Capítulo 12

Afuera estaba oscuro, el telediario de la noche resonaba desde el salón. Nick se masajeó las sienes doloridas. Sarius había cambiado todos sus tesoros por oro, incluyendo el puñal de Lelant que, para su sorpresa, le hizo ganar muchas monedas. Después de esto se fue caminando a El Último Corte, donde Átropos, sin andarse con rodeos, lo echó sin miramientos. No supo por qué y Átropos no estaba dispuesta a explicarle sus razones.

Poco a poco, la oscuridad cayó sobre la Ciudad Blanca, en todos lados se encendieron antorchas y braseros. La noche era un tiempo promisorio en el mundo de Erebos. La noche era el tiempo del mensajero. Pero él no se dejaba ver por ningún lado.

A Nick le ardían los ojos como si hubiera nadado muchas horas en agua con cloro. Probablemente estaban tan rojos como los rubíes del puñal de Lelant.

Hacer una pausa le pareció una buena idea.

Comer le pareció una buena idea.

Se levantaría, saldría de su cuarto e iría a dar una vuelta a la cocina. «Seguro que mamá ya ha cocinado algo». Sin embargo, antes de salir de su habitación miró fijamente la pantalla, las calles de la ciudad, su yo virtual. No podía irse. Tenía el presentimiento de que algo podía ocurrir en cualquier instante: un ataque de orcos, un encargo del mensajero, un reto, un acertijo. Algo que se perdería si se desconectaba.

«¿Qué tal una horita? Una hora para comer, para hablar un poco con mamá y papá y… para ir al baño —solo entonces se percató de las ganas tremendas que tenía de ir y de cómo se retorcía en su silla para soportar la presión en la vejiga—. Hale, andando». Pero tenía que apagar el programa. Nick hizo clic con la flecha del cursor en la pantalla. «¿Dónde puedo salvar y cerrar el juego?». En ese momento cayó en la cuenta de que nunca lo había hecho. El juego lo había sacado o lo había obligado a hacer una pausa, pero él nunca lo había abandonado. «Probablemente no está previsto».

Nick sopesó sus posibilidades. Podía limitarse a apagar el ordenador, pero eso era muy arriesgado. Si al mensajero no le gustaba, quizá le quitaba los grados que se había ganado con tanto esfuerzo. O lo mismo podría ocurrirle algo peor.

Otra posibilidad era dejar encendido el ordenador y apagar solo el monitor. Entonces Sarius se quedaría quieto en la calle, como si estuviera inerte, y cualquiera de los unos que pasaran por ahí le podría quitar sus pertenencias. Tampoco era una buena idea.

Nick se sintió como si su vejiga fuera a explotar. Necesitaba ir al baño, no había más remedio. Solo tenía que poner rápido a resguardo a Sarius. Pero ¿dónde?

La idea le vino como caída del cielo, ¡había alquilado una habitación! Hizo caminar a Sarius por las oscuras calles de la Ciudad Blanca, como si el maestro de ceremonias de los grandes ojos saltones lo siguiera. «¿Era por aquí?». Recordaba una escalera angosta a un costado de una panadería; allí tenía que continuar hacia arriba y luego doblar a la derecha. Pero… «¿dónde está esa maldita escalera?».

Hizo que Sarius caminara, caminara y caminara. La barra azul de resistencia se acortaba a ojos vistas, ¡y eso que era un seis! Si no lograba orientarse, tendría que darse por vencido y, sencillamente, largarse a mear. «Pero no aquí, no en esta oscura esquina, donde rondan figuras sospechosas».

Panadería. Escalera. «Por fin». Apresuró a Sarius sobre el umbral de la posada, sobre la angosta y empinada escalera que rechinó hasta llegar a su habitación. Puerta cerrada. Monitor apagado. «Y ahora rápido, oh, por favor, rápido…».

Nick se levantó de un salto, salió corriendo de su cuarto como si lo persiguiera un perro salvaje y entró en el baño. Apenas logró llegar a tiempo.

—¿Nick? —lo llamó su padre desde el salón—. Si vuelves a dar portazos, vas a ver cómo te va a ir.

Había lasaña de verduras con tofu en lugar de carne, sin embargo, esta vez Nick no se quejó. La comida apenas le supo a nada. Sus padres hablaban sobre la película que acababan de ver y se quedaron conformes con sus esporádicos «ajá» o «ah, sí». Sin embargo, estaban asombrados por la cantidad de comida que Nick tragaba casi sin masticar. Él también se sorprendió, hasta que se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno.

Tenía que darse prisa. Había dejado a Sarius en la posada, solo, desprotegido y con el juego en marcha. «¿Qué pasa si hay un incendio? ¿O un asalto? ¿Qué pasa si Lelant descubre su paradero? Tenía que haber cortado la conexión a Internet —pensó Nick—. Aunque no tengo ni la más remota idea de lo que podría pasarme. ¿Les sentará mal a los gnomos y se lo dirán al mensajero?».

Ya casi de pie tomó el último bocado con su tenedor.

—¡Gracias, estaba buenísimo! —sonrió a su madre y ella le devolvió la sonrisa.

Todo estaba en orden, solo su padre hizo una mueca.

—No me digas que te vuelves a ir a estudiar. No me lo puedo creer.

—No, por hoy ya basta —dijo Nick y bostezó ostensiblemente—. Voy a leer un rato y luego me voy a la cama, estoy muerto.

—La última vez que te fuiste a dormir a esta hora tenías ocho años.

—¡Ya he dicho que antes quiero leer un rato! —replicó Nick con más intensidad de la que quería—. Perdóname, por favor. Química me pone de malas.

Su padre masculló algo incomprensible. Nick no preguntó más. Tenía que ocuparse de Sarius.

La luna que brillaba a través de la ventana de la posada estaba justo en la misma fase menguante que la de Londres. Pero Londres se encontraba muy lejos.

Sarius estaba acostado en la cama, con los brazos cruzados tras la cabeza y la mirada fija en el techo. En algún momento, alguien le había llevado una carta: el lacre amarillo que la cerraba tenía forma de ojo. Antes de abrirla comprobó que aún tenía las pertenencias que había ganado. Se quedó tranquilo: todo estaba ahí… el oro, la pócima curativa. Desgarró el sobre de la carta, y notó que era breve y no muy alentadora:

Los demás ya se han ido. Fuiste requerido, pero te negaste a colaborar. Estamos decepcionados, Sarius. Tu negligencia no quedará sin consecuencias, ¿está claro?.

Al pie de la carta, otra mancha amarilla con forma de ojo, pero tampoco es que hiciera falta… Sarius había metido la pata.

En cuanto dejó la carta, se apagó el candelabro que estaba sobre su mesa y, al siguiente instante, se ocultó la luna. El mundo de Erebos se volvió tenebroso y silencioso. El elfo estaba encerrado y, por algunos segundos, fue presa del pánico. «Esta vez es la definitiva», pensó. Sin embargo, eso no tenía sentido, hoy había combatido de maravilla. Y el mensajero le había dicho que buscaba a los mejores de los mejores. Sarius podía pertenecer a este grupo. Lo sabía. Lo sentía.

A Nick le sentó como un tiro la lasaña. «Si hubieras comido menos, si hubieras comido más rápido, entonces no te habrías perdido el reto. Esto es para volverse loco». Miraba fijamente la pantalla del monitor. Era muy injusto. Pero, como siempre, la negrura era implacable y resistente a cualquier reinicio, a cualquier súplica, a cualquier maldición.

¿Dónde demonios estaban los demás? ¿Estaría Lelant entre ellos? ¿Lo habrían superado en esta noche? «Maldita sea, maldita sea, maldita sea». Y solo porque Nick no había sabido cómo suspender correctamente el juego.

Sin muchas ganas, revisó sus mails y no halló nada que lo pusiera de mejor humor. Más por costumbre que por necesidad, Nick entró en la página de Emily con deviantART y encontró un nuevo poema.

NOCHE.

Permanezco despierta.

En mi cama.

Detrás de una empalizada.

De almohadas y mantas.

Con los ojos bien abiertos.

Acecho criaturas susurrantes,.

Que huyen de la luz del día,.

Oscuras mellizas de mis pensamientos.

Con los brazos estirados.

Busco a tientas algo de confianza.

Y no me encuentro ni a mí misma.

Solo traquetea en mi cabeza un molino de plegarias.

Regulares, incomprensibles, desquiciadas,.

Y rezo por un armisticio.

Entre la noche y el día,.

Por unos granos de arena en los ojos.

Y por la primera luz de la mañana,.

Que es tan pálida como tu rostro.

Algo había en el poema que, por un instante, distrajo a Nick de su frustración. Se quedó pensando en que, quizá, en algún momento debería hablar con Emily. Preguntarle, por ejemplo, si le estaba yendo bien o si tenía problemas. Lo pensó durante unos segundos y desechó la idea. No se conocían lo bastante bien y quedaría en ridículo.

«Hola, Emily. Solo quería preguntarte si todo va bien. O si… eh… si tienes problemas».

«No. ¿Por qué?».

«Solo lo pensé, así nada más, porque leí ese poema tuyo…».

«Ah. ¿Dónde?».

«En deviantART»..

«Vaya, ¿y tú por qué conoces mi contraseña?».

«Bueno, alguna vez te oí decírsela a Michelle. Lo siento. De verdad».

«Y yo lo siento más. Aléjate de mí, Nick. En Internet y en la vida real».

Así sucedería y no de otra forma. Probablemente el poema solo era arte y no tenía nada que ver con la vida privada de Emily.

Nick le dio un golpecito al ratón de su ordenador y el cursor recorrió toda la pantalla. Se ajustó la cola de caballo. Por lo menos podría intentar que Erebos reiniciara. Ya habían pasado unos diez minutos, lo más probable es que fuese suficiente para el mensajero, quizá solo quería saber si Nick era perseverante.

No funcionó ni a la primera, ni a la segunda, ni a la quinta vez. «Maldita sea, no es justo». La noche se echó a perder. El único rayo de esperanza fue el rostro atónito del padre de Nick, quien, al echar un rápido vistazo en la habitación, descubrió que su hijo de verdad estaba leyendo.

El despertador de la radio mostró con brillantes números rojos que ya eran las 21.34. Hacía diez minutos que Nick había tomado la decisión de irse a dormir. Quería recuperar sueño, mañana podría jugar durante toda la noche y rescatar todo lo perdido. También había una segunda posibilidad: fingirse enfermo y no ir al instituto. «Eso es lo que hizo Colin, bueno, casi seguro. Y lo mismo hicieron Helen, Jerome, Alex y, ¡vaya!, quizá todos los demás».

Pero Nick sabía que no faltaría a clase, al menos no mañana. Era su primer día de instituto después del viernes en que Brynne le entregó el DVD. Mañana vería con otros ojos al resto de sus compañeros. A sus contrincantes de carne y hueso. Quería hablar con Colin para intentar descubrir quién se escondía detrás de cada personaje. Tenía que saber quién era LordNick.

«Quién sabe lo que estarán haciendo ahora. Tal vez están teniendo el mejor reto. Sin mí. Mierda».

Nick se acostó sobre su costado derecho, luego sobre el izquierdo, pero no lograba conciliar el sueño. En cuanto cerraba los ojos, le volvían a pasar por la mente todas las peleas: el personaje de los grandes ojos saltones balanceaba su bastón y se acercaba amenazante, Xohoo saliendo a rastras de la palestra, su cuerpo tirado y esa huella ensangrentada sobre la arena…

Suspirando profundamente, Nick cruzó los brazos detrás de la cabeza. El reloj marcaba las 22.13. Ya se acercaba la hora en que acostumbraba acostarse, sin embargo, estaba tan despierto como pocas veces. «¿Qué tal habrá llevado Xohoo la derrota? ¿Le reconoceré mañana?». Claro, eso solo sería posible si él estaba en el mismo instituto que Nick. «Por supuesto que no, qué pensamiento más estúpido». Era un hecho que no todos los combatientes de Erebos podían ser sus compañeros. Volvió a cerrar los ojos.

«¿Cuántos había hoy en la arena? Unos cuarenta o cincuenta elfos negros, treinta vampiros, veinte enanos. ¿Bárbaros? También como veinte o así. Hombres lobo, algo menos, ¿quince? Sí, más o menos. La cantidad de seres gato y lagarto era más o menos la misma. Además, también había tres humanos. Bien, pues eso da aproximadamente… ciento sesenta o ciento setenta luchadores. Vale… ese es el resultado total». Un gran número pero, claro, en comparación con el número de jugadores de otros videojuegos virtuales, era una bicoca. Sin embargo, no todos los jugadores de Erebos estaban en la arena, aunque seguro que ahí se encontraba la mayor parte. Y este ominoso círculo privilegiado. Los campeones. ¿Había logrado Drizzel derribar con malas artes a alguno de ellos de su estrado de oro? Nick esbozó una sonrisa. «No creo. Probablemente Drizzel solo recibió una fuerte bofetada. Y bien merecida».

22.21. «¿Y si lo vuelvo a intentar?». Podría ser que la expulsión ya hubiera sido revocada. De todas maneras, Nick no podía dormirse. Tenía que intentarlo por lo menos una vez más.

Encendió la lámpara del escritorio, se dirigió hacia el ordenador y lo encendió con cierta opresión en el pecho. «No estés nervioso, idiota».

Hizo doble clic sobre la E roja. «Nada». Otra vez. De nuevo nada. Sin pensarlo mucho, Nick entró en Google. Si se informaba más sobre el juego, seguro que encontraría alguna manera para echar a andar el programa. Pero el mensajero se enteró del primer intento de Nick. «No sé cómo lo hizo». Posiblemente, un segundo intento lo fastidiaría.

De pronto se le ocurrió abrir la página de Amazon. Si el juego era una copia pirata, debía existir un original. Escribió «Erebos» en el espacio de búsqueda, presionó enter y esperó recibir otra llamada de atención que alumbraría al rojo vivo su oscuro cuarto: «Esa no fue buena idea, Sarius. Fue una idea tonta, para ser exactos. Una idea mortal».

Sin embargo, Amazon desplegó una lista de CD de ópera: Orfeo y Eurídice en diferentes versiones. «¿Por qué? Ah, ya, es un aria con el título Chi mai dell’Erebo, que quién sabe qué quiere decir». Lamentablemente, averiguar esto no le hizo avanzar un solo paso. No existía un juego llamado Erebos. Ni siquiera un anuncio de un próximo lanzamiento. «¿Cómo es posible que exista una copia? ¿Y quién, por todos los demonios, tenía el original?».

Nick contempló las distintas carátulas de los CD de ópera. La mayoría eran fragmentos de pinturas y algo le recordaban a Nick. Tardó unos minutos en acordarse. Le recordaban el gran ojo saltón.

22.57. Otra vez de regreso en la cama. A decir verdad, Nick ya había tenido suficiente. Si ya no podía jugar, por lo menos quería dormir. Estaba desalentado.

«Un juego que no se puede comprar. Un juego que habla contigo. Un juego que te observa, que te recompensa, que te amenaza, que te encarga tareas».

«A veces creo que está vivo», le había dicho Colin. Colin no era ningún candidato al Nobel… pero tampoco era ingenuo, para nada. «No, claro que este juego no está vivo». Y aun así era extraordinario. Demasiado.

Sarius yacía en el suelo, LordNick estaba de pie frente a él y su rostro tan espantosamente familiar le sonreía.

—Yo llegué primero —dijo—, tú no eres más que un imbécil.

Luego le mostraba una bolsa llena de cabezas: la de Jamie, la de Emily, la de Dan y la de su hermano.

—Elige una, ¿o quieres seguir deambulando con tu hocico de elfo para siempre?

Sarius odiaba a LordNick, quería levantarse de un salto y sacar la espada pero no podía moverse. Además, el lugar estaba tan oscuro como una cripta.

—Podemos luchar, ¿qué te parece? —dijo con mucho esfuerzo—. Luchemos por dos grados, pero tienes que dejar que me levante.

—¿Por grados? De ninguna manera, Sarius. Luchemos por años… diez años de vida, ¿qué te parece?

Sarius cayó en la cuenta de que, por vez primera, realmente escuchaba la voz de uno de sus contrincantes. «¿Por qué? ¿Y por qué años de vida? No podía estar hablando en serio, eso no era posible». El pensamiento le dio miedo.

—Paso, es una mala apuesta.

También escuchó su voz… era llorica y aguda.

—Está bien —dijo LordNick, y arrojó a un lado la bolsa con las cabezas—, estás eliminado.

Tomó su espada con ambas manos, la levantó y se la hundió en el pecho. El elfo quedó clavado en el suelo como si fuera una mariposa.

Sarius gritó y berreó. No quería morir…

Nick se despertó por sus gemidos. El corazón le latía a toda prisa, como si hubiera estado corriendo. La oscuridad del sueño aún lo envolvía, quizá no había despertado.

Por suerte, ahí estaba el despertador de la radio. 3.24 AM. Nick se dejó caer sobre la almohada y respiró profundamente. Su grito siguió retumbándole en los oídos y confió en que solo hubiera gritado en el sueño, o habría despertado a todos en casa.

Sin embargo, el silencio era el dueño del apartamento. Ni su madre ni su padre irrumpieron en el cuarto para averiguar por qué gritaba de esa manera. Había tenido mucha suerte.

Cerró los ojos y los abrió de nuevo. Pensar en volver a dormirse era algo que lo ponía nervioso. Podía imaginar a LordNick listo para otro ataque en el mundo de los sueños con su espada y una bolsa llena de cabezas.

«Ir a mear es una mejor idea». Caminó lentamente hacia el baño, poniendo mucho cuidado en no despertar a sus padres. Intentó recordar la voz de LordNick, pero solo era una voz cualquiera; no podía relacionarla con nadie. «¿Por qué no podemos charlar en vivo durante el juego, conversar unos con otros, como en otros videojuegos virtuales?». La respuesta fue evidente a esa hora de la noche: los jugadores no debían reconocerse entre sí. No debían saber con quién tenían que ver en realidad. Pero ¿todos guardarían el secreto?

Nick tiró de la cadena con muchísimo cuidado y regresó a hurtadillas a su habitación. No tenía ganas de dormir. «Nada de nada». Podía volver a intentar que Erebos arrancara. Si llegaba a funcionar, en unas horas podría irse al instituto con una buena sensación.

En el completo silencio de la noche, los sonidos de inicio del ordenador le parecieron tremendamente fuertes. Tan solo el zumbido del disco duro y el rumor del ventilador ya podían despertar a sus padres.

Sin grandes esperanzas —aunque con un gran anhelo— hizo clic sobre la E roja. Con increíble sorpresa, descubrió que el mundo de Erebos volvía a abrirse ante él.

Sarius ya no se encontraba en la habitación de la posada, sino en mitad del bosque. La situación era muy similar a la del principio, cuando era un sin nombre. El bosque estaba oscuro, y Sarius, solo. Una tenue melodía zumbaba en el aire, como si anunciara una próxima desgracia.

Entre los árboles serpenteaba un angosto sendero que apenas podía verse por la oscuridad. El elfo no tuvo que andar mucho rato a tientas entre las sombras, pues el camino lo condujo a una zona iluminada.

Desde el primer momento reconoció lo que era: un cementerio rodeado por una alta cerca de hierro. Las lápidas brillaban con intensidad a la luz de la luna. Algunas estaban ladeadas; otras, cubiertas de hiedra. Se diría que lo estaban esperando.

A pesar de que preferiría dar media vuelta, Sarius avanzó hacia la luz. Un mochuelo o quizá un búho cantaba, y la música cambió: se escuchó una voz femenina que entonaba sin palabras un melancólico lamento.

«El mensajero siempre recompensa la valentía —pensó Sarius, y avanzó otros dos pasos—. Puede ser que los demás anden por aquí cerca. O que tenga un encargo para mí solo. Tal vez en este cementerio haya algún secreto oculto».

Se acercó a la primera lápida y leyó el epitafio:

†.

Aurora, mujer gato.

Murió por falta de atención.

«¿Aurora?». No tardó nada en recuperar la imagen: la mujer gato que fue herida en el laberinto. Detrás de ella apareció el escorpión con el aguijón alzado, pero ella no lo vio, no lo escuchó. Sarius lo obligó a huir cuando ya la había pinchado. «No sabía que iba a morir. Pensé que el mensajero habría… Falta de atención ¿significa mala vigilancia? ¿Falta de atención? Eso no está escrito en la lápida». Se sacudió el remordimiento de conciencia y siguió adelante.

†.

Rabelar, elfo negro.

Murió por hablar de más.

Sarius no había conocido a ningún Rabelar, pero «hablar de más» parecía ser una frecuente causa de muerte. La vampiro Charmalia y el bárbaro Vhahox también fueron víctimas de este delito.

Los lamentos se volvieron cada vez más opresivos. En la mente de Sarius irrumpió la imagen de una mujer arrodillada y con las manos en la cara, balanceándose hacia delante y hacia atrás. Escondía el rostro tras un velo negro y cantaba…

Se sacudió la imagen y siguió adelante, en busca de una lápida específica. Se detuvo frente a la siguiente.

†.

Kaskaar, vampiro.

Murió por traidor.

La lápida era una de las que estaban ladeadas. Alguien había pintado un muñeco abominable y sarcástico sobre ella.

La hierba crujió bajo los pasos de Sarius, pero él siguió adelante.

†.

Ogalfur, enano.

Murió por ser perezoso.

†.

Berenalis, elfa negra.

Murió por hablar de más.

†.

Julano, humano.

Murió por desobediencia.

†.

Trojabas, vampiro.

Murió por falta de atención.

Y después, a pesar de que tenía la esperanza de que no fuera así:

†.

Xohoo, elfo negro.

Murió por no saber controlarse.

«Entonces es cierto que Xohoo está muerto. Cuánto lo siento. Lo siento mucho».

La oscuridad y la voz de mujer sollozante, el hecho de que nadie más lamentara la pérdida de Xohoo, todo eso le resultaba insoportable.

Sarius dejó de mirar la lápida y siguió adelante.

†.

Airdee, elfa negra.

Murió por ser curiosa.

«Esta es una forma de morir que podría ser peligrosa para mí», pensó Sarius con amargura. Sin proponérselo aceleró el paso mientras recorría la hilera de lápidas. Jostaban, hombre lobo, falta de atención. Grunalfia, enana, curiosidad. Ruggor, enano, pereza. Grotok, bárbaro, desobediencia.

Sarius ya había tenido suficiente. Aquí no había ninguna aventura que superar ni ningún reto que resolver. El cementerio era lúgubre. Por su cabeza pasó que, en cualquier momento, unas manos cadavéricas saldrían de la tierra removida y lo agarrarían de las piernas. Quiso largarse de allí.

No pudo continuar leyendo los siguientes epitafios, no le importaba si había nombres conocidos, «aunque encontrar a Drizzel o a LordNick valdría la pena».

Sin embargo, querer irse y poder hacerlo son dos cosas distintas. Tras las hileras de lápidas se vislumbraban los arcos de hierro forjado de un portón de salida, pero más allá de ellos no había nada salvo un bosque. Un bosque cualquiera. Probablemente a kilómetros de distancia de la Ciudad Blanca.

El viento fresco sopló y despertó nuevos ruidos a la vida. Las ramas de los árboles que se mecían le hicieron señas a Sarius para que se acercara. ¿O para que se alejase? No sabía. Lo que más deseaba era aovillarse y hundir su rostro entre los brazos, aunque estaba seguro de que alguien lo observaba.

«Murió por cobardía, por miedo a nada. De acuerdo, eso no está bien». Debía controlarse y no permitir que la oscuridad o el lamento desesperanzado lo volvieran loco. Tendría que buscar una salida. El portón era un buen comienzo.

Se dirigió hacia él y pasó ante más lápidas. Algunos de los epitafios estaban completamente cubiertos o en tal grado de deterioro que no pudo descifrarlos. «No importa. Vámonos de aquí». El canto se fue atenuando conforme cruzaba el portón. «Gracias a Dios». Solo que ¿hacia dónde iría? No se atrevió a abandonar Erebos sin más ni más. A saber dónde se encontraría la próxima vez… si es que de alguna manera volvería a encontrarse.

Entonces escuchó algo. Latidos. Golpes. Como si vinieran de una mina. Desenvainó su espada. El ruido era espantosamente fuerte en el bosque nocturno, así como cada uno de sus pasos. Cuanto más se acercaba Sarius, más atronadores y claros retumbaban los golpes en su dirección y, por suerte, venían acompañados de un rayo de luz.

Por supuesto: otra vez se trataba de uno de los gnomos vasallos del mensajero. Se encontraba sentado de espaldas a Sarius, bajo un cobertizo de madera, con una placa de mármol en la que trabajaba con martillo y cincel. Ahora Sarius sabía de dónde venían las lápidas.

«Si me pongo detrás de él y miro por encima de su hombro, probablemente martillee en este preciso instante mi nombre sobre una lápida, solo para espantarme».

Sarius se acercó a hurtadillas y miró por encima de los hombros del gnomo. «Error». La lápida tenía otro nombre: Shiyzo. «Mucho mejor». El elfo no lo conocía. De pronto, cuando estaba de pie justo detrás de él, el gnomo giró su horrible rostro para mirarlo.

—Qué hora tan extraña para una visita, Sarius.

—Lo sé. En realidad tampoco quiero estar aquí.

El gnomo se rió burlón.

—¿Y quién lo quiere?

—¿Puedes decirme cómo regreso?

—¿Regresar, adónde?

«Sí, ¿adónde?». Sarius eligió sus palabras con mucho cuidado.

—Me gustaría salir de Erebos por un tiempo breve, pero no quiero que eso me cause ningún daño.

El gnomo martilleó la lápida y simuló meditar.

—No es tan fácil.

«Si lo fuera, no te necesitaría». Sarius se cuidó mucho de pronunciar estas palabras. Esperó con paciencia mientras el gnomo se rascaba detrás de su fibrosa oreja.

—Está bien, entonces vete. Esperamos que regreses mañana por la tarde. Está en ti no decepcionarnos.

—Sí. Claro —dijo Sarius, aliviado.

—Y tienes que informar a Nick Dunmore lo siguiente: no debe olvidar las reglas, porque nos enteraríamos. Y ha de mantener los ojos abiertos.

—Sí. Muy bien. A fin de cuentas no quiero que tengas que hacer una de esas para mí —dijo Sarius mientras señalaba la lápida que el gnomo estaba labrando.

—¡Oh!, ya la hice. Hace mucho. Para todos vosotros. La mayoría necesitará una, ¿no es cierto?

El gnomo siguió sonriendo mientras la pantalla empezaba a oscurecerse.

4:42 AM. Demasiado temprano para levantarse, demasiado tarde para caer rendido. Sin muchas esperanzas de volver a dormirse, Nick se acostó de nuevo, se cubrió con la colcha las orejas y cerró los ojos. Intentó respirar lentamente, pero en sus pensamientos bailaron las lápidas.

«¿Los demás estarían en el camino?». En algunas horas podría preguntárselo a Colin. Pero no lo haría porque no está permitido. «Maldita sea». Sin embargo, podría leer la frustración en la cara de Colin después de que Sarius le hubiese dado una buena paliza a Lelant. Con esta sensación de consuelo, Nick logró conciliar el sueño.