La accidentada noche, incluyendo la visita al cementerio, no pasó sin dejar huella. Durante el camino al instituto, Nick sintió una ligera presión en las sienes, como si se fuera a resfriar. Esa sensación lo acompañó todo el día, pese a que, de vez en cuando, pasaba a segundo término por otras razones. Por ejemplo, el aspecto que tenían Jamie, Emily y Eric Wu: estaban quietos frente a la puerta del instituto y cuchicheaban.
Eric se inclinó hacia Emily y casi le habló con insolencia. Ella no retrocedió y solo sonrió. Jamie estaba ahí, de pie, con los brazos cruzados, y asintiendo con la cabeza. Nick fingió que buscaba algo en su mochila mientras observaba de reojo al grupito. En ese momento, Eric debió de decir algo muy gracioso, pues los tres se rieron. Nick cayó en la cuenta de que casi nunca había visto reírse a Emily… A él le gustaría ser la causa de su risa, ese privilegio no le correspondía a Eric.
«Si por lo menos Eric no fuera tan amanerado —pensó Nick y casi se olvidó de seguir hurgando en su mochila—. ¿Este es el tipo de hombre por el que se vuelve loca Emily? ¿Larguirucho, con rasgos asiáticos, con pelo tazón y gafas de sabiondo? ¿Un bicho raro de club literario? No, es asqueroso, no, no puede ser, ella no aceptaría regalos de él. ¡Cielo santo!».
Nick renunciaría a dos… no, a uno de sus niveles con tal de escuchar lo que hablaban. Si no se hubiera peleado con Jamie, fácilmente se habría podido unir a ellos.
—¡Dunmore, no te quedes parado en mitad del paso como un idiota!
Jerome lo empujó al pasar junto a él con tanta fuerza que la mochila de Nick estuvo a punto de caérsele de las manos.
—¡Por lo menos pide perdón! —le gritó Nick.
Le hubiera encantado ir tras él para cogerle por las solapas y darle un puñetazo en la nariz, porque aquello atrajo hacia él la atención de Emily, Eric y Jamie. Este le dedicó un vistazo y se dio media vuelta. Emily alzó la mano y le mandó un saludo un tanto seco. Curiosamente, Eric fue el que se mostró más amistoso.
Nick se volvió y caminó hacia el instituto. ¿De dónde le venía esa rabia? Seguro que de la noche que había pasado casi en vela.
Para ser lunes por la mañana, el aula de Matemáticas estaba muy tranquila, pero Brynne interceptó a Nick en el umbral de la puerta.
—¿Y bien? —le susurró—. ¿Y bien?
Se llevó un dedo a los labios. Menos mal que estaba prohibido hablar sobre el juego. La expresión de Brynne cambió de radiante a una de comprensión y complicidad.
—Sabía que te iba a encantar —dijo.
Nick rió de manera forzada.
Brynne también se veía exhausta. Nick lo constató sin problemas: se había esforzado demasiado en maquillar su cansancio. Un intento que no tenía ningún sentido con Helen. Su aspecto nunca había sido agradable, cierto, pero su imagen actual destruyó todo lo que hasta ese momento había visto: llevaba el pelo muy despeinado, los ojos casi se le cerraban y su boca estaba entreabierta… un minuto y empezaría a babear. Jerome y Colin no le quitaban ojo e imitaban la expresión de su rostro, y al hacerlo se desternillaban de risa.
Helen no se había dado cuenta de nada. Tenía la mirada perdida y había comenzado a balancearse ligeramente. Dentro de Nick despertó algo parecido a la compasión. «Quizás era una de los del cementerio. A lo mejor era Aurora, la que sucumbió en el laberinto».
Se acercó a ella.
—¿Helen?
Apenas reaccionó, se limitó a enarcar apenas las cejas. Colin y Jerome se morían de la risa.
—¿Helen? ¿Todo bien?
Entonces ella miró hacia arriba. Alrededor de sus ojos había sombras marrón oscuro.
—¿Qué?
—Que si estás bien. Es que pareces… —hubiera querido decir «una loca», pero se mordió los labios—, enferma.
De la garganta de Helen salió una voz rasposa.
—¡Ocúpate de tus asuntos, Dunmore!
—Si eso es lo que quieres… sigue babeando y poniéndote en ridículo —señaló en dirección a Colin y Jerome—. Ellos por lo menos se están divirtiendo.
¿Por qué tendría que estar haciendo de buen samaritano, y precisamente con Helen? «Bien sabes por qué —le dijo una maliciosa vocecita en su interior—. Ella podría contarte algo interesante. Por ejemplo, sobre la noche anterior. O sobre su muerte. Y luego le habrías preguntado cuál era su nombre, ¿no? Y entonces habrías podido borrar de la lista a uno de los muchos desconocidos».
Se frotó la cara con las manos. «Madre mía, estoy muerto». Por lo menos logró que Helen fingiera ser un poco más normal. Se sentó erguida con la boca cerrada y los puños apretados.
—Nick, eres un aguafiestas —lo saludó Colin—. ¿Qué te traes con Helen?
—Cállate. La he notado muy demacrada y por eso me ha acercado a ella… No te comportes como si tuvieras doce años.
—Vale. ¿Y qué más? ¿Novedades?
—No.
Nick examinó a Colin de arriba abajo. Por supuesto que no parecía pálido, su piel tenía un enfermizo tono gris.
—Ayer fue un día estupendo —dijo Colin.
—Podría decirse que sí. Y una noche espléndida.
Al menos podía fingir que lo había sido, al menos podía fingir que había estado ahí en lugar de en el cementerio donde solo se cagó en los pantalones.
—Sí, la noche —caviló Colin—. Estuvo genial. Nunca pensé que fuera a ser así. ¿Y tú?
—No, tampoco yo.
«¡Oh, vamos, dame algunos detalles!».
—Y eso ha sido solo el principio —dijo Colin—. Puedes estar seguro.
—Sí. Claro. Tengo curiosidad por saber qué viene ahora. ¿Tú qué piensas?
Colin se encogió de hombros.
—¿Crees que soy adivino?
«No tiene sentido». Nick no podría sacarle a su amigo más que indirectas. Aunque, posiblemente, tendría ganas de hacer algunas suposiciones.
—Me encantaría saber detrás de qué nombre se esconde Helen —susurró con voz tan baja que nadie salvo Colin podría escucharlo.
—Bueno, eso sería interesante. No todos andan por ahí con el mismo rostro. Yo tampoco lo haría si fuera Helen. —Nick entendió la alusión y abrió la boca, pero la volvió a cerrar a toda velocidad. Colin sonrió—. No tienes de qué preocuparte. Sé que no eres tú. Él ya lleva mucho tiempo en el juego. Pero creo que solo unos cuantos se han dado cuenta de ello.
Guardó silencio al ver acercarse a Jerome.
—¿Conversaciones confidenciales? —preguntó.
—¿Estás loco? —replicó Colin—. ¿Crees que no conozco las reglas?
—Podría ser.
Jerome rió con sarcasmo. Helen lo siguió con una mirada triste.
—Tiene razón —dijo Colin—. Lo mejor es mantener el pico cerrado. Pero Jerome ya se ha ido de la lengua y no nos puede hacer nada —sonrió—. Además, a mí no me echarán.
En cuanto sonó el timbre para la primera hora de clase, Nick empezó a contar a todos. Alex estaba, faltaba Dan. Aisha estaba, faltaba Michelle. Después de un examen más atento vio que Aisha parecía pálida: traía un pañuelo mal atado a la cabeza y parpadeaba todo el tiempo.
Allí estaba Jamie, claro, y Emily. Faltaba Rashid. El silencioso Greg estaba allí y evidentemente hacía lo mismo que Nick: observaba cada una de las filas y tomaba notas mentales. Después empezó la clase de Matemáticas del señor Fornary y Nick tuvo que posponer sus investigaciones.
La máquina de café era la última salvación, pero desde lejos Nick pudo ver la larga fila que se formó ante ella. «Maldición». Necesitaba con urgencia algo que le ayudara a soportar tres horas de clase.
Jerome estaba de pie frente a la ventana y aplastaba con la mano una lata vacía de Red Bull. «Chico inteligente, Jerome». Al siguiente día Nick también se aprovisionaría de bebidas energéticas. Entre bostezos, se dejó caer en una de las bancadas del aula. Era la primera vez desde hacía tiempo que no se pasaba un descanso entre clase y clase completamente solo. Jamie hablaba con Eric Wu; por lo menos Emily no estaba con ellos en esta ocasión. Colin se esforzaba en llamar la atención con su silencio, y caminaba observando a través de los pasillos. Cuando Nick lo vio por última vez, una chica de algún grupo inferior se había convertido en objeto de su interés. Se llamaba Laura, si Nick no se equivocaba. E iba cargando con un pequeño paquete.
Miró el reloj. Todavía faltaban cinco minutos para la siguiente hora, tiempo suficiente para ir al retrete.
El baño era escenario de una acalorada discusión. Nick, que ya tenía en la mano el pomo de la puerta, dio un paso atrás.
—… no puedo hacerlo y punto. Déjame en paz.
—¡Pero no es lógico! Cópiamelo otra vez y así por lo menos podré intentarlo; tampoco se lo diré a nadie.
—He dicho que no.
—¡Oye, qué pesado eres! ¡No pasa nada y lo sabes!
—Que no. ¿Por qué tengo que romper las reglas por ti? Sabes que él lo averiguaría. Siempre lo averigua.
De golpe se abrió la puerta y un chico, cuyo nombre Nick desconocía, salió corriendo. Justo detrás apareció uno de los alumnos más jóvenes, Martin Garibaldi, con las gafas ladeadas y la cara roja como un tomate.
—¡Espera por lo menos! —lo llamó y corrió detrás de él.
Nick observó cómo los que discutían se abrían paso entre los alumnos en el patio del instituto. Era muy fácil reconocer quién era jugador y quién no: los no jugadores parecían atontados, los jugadores sonreían y se encogían de hombros. Cuando Nick se dio la vuelta, descubrió que Adrian McVay estaba a su lado, aguardando a que advirtiese su presencia.
—Hola, Adrian.
El aspecto del muchacho hizo que se conmoviera de una forma muy especial. La vida lo había tratado muy mal y eso se dejaba ver a la legua. Le hacía falta un muro protector, una fachada más tranquila. Algo en Nick hacía que cada vez que se topaba con Adrian lo recibiera con los brazos abiertos.
—¿Puedo preguntarte algo, Nick?
—Por supuesto.
—¿Qué hay en los DVD que os andáis intercambiando todo el tiempo?
Nick tomó aire y dijo lo primero que le vino a la mente.
—No andamos intercambiándonos nada.
«Eso es cierto. Copiamos y distribuimos, que es muy distinto, ¿no?».
—Bueno, está bien. Pero la gente se anda pasando DVD unos a otros. ¿Podrías decirme qué tienen?
—¿Y por qué me lo preguntas justamente a mí?
—Tampoco lo sé. —Adrian alzó las comisuras de la boca, esbozando una sonrisa—. La verdad es que no eres el primero a quien le pregunto.
—Pero ¿los demás no te han dado ninguna respuesta?
Negó con la cabeza.
—Y por lo visto tú tampoco me la darás, ¿no?
—No puedo. Lo lamento mucho. Lo siento.
Colin se acercó con un ademán de saludo y las cejas alzadas e interrogantes. «No —pensó Nick—, no me estoy yendo de la lengua». ¡Cielos!, ¿estaba Colin vigilándolo? ¿Se imaginaría que en cada conversación que tuviera con cualquier otro estaría rompiendo las reglas?
Adrian contempló pensativo sus manos.
—Todos decís que no podéis. ¿Es verdad? ¿O simplemente no queréis?
—He escuchado por ahí que alguien ya te había ofrecido el DVD. ¿Por qué no lo cogiste, si tanta curiosidad tienes?
La pregunta borró la sonrisa de la cara de Adrian.
—Porque conmigo no se puede. Eso es lo que pasa.
—¿Aunque ni siquiera sepas de qué se trata, qué contiene? Perdona, pero no me lo trago.
Transcurrieron algunos segundos hasta que Adrian respondió. Habló en voz baja.
—Lástima que no pueda explicártelo. Es de locos, lo sé. No puedo aceptar el DVD, pero realmente sería importante para mí saber qué contiene.
Sonó el timbre que anunciaba la siguiente clase. «Qué suerte». La conversación se iba volviendo cada vez más incómoda y a Nick le alegraba poder irse con una sonrisa y algunas palabras que no decían nada.
Casi se quedó dormido en Física y también en Psicología.
—¿Qué quería el pequeño McVay que le dijeras? —preguntó Colin en la pausa anterior a la clase de Literatura inglesa.
—Nada en especial —mintió Nick, otra vez con el inexplicable impulso de obligarse a proteger a Adrian. Y a sí mismo, por supuesto, dicho sea de paso—. Solo quería hablar.
Colin se quedó satisfecho, aunque con las escépticas cejas levantadas, pero no importaba. Nick no tenía que rendirle cuentas, por ningún motivo, mucho menos si se creía que tenía el papel de protector de las reglas, «el muy idiota».
Cuando se mencionó el nombre de McVay, Emily se giró rápidamente y miró a Nick de hito en hito. Casi con desprecio. ¿Por qué hacía eso, así, de repente?
Entonces comprendió. «Claro, Jamie le habrá dicho que ya pertenezco a los poseedores de los misteriosos DVD». Ella habría entendido por qué la llamó ayer y se habría dado cuenta de que sus palabras nada tenían que ver con el número de Adrian. «Mierda. ¿Por qué Jamie no puede callarse la boca?».
El señor Watson entró en el aula con un montón de libros bajo el brazo. Su mirada también era escrutadora y a Nick le pareció que contaba los lugares vacíos y asentía con la cabeza como si conociera la situación.
—¿Cómo les va? —preguntó y no se dio por satisfecho con el vago murmullo generalizado que obtuvo como respuesta—. Faltan seis alumnos, si no me equivoco. ¿Alguno de ustedes tiene una idea de por qué? En las otras clases también ha faltado mucha gente por una extraña enfermedad. Pero, según el médico del instituto, no hay ninguna epidemia gripal ni de gastroenteritis.
—Ni idea —respondió Jerome.
—Sin embargo, usted mismo estuvo enfermo la semana pasada, ¿no es cierto? ¿Qué fue lo que le pasó?
Jerome, sorprendido, se quedó callado.
—Dolor de cabeza —dijo después de pensarlo un poco.
—Ah, sí, dolor de cabeza. ¿Y ya se le ha pasado?
—Sí, señor.
—En ese caso saquen sus libros. Esperemos que hayan leído el soneto número dieciocho como acordamos: Shall I compare thee to a summer’s day…
Buscaron en sus mochilas. Nick obviamente había olvidado leer el poema y esperaba que Watson no lo llamara. No podría sacarse de la manga ninguna interpretación con la cabeza tan revuelta como la traía en ese momento.
El grito le sobresaltó como una descarga eléctrica y no solo a él, sino que todo el grupo dio un salto como si hubiera recibido un latigazo.
Aisha se llevó las manos temblorosas a la boca, tenía la tez tan blanca que parecía a punto de desmayarse.
—¿Qué ha pasado?
El señor Watson, igual de asustado que los demás, se dirigió a ella. Eso hizo que Aisha saliera de inmediato de su asombro. A toda velocidad, extrajo algo de entre las páginas de su libro y lo estrujó en sus manos.
—No es nada —dijo rápidamente—. Creí haber visto una araña. Pero todo está bien —su voz temblorosa y las lágrimas que se limpió de la comisura del ojo la traicionaron.
—¿Me podría usted enseñar lo que tiene en la mano?
El señor Watson se encaminó directamente hacia Aisha.
Muda, sacudió la cabeza. Y, entonces, comenzaron a correr ríos de lágrimas por sus mejillas.
—Aisha, por favor. Quiero ayudarte.
—No pasa nada. Solo me ha dado un susto. De verdad.
—Enséñamelo.
—No puedo.
El señor Watson extendió la mano.
—Quedará solo entre nosotros. Lo prometo.
Sin embargo, Aisha se empecinó en su negativa.
El señor Watson cambió de táctica y dejó a Aisha en paz, para dirigirse a todo el grupo.
—Aisha no quiere hablar del tema, de lo que la trastorna, pero quizá alguno de ustedes podría hacerlo. La ayudarían si, por alguna razón que desconozco, está obligada a callar —fijó la mirada en cada uno de ellos—. Somos una comunidad. Si uno de nosotros tiene algún problema, debe importarnos.
Al principio nadie respondió. La clase estaba silenciosa como pocas veces, Aisha sorbió sus mocos haciendo ruido. Greg le ofreció un pañuelo desechable que ella cogió sin girarse a verlo.
—A lo mejor está en «esos días» —dijo Rashid.
Sonaron unas risas sueltas por aquí y por allá.
Rashid sonrió.
—Podría ser.
El señor Watson le lanzó una mirada larga e inexpresiva, hasta que el chico bajó los ojos. Fue en ese momento cuando Nick entendió por qué algunas de las jovencitas se pintaban los labios antes de la clase de Literatura inglesa.
—Ya veo que fue una tontería el preguntarles —dijo el profesor—. Pero, para ser justos, quiero que sepan que haré todo lo necesario para descubrir por qué razón Aisha está tan alterada. De verdad espero que ninguno de ustedes tenga algo que ver con esto.
Se sentó ante su escritorio y abrió el libro.
—Señor Saleh, por favor, lea el soneto número dieciocho y denos su interpretación de lo que haya leído. Una vez que haya terminado de plantearnos su explicación, solo espero que alguien más quiera hablar sobre el soneto.
Al final de la clase, Jamie salió al paso de Nick en la puerta del pasillo.
—¿Tienes alguna idea de lo que ha pasado con Aisha?
—No, ¿por qué? Tengo tan poca idea como tú sobre lo que la asustó.
—No estoy hablándote de eso. Me refiero a todo lo que tiene que ver con este asunto. Se trata de lo del DVD, ¿no crees? Con el juego ese.
—Ni idea —masculló Nick e intentó pasar de largo a Jamie para alejarse. Pero este lo detuvo por la manga.
—Es que hay algo realmente muy extraño en toda esta situación —dijo—. Vamos, Nick. ¿No podemos hablarlo? Aisha no es la única a quien he visto llorar hoy. A una chica de primero de secundaria le pasó algo muy parecido. Encontró no sé qué en su mochila y eso la dejó completamente deshecha, y por ningún motivo quiso hablar del tema o enseñárselo a alguien.
—Sí, ¿y qué? —preguntó Nick.
Se sacudió la mano de Jamie de la manga, pero de todas maneras permaneció ahí parado. Colin y Rashid no estaban cerca, y el barullo de la clase era tan escandaloso, que nadie hubiera podido escucharlos.
—Sinceramente, ¿crees que Aisha dice la verdad? —el rostro de Jamie mostraba más regodeo que preocupación—. Una araña, sí, cómo no. Tú también la viste, igual que yo: escondió un papel en su mano.
—Quizá era un dibujo de una araña —bromeó Nick, pero al instante se sintió estúpido y negó su chiste con la mano—. Está bien, también vi el papel. Pero no tengo ni idea de qué pueda tratar. A lo mejor su novio la ha dejado por carta.
Jamie sonrió indulgente.
—Ya, hablando en serio, deja de comportarte como un idiota. Desde hace unos diez días están pasando cosas muy raras. Desde que el juego anda rondando por todos lados. Tienes que haberte enterado.
—Oye, en serio, lo tuyo es manía persecutoria.
Jamie lo miró pensativo.
—Qué lástima —dijo—. Ayer debería haber aceptado tu ofrecimiento y quedarme con ese DVD. Y así ahora tendría algo en las manos para poder ir a ver al señor Watson.
—Bueno, pues mala suerte. Pero ¿sabes qué? Te estás imaginando cosas que no son —dijo Nick. «El juego es realmente mucho más astuto que tú, Jamie Cox, y te hubiera engañado sin ningún problema».
La cafetería del instituto estaba repleta, a pesar de los muchos casos de enfermedad. Gracias a su estatura y porque hoy no estaba de humor para ser cortés, en un lapso menor de cinco minutos Nick consiguió un plato de ensalada y una bandeja de pasta indefinible. «¿Y ahora?». En una situación normal, se habría sentado con Jamie o con Colin, pero en este momento eso estaba fuera de toda consideración.
Miró en derredor y se tambaleó un poco al descubrir a Emily en una de las pequeñas mesas. Ella lo saludaba agitando la mano, y casi deja caer la bandeja para devolverle el saludo, pero hubiera sido un desperdicio: no le saludaba a él sino a Eric, quien de inmediato puso rumbo hacia su mesa. En cuestión de segundos, se hallaban inmersos en una conversación como si apenas la hubieran interrumpido.
Nick perdió el apetito. Soltó de mala gana su bandeja en el primer sitio libre que encontró y fijó la mirada en la comida. «Alimento escolar de porquería». Tendría que arrojárselo a Eric a la cabeza.
—¿Está libre este sitio?
El universo tenía algo contra Nick Dunmore, eso seguro. Con una sonrisa afectada, Brynne colocó su plato de ensalada sobre la mesa y junto a este puso un vaso de agua.
—¡Oh, espagueti! —dijo, como si nunca hubiera visto alguno—. Buen provecho.
Al parecer la comida no estaba tan mal. Nick pudo metérsela en la boca y de esta manera ahorrarse las respuestas a sus preguntas tontas.
—¡Qué numerito montó Aisha! ¿Pudiste ver lo que tenía en la mano?
Nick negó con la cabeza y envolvió más espaguetis en su tenedor. La salsa blanca en la que nadaban distaba mucho de saber a champiñones.
—No tiene la menor importancia. Aunque yo, por lo menos, no me habría comportado de esa manera.
La chica esperaba una señal de aprobación, pero Nick estaba completamente concentrado en su ensalada bañada en vinagre.
¿Por qué no podía ser como Colin? Él se habría limitado a decir: «¿Sabes qué, colega?, ¿por qué no te esfumas?», y se habría quedado tan tranquilo. Sin embargo, Nick habría llevado fatal la expresión de dolor que vería en el rostro de Brynne y su remordimiento de conciencia.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
La mano de Brynne hizo movimientos de lado a lado ante los ojos de Nick.
—Sí. Lo siento. ¿Qué has dicho?
«Soy un cobarde de mierda».
—Te he hecho una pregunta —dijo, poniendo énfasis en la última palabra.
—Ah, discúlpame, estoy hecho polvo. ¿Qué quieres saber?
—Que si no hay algo que me tengas que decir.
«¿Cómo, perdón?». ¿Que si él tenía algo que decirle a ella?
—¿Quieres decir que tengo que darte las gracias? ¿Por eso? De acuerdo, gracias. ¿Satisfecha?
La sonrisa de Brynne se desvaneció lentamente. Se echó el pelo hacia atrás y apretó los labios. ¿Y ahora qué pasaba? ¡Había sido amable con ella!
—Me he estado preguntando qué pasa entre Jamie y tú —empezó a decir Brynne tras unos segundos de silencio.
—¿Qué va a estar pasando? Nada. Nada de nada.
Ella le lanzó una mirada de complicidad.
—Sí, cómo no. Os habéis enfadado por… ya sabes, por eso. ¿No es cierto?
Nick no respondió, y Brynne lo tomó por un sí.
—Que no te importe tanto. Tienes un montón de amigos que no necesitas. En realidad, él no es una de las personas más populares por aquí, que digamos. ¿Has visto los zapatos que lleva puestos?
Se rió medio en serio. Lo estaba enredando, también con toda seriedad, en una conversación sobre el feo estilo de vestir de su mejor amigo. Nick lanzó el tenedor sobre la pasta aguada y echó su silla para atrás.
—Creo que ya tengo suficiente. Si por casualidad quieres seguir hablando mal de Jamie, búscate a otro.
—Oye, no es para tanto…
No escuchó más, ya estaba en camino hacia la salida pero aún tenía que pasar por donde estaba Emily, que ni siquiera se había percatado de su presencia. Con la barbilla apoyada en sus manos y la cabeza ligeramente inclinada, escuchaba a Eric, que hablaba como si le hubieran dado cuerda.
«A casa —pensó Nick—. A golpear contrincantes hasta que se queme el disco duro».
Solo que, después del mediodía, aún le quedaban dos horas de clase. Si pudiera escabullirse. Dio vueltas en la cabeza a las posibles ventajas que estarían obteniendo los que habían faltado al instituto. Sin embargo, si aguantaba hasta el final quizá podría darse el lujo de fingir una enfermedad mañana. «No, maldita sea». Mañana debía entregar el trabajo de Química. «¡Mañana!».
Bueno, por lo menos hoy ya estaba claro cómo pasaría su pausa del mediodía. Cogió la mochila y buscó un lugar tranquilo en la biblioteca, junto al ventanal.
Sacó dos libros de la estantería y empezó a copiar, aunque cambiando las palabras de las oraciones tanto como podía. «¡Ya ves! No era para tanto». Ya había logrado escribir medio folio. Había una gráfica que podría incorporar y que le daría un aspecto más profesional a su trabajo.
Copió, continuó escribiendo y logró redactar dos páginas. Seguro que no eran muy buenas pero ya estaban disponibles. Satisfecho, Nick miró a través de la ventana hacia el patio del instituto mojado por la lluvia, como si pudiera encontrar ahí la inspiración para escribir dos páginas más. Pero lo único que vio fue a Dan, quien por cierto había faltado a clase. Y ahora estaba ahí quieto como si nada, solito. «¿Por qué no está la abuelita tejedora ante su ordenador?».
Nick observó cómo Dan se agazapaba tras el seto que separaba el patio del instituto del aparcamiento. Tenía algo en la mano. ¿Unos prismáticos? No, era una cámara de fotos. Apretó los ojos para poder ver mejor. Dan hizo una foto a algo que se encontraba en el aparcamiento. Por desgracia, Nick no pudo reconocer qué era: el ala derecha del edificio del instituto lo tapaba.
Un instante después, la abuelita tejedora bajó la cámara y miró a su alrededor. Deambuló en medio del patio y escrutó las ventanas de la clase que estaba a ras del suelo. Se quedó parado ante una de ellas y de nuevo tomó varias fotos antes de entrar al instituto y desaparecer del campo visual de Nick.
A él le habría encantado saltar rápidamente de la silla y deslizarse por la barandilla de la escalera para interceptar a Dan y preguntarle sobre lo que estaba haciendo. Solo que este no soltaría la lengua.
«Pero no sería ningún problema quitarle la cámara y echar un vistazo a las últimas fotografías que había hecho». No, no lo haría. No.
En lugar de eso, Nick giró la hoja en la que quería continuar trabajando.
En la página de la izquierda escribió DAN, y enseguida dibujó un signo de igual. Un cuarto de hora más tarde ya había anotado un montón de ecuaciones. A decir verdad, no tenían ninguna base matemática, pero sin duda eran mucho más interesantes.
DAN = ¿Sapujapu? No, es demasiado simpático. ¿Drizzel? Es posible. Tal vez hasta Blackspell.
ALEX = Ni idea. ¿Quizá un lagarto? ¿Gagnar? O un elfo negro: ¿Vulcanos? Podría ser cualquiera. Todo es posible.
COLIN = Lelant. Aunque para serlo hoy estaba muy contento. Se siente invulnerable. Pero quién sabe lo que pasó por la noche. ¿Puede ser entonces BloodWork? ¿O Nurax?
HELEN = ¿Aurora? Entonces está muerta. ¿Tyrania? Sería posible. ¿Arwen’s Child? Me parto de la risa.
JEROME = ¿LordNick? Pero ¿por qué?
BRYNNE = Feniel, probablemente, porque es una estúpida antipática. O Arwen’s Child. O Tyrania.
AISHA = Probablemente muerta y por eso está deshecha. ¿Aurora?
RASHID = ¿Drizzel? ¿BloodWork? ¿Blackspell? ¿Xohoo?
Nervioso, Nick arrojó su bolígrafo sobre la mesa. Cada una de estas suposiciones debía hacerse entre signos de interrogación. No podía clasificar inequívocamente a ninguno de los personajes del juego. También era muy posible que no se hubiera encontrado a Colin ni una sola vez en Erebos, ni a mucha gente que yacía en el cementerio, ni a los miembros del círculo privilegiado. ¿Quiénes eran, por ejemplo, Beroxar y Wyrdana?
No, no tenía ningún sentido. Debía dejar de romperse la cabeza. Era mejor trabajar un poco y después, con la conciencia tranquila, sumergirse otra vez en Erebos.
Nick cogió otra hoja de papel y continuó escribiendo sin entender completamente de lo que se trataba. Ya tenía tres hojas y media terminadas cuando sonó el timbre para entrar a clase. No estaba tan mal, el resto lo sacaría por la noche y luego lo pasaría en dos minutos al ordenador. «Seguro que funciona. De alguna manera».
Cada día que pasa mi realidad vale menos. Es intensa y sin orden, es imprevisible y ardua.
¿Qué puede hacer la realidad? Dar hambre, sed, insatisfacción. Provocar dolor, transmitir enfermedades, obedecer leyes ridículas. Pero, ante todo, es finita. Siempre lleva a la muerte.
Lo que cuenta y da fuerza son otras cosas: las ideas, las pasiones e, incluso, la locura. Todo lo que se eleva por encima de la razón.
Yo le retiro mi beneplácito a la realidad. Yo le niego mi colaboración. Yo me entrego a las tentaciones de los que aspiran a algo que está más allá de este mundo y me lanzo con todo el corazón a la infinitud de lo irreal.