Capítulo 15

En el Café Bianco solo había tres mesas ocupadas, y entre los clientes no había ningún rostro conocido. Nick suspiró hondo. Desde que se habían juntado en el metro, la situación había sido pesada porque Brynne no había dejado de hablar. Ahora iban a tomar algo juntos. Nick pagaría su refresco de cola e inmediatamente después se iría a casa. El siguiente reto lo asumiría como un siete.

—… ayer tenía los nervios destrozados. Me da que no le fue bien en alguna pelea.

«¿De quién está hablando?». Nick se lo preguntó y Brynne le lanzó una mirada ardiente.

—¿No me estás escuchando? Hablo de Zoe, la gorda de primero de secundaria. Seguro que estuvo llorando porque le chorreaban los mocos en la cara. —Brynne hizo un gesto de asco—, pero Colin le dijo algo al oído y ella se tranquilizó.

«Parece que Colin últimamente está metiendo la nariz en todos lados».

Una camarera con tres piercings en los labios les tomó nota. Para sorpresa de Nick, Brynne pidió una cerveza.

—A mí me gusta la cerveza, ¿a ti no? —coqueteó ella.

—Mmm —dijo Nick y apartó la mirada a su lado.

«¿Cuánto tengo que estar aquí sentado para que el mensajero considere que cuenta como una verdadera cita?». Los cinco minutos que se habían cumplido eran muy pocos. «Maldición».

—De verdad, Colin es un encanto —dijo Brynne en un fingido estado de meditación—. Casi tanto como tú.

A Nick se le escapó un atormentado suspiro que intentó compensar con una gran sonrisa. Ella debía sentirse bien, ese era el trato. Pero quizá Brynne también se sintiese bien estando en aprietos.

Una vez más se cercioró de que entre los clientes no hubiera ningún rostro conocido. «No». Aquel sería un buen intento.

—A mí lo que de verdad me gustaría saber —dijo muy despacio— es con qué nombre está jugando Colin. ¿Tienes alguna idea?

—Ay —dijo Brynne y puso su mano caliente y húmeda sobre el brazo de Nick—, no soy tan tonta como para hacer eso.

—¿A qué te refieres?

—No quiero romper las reglas. Siempre se arruina todo, y si lo hago, la cosa se pondrá muy fea. Ya sabes…

Nick resistió el impulso de apartar el brazo.

—Pero aquí nadie nos escucha.

—Uno nunca sabe.

Llegaron las bebidas y Nick pudo retirar discretamente su brazo del alcance de Brynne.

—¿Qué quieres decir con eso de que todo se pondrá feo y se arruinará? Sería una tremenda tontería, pero…

—¿Alguna vez has estado presente cuando atrapan a un traidor? —lo interrumpió Brynne—. Yo sí: lo agarraron y… lo ejecutaron. Eso le ocurre a cualquiera que se pasa del lado de Ortolan.

Sorbió su cerveza sin quitarle los ojos de encima. Nick fijó la mirada en el fondo oscuro de su refresco.

—¿Sabes quién es Ortolan? —preguntó él—. De eso podemos hablar, ¿no?

—¿Ves un fuego por ahí?

Al parecer se había vuelto loca.

—¿Fuego? ¿De qué estás hablando?

En lugar de darle una respuesta, sacó de su bolsillo un pedazo de papel arrugado.

—Casi siempre traigo las reglas conmigo. ¿Ves?, aquí está: puedes cambiar impresiones con los jugadores ante un fuego.

La chica sacó un mechero y lo encendió.

—Ahora podemos jugar —murmuró, y con su dedo le acarició la palma de la mano. La sensación era placentera siempre y cuando Nick pensara que no era Brynne quien se la provocaba. Cerró los ojos—. Podría imaginarme que Ortolan es un mago —le cuchicheó ella al oído—. O un dragón con tres cabezas. Pero quienquiera que sea es muy poderoso. Los jugadores del círculo privilegiado reciben capacitación especial para que puedan tener una oportunidad de enfrentarlo.

De no ser por el perfume en que se bañaba Brynne, Nick podría imaginarse que era Emily quien le acariciaba la mano. Pero ese pensamiento le hizo daño, porque tenía la imagen de Emily llevando a Eric a todos lados. Nick abrió los ojos. El mechero aún ardía y Brynne lo miraba con cara de expectación.

«No, no te voy a besar».

—Bueno, dejémonos sorprender —dijo él en voz alta y tomó su vaso.

Por un momento Brynne pareció insegura, pero inmediatamente se controló.

—¿Qué ha pasado con Jamie? Andaba de un lado a otro con una cara… Bueno, tampoco es que tenga nunca buen aspecto, pero hoy… —miró a Nick con picardía—. ¿Te ha contado cuál era su problema?

—No.

—¡Vaya! Yo creía que erais grandes amigos. Pero no es así, ¿verdad? Me parece bien. Jamie saca de quicio a cualquiera.

«Brynne debe sentirse bien, a gusto —pensó Nick—. Sentirse a gusto, la estúpida esta».

—Tampoco es un jugador. ¿No te has dado cuenta de que va con Eric todo el tiempo? Colin siempre le llama Sushi, y yo ya le aclaré que sushi es una palabra japonesa, no china, pero de todas maneras a él le parece algo para morirse de la risa. Al parecer Eric anda con Emily, la bruja aburrida. De hecho, Colin también me dijo que nunca ha habido sobre la faz de la tierra una mosquita muerta como ella. Jamás abre la boca y siempre parece que se le acaba de morir su mascota. —Brynne soltó una carcajada.

«Sentirse a gusto, debe sentirse a gusto».

—Seguramente es cuestión de gustos pensar que alguien es una mosquita muerta —dijo Nick, y forzó una sonrisa—. La mayoría de las veces, a Colin y a mí nos gustan chicas muy diferentes.

Brynne le debía una respuesta. Nick dio por sentado que ella ya lo sabía, pero por ahora no podía ocuparse de ello. Tenía que digerir la información sobre el hecho de que Eric y Emily salían juntos. ¿Era así? Y de ser verdad, ¿cómo lo sabía Brynne? Sería de idiotas no preguntárselo. Ya lo había sido tratar de atraer a Emily a Erebos. La situación le puso los pelos de punta.

—¿Y si nos estamos perdiendo algo importante? —murmuró Nick cuando el silencio empezó a resultar desagradable.

—Siempre hay algo importante —dijo Brynne—. Lo mismo da que estés entrando o que estés saliendo, de todas maneras siempre te pierdes algo. A mí también me ponen nerviosa esas cosas. Esperemos que ahora mismo no estén dando a conocer la fecha para el siguiente combate en la arena.

—¿Estuviste presente la última vez?

Brynne frunció los labios.

—¿Estás intentando engañarme para delatarme? Conoces bien las reglas. Si te digo que sí, que estuve ahí, que peleé dos veces y gané un grado, entonces no te costaría nada deducir quién soy. O quién no soy. El mensajero me lo explicó. Tiene muy malas pulgas.

—Sí, sí, está bien.

—¿Te alegras de que te haya dado Erebos? —preguntó sin mirarle.

—Claro, por supuesto. Es impresionante.

Con manifiesta lentitud, Brynne se echó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—¿No te parece que a veces es tenebroso?

«Infernalmente tenebroso».

—Más o menos. Así se supone que debe ser, creo yo.

—Sí. —Brynne giró su vaso entre las manos, primero a la derecha, luego a la izquierda y luego otra vez a la derecha—. Solo me gustaría, solo quisiera comprender cómo puede leer mis pensamientos.

«Leer los pensamientos, eso es un poco exagerado», pensó Nick mientras regresaba a casa en el metro. Brynne se había bajado en la estación anterior, no sin antes darle un abrazo y plantarle un beso en la comisura de la boca.

«El juego no puede leer mis pensamientos, para nada. Por lo menos no todos». Descontando el inconcebible hecho de que por sus leales servicios le había regalado una camiseta de Hell Froze Over. Y había hablado con él sobre Emily sin que Nick la hubiera mencionado.

Las puertas del tren se abrieron deslizándose hacia los lados y se bajó. Afuera, se ponía el sol. «Ojalá que en casa haya algo de comer». De ningún modo podía esperar más, había descuidado demasiado tiempo a Erebos.

—Un siete, Sarius. Has cumplido con mi encargo. Aquí está tu recompensa.

El mensajero señaló con uno de sus huesudos dedos un rincón de la bóveda donde se encontraban. El lugar se parecía al sótano de la taberna El Último Corte, aunque era algo más estrecho y se diría que nadie había estado ahí desde hacía años. Las telarañas colgaban entre los arcos del muro, y en las esquinas crecían pequeños hongos verdes.

En el sitio señalado por el mensajero Sarius encontró una nueva espada y unas botas altas con puntas metálicas. La espada relumbró como el oro; Sarius casi tuvo la impresión de que emanaba un rayo de luz.

—Gracias.

—Soy yo quien te lo agradece a ti. ¿Quieres contarme alguna novedad?

Sarius titubeó. De los planes de Jamie con el señor Watson no le hablaría de ninguna manera. ¿Debía mencionar la amenazante carta con la lápida dibujada? «Mejor no». Entonces recordó algo que tanto Jamie como Brynne le habían contado.

—Al parecer una chica llamada Zoe perdió la cabeza hace poco. Pero no sé mucho más acerca de lo que haya sucedido.

—Me interesaría saber qué anda haciendo Eric Wu —dijo el mensajero—. Me alegraría si Nick Dunmore pusiese más atención en sus andanzas. Después de todo de lo que me he enterado, no creo que tenga buenas intenciones. Y, ahora, vete.

Con sentimientos encontrados, Sarius tomó el camino hacia el exterior: un pasillo tubular que conducía fuera del sótano. No tenía ganas de ver cómo Eric se le pegaba a Emily. ¿Qué más le podía pasar? Había salido con Brynne y eso ya era lo bastante terrible.

El pasaje oscuro se volvía cada vez más ancho y terminaba en una pared alumbrada por antorchas con una gran puerta abierta que conducía al aire libre.

«Por fin —pensó Sarius y se quedó un momento inmóvil, como si sus pies hubiesen echado raíces—. ¡La pared!». Retrocedió un par de pasos para asegurarse. No, no había ningún error.

Alguien había pintado una imagen en el muro, una imagen que ocupaba prácticamente toda la superficie. Le recordó un viejo mural, como los que a menudo se encontraban en las iglesias: un fresco. La imagen mostraba a dos personas sentadas ante una mesa y con las cabezas muy juntas. La chica tenía en la mano un mechero encendido y la otra se hallaba sobre la mano del chico. Era muy alto y llevaba sujeto su largo cabello negro en una coleta que caía sobre su espalda…

«Alguien debió de hacernos una foto. De otra manera es imposible —pensó Sarius—. Y, además, parecemos una pareja de enamorados».

Se dio la vuelta, se tropezó al cruzar el umbral del exterior. Se sentía raro, como si estuviera desnudo y amenazado. Pero solo se trataba de una imagen. Sin embargo, parte de él temía que esa pintura acabase colgando en el pasillo de su instituto.

—LordNick encontró un cristal mágico.

—¡Excelente! ¿Dijo qué pensaba hacer con él?

—Claro que no. No está loco.

El grupo sentado alrededor de la hoguera solo estaba formado por caras conocidas: Drizzel, Feniel, Blackspell, Sapujapu, Nurax y, como invitado de honor y algo apartado de los demás, BloodWork. Un inmenso anillo rojo rubí se balanceaba en el collar que pendía de su cuello y lo identificaba como miembro del círculo privilegiado.

El crepúsculo sobre el horizonte se extendía en líneas azules y rojas; en breve caería la noche. Sarius se unió a los demás ante la hoguera y tomó nota de dos nuevos: Sharol, una elfa negra de nivel uno, y Bracco, un hombre lagarto que tenía nivel dos. Se mantenían al margen mientras Drizzel y Blackspell sostenían una conversación vampiresca.

—Yo podría darle un buen uso a un cristal mágico. Los dos que he encontrado hasta ahora valían su peso en oro —dijo Blackspell.

—Cállate —interrumpió BloodWork—. Aquí hay principiantes que aún deben tener sus propias experiencias, y con tus bobadas vas a confundirlos. ¿Estamos?

—Claro. ¿Desde cuándo eres tan cuidadoso, Blood?

—A ti qué te importa —respondió el enorme bárbaro. Llevaba un yelmo nuevo que le cubría la cara hasta la nariz y cuyas rendijas para los ojos lo hacían parecer más endemoniado que nunca—. Solo atente a lo que digo. Se está hablando mucho, demasiado. El mensajero no está contento.

—Oh, el mensajero no está contento —repitió Blackspell, burlón—. Tampoco yo lo estaría si fuera un esqueleto con los ojos amarillos.

BloodWork se incorporó un poco y estiró la mano para tomar su hacha, pero luego pareció cambiar de opinión.

—Ya conocía a varios idiotas que se juegan constantemente la vida por darle a la lengua y ahora conozco a otro más.

—¡Uy, qué miedo! —dijo Blackspell.

La conversación sacó a Sarius de sus casillas, y también perdió los estribos porque, al parecer, ellos ya había encontrado un cristal mágico y él nunca lo había conseguido.

—A ver, decidme, ¿tenemos alguna misión, o solo estamos haciendo el vago? —preguntó.

—Por fin alguien con la actitud correcta —dijo BloodWork.

—Estamos esperando noticias. No pueden tardar mucho.

Sin embargo, la noticia no llegó. En su lugar, de entre los arbustos saltó una tropa de orcos armados hasta los dientes. Estaba claro que contaban de su lado con la ventaja del número y el factor sorpresa. Sarius se puso de pie de un salto y lanzó un formidable tajo en derredor con su espada de oro. En poco tiempo dio muerte a tres orcos sin recibir un rasguño. BloodWork estaba hecho un energúmeno y no le costó hacer trizas a sus enemigos. Drizzel trabajó una vez más con magia de fuego. A Bracco, uno de los novatos, le fue muy mal: tenía una horrible herida en la cabeza que le sangraba a raudales y yacía inmóvil en el suelo.

La hoja de la espada de Sarius zumbaba cuando la hacía girar en círculo. Nunca fue tan hermoso combatir. Desde que era un siete se sentía más fuerte, más diestro, más ágil. Era una fiesta.

Cuando se anunció la victoria ya había matado a seis orcos, y continuaba ileso como nunca, no tenía ni siquiera un rasguño. El mensajero lo comprobó lleno de satisfacción cuando apareció un poco más tarde.

—Sarius, estás dando muy buenos resultados. Te recompenso con cincuenta monedas de oro.

Los demás recibieron esto y aquello. Bracco, el lagarto cubierto de sangre, se arrastró sobre los cadáveres de los orcos y el de los ojos amarillos lo levantó y lo subió a lomos de su caballo.

—Quienes aún tengan fuerzas deben ir a buscar unas ovejas que escaparon —ordenó el mensajero—. Ya han muerto cuatro pastores.

Después de decir estas palabras, espoleó a su montura y partió al galope con el vacilante Bracco sobre la silla de montar.

—Voy a buscar ovejas —informó Sarius.

—Yo también.

—Y yo.

Sapujapu y Nurax lo acompañaron. Ambos eran seises: eso significaba que, desde los combates en la arena, cada uno había ganado un grado, pero Sarius tenía un nivel más alto. Drizzel también caminó tras ellos sin decir palabra. Su pálido cuerpo de vampiro aventajaba en estatura al de Sarius, lo superaba por poco más de una cabeza.

—BloodWork, ¿vienes con nosotros? —preguntó el elfo, porque el bárbaro ni siquiera se inmutó, sino que, callado, mantenía la mirada fija en las llamas de la hoguera—. ¿Blood?

—Déjalo —dijo Drizzel—. Seguramente se ha quedado dormido.

Caminaron sobre la pradera. La noche había caído de golpe y cada vez se veía menos, pero como casi no había obstáculos en el camino, avanzaban a buen ritmo. A Sarius le habría gustado conversar con los otros —por ejemplo, ¿qué tipo de reto era ese de ir a buscar ovejas?—, pero sin un fuego no podía entablarse una conversación. En su memoria vio cómo se iluminaba un mechero, y se estremeció.

Caminaron a lo largo de un seto lleno de flores de color rosa claro. Pudieron distinguir el color a pesar de la oscuridad; sin embargo, antes de que Sarius fuese capaz de asombrarse como era debido, descubrió algo distinto, algo que colgaba del seto y que hacía que las flores pasaran a un segundo plano.

«Un muerto».

Como obedeciendo una orden silenciosa, el grupo se detuvo y, en ese momento, Sarius se percató de que Feniel y Blackspell también iban con ellos. Así, por lo menos eran seis, lo que le supuso cierto alivio a la vista del cadáver horriblemente mutilado que pendía del seto.

El muerto colgaba como si lo hubieran puesto a secar. Algo se lo había estado comiendo. No, más bien, algo casi lo había devorado por completo. Apenas quedaba carne adherida a sus huesos. En el suelo, bajo el cadáver, un cayado curvado.

«Aquí tenemos a uno de los pastores muertos», pensó Sarius y en ese instante descubrió la primera oveja: un animal fuerte con lana blanca y sucia que pacía debajo de un árbol enjuto.

Por experiencia, Sarius sabía que era absurdo cederle el paso a los demás. Esa era su oveja, su presa. La atraparía, como ordenó el mensajero, solo que no veía ningún prado cercado donde pudiera acorralarla.

La oveja continuó paciendo tranquilamente mientras Sarius se fue acercando con sigilo entre la oscuridad; la noche le facilitaba las cosas. Al aproximarse descubrió algo extraño: unas manchas rojas y marrones sobre la lana, como de sangre fresca y seca a la vez. «Seguramente son del pastor», pensó el elfo, y no se dio cuenta del peligro hasta que la oveja se percató de su presencia y alzó la cabeza.

Una cabeza de pesadilla. El hocico de la oveja era ancho y pronunciado. La bestia replegó los labios como un tiburón antes del ataque, y descubrió unos dientes metálicos afilados como agujas y largos como cuchillos para cortar carne.

Sarius, que no estaba preparado para la pelea, ni siquiera había desenvainado su espada. Lo hizo tarde, cuando ya la oveja corría hacia él. Entre sus dientes, Sarius descubrió un trozo de tela del manto del pastor.

Su primera estocada no atinó en el blanco. La oveja hizo un quiebro repentino e intentó atrapar su brazo izquierdo… «Maldita sea». Sarius había olvidado descolgar el escudo de su hombro y tenía desprotegido el costado izquierdo.

Detrás de él, escuchó los primeros tajos y oyó cómo zumbaban los golpes que quizá procedían del hacha de Sapujapu. Tal vez habían aparecido más ovejas, pero no tenía tiempo para comprobarlo: la horripilante oveja con la que se enfrentaba le exigía toda su concentración. Su velocidad era tan escalofriante y su dentadura tan terrorífica que casi no le podía apartar la mirada de encima. Por fin logró atinarle una estocada, pero solo se llevó por delante un trozo de lana. De nuevo, la oveja atacó su descubierto costado izquierdo. Sarius se mantuvo a distancia, asestó una estocada en la bestia y le atinó en una oreja, que de inmediato empezó a sangrar. Sin embargo, se dio cuenta de que no podía concentrarse. Ni los escorpiones ni los orcos ni los troles lo supusieron tanto desgaste como esa oveja que luchaba de una manera tan extraordinaria. Lo volvió a atacar. La sangre de la oreja lesionada le llegaba al hocico, donde brillaba su dentadura de acero.

Como Sarius ya no la quería ver, porque solo deseaba alejarla con la esperanza de que no lo persiguiera ni siquiera en sueños, optó por recurrir a cualquier estrategia disponible. Corrió hacia el animal y le hundió la espada en el lomo; los afilados dientes casi lo muerden en la cadera. Arrancó la espada del cuerpo de la oveja y volvió a clavársela una y otra vez. Un tenue chirrido le reveló que la bestia había logrado herirle, aunque solo un poco.

La oveja se tambaleó, aún no estaba muerta. «Porque no es una oveja —comprendió Sarius—, sino un monstruo, una bestia infernal, un demonio». Entonces levantó su espada tan alto como pudo y la enterró en la nuca de la criatura. Necesitó asestarle otros tres golpes para que la cabeza rodara sobre la hierba.

Sintió asco. Deseó que la tierra se tragara el cadáver sin dejar rastro. Pero la tierra solo absorbió la sangre. Y la hoja de oro de su espada estaba embadurnada de ella. Sangre y lana de oveja. De nuevo sintió náuseas y asestó golpe tras golpe sobre el cuerpo de la oveja, con todas sus fuerzas, como si así pudiera hacerla desaparecer.

Al darse la vuelta, Sarius lo vio. Un resplandor verde surgió entre las costillas de su aniquilado adversario. Superó su aversión y se agachó. Metió la mano en el cuerpo y sacó una piedra grande que brillaba por dentro. «Por fin».

Rápido como un relámpago, giró sobre su eje para mirar a su alrededor, no a la búsqueda de más ovejas, sino para cerciorarse de que ninguno de los otros combatientes lo había descubierto. «No, nadie». Aún estaban ocupados con sus escaramuzas. Escondió la piedra en la bolsa de sus posesiones, y la sensación de haberla encontrado le libró del asco que sentía.

Drizzel también logró vencer y despedazó sistemáticamente a la oveja que acababa de matar. «En vano», pensó Sarius lleno de satisfacción.

Blackspell y Nurax aún peleaban, luchaban juntos contra un adversario, mientras Sapujapu, con su hacha de mango largo, mantenía a raya por el pescuezo a una oveja negra como la noche.

Tras él, en el suelo, yacía inmóvil una elfa negra. Era Feniel. «Por fin han dado contigo —pensó Sarius con malicia—. Eso te pasa por ser una trepa».

Lo único que quedaba en la faja de Feniel era una línea roja y delgada como una aguja, nada más. El chirrido de dolor seguramente era mortal. Durante un instante, Sarius pensó en sus poderes curativos, que por ningún motivo dejaría que Feniel aprovechara. A Sapujapu sí lo ayudaría. Quizá. «Pero no a esta elfa de pacotilla».

Se giró y observó cómo Drizzel y Nurax remataban a su oveja. «Por fin», ya casi no podía esperar a que apareciera el mensajero. Cambiaría su cristal mágico por quién sabe cuántos grados. Justo a tiempo, cuando la última oveja exhaló su último aliento, escuchó los golpes de las pezuñas de un caballo.

—Os felicito. No fue una tarea fácil —dijo el mensajero a modo de saludo.

—Fue una pequeñez —se pavoneó Drizzel.

—En ese caso, una pequeñez te debe bastar como recompensa. Tres piezas de carne de rata para Drizzel.

Sarius no pudo dejar de sentir la alegría que solo se puede experimentar por el mal ajeno. Primero Feniel, ahora Drizzel, no podía ser mejor.

—Sapujapu, como recompensa voy a mejorar tu equipamiento —continuó el mensajero y le entregó al enano una especie de casco vikingo de metal negro con resplandecientes cuernos rojos. Al parecer, esa cosa poseía la magia de los relámpagos.

Uno tras otro obtuvieron oro, pócimas o armas. El mensajero solo se detuvo en Sarius en penúltimo lugar.

—A ti te voy a reforzar la magia de fuego. Desde ahora no solo podrás prender fuego sino también pelear con él. Aunque la más grande recompensa la obtuviste tú mismo, ¿no es cierto?

Sarius guardó silencio, algo molesto. En realidad, no quería divulgar nada sobre el cristal mágico, pero al parecer al mensajero le daba igual lo que él pensase.

—Sí —contestó el elfo después de unos segundos.

—Bien, entonces ve pensando en un deseo para tu cristal.

Por último el mensajero se dirigió a Feniel.

—¿Quieres morir o seguirme?

Titubeante, alzó la cabeza.

—Seguirte.

—Eso imaginaba. En tal caso, ven conmigo.

La levantó de un tirón, la puso sobre el caballo y partieron al galope, sin que el de los ojos amarillos se girara hacia ellos.

«¿Y mi cristal?», quiso preguntar Sarius, pero ya era muy tarde para hacerlo. Decepcionado, se puso junto a los otros frente al fuego.

—Sari se encontró un cristal mágico y no abrió la boca. Algo tímido, ¿no creéis? —dijo burlón Drizzel.

—Yo nunca me he encontrado ninguno —se quejó Sapujapu—. ¿Qué estoy haciendo mal?

—Tienes que despedazar por completo a tu adversario muerto —le explicó Sarius—. Es asqueroso, lo sé. También es mi primer cristal mágico. Una vez estuve a punto de conseguir uno, pero el desgraciado de Lelant me lo quitó delante de mis narices.

«No ocurrió justo así, pero no importa. Lelant es un desgraciado. Esa es la pura verdad».

—¿Cuál va a ser tu deseo? —preguntó curioso Blackspell.

—Todavía no lo sé. Además, no esperes que te lo diga a ti.

—¿Nos lo enseñas? —Nurax estiró su garra de hombre lobo, y aquello hizo que Sarius retrocediera un paso.

—Ni lo sueñes.

Fin de la conversación. Todos permanecieron alrededor de la hoguera y esperaron.

—Quizá lo mejor sea que me vaya a dormir —comentó Sapujapu de repente—. Estoy muerto de cansancio.

Justo entonces, mientras Sapujapu pronunciaba estas palabras, Sarius advirtió lo propio, como si este fuera un animal al que llaman y alza la cabeza. Aun así, no se iría a dormir, no antes de saber qué podía hacer con su cristal mágico.

—Te vas a perder de todo si paras ahora —dijo Nurax—. ¡Los desafíos más interesantes siempre vienen de noche!

—Eso no me sirve de nada si me quedo dormido, se me echan encima y me exterminan —replicó el enano—. En serio, estoy destrozado.

Apenas Sapujapu terminó su oración, de entre la maleza saltaron dos gnomos, inquietos como siempre.

—¡Alarma, alarma! Ortolan nos está acosando sin piedad con nuevos monstruos. ¡Están asaltando a los herreros en el sur! Necesitamos refuerzos, ¡seguidnos!

Drizzel empezó a caminar de inmediato y Nurax fue tras él. Blackspell no le quitaba la mirada a Sarius. «¿Qué espera? ¿Una oportunidad de robarme el cristal mágico?». Por si acaso, el elfo desenvainó su espada; el vampiro se apartó y corrió a alcanzar al resto.

—¿De verdad no vienes con nosotros, Sapujapu?

Sarius y el enano eran los últimos que aún permanecían frente a la hoguera.

—No, lo siento. Ya no puedo mantener los ojos abiertos y me preocupa que uno de estos monstruos me aniquile, de verdad. A lo mejor nos vemos mañana, ¿hecho?

Sapujapu dirigió sus pasos hacia el rosal cuyos retoños parecían claros y brillantes puntos en el paisaje nocturno. Sarius lo siguió con una mirada de compasión. Era una lástima, porque comparado con el resto el enano le caía realmente bien. Ahora tenía que seguir a los otros imbéciles para bien o para mal.

Echó a andar. Los demás hacían tanto ruido que los enemigos no tardarían en rastrear sus huellas. Y, si se apresuraba un poco, quizá hasta podría alcanzarlos.

Un ronco chillido lo hizo sobresaltarse. En el oscuro cielo nocturno descubrió una clara mancha dorada que describía círculos como una enorme estrella fugaz. Al siguiente grito agudo, comprendió que se trataba del halcón de oro y se encogió sin pensarlo.

—No te preocupes, no está de caza.

El elfo gritó asustado. Ante él se encontraba el mensajero, que lo saludó alzando su huesuda mano y le hizo señas para que se acercara.

—¿Cuál es tu deseo más anhelado, Sarius? Si has hallado uno de los cristales mágicos, sácale el partido más inteligente. ¿Cuál es tu deseo?

«Todo lo que pueda obtener», pensó Sarius. Y dirigió su mirada a su interlocutor, justo hacia la luz amarilla de sus ojos.

—¿Podría convertirlo en varios grados, por ejemplo? ¿O un lugar en el círculo privilegiado?

El mensajero se rió.

—Un lugar en el círculo privilegiado es una de las cosas que uno tiene que conquistar. Igual que el amor de una persona o la confianza de un amigo. Pero, más allá de estos deseos, hay otros cientos, probablemente más de los que te puedas imaginar.

El interior de Sarius meditó cada una de aquellas palabras. Disponía de un deseo, como en los cuentos de hadas. Solo que el hada era horrenda.

—¿Quizá tenga Nick Dunmore alguna petición? —propuso el mensajero—. ¿Una petición especial?

«A Nick Dunmore le gustaría transformarse en un genio en Química —pensó Sarius con amargura—. Le encantaría sacar todo dieces en sus exámenes sin tener que esforzarse mucho. Pero lo más seguro es que este tipo de deseos pertenezca al grupo de los que hay que conquistar».

Aunque, para ser sinceros, ese no era su mayor deseo. Por encima de todas las cosas estaba… Emily. Bueno, solo que eso no podía pedirlo. «Emily debía enamorarse de Nick. ¡Qué risa! Esto ya lo había descartado el mensajero. Pero… ¿podría funcionar en sentido contrario? Si uno no podía desear el comienzo de un amor, entonces ¿podía pedir el final de otro? ¿Debería arriesgarse Sarius?». Titubeó. No era correcto. De todas maneras no funcionaría. ¿Quizá debería elegir mejor algo más fácil? «No».

—Nick Dunmore desea que Emily Carver se separe de Eric Wu. Nick desea que dejen de ser una pareja.

Silencio. El mensajero colocó sus largos dedos sobre su rodilla para meditarlo durante un buen rato.

«¡Venga!, ¡vamos! Dilo ya, ¡di que no puedes cumplir eso!».

El mensajero no se inmutó. «¿Estará dándole vueltas? No, está tardando demasiado. Además, todo se oscurece, cada vez está más y más oscuro, ¿por qué? ¿He fastidiado algo? ¡Por favor, no, ahora no!». Sarius intentó moverse, pero eso tampoco le resultó fácil. Se sentía como si se moviera dentro de un bol de gelatina.

El mensajero le respondió finalmente, cuando Sarius ya no creía en la posibilidad de que se cumpliera el deseo de Nick.

—Hablas de Emily Carver. Bien. Voy a ocuparme de que Emily Carver y Eric Wu ya no sean pareja.

Las palabras del mensajero despertaron en el elfo un mar de emociones encontradas. Sobre todo era incredulidad, seguida de una alegría triunfal en cuya sombra se escondía el remordimiento de conciencia.

—¿De verdad?

—Ya lo verás, Sarius. Y ahora vete. Los demás ya te llevan mucha ventaja.