«Una catedral de las tinieblas», pensó Sarius, de pie frente al mensajero. Se encontraban en un enorme recinto con ventanas ojivales, por ellas no entraba el mínimo rayo de luz a pesar de que el vidrio brillaba con colores mortecinos. Entre los ventanales se erguían unas estatuas de piedra, dos veces más altas que Sarius. Tenían rostros demoniacos, alas de ángeles y miraban al vacío.
El mensajero estaba sentado en una silla de madera tallada de manera exquisita, tan bella que parecía una especie de trono. Algo se abría tras el asiento, algo más oscuro que el resto del recinto: una hendidura en la tierra, un abismo que Sarius no podía mesurar desde su posición.
El mensajero mantenía juntos sus largos dedos bajo la barbilla y observaba a Sarius en silencio. Alrededor había cientos de velas grises que alumbraban desde sus candelabros.
—Tenías un encargo —dijo el mensajero.
—Sí.
—¿Lo has cumplido?
—Sí.
El mensajero se apoyó contra el respaldo de su silla y cruzó las piernas.
—Cuéntame, ¿cómo fue?
Sarius hizo una breve descripción sin omitir ningún detalle importante. Informó sobre el hallazgo de las pastillas, sobre la búsqueda del termo y acabó contándole cómo las había vertido en su interior.
—¿Todas? —preguntó el mensajero.
—Sí.
—Bien. ¿Qué hiciste con el frasco vacío?
—Me deshice de él. Lo tiré en un cubo de basura cerca de la estación de metro.
—Bien.
De nuevo reinó el silencio. Se extinguió la llama de una vela con un silbido y se levantó una columna de humo que dibujó un cráneo. El mensajero se inclinó hacia delante, y el amarillo de sus ojos se tornó rojizo.
—Explícame una cosa.
«Fui un estúpido, lo sabe, él lo sabe todo…».
—Uno de mis espías encontró el frasco. Estaba lleno.
Sarius ardió de pánico.
«Una explicación, rápido…».
—Quizás el espía encontró un frasco distinto.
—Mientes. Otros espías me informaron de que el señor Watson goza de una salud envidiable. Que aún sigue asistiendo al instituto.
—Es posible que el señor Watson no se haya tomado su té —replicó Sarius a toda prisa—. O que lo tirase porque le supo amargo, por las cápsulas.
—Mientes. Ya no veo de qué modo puedes serme útil.
—¡No! Un momento, ¡aquí hay un error!
Sarius buscó desesperado más argumentos para convencer al mensajero. Había sido tan hábil que nadie podría demostrar que no había querido cumplir su misión.
—Hice todo lo que acordamos, lo pactado. Si el señor Watson no se tomó su té, no es culpa mía. Hice…
—No se quieren indecisos ni faltos de convicción, no habrá miedosos ni moralistas al servicio de mi amo. Ellos no sirven para exterminar a Ortolan. Que tengas suerte.
«¿Que tenga suerte?».
Con un ademán del mensajero, dos de los demonios de piedra abandonaron su descanso y extendieron las alas.
—¡No! Espera, ¡es un error! —exclamó Sarius—. ¡Es injusto! ¡Yo hice todo lo que se me indicó!
Los demonios lo cogieron por los hombros con las garras de sus patas y lo levantaron por los aires.
Sarius se defendió con todas las fuerzas de que disponía, se retorció para sacudirse las garras de los gigantes de piedra. «¿Por qué hace esto el mensajero?». Hasta ahora siempre le había ayudado… y ahora, solo por esta única vez, por este único encargo…
—Espera, todo esto es un malentendido. Lo intentaré de nuevo —gritó Sarius—. Esta vez lo haré mejor, esta vez funcionará, ¡lo prometo!
El mensajero bajó la capucha sobre su cara y la cubrió casi por completo.
—No comentarás nada sobre Erebos. No te pondrás en nuestra contra. Dejarás en paz al resto de los combatientes. No te pondrás del lado de nuestros enemigos o lo lamentarás.
—¡Detente, por favor! ¡Sí lo haré!, ¡esta vez lo haré correctamente!
Lo transportaron a la hendidura que se abrió en el suelo detrás del trono del mensajero. La hendidura significaba su muerte, Sarius podía verlo con claridad. Luchó con todas sus fuerzas contra las garras de los demonios de piedra, pero fue en vano.
—Nick Dunmore. NickDunmore. Nick. Dunmore —se escuchó tenuemente en toda la catedral.
Después lo dejaron caer. El aire cantaba a su alrededor, todo el tiempo le pareció escuchar su nombre. Siguió cayendo, cayendo y cayendo. Aún quedaba un resto de luz, aún podía ver el contorno de sus manos, que estiraba aterrorizado.
Luego vino el golpe tremendo.
El chirrido de dolor sonó corto y agudo, con una intensidad que nunca antes había sentido.
Después siguió el silencio. La negrura. El fin.
Nick golpeó el teclado, aporreó el ratón. Golpeó la pantalla, el ordenador, el escritorio.
«¡Sarius no está muerto, no puede estar muerto!».
«De acuerdo, con calma, despacio». Primero apagó el ordenador. Volvió a encenderlo. Miró cómo se iniciaba el sistema. «Mientras tanto, no desesperes», reflexionó.
¿Quién le había delatado? ¿Quién había sacado el maldito frasco del cubo de basura? Nick no había visto a nadie, aunque tampoco había puesto atención para descubrir si alguien lo había seguido al salir del instituto.
«Soy un idiota». Cualquier jugador pudo haber seguido sus pasos. «Probablemente se haya ganado una buena cantidad de oro como recompensa… o un grado más».
De todas maneras, el mensajero no tenía forma de comprobar que Nick se había negado a cumplir con su encargo. ¡No podía expulsarlo sin pruebas! No había pasado ni siquiera un día desde que le dijo que Sarius era un candidato para el círculo privilegiado.
Pensar en eso le dolió en el alma. «¡Mañana era el combate en la arena!». Quería ir, debía estar allí. Lo lograría… solo necesitaba una oportunidad para hablar con el mensajero y aclarar el malentendido.
Pensó en Greg.
«Otro malentendido. Solo que conmigo no había habido ninguno».
Pero él no era Greg. No se dejaría expulsar así como así. Había una forma de regresar, de eso estaba seguro. «Segurísimo». Nick únicamente necesitaba una segunda oportunidad. Solo debía entrar al juego una vez más.
Impaciente, tabaleó con los nudillos sobre el escritorio. ¿Por qué tardaba tanto su ordenador en iniciar el sistema?
Suponiendo que el mensajero le fuera a hacer el mismo encargo. ¿Lo haría en esta ocasión? ¿Envenenaría al señor Watson? ¿Se arrepentía de no haber aprovechado la oportunidad?
«Sí, maldita sea. Sí».
¿Qué era el señor Watson en comparación con Sarius?
Nick cerró los ojos. Probablemente no hubiera pasado nada. Watson habría probado el té, lo habría encontrado asqueroso y lo habría escupido. «¿Y luego? No habría sido gran cosa». Quizás esa era la segunda intención del mensajero: si todas las pastillas se disolvieran en el té, ya no sería bebible. «Todo era cien por cien inofensivo». Pero el idiota de Nick tuvo escrúpulos.
Por fin terminó el ordenador; allí estaba la típica imagen del escritorio.
Automáticamente, Nick deslizó el cursor hacia el icono de Erebos. O hacia donde alguna vez estuvo. La E roja había desaparecido.
«Mierda».
Apresurado, Nick sacó el DVD de Erebos de su caja y lo insertó en la unidad del disco. Apareció la ventana de instalación.
«Vale. Perfecto. Instalar».
Tardó tanto como la primera vez. Pero no le importó, tuvo paciencia.
«Venga. Ahora. ¿Dónde está el icono?».
No lo encontró, tampoco encontró el programa recién instalado. Buscó en todo el disco duro, dos veces, tres veces. «Nada. Instalar nuevamente».
«Un momento, ¿puede ser que tenga que copiar el DVD primero?». Así lo había hecho cuando le entregaron el juego.
Copió e instaló, dos veces, tres veces. Durante todo ese tiempo sacudió el ordenador con desesperación. Lo intentó siete veces, con todas las variaciones posibles. Simplemente no funcionó. Y sabía que tampoco funcionaría aunque no podía dejar de intentarlo. Si dejaba de intentarlo, sería algo definitivo. Entonces se acabaría de verdad. Contuvo las lágrimas que estaban a punto de brotar de sus ojos. Sarius era una parte de él. Nadie debía tener derecho a quitarle una parte de sí mismo.
«Instalar otra vez».
«Otra vez».
Después de tres horas, Nick se dio por vencido. Todo se había ido al traste. Sacrificó a Sarius por ese inútil profesor de Literatura inglesa, por ese tipo que siempre andaba metiendo las narices donde nadie la había llamado. Le habría ido de perlas un buen toque de atención. Pero Nick fue demasiado cobarde.
«¿Murió por cobardía?».
Pensar en su lápida hizo que se le saltaran las lágrimas. ¿En serio estaría la inscripción de «cobardía» en su tumba?
¿O sería desobediencia? ¿Indecisión?
Ni siquiera eso llegaría a saberlo.
—Nick, ¿lasaña?
Mamá balanceaba un recipiente de aluminio con la mano dentro de un guante de cocina. Olía a queso y condimentos italianos, pero Nick no tenía hambre.
—Sí, genial, pero no mucho —dijo de todas maneras.
El mensajero le había ordenado que se comportase sin llamar la atención. Aunque… un momento. Eso ya no tenía vigencia para él. Reposó la cabeza entre las manos. Los ojos le ardían.
—¿Te encuentras bien?
—Sí… Solo estoy un poco cansado.
—Debe de ser el clima. La señora Bricker casi se queda dormida mientras le hacía la permanente…
Dejó que mamá le contara. De vez en cuando se reía y en dos ocasiones se dejó contagiar por su sonrisa, aunque hacía rato que había perdido el hilo de sus palabras.
Después de dejar de llorar se le había ocurrido una idea: seguramente podría volver a instalar el juego en otro ordenador. Podría registrarse como si fuera la primera vez, pero no lo haría como Sarius. ¿De verdad quería eso? Era mejor que nada.
«Demonios, se me había olvidado que al comienzo tuve que meter mi nombre verdadero». La última vez el juego no le dejó mentir. Le daba igual, debía intentarlo como fuera. El mensajero vería que Nick Dunmore se tomaba las cosas en serio, y volvería a aceptarlo.
Sarius estaba quieto en el centro de la arena. Alrededor de su cuello se balanceaba un anillo rojo: no era un rubí, sino fuego.
El público jaleaba, esta vez solo estaba compuesto por hombres araña cuyas temblorosas patas salían de sus cabezas. Sarius se dio la vuelta, y descubrió que junto a él se hallaba LordNick… tenía una lanza clavada en el cuerpo.
—¿Y ahora qué? —dijo mientras encogía los hombros.
En ese instante, la lanza se convirtió en una serpiente que se retrajo en la herida de LordNick, como si fuera una cueva. La herida se curó. «Magia».
Sarius buscó a Sapujapu, pero no vio ningún rastro. Lelant sí estaba allí y le hizo un gesto absurdo, al tiempo que le mostraba el dedo medio. En su cinturón llevaba colgando un termo.
—Luchad —gritó el grandullón de los ojos saltones.
Golpeó con su bastón en el suelo y una grieto empezó a abrirse en la tierra.
«No, otra vez no —pensó Sarius—, si acabo de regresar».
Miró hacia arriba. Ahí estaba el halcón de oro dando vueltas, y junto a él los dos demonios de piedra que no debían verlo.
La grieta de la tierra se fue abriendo cada vez más y más. Algunos saltaron voluntariamente en ella pero Sarius no quería hacerlo, no estaba loco. Cada vez se iba reculando más pasos, pero el hoyo pronto cubrió toda la arena. Tenía que saltar la barrera para adentrarse en la tribuna, pero ahí estaban los hombres araña, que estiraban los brazos como si él fuera un delicioso manjar…
De nuevo volvió a caer, a caer sin cesar. «No importa —pensó—, por lo menos ya sé cómo puedo regresar».
El sonido del despertador salvó a Nick de la caída. Durante un momento se sintió feliz como un niño porque otra vez Erebos le abría las puertas. Pero, al instante siguiente, con grandes esfuerzos, la realidad logró recuperar su lugar en su cabeza y Nick escondió el rostro en la almohada… Quería recuperar el sueño.
¿Se le notaría en la cara? Nada más cruzar el umbral del instituto, Nick tuvo la impresión de que le observaban. Le pareció que Colin lo examinaba de manera burlona, mientras que Rashid lo miraba como si fuera transparente.
Ninguno de los dos le ayudaría, eso estaba claro. Necesitaba a alguien como Greg. Alguien que hubiera experimentado la caída en el abismo y que ahora anduviera buscando el camino para regresar al mundo de Erebos.
En cuanto no se sintió observado, lo intentó con Greg; para lograrlo, tuvo que seguirlo casi hasta el baño.
—¿Puedo hacerte una pregunta rápida?
Greg levantó los hombros con disgusto. Los rasguños en su cara eran más oscuros y aún tenía una venda en la muñeca izquierda.
—Si no hay más remedio.
—¿Ya encontraste una… solución a tu problema?
Greg frunció el ceño, y luego esbozó una sonrisa. Era fácil descubrir las intenciones de Nick.
—Dilo de una vez, a ti también te expulsaron. Y bueno, mala suerte, Dunmore. Igual que tú no estabas dispuesto a ayudarme, yo tampoco te revelaría la manera de regresar… aunque la supiera.
Y cerró la puerta del baño frente a Nick.
Recurrir a Greg no había sido muy inteligente. Pero ¿quién le había dicho que ya le habían expulsado? Nadie. ¿Parecía especialmente deprimido o retraído? Helen le vino a la mente. Helen, que todo el tiempo andaba ensimismada y hablaba todavía menos que antes. Le preguntaría a Helen, aunque ella no le tenía una especial simpatía… en realidad no tenía simpatía por casi nadie.
«Y qué más da». En el peor de los casos le restregaría su estupidez y le propinaría una patada verbal en el trasero. Eso podía soportarlo sin problemas. No tenía tiempo para ser exigente. «Cuanto más tiempo esté muerto Sarius, más difícil será devolverlo a la vida. Todavía es posible», o al menos eso sentía Nick. Quizá Sarius ni siquiera estaba en el cementerio y uno podría traerlo de vuelta para que continuase sin problemas. Solo debía convencer al mensajero. Tenía que haber alguna forma.
Encontró a Helen en la siguiente hora libre. Estaba sentada en el patio bajo un tilo y daba vueltas a la hoja amarilla con forma de corazón que tenía entre los dedos. Parecía extrañamente tranquila y Nick titubeó antes de interrumpir su paz. «Seré amable con ella».
Se sentó a su lado en el banco.
—¿Helen?
Ella no se inmutó, solo torció una comisura de la boca como si le hubiera pasado por la cabeza un pensamiento molesto.
—Me gustaría hacerte una pregunta. Tú… tú también has estado jugando, ¿verdad?
—Vete al diablo.
—Es solo porque… —buscó las palabras adecuadas—. Tengo un problema. Ya no puedo entrar y me preguntaba si tal vez tú podrías ayudarme.
Ella tocó con el dedo índice el borde dentado de la hoja de tilo.
—Tenía la impresión —continuó Nick con cautela— de que tú habías pasado por lo mismo. Por eso…
Ella se giró a mirarlo. Tenía unas ojeras impresionantes y los ojos sumamente irritados. «Habrá jugado toda la noche —pensó Nick—. Está dentro. Pero ¿todavía o de nuevo?».
—Todo ha terminado —dijo Helen y tiró la hoja—. Es mejor que me dejes en paz.
—Pero necesito tu ayuda.
Al parecer eso lo encontró gracioso.
—¿Por qué se te ocurrió que yo podría ayudarte?
«Porque siempre he sido más amable contigo que los demás».
—Porque sí, nada más. Pero está bien —respondió.
Sin embargo, nada estaba bien. En algunas horas comenzaría la lucha en la arena y quería estar ahí, como fuera tenía que estar ahí.
Durante la clase de Literatura inglesa estuvo ahí, sentado y mirando como hipnotizado el termo que el señor Watson había dejado sobre su mesa. Parecía una burla. De vez en cuando se servía un trago en el vaso y lo bebía a sorbitos. Poco a poco, Nick cobró conciencia de que ya lo había hecho varias veces.
Emily estaba sentada en diagonal respecto a Nick. Tenía el pelo suelto y, aunque la encontrara hermosa, su atención estaba ocupada en otros asuntos. Ella podía lograr que le regalaran el juego. Aún no había echado todo a perder. La gran aventura todavía estaba por delante.
Debió de sentir la mirada de Nick, pues movió la cabeza para mirarle y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa. ¿Ya sabía que lo habían expulsado? Jamie también le había mirado con una actitud desacostumbradamente amigable. ¿Lo sabían? ¿Cómo podrían saberlo?
En la pausa del mediodía llamó a su hermano, que contestó el teléfono solo después de que sonara diez veces.
—Lo siento, hermanito, pero tengo un cliente ahora mismo. ¿Qué pasa?
—Finn, ¿podrías prestarme tu viejo portátil? ¿Por unas semanas?
—¿Por qué? ¿Se ha roto tu ordenador?
—No, pero… necesito otro, por favor.
—Claro. A Becca no le hará mucha gracia, lo usa de vez en cuando para sus diseños. Pero está bien. Cuenta con él.
—Gracias —dijo Nick, aliviado—. ¿Podría pasar a por él esta tarde?
—Oh, eso es muy precipitado —dijo Finn—. Hoy cerramos la tienda a las tres y saldremos fuera, a Greenwich, a visitar a unos amigos. ¿Quizá mañana?
«No, la arena es hoy», pensó Nick, desesperado.
—De acuerdo. Mañana. Hasta entonces.
El resto de las clases las pasó cavilando con la sensación de que el tiempo se le estaba yendo. Tenía que hacer algo. Tenía que encontrar una solución.
Al regresar a su casa, Jamie detuvo la bicicleta junto a él y se apeó.
—¿Ha pasado algo? Se te ve cansadísimo. ¿Es algo serio o solo tiene que ver con Erebos?
Nick reprimió el impulso de darle un puñetazo.
—Creía que tú mismo te tomabas Erebos tan en serio que le habías declarado la guerra —dijo.
Si Jamie quería pelea, la tendría. «Y encantado». Nick necesitaba urgentemente a alguien para descargar su frustración.
—Cierto… pero yo me tomo más en serio las consecuencias que el juego —como en los viejos tiempos, Jamie empujó la bicicleta junto a Nick, que actuaba como si no hubiera un mundo entre ellos.
—¿Cómo está Eric? —le preguntó Nick esperando que la respuesta fuera «mal».
—Más o menos. Está intentando hablar con Aisha, pero ella le evita. No quiere hablar con ninguna psicóloga, no quiere nada. Pero sí mantiene su acusación. La cosa no está tan fácil para Eric. —Jamie dirigió a Nick una mirada de reojo—. Por suerte ahora tiene una novia guapísima que sigue con él sin importar lo que está pasando. El otro día la conocí, estudia Economía. Es muy simpática. Te gustaría.
«Una novia. Una estudiante universitaria».
Nick sintió como si le cayera una piedra ardiente en el estómago. Tragó saliva, pero la piedra siguió ahí. Le puso fácil al mensajero hacer grandes promesas.
Pero ¿por qué había ocurrido el incidente de Aisha? ¿Era un premio adicional? ¿Todo pasó para que Nick se convenciera? ¿O Aisha simplemente era la cápsula en el té de Eric? Mientras lo pensaba, soltó una carcajada, que Jamie malinterpretó enseguida.
—Estaba seguro de que te alegraría. Se llama Dana y nos ayuda contra el juego… a reunir material informativo para los padres de familia y otras cosas por el estilo. Podría habértelo contado antes, si me hubieras escuchado solo unos minutos como una persona normal.
Nick no soportó la crítica.
—Normal, ¿no? ¿Quién es el que tiene manía persecutoria? ¡Al diablo con lo normal!
Habían llegado a la entrada del metro. Nick corrió escaleras abajo sin despedirse y sin girarse.
«¡Material informativo para los padres de familia!». Jamie tenía suerte de que solo hubiera hablado con Nick sobre eso. Un jugador activo de inmediato le habría transmitido esa información al mensajero.
22:00h Nick estaba en la cama con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Había pasado dos horas tratando de acceder al juego: había copiado dos veces el DVD y también intentó instalarlo otras tres. Sin cambios.
Cerró los ojos. «Ahora están todos en la arena, cada pueblo en su espacio: los bárbaros, los vampiros, los hombres gato, los elfos negros…».
Muy pronto los presentarían, el público gritaría en señal de júbilo, el maestro de ceremonias pronunciaría el primer nombre. Y Sarius no estaba allí.
«¿Retaría Drizzel a Blackspell? ¿Quién ganaría? ¿Volvería a morir alguien como Xohoo?». Ni siquiera se enteraría y eso lo dejaba desolado.
Lástima que Nick nunca supiese quién era Xohoo. Con él hubiera tenido una agradable conversación. Nunca se había sentido tan solo.
Pasó una pésima noche. Deseaba ser Sarius en sus sueños, pero cuanto más se esforzaba por lograrlo, más despierto se sentía.