Capítulo 14

—Te estaba esperando.

Cuando Sarius regresó, el mensajero estaba sentado en una de las sillas de la habitación de la posada. El sol se hallaba cerca del horizonte y lanzaba sus rayos color miel a través de los cristales de la ventana.

—Dicen que fue un día interesante. Cuéntame, Sarius. ¿Pasó algo fuera de lo habitual?

Era evidente que el mensajero no aceptaría un «no» como respuesta.

—Aisha, una compañera, tuvo algo parecido a un ataque de nervios.

—¿Sabes por qué?

—No exactamente: encontró algo en su libro de Literatura inglesa y se asustó. No pude ver qué era.

La respuesta pareció complacer al mensajero.

—¿Qué más sucedió?

—Vi cómo Dan Smythe hacía unas fotos a hurtadillas… de algo que estaba en el aparcamiento.

—Bien, ¿qué más?

Sarius meditó. «¿Qué más debía contar?».

—Infórmame sobre Eric Wu. O sobre Jamie Cox —el mensajero le dio una rápida indicación.

«Ya lo sabe todo —comprendió Sarius—. Y me está poniendo a prueba».

—Estuvieron hablando entre sí.

—¿Sobre qué?

—Ni idea.

—Lástima.

Con un ágil movimiento, el mensajero se levantó de la silla. En la pequeña habitación parecía tener una estatura sobrehumana. Cuando llegó a la puerta miró hacia atrás, como si se le hubiera ocurrido algo.

—Me preocupo —dijo—. Erebos tiene enemigos y se están volviendo más fuertes. Tú conoces a algunos, ¿no es cierto?

Los pensamientos chocaron en la cabeza de Sarius. No estaba dispuesto a hablar de Emily ni de Jamie. «No, para nada. ¿Tal vez sobre Eric?». No, tampoco lo haría. Pero debía decir algo, rápido, pues el mensajero parecía impacientarse.

—Creo que el señor Watson no aprueba Erebos… Aunque es un hecho que no sabe gran cosa, pero le está haciendo muchas preguntas a la gente.

—Es una información muy valiosa, gracias —la sonrisa del mensajero se mostró casi cálida—. Anda, pues, date prisa. Quien me traiga una pluma del halcón de oro recibirá una buena recompensa.

—¿Qué halcón de oro? —quiso saber Sarius, sin embargo, el mensajero ya le había dado la espalda y, sin añadir una palabra más, abandonó la habitación.

Sarius empezó a hacer averiguaciones. Con el panadero se enteró de que tenía que dirigirse hacia el sur y cuidarse de las ovejas. «El primer defecto de este mundo —pensó Sarius—. ¡Ovejas!».

Una pedigüeña a la que regaló una moneda de oro le dijo que debía encontrar un arbusto color rosa. La búsqueda resultó muy laboriosa y ardua. Pero, después de poco más de una hora, Sarius ya había recabado suficiente información para tomar el camino correcto. Cuando menos lo esperaba. De pronto, algo lo interrumpió y, como siempre, era el mundo exterior el que lo molestaba.

Su móvil.

«Jamie».

Sarius lo ignoró. Tenía mucho que hacer, debía salir de la ciudad. Ojalá su espada fuera lo bastante sólida para resistir el ataque del halcón de oro.

Después de otra hora comenzó a mostrarse más perspicaz. Había estado caminando en la dirección que el vigilante de la puerta de la ciudad le había mostrado ante la muralla. «Hacia el sur». Caminó y caminó pero no encontró ni las ovejas ni el halcón. Al contrario: fue el halcón quien lo encontró a él.

Sin previo aviso se dejó caer del cielo una enorme y resplandeciente ave de oro, que brillaba como un meteorito. Sarius trató de ponerse a resguardo, pero no tuvo oportunidad. Estaba quieto en mitad del campo y el halcón lo atrapó con sus garras, lo levantó un poco en el aire y luego lo dejó caer. La mayor parte de su cinturón se volvió gris y luego negro.

Tenía que arrastrarse y alejarse, rápido, antes de que fuera demasiado tarde. El estridente chillido del ave y el tormentoso chirrido que sus heridas le provocaron incrementaron su tormento. El elfo apretó los dientes. Aún tenía algo de pócima curativa, solo debía sacarla de su talega antes de que el halcón volviera a atraparlo.

Sin embargo, su adversario no le dio tiempo: voló en círculo muy en lo alto del cielo como un dragón resplandeciente y se lanzó en picado. Sarius desenvainó su espada mientras veía cómo el halcón caía sobre él con ganas de destrozarlo en un instante. No podría soportar una herida más.

El choque fue duro y metálico, el chirrido que provocó la herida se volvió insoportable, pero aún seguía sonando; eso era bueno, significaba que aún estaba vivo. Al siguiente instante, el halcón preparó su tercera embestida, y sería la última. Una picadura de mosquito, en el estado en que se encontraba, bastaría para matar a Sarius.

«No, por favor, por favor no». Apresurado, revolvió su talega; tenía que encontrar la pócima curativa, pues el ave atacaba de nuevo, aunque quizá tuviera tiempo suficiente, claro, si se daba prisa…

La pócima hizo efecto con gran lentitud. Poco a poco le volvió el color, el chirrido fue disminuyendo, y cada vez se fue aligerando más y más. Mientras tanto, el halcón nuevamente tomó altura y se preparó en posición de ataque. Aunque ya no tenía sentido, Sarius intentó subirse al árbol más cercano al tiempo que el ave se le lanzaba encima y ocupaba gran parte de su campo visual.

El mensajero salió de la nada como era su costumbre, y habló:

—¿Debo detenerlo?

—¡Sí, rápido, por favor!

Era sorprendente. Sarius sobreviviría y sabría que contaba con el mensajero.

—Sin embargo, tienes que hacer algo para mí.

—Claro. Encantado.

Sarius habría aceptado de cualquier manera, entonces ¿por qué el de los ojos amarillos no espantaba a la bestia? El halcón se precipitaba hacia él a toda velocidad…

—¿Lo prometes?

—¡Sí¡¡Sí! ¡Sí!

Con un ligero movimiento, el mensajero alzó el brazo y el halcón dio un vertiginoso giro a la izquierda, agitó las alas varias veces, ascendió aún más alto y, poco a poco, desapareció de la vista del elfo.

—Entonces, sígueme.

El efecto de la pócima curativa comenzaba a sentirse. La señal del cinturón de Sarius casi estaba recuperada, y el chirrido ya solo era un zumbido. El mensajero lo llevó a un árbol que se hallaba a unos pasos y ambos se detuvieron bajo su sombra.

—Cuanto más asciendas de grado, más exigentes se volverán los encargos que te haga. Es obvio, ¿verdad?

—Sí.

Esta vez se trataba de una tarea que Nick Dunmore tenía que cumplir.

—Si haces bien las cosas, pasarás a ser un siete. Así podrías formar parte de la alta sociedad.

—Qué bien.

—Este es el encargo: Nick Dunmore debe invitar a Brynne Farnham a salir. Tiene que encargarse de que ella se sienta bien y pase una buena noche. Tiene que hacerle creer que ella le gusta.

«¿Brynne? Pero ¿por qué? ¿Qué tiene que ver eso con Erebos?». Sarius titubeó antes de responder. No entendía la razón del encargo y el solo hecho de imaginárselo le revolvió el estómago. «Todos van a enterarse. Sin duda Emily va a enterarse, porque Brynne se lo contará a todos…».

—¿Y bien? ¿Por qué no respondes?

—No estoy seguro de haberlo entendido. ¿Por qué Brynne? ¿Cuál es la razón?

Parecía como si una nube tapara el sol. El mundo se tornó gris.

—No estás negociando con inteligencia, Sarius. Detesto la curiosidad.

—Bueno, está bien —se apresuró a decir—, lo haré… De acuerdo.

—No regreses antes de haber cumplido con tu encargo.

De la misma manera como espantó al halcón, el mensajero levantó la mano y la oscuridad descendió sobre el horizonte.

«¡Brynne! —Nick se frotó la cara con las manos y se lamentó—. ¿Por qué no podía ser Michelle, por lo menos? ¿O Gloria? Alguna de las simpáticas, de las que no llaman la atención. No, debo lidiar con Brynne y sus poses».

Si hacía lo que el mensajero le había exigido, no se la quitaría de encima, eso le quedaba perfectamente claro. Además, Brynne se lo contaría a todo el mundo, como siempre hacía, y Emily se alejaría de él. Aunque para eso antes debería habérsele acercado en alguna ocasión.

Confuso, Nick fijó la mirada en la negra pantalla del ordenador. ¿Qué podría ganar el mensajero al encomendarle una tarea tan disparatada y molesta? ¿Quería amonestarlo? ¿O solo poner a prueba su obediencia?

Tuvo que aceptar. «¿Qué tipo de cita será? ¿Ir a sentarse a un café y hablar de tonterías? ¿Comerse unas hamburguesas en McDonald’s? ¿Pasear por la orilla del Támesis cogidos de la mano? Oh no, Dios me libre». Tampoco debía ir al cine, ahí quedaría privado de cualquier posibilidad de escape y perdería la conciencia a causa de los efluvios del perfume de Brynne.

«Está bien: café y tonterías. Por lo menos habrá una mesa entre los dos». La dejaría hablar a tontas y a locas, y asentiría, y tal vez hasta sonreiría. «Para que ella se sienta bien y pase una buena noche».

A Nick le pareció que un grado era muy poca recompensa por esta tarea. Sacó su móvil y comprobó sorprendido que tenía grabado el número de Brynne. Presionó la tecla de marcar, pero decidió colgar en el preciso instante en que se estaba iniciando la conexión. No tenía ganas de hablar con ella. Con hacerlo mañana estaría bien. ¿Por qué debía arruinarse la noche?

«¿Y si mejor llamo a Jamie?». Exacto, podría echarle en cara sus preocupaciones por Erebos.

«No».

Lo único que verdaderamente quería hacer era jugar, el resto podía dejarlo a un lado una vez más por hoy.

Nick tomó su iPod, se puso los auriculares y pensó en Emily. «Una cita con ella, ese sí que sería un encargo».

El asunto con Brynne nubló los pensamientos a Nick hasta tal punto que el trabajo de Química pasó a segundo plano. No fue sino hasta después de la cena cuando recordó que tenía que entregarlo a la mañana siguiente. Se sentó frente el ordenador, transcribió las páginas que había escrito a mano, buscó el resto de la información y consiguió algunas fotografías en Internet para añadirlas al resto. Después imprimió el trabajo completo y confió en que por alguna razón la señora Ganter considerara que su galimatías merecía un diez. Odiaba la Química.

Y no había que olvidarse de Brynne. A ella también la odiaba.

Al día siguiente, después de la clase de Química, le salió al paso con cautela, poniendo mucho cuidado en que Emily no estuviera a la vista.

—Hola —dijo. Toda la cara le dolía por sus falsas sonrisas—. Quería preguntarte algo.

Los ojos de Brynne eran dos grandes reflectores azules llenos de expectativas.

—¿Sí? —susurró.

—¿Qué te parece si hoy… después del instituto… salimos juntos? Podríamos ir, no sé, a tomar un café.

—¡Oh, sí, claro! Increíble.

Brynne pronunció esta última palabra, según la impresión de Nick, más para sus adentros que dirigiéndose a él.

—Por ejemplo, en el Café Bianco. Podríamos ir ahí en cuanto salgamos de clase —propuso Nick.

—Bueno, en realidad me gustaría ir a casa para cambiarme y esas cosas.

«Qué infierno, tardaría dos horas en pintarse las uñas y en meterse en la falda más estrecha y corta que pueda encontrar».

—¿Sabes, Brynne? —dijo y trató de sonreír de oreja a oreja—, creo que no necesitas hacerlo, para nada. Vámonos directamente desde aquí. Si paso por casa —embizcó los ojos—, puede ser que caiga en la cama muerto de cansancio. La verdad es que no estoy durmiendo mucho en los últimos días.

«¿Lo habrá tomado como una excusa? No, seguro que no».

Ella rió a medias y le guiñó un ojo con complicidad.

—¿Y tú crees que yo sí? Para mí, la palabra dormir en estos tiempos está en otro idioma.

Acordaron encontrarse después de la clase de Arte en la estación de metro. Nick tenía la esperanza de que nadie los viera juntos.

Tres minutos después, descubrió que Brynne hablaba con grandes gestos con Gloria y Sarah en la puerta de la clase de Física. También era obvio de qué se trataba… Se giraba a mirarle constantemente.

Más tarde, cuando Nick se encontraba sentado en el rincón más apartado del comedor del instituto, tragándose un sándwich de atún sin mucho apetito, Jamie se le acercó. No habían cruzado palabra y, si Nick era honesto, tendría que aceptar que era por su culpa. El trabajo de Química y la cita con Brynne le sentaron tan mal a su estómago que no tenía muchas ganas de pelear con Jamie.

Sin embargo, ¿quién podría decir a ciencia cierta que habría una pelea? Eran amigos desde hacía mucho y solo estaban en desacuerdo en un punto, eso no tenía por qué arruinar la amistad. «Exacto, eso se lo aclararé ahora».

Jamie estaba pálido y parecía muy serio.

—Qué lástima que ayer no me devolvieses la llamada —dijo.

—Tenía mucho que hacer.

—Sí, claro.

—Y entonces… ¿qué hay de nuevo? —Nick intentó desviar la conversación de un terreno peligroso—. ¿Ya has hablado con Darleen? Lo tenías pensado.

—No. Nick, quiero enseñarte algo.

«¿Enseñar?». Sonaba bien. No sonaba a que Jamie lo quisiera disuadir del juego.

—Está bien. ¿Qué es?

Del bolsillo de su pantalón, Jamie sacó un pedazo de papel doblado en dos y se lo entregó a Nick en la mano.

—Ayer lo encontré pegado en la canastilla de mi bicicleta.

Nick desdobló el pedazo de papel y, por un momento, tuvo la sensación de haber vivido esa situación. Sobre el papel habían dibujado una lápida, no muy bien hecha, pero claramente reconocible. El epitafio decía:

†.

JAMIE GORDON COX.

Murió por curioso y por meterse donde no era bienvenido.

Descanse en paz.

Junto a las letras, el autor había pintado unas manchas de sangre, unas gruesas gotas de sangre que escurrían lápida abajo.

—Qué broma tan estúpida —dijo Nick—. ¿Tienes idea de quién fue?

—No. Creo que tú te sientes más a tus anchas en ese ambiente.

No iba a caer en las indirectas de Jamie.

—La letra no me parece conocida; ni siquiera podría decir si es de una chica o de un…

—Esto es una amenaza, ¿te das cuenta? —lo interrumpió Jamie—. Una amenaza de muerte y, además, una bastante clara. No debo entrometerme y no debo andar metiendo las narices en este juego suyo, si no… —hizo un movimiento con el dorso de la mano como si se cortara la cabeza.

—¿No te lo estás tomando demasiado en serio? —preguntó Nick—. ¡Es una broma de mal gusto! ¿Quién querría matarte, por favor?

Jamie se encogió de hombros. Parecía realmente contrariado.

—¿Quién asegura que, en todo caso, tiene que ver con… bueno, ya sabes con qué? No puedes estar seguro de nada.

Qué estúpido era que Nick estuviera tan seguro de sí mismo. La dudosa obra de arte con toda probabilidad había salido de la mano de alguien que había dado un paseo nocturno por el cementerio de Erebos.

—No soy idiota —resopló Jamie—. ¿De qué otra cosa puede tratarse si no? ¿No te das cuenta?, ¿a qué se refiere con eso de que se metió «donde no era bienvenido»?, ¿a que me quejé en la cocina del instituto porque habían puesto muy poca sal en el agua de hervir la pasta?

—De acuerdo, pero ¿vas a tomártelo en serio? Es una tontería, ¡nada más! Alguien quiere espantarte y tú te estás dejando asustar. No es necesario, honestamente.

Jamie lo miró un buen rato antes de decir algo.

—¿Qué le pasó a Aisha? ¿Por qué se puso a chillar hace poco? ¿Y la alumna de primero de secundaria, Zoe? ¿Qué le ocurrió a ella?

—Ni idea. Pregúntales.

Jamie sonrió con amargura.

—Eso es justo lo que acabo de hacer. He hablado con las dos y les he preguntado qué fue aquello que las asustó tanto. ¿Y qué crees? Adivina: no dicen nada. Mudas como los peces.

—Probablemente ya han entendido que alguien les quiso gastar una broma pesada.

—No. Tienen miedo. Ayer me encontré a dos que fueron expulsados del dichoso juego. Tampoco quieren hablar de eso, al menos no ahora. Aunque creo que uno de ellos se lo está pensando. Quizá vaya a ver al señor Watson, o por lo menos eso es lo que le propuse.

«No me lo cuentes —pensó Nick—, por favor, cállate. ¿Qué podré hacer si el mensajero me pregunta por ti?».

Miró nervioso por encima de su hombro. Tal vez alguien podría estar escuchándolos. No, las mesas cercanas estaban desiertas y la gente sentada más lejos se concentraba en sus propias conversaciones.

—Ya ves, ¡tú también tienes el cuadro completo de manía persecutoria! —dijo Jamie—. ¿Por qué? ¡Explícamelo!

—¡No hables tan alto! —Nick siseó de manera involuntaria—. No tengo ninguna manía persecutoria. Lo que pasa es que tú no lo entiendes. Todo es muy complejo… muy emocionante, pero es fácil que se vaya al traste y sería una lástima. Por eso, cuando alguien quiere echarles a perder la diversión, puede ser que algunos compañeros reaccionen de forma exagerada.

—¿A esto le llamas diversión? —susurró Jamie y puso ante la nariz de Nick el dibujo—. ¿Esto una diversión? —volvió a doblar el pedazo de papel y se lo metió en el bolsillo del pantalón—. Se lo daré al señor Watson. Desde lo que pasó con Aisha está muy preocupado, ya ha hablado con algunos alumnos y quiere contactar con los padres. A lo mejor este papelucho le ayuda a descubrir de qué se trata. Quizá reconozca la letra.

—¡Ya!, ¡no exageres!

¿Por qué no entendía Jamie que todo era un juego? Precisamente resultaba fascinante porque de vez en cuando miraba la realidad, pero no le tocarían un pelo a ninguno de los jugadores por su culpa.

—Quisiera saber si podré contar contigo a la hora de la verdad —dijo Jamie—. ¿Aún somos amigos?

—Por supuesto que somos amigos. Pero esta alarma de pánico contra uno o dos idiotas que escriben cartas con supuestas amenazas es una auténtica idiotez. Puedes creerme. Si le das el papel al señor Watson, va a exagerar las cosas sin necesidad y entonces solo habrá problemas.

Jamie metió una mano en el bolsillo del pantalón.

—Si los problemas les llegan a las personas adecuadas, entonces está bien —dijo y se levantó. Antes de irse, se acuclilló junto a Nick—. ¿No preferirías abandonarlo? Déjalo. No te aporta nada bueno, de algún modo lo presiento.

Nick negó con la cabeza.

—Estás haciendo mucho más teatro del necesario por… esto. Para mí es una aventura, algo que me divierte, ¿lo entiendes?

—Pero no puedes decir abiertamente que solo se trata de un juego.

Nick le lanzó una mirada enfurecida, aunque no dijo una sola palabra. «¿Qué sabe Jamie de las reglas? ¡Ser discreto es parte importante del juego! Si hubiera aceptado Erebos y por lo menos le hubiera echado un vistazo, ¡también estaría entusiasmado!».

—Emily también estaría contenta cuidando a Eric, si lo permitiera —dijo.

Jamie respiró ruidosamente.

—Maldita sea, Nick —dijo, se dio la vuelta y se fue.