Capítulo 34

Este era el primer fin de semana desde hacía mucho tiempo en el que Nick solo quería relajarse. «Tranquilidad. Dormir. Ir al cine con Emily».

Por desgracia, a Victor no le pareció que sus planes tuvieran importancia. Se le había metido una idea en la cabeza y no había forma de sacársela. Durante casi media hora discutieron por teléfono.

—Eso es absurdo.

—Para nada… Es lo más correcto.

—Con eso vas a hacer daño a Adrian.

—No lo creo.

Nick luchó por encontrar las palabras.

—Además, no funcionará.

—Claro que sí. Funcionará… ya lo he probado.

—Entonces hazlo, pero no quiero estar ahí en ese momento.

Victor no contaba con eso, era obvio.

—Por favor, todos debemos estar presentes, se lo debemos a Adrian. Emily dice que sí viene.

Al final, Nick cedió. Sobre todo por Emily. Pero para él era un asunto muy desagradable.

Victor se había superado a sí mismo. Tres tipos de té en tres teteras diferentes, galletas y porciones de pizza. Holgazaneaban en la habitación de los sofás mientras comían y charlaban. Emily ya había visitado a Colin en el hospital, tendría que comparecer en el juzgado como Helen y los demás miembros del círculo privilegiado.

—Quizá nos citen como testigos —dijo Emily—. El problema es que el juego ya no está funcionando, para el juez va a ser muy difícil comprender lo que sucedió realmente.

—Pero cientos de personas podrían hablarle al respecto, todos ellos lo vieron y lo vivieron —dijo Nick.

—El único que no lo viví fui yo —dijo Adrian en voz baja.

Victor no podría recibir una mejor entrada.

—Es verdad. Lo siento mucho, pero… ¿sabes?, creo que gran parte de él no te habría gustado… aunque sí hay algo más que debes ver.

Levantó a Adrian del sofá y lo dirigió al cuarto de ordenadores. Colocó la mejor silla ante la pantalla más grande.

—Siéntate.

El rostro de Adrian solo mostraba una incógnita.

—El principio funciona sin problemas —dijo Victor, luego se acercó un taburete y se sentó junto a Adrian.

Nick y Emily hicieron lo mismo: formaron un pequeño semicírculo alrededor de Adrian como si quisieran protegerlo.

Victor encendió la pantalla.

El claro de un bosque, el pálido brillo de la luna: en medio, el sin nombre se acurrucaba en el suelo.

Como en un trance, Adrian tomó el ratón y giró la perspectiva.

—Esto lo conozco… Es cerca de Wye Valley —dijo—. Veis, por allí detrás está el árbol con forma de V. Allí es donde colgábamos las mochilas cuando íbamos de excursión.

Dirigió a su sin nombre hacia ese lugar y lo detuvo. Dejó que se inclinara hacia delante y levantara algo que parecía un pedazo de madera pintado de azul. Nick vio cómo una lágrima solitaria corría por el rostro de Adrian.

—¿Qué es eso?

—Mi navaja. La perdí en el bosque cuando tenía siete años y lloré el resto del día.

Nick y Emily intercambiaron una mirada. Esto podía volverse mucho más duro de lo que habían imaginado. Emily rodeó los hombros de Adrian con su brazo.

El sin nombre buscó y encontró un camino que lo alejaba del claro de bosque, más bien era una senda que se perdía entre los árboles. Pero Adrian, Nick lo comprendió, sabía perfectamente hacia dónde iba. Pocas veces se detuvo para orientarse, aunque ponía mucha atención en su resistencia. Después de un breve rato llegó a un riachuelo angosto donde dejó que su sin nombre se detuviera.

—Aquí vimos… Allí está —susurró Adrian.

Nick no sabía a qué se refería, pero inmediatamente descubrió dos puntos brillantes en la oscuridad y después a todo el animal.

—¿Visteis un zorro por aquí?

Adrian asintió. No duró mucho, pues el zorro huyó entre los arbustos.

El sin nombre siguió caminando a lo largo del riachuelo. En un sitio donde había tres piedras, formó una suerte de pequeño puente y lo cruzó. Después, el camino continuaba hacia abajo. A Nick le habría gustado quitar a Adrian del ordenador: allá, abajo, se veía el centelleo de la hoguera.

Esta vez el hombre muerto no estaba sentado y tampoco tenía la mirada fija en las llamas. Estaba erguido y miraba al sin nombre con grandes expectativas.

—¿Adrian?

—Papá —susurró Adrian.

Nick vio cómo la mano de Adrian se adhería al ratón. El sin nombre se tambaleó, pero permaneció de pie.

—Has seguido nuestro camino, dime si eres Adrian.

Adrian colocó sus manos en el teclado.

—Sí. Soy yo.

El hombre muerto sonrió.

—Eso está bien, tenía la esperanza de que vinieras cuando todo hubiera acabado.

—¿Quieres que nos salgamos? —preguntó Nick.

Adrian negó con un movimiento de cabeza. Varias veces se preparó para escribir algo, pero al parecer no sabía cómo empezar.

—¿Cómo estás? —tecleó por fin.

—Mi plan fracasó. Si lo hubiera vivido, probablemente estaría furioso.

De la boca de Adrian salió un ruido que parecía algo entre resuello y risa.

—Yo también estoy furioso. Contigo. ¿Por qué lo hiciste?

—¿Qué hice?

Los dedos de Adrian flotaban sobre las teclas.

—Bueno ¿qué crees? ¡Simplemente te largaste! ¿Sabes lo horrible que fue? Los primeros días mamá estuvo bajo el efecto de tranquilizantes… Te encontró ella. No nos dejaste una carta. Nada. ¿Por qué?

Primero parecía como si el hombre muerto titubeara.

—No hubiera sabido qué escribir. Erebos estaba terminado y era perfecto. Había creado algo único. Tú mismo sabes lo bueno que es, ¿no es cierto? Todo lo que podía llegar después eran pleitos, juicios y probablemente la cárcel. Una vida echada a perder. Erebos era perfecto, pero yo no. Sobre todo me daba asco lo que había fuera de él.

—Pero tú no sabías qué podría haber fuera de Erebos —escribió Adrian. En su rostro se desbordaron las lágrimas y las dejó correr como si no las notara—. No saliste en casi dos años.

—Sí, ya no podía soportar el mundo. Solo encontraba casualidades, frivolidad. Por eso me alejé de él, pero mi legado fue Erebos, lo mejor que jamás pude haber creado.

—Lo más brutal que pudieras haber creado. Un amigo mío está en el hospital y estuvo a punto de morir, y algunos de mis compañeros tal vez vayan a la cárcel, querían matar a Ortolan. Tú sabías que todo esto sucedería, ¿no es cierto?

—Lo dejé abierto.

—¿Cómo pudiste hacerlo? No son mucho mayores que yo y no tienen nada que ver con tu plan de venganza.

El hombre muerto se sentó en una piedra ante el fuego.

—Erebos era la moneda que había lanzado, mientras ella giraba en el aire yo me había ido. Los jugadores siempre tuvieron la posibilidad de elegir, en cualquier momento pudieron haberlo dejado. Al inicio, siempre tenían que pasar ante mí y yo siempre les advertí. A cada uno.

Se encendieron los fulgores que se reflejaron en los ojos verdes de Larry McVay, eran muy parecidos a los de su hijo.

—Quien tuviera escrúpulos estaba a salvo. Solo utilicé a los que no los tenían, pero ellos también tuvieron una oportunidad. Como todos los demás.

Nick recordó lo cerca que estuvo de envenenar al señor Watson. Después pensó en el rostro feliz y sudoroso de Helen y quiso llorar.

—Nada de eso era justo, papá. Influiste en ellos, los transformarte y los utilizaste para una venganza de la que ya no sabes nada.

El hombre muerto sacudió muy despacio la cabeza.

—Les advertí a todos.

—Pero no les advertiste correctamente, no de manera en que te hubieran creído, ¿verdad?

—Les advertí a todos.

Los dedos de Adrian se deslizaban por el teclado.

Un golpe de viento tiró hacia atrás la capucha del hombre muerto y desgreñó su escaso cabello rubio. Se hizo una pausa. Adrian no quitaba la mirada del rostro de su padre. Parecía como si un diálogo sin palabras tuviera lugar entre ellos, y ninguno de los demás lograba comprenderlo. Adrian sintió un tirón en todo el cuerpo.

—No lo hiciste por mí, solo para que quede claro. No estoy de acuerdo con eso y no entiendo cómo pudiste exigirme que distribuyera el juego.

Una sonrisa se dibujó en los labios de Larry McVay.

—Tú no tienes la culpa, no te lo eches en cara.

—¡No lo hago! Te lo echo en cara a ti. Yo fui uno de tus personajes.

El hombre muerto retiró la mirada y observó el fuego.

—Te protegí.

Adrian soltó una carcajada.

—Si me hubieras querido proteger, no te habrías suicidado. ¡Eso fue cobarde, muy cobarde!

—Lo siento mucho, ya no puedo cambiarlo.

—No. Y yo tampoco puedo arreglarlo.

—No.

Adrian alzó una mano del teclado. Durante un momento, Nick pensó que quería acariciar la pantalla, allí donde se encontraba la frente del hombre muerto. Pero el chico contuvo su movimiento y dejó caer el brazo.

—¿Papá?

—¿Sí?

—Tú preparaste todo lo que me estás diciendo por si se daba el caso de que viniera. Pensaste que responderías a mis preguntas, según cómo hubiera terminado el juego, ¿cierto?

—Sí.

—¿Cuándo?

—¿Quieres decir qué día?

—Sí.

—Fue el 12 de septiembre a la 1.46 de la mañana.

Emily sujetó con fuerza a Adrian cuando empezó a sollozar y escondió su rostro entre las manos. Lo sostuvo más de un minuto mientras que el hombre muerto los miraba a través de la pantalla con cara amigable.

McVay se había colgado el 13 de septiembre, según recordaba Nick. Muy poco después.

—En ese momento, pudo haberlo cambiado. Todo, habría podido cambiarlo todo —susurró Adrian.

Tomó el pañuelo desechable que Victor le ofrecía y se limpió la nariz sin retirar la mirada de la cara de su padre. Sus manos encontraron el camino al teclado.

—El juego era más importante que nosotros, ¿no es cierto? Ortolan era más importante.

—Lo siento.

—No te despediste de mí, eso fue casi lo peor. Ni siquiera dejaste ninguna nota.

—Lo siento.

—Te he echado mucho de menos. Ya van dos años.

—Lo siento.

Como se veía, el hombre muerto había llegado a las claves centrales de su mensaje. Adrian asentía enmudecido. De nuevo se miraron durante largo rato. Tardó un poco hasta que Nick se percató de que en realidad solo uno miraba de verdad, pero eso no convertía la situación en algo más soportable. El fuego crepitaba y el viento soplaba en las copas de los árboles del bosque donde Larry McVay y su hijo Adrian habían encontrado un zorro.

—Que te vaya bien, papá.

—¿Ya te vas?

—Creo que sí. Sí.

—Que te vaya bien, Adrian. Cuídate.

El hombre muerto sonrió, alzó la mano y se despidió. Adrian le devolvió el saludo. Después desconectó el ordenador, se inclinó sobre el hombro de Emily y lloró hasta quedarse dormido.

La víspera de la Navidad llegó a Londres con relucientes alegrías: pinos brillantes, copos de nieve, velas y estrellas que brillaban sobre las calles comerciales. Daba igual a qué negocio se entrara, el visitante se quedaba electrizado con Jingle Bells y Last Christmas..

Nick y Emily se encontrarían en Muffinski’s, cerca de Covent Garden. Cuando llegó, ella ya estaba allí.

Su saludo fue callado y tierno. Nick nunca podría acostumbrarse a la idea de que Emily estaba con él, cada vez que se besaban se hundía en una ola de felicidad.

—Hay buenas noticias —dijo y le retiró un mechón de la frente—. Ayer recibí un montón de material que recopilaron los de aquel entonces, hay pruebas de una conversación entre Ortolan y un tal Garsh, un tipo recibió el encargo de Ortolan para asaltar una compañía de la competencia.

—Suena bien.

—Además, tenemos fotos que muestran a Ortolan y Garsh juntos. Victor se puso a investigar: Garsh ya ha estado en la cárcel tres veces por asalto.

—Bueno, pero eso todavía no es una prueba.

—No, pero las piezas encajan poco a poco.

Pidieron café y pastelillos. Have yourself a merry little Christmas, cantó Judy Garland.

—¿Ya sabes qué pretendía tu encargo, cuando le fotografiaste con alguien en el aparcamiento? —le preguntó Emily.

—Creo que la mujer que estaba con Ortolan no era su esposa. Pero con esas fotografías no podemos hacer nada: su esposa ya le había abandonado. Creo que el plan de venganza de Erebos se cumplió en parte.

—Sí —dijo Emily—, pero por lo menos sigue vivo.

—Por lo menos.

Cuando se fueron comenzaba a nevar tenuemente. Caminaban despacio a través de los callejones, de repente se detenían, se besaban, reían y continuaban caminando.

—No tengo ningún regalo para Victor —exclamó Emily mientras contemplaba el escaparate de una tienda de cómics, donde junto a distintos cuadernos y personajes también había tazas—. ¿Has visto la de allí, al fondo?

Señaló una taza amarilla con el asa redonda que parecía como si alguien la hubiera cortado de un queso suizo.

—Atinaste —dijo Nick—, le va a encantar.

Emily invirtió cinco libras esterlinas en el monstruo amarillo.

—¿Tú también quieres una? —preguntó sonriendo—. ¿O mejor un vale para ir al estilista?

Nick la tomó por los hombros e hizo como si quisiera vapulearla.

—Ya tengo mi regalo —dijo al salir de la tienda.

Ella metió la mano bajo la cola de caballo de Nick y la dejó allí.

—Para mí has sido un regalo —dijo él—. El más bello que pudiste haberme hecho jamás. Mejor que el anillo rojo del círculo privilegiado.

Le sonrió.

—Sí y más difícil de perder.

—Claro.

Emily se inclinó sobre él, hizo a un lado su cabello y besó el cuervo que llevaba tatuado en la nuca.