Victor apagó el ordenador.
—¿Quién programó a ese tipo? —preguntó con voz débil—. ¿A quién se le pudo ocurrir una idea tan macabra?
Ninguno respondió.
Nick echó un vistazo al reloj, y se dio cuenta de que era poco más de la una de la tarde. Seguramente Adrian estaba almorzando. Después tendría dos o tres horas de clase, así que quizá no tenía ningún sentido ir al instituto.
—Tenemos que hablar con él hoy mismo —dijo Emily, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Vamos, a lo mejor le encontramos en uno de los descansos. No, qué tontería… nadie puede enterarse de que queremos algo de él.
—¿Por qué no? —exclamó Emily—. Nadie va a sospechar de mí. Oficialmente soy adicta a Erebos.
Era verdad. Ahora solo necesitaban un punto de encuentro donde pudieran tener la certeza de que nadie los vería juntos.
—¡Aquí! —gritó Victor.
—No, es demasiado peligroso… Si alguien nos sigue, te descubrirán, y tú eres nuestro último enlace con el juego. Eres el único que puede decirnos lo que pasa en Erebos —objetó Emily.
—Un momento. ¡Tú también estás dentro!
—Pero solo en teoría —sonrió y miró su reloj de pulsera—. En diecisiete minutos tendría que encontrarme con el señor Watson para ponerlo en una situación embarazosa. Y no pienso hacerlo, así que ¡adiós, Hemera!
—Está bien —gruñó Victor—, pero es muy desconsiderado que al final solo se fíen de mí. ¿Qué pasaría si el juego me pide que seduzca al señor Watson? ¿Tendré que hacerlo para que no perdamos el acceso?
Se echaron a reír, el ambiente era liberador.
—Además, todavía nos queda Kate, aunque ella no es tan brillante como tú —dijo Nick—. Por cierto, deberías ponerte a jugar. Están tan cerca de Blackfriars, que todo puede suceder en cualquier minuto, y debemos saberlo, ¿de acuerdo?
Victor hizo pucheros y se dirigió a la habitación de los ordenadores.
—¿Así que no me enteraré de lo que te diga Adrian McVay?
—Claro que sí. Te enviaremos una paloma mensajera a prueba de intercepción —dijo Emily con un gesto de afectada seriedad—. Nick, ¿dónde nos encontramos? En un café es muy inseguro, ¿quizá en un parque? ¿En algún lugar en Hyde Park donde podamos tener una buena vista de los alrededores?
—No, allí pueden vernos —una idea cruzó la mente de Nick. Le escribió una dirección a Emily en un pedazo de papel—. Aquí estaremos seguros. Cien por cien seguros. Allí os esperaré.
Fue Becca la que le echó primero los brazos al cuello, y después Finn hizo lo mismo.
—¡Enano! ¡Qué sorpresa! ¿Quieres café? ¿Vienes a por el portátil?
Nick respondió con un no a ambas preguntas.
—Necesito un lugar tranquilo para una especie de… reunión. He quedado aquí con dos amigos que llegarán en una hora. ¿Está bien?
Finn le puso un brazo sobre los hombros, lo que no resultaba nada fácil porque Nick era más alto: le sacaba una cabeza.
—Estás nervioso. ¿Tienes problemas? ¿Tu reunión trata de algo que tal vez no sea del todo legal?
—¿Cómo dices? ¡No, para nada! —Nick sacudió con vehemencia la cabeza—. No. Todo lo contrario. Es muy complicado, pero te aseguro que no es ilegal.
—Ah, bueno, entonces…
Finn le condujo a uno de sus tres estudios. Las paredes estaban llenas de fotografías de tatuajes recién dibujados en todas las partes del cuerpo.
—¿Te parece bien aquí? Hoy necesito el estudio más grande y Becca tiene dos citas para poner piercings.
—Aquí está perfecto.
—Vale. ¿Todo va bien con papá y mamá?
—Sí, todo genial.
Finn alzó las cejas, en las que ya se había puesto seis piercings. Nick se asombró por la inusual parquedad de su hermano. Le dejó solo pero regresó tres minutos más tarde con zumo de naranja y galletas.
—Nadie podrá reprochar a un Dunmore el ser un mal anfitrión.
—Gracias.
Los minutos pasaban lentamente. Nick intentó distraerse analizando la galería de Finn. Una espalda vestida de rosas trepadoras, un bíceps con una vista alpina y un tobillo con unos delfines besándose.
«¿Logrará Emily convencer a Adrian para que venga? Aunque, pensándolo bien, ¿por qué no querría hacerlo? Él tenía mucha curiosidad por saber algo del juego».
«¡Ha llegado alguien!».
Las campanillas que Becca había colocado sobre la puerta del establecimiento estaban sonando. «¿Clientes? ¿O Emily?».
—Hola, hemos quedado aquí con Nick Dunmore.
Era Emily. Finn los condujo a ella y a Adrian adonde él estaba.
Nick no podía dejar de observar cómo Emily examinaba a su hermano con interés. Era el prototipo de los que no maduran nunca.
—Hola.
Ella le plantó un beso en los labios que le dejó levitando por un momento. Detrás de ella se encontraba un Adrian sonriente. En un lado de la cabeza llevaba de punta su cabello rubio, lo que le daba un aspecto de duende.
—Están muy bien las fotos —dijo mientras señalaba las paredes—. Lo mismo hasta me deje hacer un tatuaje.
Finn resplandeció.
—Pues entonces vienes y te hago un descuento… Bueno, os dejo en vuestra reunión secreta. Si alguien tiene alguna necesidad, la cocina está dos puertas más allá a la izquierda, y el bañó justo enfrente —y luego se fue.
Adrian se sentó en lo que Nick llamaba la «silla de tratamiento» y lo miró con cara de expectativa.
—Emily dice que tenéis que hablar algo conmigo. ¿Se trata de Erebos?
En todo caso no se podía reprochar a Adrian el andarse con rodeos.
—Sí —respondió Nick—, primero quiero decirte que ni Emily ni yo seguimos en el juego. Así que no tienes nada que temer por nuestra parte.
—Está bien.
A Nick le costó trabajo encontrar el comienzo adecuado. Estaba a punto de abrir una vieja herida en Adrian y, además, pondría el dedo en la llaga. Hizo como si se quitara un mechón inexistente de los ojos.
—De alguna manera Erebos tiene que ver con tu padre —observó cómo los ojos de Adrian se agrandaban y lamentó haberlo soltado de golpe. «Qué sensible eres, idiota».
—¿Cómo lo sabes? —susurró Adrian—. No por mí. Yo no delaté a nadie.
Nick y Emily intercambiaron una mirada.
—Estoy un poco sorprendida de que tú lo sepas —dijo Emily.
—Claro que lo sé, solo que durante mucho tiempo no comprendía de qué se trataba —sonrió, y pareció como si quisiera disculparse—. Claro que me imaginaba que se trataba de un juego. Mi padre solo había programado juegos, pero no estaba seguro.
Nick no entendía una palabra. Debían volver a empezar desde el principio.
—Hace poco me dijiste que tenías prohibido aceptar ningún DVD, pero que necesitabas saber cuál era su contenido. ¿Por qué?
—Tenía prohibido aceptar ninguno porque mi padre me lo prohibió —de nuevo Nick y Emily intercambiaron una mirada.
—Eso no lo entiendo… —dijo Emily—. Tu padre… ya ha muerto.
—Claro. —Adrian dejó de mirarlos y se puso a contemplar las puntas de sus zapatos—. Mi padre me lo dejó por escrito, me dejó por escrito absolutamente todo.
—¿Qué? ¿Qué te dejó por escrito?
Sin levantar la mirada, Adrian sacudió la cabeza.
—No, primero hablad vosotros, quiero saber qué tipo de juego es Erebos.
Nick se escuchó a sí mismo dar un profundo suspiro.
—Es magnífico, emocionante. Una vez que empiezas difícilmente puedes soltarlo.
Adrian miró el suelo con ojos radiantes.
—Así eran todos los juegos de mi padre.
—Entonces ¿estás seguro de que tu padre lo programó? —tomó la palabra Emily.
En ese momento Adrian alzó la mirada, en sus ojos se notaba una ligera indignación.
—Por supuesto. Si no lo hubiera hecho, nunca habría dicho que ese era su legado.
—¿Eso fue lo que dijo?
—Lo escribió. En esa carta afirmó que ese era su legado y que yo tenía que distribuirlo. —Adrian posaba su mirada en Nick y en Emily una y otra vez, y luego se dio cuenta de que su explicación no bastaba para que ellos pudieran comprender.
—Papá murió hace dos años —dijo—. Dos días después de su muerte me llamó su notario y me dijo que tenía una carta para mí, en el sobre había un mensaje de mi padre… y dos DVD.
Nick tomó aire.
—¿Tú distribuiste el juego en el instituto?
—¿Distribuir? Bueno, no exactamente, yo le entregué un DVD a alguien de mi grupo. El segundo se lo di a un chico que conozco de antes y va a otro instituto. Mi padre no quería que los dos DVD terminaran en el mismo lugar. Además, quería que yo pensara muy bien a quién se los regalaría: «Dáselos a personas cuyas vidas creas que están vacías», me escribió, «y prométeme que tú no verás los DVD. Son una parte de mi legado pero esta parte no está dirigida a ti».
Algo en el interior de Nick latió dolorosamente.
—¿Y eso fue lo que hiciste?
—Claro —susurró Adrian—. Eso fue lo último que supe de mi padre. No contaba con volver a ver o a leer algo de él… ¡Estaba tan contento! —dijo mientras le corrían lágrimas por sus mejillas.
«Te utilizó».
—Y ahora es vuestro turno. ¿De qué va el juego?
Para tranquilidad de Nick, Emily respondió por él.
—Visto por encima se trata de un mundo oscuro en el que uno tiene que cumplir todo tipo de encargos y correr muchos peligros. Los encargos que tienes que llevar a cabo no se limitan al mundo del juego, sino que se extienden hasta la realidad. Por ejemplo… tienes que hacer fotografías de alguien o escribir una tarea de instituto para alguien.
Adrian los miraba extático.
—Ese es el Destello de los Dioses. El proyecto favorito de papá. Él quería que los jugadores se hicieran regalos entre sí o que de una u otra manera se prestaran ayuda en la vida real. Que no estuvieran solo sentados ante el ordenador, que se establecieran amistades. Me lo había contado tantas veces, antes de… —Adrian dirigió su mirada hacia un lado—, bueno, antes de que alguien se lo quisiera robar. ¿Os habéis dado cuenta de que es un poco distinto para cada uno de los jugadores? Por ejemplo, la música se orienta según los archivos mp3 que tengas en tu disco duro o según las canciones que escuchas en YouTube. Cuando el juego ya te conoce un poco, sabe qué retos te gustan más y te los pone. Papá integró un programa psicológico que adapta el juego a sus usuarios.
Era obvio que Adrian se deleitaba a más no poder con sus recuerdos.
Nick sintió tal rabia hacia Larry McVay que quiso hacer añicos todo lo que los rodeaba.
—¿Puede ser entonces… es decir, crees posible que tu padre cambiase la programación del juego? ¿Que introdujese unos cuantos nuevos y bonitos detalles? Lo que quiero decir es que ya no se llama Destello de los Dioses. Se llama Erebos.
—¿Cómo dices? Sí, es muy posible —se apagó el resplandor en el rostro de Adrian—. Tenéis que saber que alguien intento robarle el Destello de los Dioses. Después hubo un juicio que se prolongó una eternidad… En los últimos dos años papá estaba… bueno, había cambiado. Ya no hablaba tanto conmigo, así que no sé si cambió algo. De todas maneras, trabajaba como un loco. En realidad, era lo único que hacía: se encerraba en el sótano, casi no comía, ni se tomaba suficiente tiempo para asearse.
Miró a Emily y a Nick con cara de disculpa.
—Mi madre dice que desde que empezó el juicio papá ya no fue el mismo. No pudo aguantar que lo acusaran de robo y fraude. En realidad, fue a nosotros a los que intentaron robar. Cuatro veces. En la oficina, en casa, hasta los coches nos robaron.
No era agradable la explicación que Nick extrajo del rostro de Adrian. Iba así: Soft Suspense se había enterado del nuevo desarrollo de McVay y había tratado de apropiarse del programa. Eso no había funcionado, por lo menos no en dimensiones satisfactorias, de modo que la compañía demandó a McVay. Y lo llevó a juicio. «¿Eso es posible?».
—Escucha —dijo—. Voy a contarte cuál es el objetivo del juego de Erebos, ¿te parece bien? —aunque sintió la mirada de Emily encima, ya no podía contenerse—. Hay que eliminar a un monstruo. Para hacerlo se busca a los mejores, los combatientes más fuertes y los más amorales. Tienen que imponerse a cualquiera que desee detener a Erebos y deben realizar preparativos para la última batalla. Esta última batalla tendrá lugar muy pronto. ¿Y sabes cómo se llama el monstruo que debe ser eliminado en la batalla?
Vio en los ojos de Adrian que ya se lo imaginaba.
—Exacto —dijo Nick—, se llama Ortolan.
Se escuchó cómo Adrian soltaba su aliento con fuerza. En un principio lanzó una carcajada. Pero otra vez se puso serio.
—¿De verdad?
—Lo juro.
En la cara de Adrian se reflejaban muchos sentimientos: satisfacción, tristeza y odio.
—Quieres decir —dijo con voz ronca—, ¿que alguien va a matar a Ortolan?
—Tal vez. Ocurrirá algo parecido, eso creo.
—Algunas veces me imaginé que yo mismo lo hacía. Después de que mi padre cambiase tanto, y… después de todo lo que pasó.
De nuevo miró el suelo con una sonrisa.
—Una vez entregué los DVD y la gente empezó a cambiar, tuve miedo de que mi padre hubiera cometido un error. Un juego que destruye a los jugadores, ¿me entendéis? Al final él estaba… bueno, no importa. Cambió completamente. Igual que vosotros. Por eso me dio miedo —entonces levantó la mirada—, pero no quería hacerle daño a nadie. Solo a Ortolan.
Cuando Emily habló, lo hizo con voz baja y mucha cautela.
—Pero eso no funciona, Adrian. El juego ha llevado a los jugadores a hacer cosas horribles. Alguien saboteó los frenos de la bicicleta de Jamie.
Adrian alzó la cabeza de golpe.
—¿Cómo?
—No fue un accidente. Han pasado un montón de cosas malas solo para que el plan de venganza de tu padre no corriera peligro. Ayer alguien intentó empujar a Nick a las vías cuando llegaba el metro.
Con el rostro pálido y perplejo, Adrian sacudió la cabeza.
—Si alguno de los jugadores mata a Ortolan, también destroza su vida —continuó Emily—. Eso te tiene que quedar claro. Y seguramente también le quedó claro a tu padre.
Adrian esquivó la mirada de Emily.
—¿Habló el juego con vosotros? ¿Le preguntasteis y él respondió? ¿O al revés?
—Sí —dijo Emily.
—Eso era lo que Ortolan quería tener a toda costa. La lA que papá había desarrollado. Inteligencia artificial —explicó ante el gesto de duda de Nick—. Había desarrollado un programa que podía aprender como un ser humano. También idiomas. Mi padre dijo que cuando estuviera terminado y maduro, ganaría el Premio Nobel. Estaba orgulloso a más no poder y se esforzó muchísimo para mantener su descubrimiento en secreto.
Allí estaba una vez más esa sensibilidad, ese sentimiento de vulnerabilidad que tanto le llamaba la atención de Adrian.
—Pero uno de los contables en la compañía de papá se dejó corromper. Ortolan siempre orientaba su radar hacia los desarrollos de otros, y en cuanto supo que papá había dado un gran paso en la creación de la inteligencia artificial, ya no lo dejó en paz.
Nick estaba casi seguro de que ese contable tenía un garaje pintado con grafiti.
—Ortolan se propuso comprar la idea a mi padre, pero él se negó. Tenía su propia compañía y quería sacar a la venta su programa. A partir de ese momento empezó el terror.
Emily se levantó de su sitio y se sentó junto a Adrian.
—Todo eso es horrible. Tan injusto que uno podría ponerse a gritar. Pero, a pesar de esto, nadie debe volverse un asesino, ¿cierto?
—No —susurró Adrian—, tienes razón.
—Por eso vamos a tratar de impedirlo.
—De acuerdo. ¿Necesitáis mi ayuda? —sonaba a súplica y Nick creyó entender a Adrian. No quería volver a ser degradado a mero espectador.
—Por supuesto —dijo—, tú eres algo así como la llave del secreto.
Mientras esperaba el tren, Nick llamó a Victor, que contestó al primer tono.
—¡Por fin me llamas! ¿Qué dice el pequeño McVay?
—Que Ortolan es un cabrón.
—¿En serio? Bueno, no sé, en el ramo hay muchos de ellos.
—Parece que así es. También dijo que su padre había desarrollado un tipo de inteligencia artificial que había integrado a su juego. Algo muy nuevo que Ortolan quería tener como fuera.
—Ah. Eso no me sorprende. Dios mío, eso lo convirtió en un hombre espantosamente rico.
Inteligencia artificial. Una vez en casa encendió el ordenador portátil de Finn e intentó extraer más información sobre el asunto. Al parecer, había legiones de especialistas concentrados en encontrar un camino para enseñar a los ordenadores el pensamiento humano en toda su complejidad. El padre de Adrian lo había logrado. Su software aprendió, podía leer y valorar lo leído. Analizaba al usuario del ordenador y le daba lo que más deseaba en su más íntimo fuero. Qué locura. No era de sorprender que ninguno de ellos pudiera abandonar sin más el mundo de Erebos. Ahora el juego era un arma que se valía por sí misma.
Nick siguió leyendo, se informó sobre la prueba de Türing, el Premio Loebner y sobre la lA neuronal y simbólica. Después de dos horas empezó a tener dolor de cabeza y se dio por vencido. No habría podido comprender para nada lo que Larry McVay había llevado a cabo.