosas facciones de Eva resultaban en claroscuro muy viriles y atractivas, y solamente el detalle minucioso de su rostro, por cercanía o iluminación, desnudaba la fealdad que las heridas de la infancia habían infligido a perpetuidad sobre su piel. En más de una ocasión había visto reflejarse en las pupilas de un posible ligue el horror más nauseabundo al salir de un bar a oscuras y enfrentarse a él por primera vez a la implacable luz del sol.

Así que, previendo una casi segura decepción inmediata por parte de aquella chica que le había arrastrado consigo con una determinación inaudita, se recreó primero en la hermosura que adivinaba en ella.

La muchacha era alta y espigada, más alta que él. Tenía una facha agresiva, debido a sus botas militares y sus pantalones de cuero negro. El torso sólo lo cubría una camiseta blanca, bajo la que se modelaban dos tetas pequeñas de enormes pezones. Su piel resplandecía por el sudor que a buen seguro había secretado un bailoteo continuo, pues aún jadeaba ligeramente. La cabeza relucía de humedad corporal: una cabeza redonda y cuidadosamente rasurada, punteada por una nariz chata y carnosa, sobre una boca grande y risueña, elástica, como de amante italiana. Sus ojos y sus dientes refulgían con especial énfasis en la negrura reinante, como si aquel blanco puntual fuera eléctrico o fosforescente. No llevaba pendientes ni aros ni nada —aunque sí lucía señales y marcas de haberlos usado con profusión en todo el rostro—, y el único rastro de vello a la vista era la fina e incitante línea ovalada de sus cejas.

Ah, se me olvidaba añadir que era negra.

—¿De d-dónde eres? —preguntó Eva, sin saber muy bien qué preguntaba.

—De dónde voy a ser. De aquí.

—Ajá —asintió él, como si hubiese entendido, aunque en realidad no entendía nada—. La verdad es que tienes un acento perfecto.

—Eso es porque te repito que soy de aquí, gilipollas.

—Ah —volvió a asentir, sintiendo que aquello no era un buen comienzo… Elucubró en una décima de segundo cómo arreglarlo—. ¿Quieres una birra?

—No… —Ella sonrió, pasándose una lengua increíblemente rosa por unos labios creíblemente violáceos.

—Te pareces a Grace Jones, ¿sabes? —le dijo él.

—Bueno, al menos no me has dicho a Skin, como todos…

«¡Eso, era a Skin, la cantante de Skunk Anansie!», pensó Eva, que no recordaba el nombre de la solista y por eso no la había mencionado.

—Bah, a ésa no tanto… Pero sigues sudando… ¿De verdad no quieres una copa? ¿Aunque sea agua? Has estado bailando mucho, ¿no? Lo bueno que tiene el Mama Me es que ponen la mejor música.

Ella le miró como si estuviera cavilando si de veras había hecho bien abordándole:

—Mira, en realidad no estaba sudando por eso. Bueno, sí, pero el baile es lo de menos. La cuestión es que hoy he roto con mi novio, un gilipollas que está muy bueno, porque yo me suelo liar con gilipollas. Y para olvidarme de todo he venido aquí, pensando que me encontraría menos heteros que en cualquier otro local, para no pensar en los tíos por una vez… Pero me he cruzado contigo y… me has gustado. Y me han entrado ganas de follar, por eso estaba bailando. Para no pensar en ello. Pero me gustaría follar contigo en cualquier otro sitio.

La mente de Eva carburó más rauda de lo que había funcionado nunca:

—Vale, yo sé adonde podemos ir.

Eva se sorprendió: era como si otra persona hubiera intervenido eficazmente por él. ¿Quién había usurpado el mando en su cabeza para hacerle capaz de superar la timidez y aprovechar la ocasión cuando la pintaban calva (nunca mejor dicho)?

Ella le tomó de la mano con una naturalidad que le dejó pasmado, guiándole hacia la salida de la discoteca. Él se quedó varado y ella se tornó a mirarle, como un remolcador temeroso de que su presa despertara.

—¿Qué pasa ahora?

—T-tengo que ir a mear.

—OK, pero no tardes, porque no acostumbro a esperar a nadie.

Eva volvió sobre sus pasos, buscando con urgencia el cuarto de baño. Al pasar junto a Pere, vio que éste seguía sentado con la frente apoyada sobre la barra, hablando con su mancha de grasa del pantalón:

—Para mí está muerto, Monchito, muerto y enterrado… Se acabó nuestra amistad… Por cierto, ¿qué haces tan solo a estas horas de la noche? Contesta, no seas malo… ¿Por qué tú tampoco quieres hablarme? Te invito mañana al cine…

Eva no le hizo caso.

Distinguió una amplia hendidura en la línea de pared del local y se adentró por ella. Creyó haber dado con la sala de urinarios, pero estaba totalmente a oscuras. La vejiga realmente le acuciaba con su presión dolorosa y le urgía vaciarla. Se encogió de hombros, achuchó el pene por la bragueta y comenzó a orinar hacia el rincón más próximo.

—Aaaah… —suspiró alguien delante de él, justo en la dirección en que se perdía su chorro de orina.

Eva se asustó y se le cortó la meada. Su mano tanteó por el muro lateral para hallar el interruptor.

De pronto sus dedos tocaron algo duro y viscoso.

—¡Ah! —gritó, sin poder creer que aquello fuera lo que parecía que era: ¡una cría de Alien!

—Aaaah… —le secundó la otra voz, esta vez sí inequívocamente masculina, y con mayor intensidad si cabe.

—Aaaah… aaaah… —susurró en coro otra plétora de voces en torno a Eva, quien cayó en la cuenta de que se había metido en el famoso «cuarto oscuro» de las discotecas gays.

—Sigue, coño —le espetó la voz propietaria del húmedo pene que había acariciado sin pretenderlo—. ¡Échamelo todo encima, maricón!

Eva salió corriendo de allí dentro. Se le habían quitado de cuajo las ganas de mear.

Se apresuró hacia donde aguardaba la chica y esta vez fue él quien se la llevó de la mano hacia la salida.

—Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Luz —Ella no le preguntó su nombre a su vez—. ¿Ya has meado? Eres rápido…

Cuando resurgieron al revelador fulgor de las farolas de la calle, Eva comprobó que Luz seguía siendo hermosísima y que, más importante aún, no se asustaba de él. Luz le contemplaba y sonreía como si adivinara que habían hecho un descubrimiento mutuo que sería relevante para sus vidas. Los dos transpiraban felicidad por primera vez en mucho tiempo.

—¿Lo de ese ex tuyo ya está finiquitado? —preguntó él.

—Muerto y enterrado. Era un boix noi con mucho de noi y todo de boix. Por cierto, ¿te gusta el fútbol? —preguntó ella.

—No, lo detesto —respondió él.

—Entonces ¿qué haces con tu delantero centro asomando la cabeza fuera por si esta noche hay partido? —preguntó ella, mientras señalaba la bragueta abierta de Eva.

Él no respondió; se endosó como pudo el pene dentro del pantalón (hubiera jurado que al sacarlo era mucho más pequeño y flexible), se subió la cremallera y, ofreciendo la misma mano que segundos antes había guiado a casa a su miembro viril, esperó que Luz la aceptara.

Ella así lo hizo.

Y así, él la remolcó de la mano hasta su piso.

Esa noche, Eva perdió el último amigo que le quedaba.

Y esa misma noche, Eva encontró el amor.