Capítulo 25

Frente a la casa marcada con el número 32 se hallaba un tipo de aspecto estrafalario. Tenía la barba color rojo fuego, el mismo que su largo cabello. Llevaba trenzas en ambos. Debía de estar esperando a Nick, pues avanzó hacia él tan pronto como reconoció su rostro.

—Tú eres Nick, ¿verdad? La joven te describió muy bien. Yo soy Speedy. Ven.

Speedy condujo a Nick por una estrecha escalera hacia el segundo piso del edificio. Allí abrió una puerta de madera verde.

—Entra, por favor. ¿Te apetece un refresco, una cerveza o un Ginseng Oolong? Victor considera que el té es bueno para la mente… A él le funciona.

Nick, que además de un breve saludo no había abierto la boca, pidió un vaso de agua. «¿Por qué me ha dicho Emily que venga hasta aquí? ¿Ha venido ella?».

Siguió a Speedy desde la extravagante y atiborrada cocina hacia la amplia habitación colmada de zumbidos. Nick contó doce ordenadores, aparte del portátil de Emily, que estaba sentada en un rincón frente a la ventana con los auriculares puestos. Miraba muy concentrada su pantalla.

—Es mejor no molestar —dijo Speedy—, por ahora hay muchísimo movimiento. Ven, te voy a llevar con Victor.

Speedy condujo a Nick junto a un enorme montaje de diversos aparatos electrónicos, tras los cuales se escondía un hombre corpulento y vestido de negro. Nick lo observó solo un instante, al segundo atrajo su mirada una pantalla de al menos veintidós pulgadas y en la que un hombre lagarto de color lila tornasol estaba derribando a un monstruo con forma de gusano. Había sido muy diestro con la espada y fulminante con sus movimientos. Los rechonchos dedos del jugador volaban sobre el teclado y dirigía el ratón con la misma precisión que si manejara un escalpelo. El colosal gusano no tenía ninguna oportunidad, a pesar de sus dientes afilados como agujas. De un solo tajo quedó partido en dos mitades. La parte delantera, la dentada, continuó peleando hasta que el lagarto le cortó la cabeza.

Speedy retiró de la oreja del hombre uno de los auriculares.

—¡Ha llegado Nick!

—¡Ah, justo a tiempo! ¿Me sustituyes?

—Claro. Por cierto, Nick solo está tomando agua.

—Eso no puede ser —el hombre se puso de pie y se estiró. Como mucho, le llegaba a Nick a la barbilla—. Por lo menos tienes que probar mi té. Me llamo Victor.

—Mucho gusto.

—Vamos a la habitación de al lado, allí podremos charlar tranquilamente.

Hizo tomar asiento a Speedy, quien ya tenía al acecho más enemigos, le puso los auriculares y señaló hacia una puerta cubierta de grafiti. Nick ya tenía el picaporte en la mano, y en ese momento se le ocurrió algo.

—Despedaza al gusano —gritó a Speedy—. Córtalo en trocitos, tan pequeños como puedas. ¡Quizá encuentres algo!

Speedy levantó el dedo gordo y comenzó a desmenuzar a su contrincante.

—No tan rápido —dijo Victor—. Si no, se va a dar cuenta de la diferencia. Tienes que mantener el ritmo que llevaba yo.

Del pecho de Speedy escapó un profundo suspiro. El hombre lagarto lo despedazó con mayor lentitud, aunque de todas maneras tenía la rapidez y la destreza de un cocinero japonés de sushi.

—Ve tú delante —dijo Victor—. Yo voy por té.

Detrás de la puerta llena de grafiti había tres sofás enormes y otras tantas mesitas. Ningún mueble combinaba. Nick no era quisquilloso, pero esa combinación de colores le provocaba un ligero dolor de cabeza. Se sentó en el más feo de los sofás, uno verde oliva con botones de rosas amarillas y barquitos de vela azules… Así podría verlo lo menos posible. Segundos más tarde, Victor entró por la puerta con una bandeja, y con la mirada le dio a entender a Nick que detrás de esa mezcla de estilos se escondía un sistema.

—¿Porcelana victoriana color violeta o la de los Simpson?

—Como tú eres Victor… te cedo la victoriana —dijo Nick y aceptó la taza en la que Homer posaba sobre la inscripción «Intentarlo es el primer paso hacia el fracaso».

Mientras Victor daba sorbitos a su abombada taza con los ojos cerrados y cierto embeleso, Nick tuvo ocasión de examinarlo más atentamente: le echó unos veintidós o veintitrés años. A primera vista parecía mayor, tal vez por la barba. Tenía un largo y retorcido bigote de mosquetero y una puntiaguda perilla. Victor parecía un Portos. Un Portos gótico con pendientes en forma de calavera, grandes como doblones, y al menos un anillo de plata en cada dedo. En los anillos, las calaveras habrían obtenido la mayoría parlamentaria, seguidas por las serpientes. Para compensar, un solitario ángel pendía de un collar.

—Tómate tu té —dijo Victor.

Nick lo probó como mandaba la educación y quedó sorprendido por su sabor. Estaba buenísimo.

—Emily nos ha traído algo insólito —exclamó Victor después de otro sorbo de té—. Sé un poco de juegos de ordenador, debes saber. Pero nunca había tenido en las manos algo como Erebos.

—¿Te lo dio así, sin más?

—Sin darme ninguna pista. Muy obediente en el marco del tercer ritual. Soy su novicio —se retorcía entre los dedos el bigote y sonreía—. También soy novato, he empezado a jugar esta mañana —y le hizo una reverencia a modo de saludo—. Squamato, hombre lagarto. En realidad quería llamarme Brócoli, pero el encantador gnomo de la torre habría saltado encima de mi escudo de bronce. Me explicó que a Erebos no le agradan las bromas. El sentido del humor no es el fuerte de este juego.

Colocó su taza en la mesita.

—¡Pero es tan interactivo! ¡Dios mío!

—Habla contigo, ya lo sé —dijo Nick—. Uno pregunta y obtiene respuestas lógicas y auténticas. ¿Tienes una idea de cómo funciona?

—Cero. En realidad, primero pensé que habría alguien sentado ante una terminal central haciéndose pasar por el mensajero o ese tipo muerto. Pero eso no puede explicarlo todo. Emily dice que hay una multitud de gente jugando. ¿Cuántos crees que son?

Nick pensó en los combates en la arena. Y esa vez faltaba gente.

—Más o menos trescientos o cuatrocientos. Quizá incluso más.

—Claro. Se necesitaría todo un ejército de mensajeros que, además, deberían tener en mente cada una de las misiones y conexiones cruzadas. Una capacidad de retentiva de este tipo puede dominarla un ordenador miles y miles de veces mejor que cualquier ser humano, pero no es habitual en su campo el llevar una conversación compleja.

La taza de té de Victor estaba vacía, volvió a servirse y a llenar la taza de Nick.

—Háblame más sobre los encargos. Ayer Emily tuvo que observar cómo una chica de trece años iba a comprar un aerosol de pimienta. Ni Emily conocía a la chica, ni la chica a ella… Probablemente era de otro instituto. Pero el mensajero le proporcionó a Emily una foto y el nombre de la chica, además de la hora de la compra y la dirección de la tienda. Qué curioso, la verdad. ¿En qué consistieron tus encargos? ¿Hay algo que pueda darnos un patrón?

Nick se esforzó en pensar.

—No, lo siento. Una vez tuve que llevar una caja de madera de Totteridge al viaducto Dollis Brook. La caja apareció después en nuestro instituto, y dentro había una pistola. Luego, en otra ocasión tuve que sacar fotos de un tipo y de su coche y también tuve que… invitar a alguien a un café.

Victor resopló sonriente.

—No suena muy amenazante. ¿Alguna idea de por qué tuviste que hacer todo eso?

—No. Solo en el último encargo, de eso estoy seguro. Debía poner Digotan en el té de nuestro profesor de Literatura inglesa. A él le parece que Erebos es… bueno, peligroso, e intenta alejar a la gente de él. Uno de los gnomos me dijo una vez que debemos tratar a los enemigos como enemigos y creo que es eso lo que el juego imagina.

Victor observó preocupado su taza.

—¿En el té? —preguntó, como si eso fuera lo más reprobable del encargo.

—Sí. Pero me dio miedo y me expulsaron del juego —a Nick le sorprendió cuánto bien le hacía hablar de eso. De repente, todo parecía menos amenazante.

—¿En algún momento te has preguntado por qué el juego exige lo que exige? —quiso saber Victor después de una breve pausa.

No, no lo había hecho. No en serio. Bueno, un par de veces se le había cruzado por la cabeza una pregunta similar, sobre todo con lo de la cita con Brynne y aquello de las fotos. «¿Quién sacaría provecho de todo esto?».

El pensamiento pasó rápidamente a segundo término. Eran simples tareas. Obstáculos que uno debía superar para seguir avanzando, como en uno de esos juegos en los que hay que seguir las pistas ocultas en papelitos que es necesario encontrar.

—Pensaba que solo se trataba de hacer el juego interesante, emocionante —dijo y entendió por fin, una vez puesto en palabras, lo improbable que eso era.

—Si no me equivoco, en ese caso el juego hace que sus jugadores interactúen como una máquina bien engrasada —dijo Victor, pensativo—. Uno esconde algo, el siguiente lo recoge y lo lleva a otro lugar. Uno compra algo, el siguiente lo observa mientras tanto e informa para que el juego planee sus siguientes movimientos. Eso me quedó claro después de que Emily me contase que trabajáis en algo que nadie puede entender a ciencia cierta, porque cada uno conoce solo una pequeña parte. Una o dos teselas del gran mosaico —asintió—. Y ahora ya estoy dentro, pero quiero ver todo el cuadro, ¡maldita sea!

«Todo el cuadro». Por una fracción de segundo, un cuadro completo vibró en la cabeza de Nick, una imagen colorida y de fiar, pero se esfumó antes de que supiera qué había sido.

—¿Sabes qué me ayudaría? Escuchar más historias como la tuya. Conocer qué misiones ha ordenado el juego. Entonces podríamos armar el rompecabezas de los encargos, y ¿quién sabe? —Victor se frotó las manos—, quizá al final resulta que estamos buscando el Santo Grial o algo así, ja… ja ja.

El buen humor de Victor era contagioso.

—Si quieres, intento tantear a los antiguos jugadores —propuso Nick—. Pero puede ser que nadie me cuente nada… Cuando a uno lo expulsan del juego se le da la orden de no abrir la boca.

—Vale la pena intentarlo. Aquí, mientras tanto, haremos nuestra propia labor de investigación a pequeña escala. Espero que pronto llegue mi hora de subir al siguiente nivel. Mi tornasolado Squamato todavía es un uno, es para echarse a llorar.

—Tienes que meterle en dificultades. Cuando está a punto de morir, llega el mensajero y te salva, te da un encargo y cuando la has cumplido, pasas al siguiente nivel.

Victor se golpeó la frente con la mano.

—¿Me estás diciendo que juego demasiado bien como para avanzar? Eso es perverso… Espera, tengo que decirle a Speedy que cometa unos cuantos errores…

Victor salió a toda prisa y regresó un minuto más tarde riéndose a medias.

—Speedy está peleando con un esqueleto de dimensiones sobrehumanas. ¿Quieres verlo?

La vieja emoción se hizo presente en el estómago de Nick. Sí, quería verlo, estar allí, por supuesto.

Se colocaron a cierta distancia tras Speedy. Este hizo que Squamato se lanzara directamente hacia el esqueleto más fuerte, cuya cabeza estaba adornada con una corona. No podían escuchar lo que pasaba: los auriculares estaban reservados para Speedy. Sin embargo, vieron cómo el cinturón de Squamato cada vez se ponía más y más gris. Un golpe del rey esqueleto que no pudo detener del todo, otro más… y ahí yacía con un último resto de vida apenas visible mientras el combate continuaba a su alrededor.

Nick se clavó las uñas en la palma de la mano. No conocía a muchos de los combatientes participantes, solo a los de la arena. «¡Un momento! ¡Ahí está Sapujapu!». Así que seguía con vida, eso estaba bien. Más allá peleaba Lelant, eso le gustó menos. Nick siguió centrado en la pantalla y de pronto descubrió que estaba buscando a Sarius. «Qué ridículo». Ridículo también que además echara tan horriblemente de menos a su otro yo.

Minutos más tarde concluyó la batalla y apareció el mensajero.

Sin quererlo, Nick retrocedió un paso, se dio cuenta de que había reaccionado como un idiota y volvió a colocarse detrás de Speedy. Las palabras del mensajero aparecieron en un plateado familiar con fondo negro.

—Lelant ha combatido como un héroe, a él le corresponde la mayor recompensa.

Entregó al elfo negro un costal de oro y un escudo que brillaba como una estrella. Sapujapu, algo herido, obtuvo tres frascos de pócima curativa. «Eso es mucho». Nick se alegró por él. A los otros los despachó con cosas mediocres hasta que el mensajero finalmente se dirigió a Squamato.

—Al principio has sido magistralmente diestro. Luego, de pronto, muy débil. Eso no me gusta.

—Mira tú por dónde —dijo Victor.

—Lo siento, me distraje. No volverá a pasar —tecleó a toda prisa Speedy.

—Eso espero por tu propio bien. Estás prácticamente muerto. Si te quedas aquí morirás. Si me sigues, te salvaré. ¿Qué decides?

—Voy contigo.

—Bien.

El mensajero cargó a Squamato en su montura y partieron cabalgando. Nick lamentó no poder escuchar la música que acompañaba el galope.

Después pasó lo que siempre pasaba: en una cueva, el mensajero puso las cartas sobre la mesa: Squamato vivirá y se convertirá en un dos si cumplía un encargo.

—Ve hoy a las siete de la tarde al Cavalry Memorial en Hyde Park. Detrás del monumento hay unos bancos blancos. Debajo del tercero por la derecha encontrarás un sobre con una dirección y unas cuantas palabras. Luego ve a esa dirección y copia esas palabras como un grafiti en la pared del garaje. Después fotografía tu obra y Erebos te dará la bienvenida como un dos.

—No es cualquier cosa —murmuró Nick.

Speedy reaccionó con absoluta corrección, haciéndose el sorprendido.

—Creo que no estoy entendiendo bien. No tiene nada que ver con el juego.

—Claro que sí, Squamato… Más de lo que te imaginas.

—¿Hablas del auténtico Hyde Park y el auténtico Cavalry Memorial?

—Así es.

—¿Y si no encuentro nada debajo del banco? ¿Si no hay nada?

—Entonces regresas y me lo haces saber. Pero no mientas. Me daría cuenta.

Speedy intercambió una mirada con Victor, que parecía incómodamente desconcertado.

—El encargo no es muy legal —tecleó Speedy—. ¿Qué pasa si alguien me pilla?

El mensajero se cubrió la cara con la capucha, y los ojos amarillos brillaron desde la oscuridad.

—Hasta ahora solo te han pillado una vez. Pon toda tu destreza en esto y no me vengas con lamentos. Nos vemos cuando hayas cumplido con tu misión.

Y la oscuridad se adueñó de Erebos.

—A lo mejor esto es absurdo —exclamó Victor.

Le hizo señas a Nick y Speedy para que fueran a la habitación de al lado, porque parecía que Emily había llegado a una parte difícil del juego. Escuchaban cómo hacía clics y más clics con inquietud.

—¿Qué quería decir con eso de «solo te han pillado una vez»? —Nick estaba verdaderamente sorprendido—. ¿En qué te han pillado?

—Hace unos años tuve una breve carrera como vándalo grafitero —dijo Victor—. Pero cómo se ha enterado el de los ojos amarillos… no tengo ni idea. Qué putada. Hubiera preferido transportar cajas de madera por todo Londres en vez de arriesgarme a una denuncia por daños materiales.

—Pero ¿lo habéis notado? —mencionó Speedy—. No se ha dado cuenta de que estaba jugando yo en lugar de Victor. Solo le ha molestado que al final mostrara poca habilidad.

—Sí, eso ha funcionado. De todas maneras, no vamos a arriesgarnos. El juego es tremendamente inteligente. Mientras no podamos averiguar algo más, nos mantendremos en el lado seguro. Además, dentro de muy poco serás mi novicio. De acuerdo, ¿verdad?

Speedy se pasó la mano sobre su roja cabellera.

—Eso espero. Llámame en cuanto estés listo, ahora me voy. Seguro que Kate me está esperando.

Después de que Speedy se marchase, Victor empezó a revolver en sus armarios. «Está buscando viejas latas de spray», pensó Nick. Emily seguía sentada en su rincón y continuaba completamente concentrada en su juego.

¿Debería irse? ¿Debería quedarse y esperar a Emily? Indeciso, hojeó una de las revistas sobre ordenadores que se amontonaban por todos lados en las mesas. Aún no lograba entender a Victor. ¿Ese era su apartamento? ¿Su oficina? ¿Ambas cosas? En resumidas cuentas, ¿a qué se dedicaba?

No era momento para preguntas: Victor luchaba contra montañas de papel que querían abrirse camino fuera de los armarios.

¿Contra qué luchaba Emily?

Nick se acercó casi de puntillas para no molestarla y echó un ojo por encima de su hombro. Hemera corría por una especie de túnel. Para ser una tres, poseía una muy buena coraza y una espada decente.

Delante y detrás de ella corrían personajes familiares: Drizzel, Feniel y Nurax. Hemera había caído en los mismos círculos en los que Sarius se movió en el pasado.

Se oyó un fuerte ruido. Un par de carpetas con documentos cayeron de golpe sobre el suelo. Victor había dado al traste con el precario equilibrio de su armario, y todo su contenido le había caído encima. Algunos cartuchos de tinta para impresora vacíos saltaron de una repleta caja de zapatos hasta su cabeza.

Emily se giró y echó un vistazo rápido, pero al segundo volvió a concentrarse en su juego. Había salido del túnel a la luz, y ahora estaba quieta debajo de un árbol enorme que tenía entre las hojas una corona dorada. Bajo este ardía una hoguera y tenía lugar una pausada conversación.

¿Había novedades? No, la discusión giraba en torno a la dificultad de encontrar cristales mágicos.

Una mirada al reloj hizo saber a Nick que pronto serían las seis. Era mejor que se fuese ahora. Victor también se iría pronto si quería llegar puntual a Cavalry Memorial.

La última luz del día se reflejó en el cabello de Emily. No habían cruzado palabra desde que Nick entró por la puerta, pero estaba bien, no debía distraerla. Estaba preciosa. No podía irse así como así, tenía que llevarse un recuerdo. Y si no eran palabras, entonces sería una imagen. Sacó su móvil del bolsillo del pantalón y sacó una foto de Emily ante su portátil. Ella ni siquiera se dio cuenta. Nick guardó con sigilo el móvil, como un tesoro. Ahora sí la llevaría consigo.

Victor finalmente había encontrado sus latas de aerosol.

—Espero que no estén secas —murmuró, y sacudió una con etiqueta verde.

—Ya me voy —dijo Nick.

—Está bien. Recuerda que no debes enviarnos ni a Emily ni a mí mails embarazosos. No estoy muy seguro, pero no me sorprendería mucho si el juego tuviera acceso a tus mensajes. Y entiende lo que escribimos, no lo olvides.

Nick prometió recordarlo. Maldita sea, ya no podía dejar de pensar en ello. ¿Leería el mensajero su correo?

En el camino de regreso a su casa, contempló en el metro una y otra vez la fotografía que le había hecho a Emily. Le habría encantado besar la pantallita del móvil, pero decidió esperar hasta estar a solas.