Capítulo 19

¡Pum! La pelota chocó a más de treinta centímetros del aro. Betthany maldijo y Nick lanzó un puntapié a la pared. «Mierda, todo es una mierda». No le apetecía ni lo más mínimo estar corriendo de acá para allá en la cancha del gimnasio; quería estar en su casa y cuidar de que Sarius por fin ascendiera.

Los últimos cuatro días habían sido decepcionantes. Una lucha contra un dragón con nueve cabezas, otra contra enormes cochinillas venenosas y, ayer, una batalla contra esqueletos bastante vivos en una cripta muy oscura. Sarius había sobrevivido sin problemas, aunque no había destacado especialmente. Aún era un ocho. A pesar de sus esfuerzos, no obtuvo ningún provecho más allá de un poco de oro, algo de pócima curativa y unos guantes nuevos. Ningún encargo del mensajero. Ninguna oportunidad para demostrar lo que era capaz de hacer.

Nick corrió tras Jerome, le robó la bola y fue botando de lado a lado de la cancha. Apuntó. Tiró a canasta . ¡Pum! Otra vez dio en el aro.

—¿Tengo que subirte a hombros hasta la canasta, Dunmore, o necesitas una escalera? —gritó Betthany.

«No». Necesitaba una espada nueva y un ascenso de grado que correspondiera a sus habilidades especiales. El combate en la arena estaba cada día más cerca y, mientras los demás se fortalecían, Sarius no avanzaba. Si por lo menos el mensajero le diera una oportunidad, un encargo con el que demostrar su valía.

Jerome le robó la pelota y corrió junto a Nick, dando grandes zancadas. De manera automática intentó identificar la posible identidad del jugador tras Jerome. «¿Lelant? ¿Nurax? ¿Drizzel? ¿Más fuerte que Sarius? ¿Más débil?».

—¿Te has quedado dormido, Dunmore? —gritó Betthany—. ¿Quieres hacer abdominales hasta que despiertes?

Nick agradeció en el alma que terminara el entrenamiento. «A casa». Todavía le faltaba escribir un ensayo de Literatura inglesa, pero eso no le quitaría tiempo. ¿Para qué estaba Internet? Transcribiría un par de páginas y listo. Después le daría al juego un nuevo giro, para acabar con su racha de mala suerte. Tenía el presentimiento de que esa noche podría lograrlo.

La oscuridad cayó opresiva sobre el campo, como si tuviera masa y peso. Los combatientes marchaban veloces. Tenían que conquistar un puente, cumplir con la misión que los gnomos les habían encargado. El camino que recorrían era azul oscuro, un color que le hacía pensar en aguas profundas.

Sarius intentó ser más rápido que los demás y rebasó a tres de sus compañeros: Drizzel, Nurax y Arwen’s Child. A su lado —y de la misma estatura— corría LordNick y, un poco más atrás los seguían Sapujapu, Gagnar y Lelant. Los que iban a la zaga eran unos novatos, y el elfo ni siquiera se tomó la molestia de considerar cómo se llamaban. Eran unos y doses, que nada podrían hacerle en la arena.

Tenía la intuición de que se estaban acercando a su destino. Estaba tenso, pero era una tensión agradable, llena de curiosidad y sed de sangre. ¿Sería a orcos, a escorpiones o a arañas a quienes tenían que arrebatarles el puente? A él todo le parecía bien. En esta ocasión pelearía de tal forma que el mensajero tendría que recompensarlo. Para las luchas en la arena aún faltaban tres días. Tras ellas, como mínimo, quería ser un diez.

Caminar ya no le molestaba desde hacía mucho. Vagamente recordaba el tiempo en que tenía que detenerse y descansar después de cada colina. Ahora podía andar a máxima velocidad cuesta arriba o cuesta abajo sin la menor muestra de cansancio. «Es una maravilla tener fuerza. Es una maravilla alcanzar un grado superior».

Una pendiente uniforme y fácil se alzó frente a él. «Demasiado uniforme para ser de origen natural». Sarius la observó con detenimiento y comprobó que el camino se elevaba desde el suelo para extenderse como un arco iris translúcido por toda la oscuridad. «Así que ese es el puente».

Más adelante, en la oscuridad, se escuchó el ruido de metal contra metal. «¿Ya estarán peleando?». Sarius desenvainó su espada y vio que LordNick lo imitaba. «Si por lo menos se pudiera ver al enemigo»; sin embargo, allí solo se veían unas siluetas gigantes. ¡Tong! Un sonido semejante a una campanada. Algo hizo que el puente se derrumbara. «¿Algo o alguien?».

Los ruidos de la batalla se volvieron cada vez más fuertes y una serie de contornos brillantes destacaron en el cielo. Unos gigantescos caballeros con corazas plateadas defendían el puente.

El entusiasmo de Sarius menguaba. ¿Cómo podría vencerlos? Redujo su velocidad y observó cómo Drizzel esquivaba la espada de uno de los caballeros; larga como un árbol, bailoteaba de un lado a otro pero no lograba atinarle un golpe. Nurax estaba en las mismas. «Tiene que haber un truco —pensó Sarius—. Un punto vulnerable, cualquier cosa. Cuando esté más cerca, lo veré».

LordNick pasó delante de él, se abalanzó contra el siguiente acorazado y le enterró la espada en una de las corvas. El gigante ni se estremeció y LordNick pronto tuvo que hacer muchos esfuerzos para que no lo partiera en dos de un solo golpe.

«Podría intentar pasar entre ellos y dejarlos atrás. Conquistar el puente, así decía la misión, no vencer a los caballeros».

Al observarlos de cerca descubrió que los adversarios eran tan altos como torres. Sus movimientos tenían una fuerza insuperable, pero no eran muy rápidos. Sarius dejó atrás al primero, también al segundo. El tercero intentó detenerlo y bajó la espada. Sarius logró esquivarlo: allí estaba la orilla del puente, había que tener mucho cuidado. ¡Tong! El caballero avanzó un paso hacia él, intentó clavarle su arma y la enorme espada logró tocar a Sarius, pero muy ligeramente. No llegó a herirle, aunque le hizo perder el equilibrio. El elfo sabía que no lo lograría. No había nada en lo que pudiera apoyarse, ninguna barandilla, ni siquiera un borde del puente.

Cayó. «Adiós a los caballeros», adiós al puente que ahora, azul, se arqueaba sobre él. «Adiós a su sueño de ser un nueve en esta ocasión». No tenía la mínima idea de lo que había debajo de él. Estaría genial que fuese agua o, por lo menos, hierba mullida. Sin embargo, en su interior Sarius solo imaginaba rocas afiladas y espinas. El aire a su alrededor silbaba. Aún no había tocado el suelo.

«Murió de estupidez».

«No puede ser, ahora no, por favor. Así no. Solo por hacer un movimiento en falso».

Al impactar contra el suelo comenzó a sonar el chirrido que daba aviso de sus heridas con tal intensidad que hizo gemir a Sarius. Por un instante no deseó otra cosa salvo que parara, de inmediato. Sin embargo, el chirrido era una señal de que seguía con vida, significaba que tenía una oportunidad. Solo debía esperar. Tenía que aguantar.

Entonces esperó, esforzándose en moverse lo menos posible. Pronto comenzó a dolerle la cabeza, el chirrido era un verdadero tormento que se sobreponía a todos los ruidos de la pelea del puente. «¿Por qué dura tanto? ¿Seguirán peleando en el puente? Probablemente». Nadie aparte de él había caído.

—Esa acción no fue ninguna obra maestra, Sarius.

«Por fin». Nunca había estado tan contento de ver los ojos amarillos.

—Supongo que necesitas mi ayuda.

—Sí. Por favor.

—Comprenderás que, tal y como van las cosas, empieza a resultarme algo aburrido tener que sacarte las castañas del fuego.

Sarius se quedó callado. ¿Qué podía decir al respecto? Sin embargo, al parecer, el mensajero esperaba una respuesta y no quiso que se aburriera más.

—Lo siento. No he sido muy hábil.

—Te doy la razón. Ser poco hábil es algo excusable en un dos, pero en un ocho resulta vergonzoso.

«Ahora mismo me va a degradar —pensó Sarius, afligido—. Como mínimo».

—Hasta ahora siempre has podido contar conmigo, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Aún puedo confiar en ti, Sarius? ¿Aunque lo que te encargue sea muy difícil?

—Claro.

—Bien. Entonces quiero volver a ayudarte. Pero debes cumplir un encargo para mí y esta vez no puedes ser tan torpe.

El chirrido empezó a aplacarse y Sarius se incorporó poco a poco. «Ha estado cerca». La próxima vez se concentraría más, jamás volvería a sucederle algo así. En dos días comenzarían los combates en la arena y quería estar en forma.

—Cumpliré el encargo. Aunque sea difícil. No hay problema.

El mensajero asintió con la cabeza, pero con mesura.

—Me alegra escucharlo. Déjame preguntarte algo. ¿Es el señor Watson tu profesor de Literatura inglesa?

—Así es.

—Se dice por ahí que a menudo lleva consigo un termo. ¿Es cierto?

Sarius lo pensó durante un momento.

—Sí. Creo que lleva té.

—Bien. Mañana, cinco minutos después del comienzo de la tercera clase, vas a ir al baño del primer piso. A ese que tiene un espejo rajado sobre el lavabo. En el cubo de basura encontrarás una pequeña botella. Has de verter su contenido en el termo del señor Watson. De qué tipo de contenido se trata no es algo que deba importarte. Pero sí se espera toda tu destreza: nadie debe verte cuando lo hagas.

Sarius siguió la explicación del mensajero con una incredulidad creciente. Durante un segundo, simplemente consideró la posibilidad de huir, de hacer como si no hubiera escuchado una palabra. Pero solo podía seguir allí, tendido en el suelo, y tenía que esperar a que el mensajero se retractara y le dijera que era una broma de mal gusto. Sin embargo, su interlocutor se limitó a cruzar los brazos sobre su pecho huesudo.

—¿Y bien? ¿Lo has entendido todo?

Sarius hizo un esfuerzo.

—Sí.

—¿Lo harás? Como la misión es de tan ardua naturaleza, tu recompensa será abundante: un nuevo poder mágico y tres grados. Una vez lo hagas serás un once, Sarius. Como tal, tendrás la oportunidad de pertenecer al círculo privilegiado.

Sarius tomó aire. «Es un juego, ¿no? Lo más probable es que el mensajero solo esté exigiéndome una prueba de valentía y en la botella solo haya leche. O glucosa».

—Lo haré.

—Excelente. Mañana espero tu informe.

Esta vez la oscuridad llegó con gran rapidez y dejó a Sarius en un desconcierto que nunca antes había vivido.

Lograr. Obtener. Destruir..

Los hindúes tienen una divinidad para cada una de estas misiones. Yo lo llevaré a cabo solo.

He logrado lo que nadie ha logrado antes de mí, pero el mundo no es mi testigo ni lo será nunca.

Después intentaré cuidar lo logrado, con toda mi fuerza, con toda mi voluntad. Con dolor, a veces con lágrimas, pero de todas maneras con considerable sacrificio de víctimas.

Entonces destruiré. ¿Quién puede recriminármelo? Si es que hay justicia, por lo menos se tiene que lograr esta última.

Hubiera preferido ser creador y me alegraría por mi creación, me gustaría cuidarla, compartirla con los demás. Pero a partir de la destrucción también brotan aspectos interesantes. Su atractivo radica en que es su última parada.