Capítulo 11

Eran las once en punto cuando Sarius regresó a la taberna de Átropos. El mensajero estaba sentado a la mesa. Con sus dedos huesudos rascaba los restos de cera que estaban adheridos a la tabla.

—¿Cumpliste tu encargo?

—Sí, misión cumplida —respondió Sarius—. Pero no le entregué Erebos a ninguna de las tres personas que te dije ayer, se lo di a otro.

Los dedos del mensajero dejaron de rascar. Sarius creyó reconocer la desaprobación en sus ojos amarillos.

—¿A quién se lo diste?

—Se llama Henry Scott, tiene catorce años. Va a mi instituto.

—Háblame de él.

«¿Más?». De Henry no sabía casi nada, solo algunas cosas sin importancia.

—Tiene el pelo rubio y es bastante alto para su edad. También juega al baloncesto. Vive en Gillingham Road. Se moría por conocer Erebos, creo que ya sabía de qué se trata.

El mensajero tardó un rato en responder. Y, antes de hacerlo, arrimó la cera que había rascado de la plancha de la mesa y formó un montoncito.

—Está bien. Demos por cumplido tu encargo. Pero de todas maneras dime… ¿por qué no me trajiste a ninguno de los otros tres? ¿Jamie Cox? ¿Emily Carver? ¿Adrian McVay?

«¿Por qué me entretiene el mensajero? Sarius debe encontrar la arena, quién sabe dónde está. Si tiene mala suerte, otra vez habrá un laberinto en el camino o se topará con unos troles que lo detendrán. Todo es posible». Además, en su fuero interno ansiaba obtener un nuevo equipamiento, justo como lo recibió la última vez que ascendió de nivel. Ahora, a tan poco tiempo de los combates, le vendría como anillo al dedo.

—Jamie y Emily no quisieron, y no hablé con Adrian, porque antes pude entregárselo a Henry —explicó.

Los ojos del mensajero destellaron como brasas encendidas por el viento.

—¿Por qué lo rechazó Jamie Cox?

«¿Acaso importa?». Sarius quería continuar ya. Quería ver la lista definitiva de los luchadores inscritos, quería pensar contra quién tenía posibilidades. No tenía intención de discutir sobre Jamie.

—Porque no le pareció bien la idea de mantener el secreto, por eso.

—¿Dijo algo más? —insistió el mensajero.

«Ay, por Dios, ¿tendría que haber tomado nota de toda la conversación?».

—Sí, me dijo que la idea del secreto le parecía una estupidez, que pensaba que me estaba comportando como un imbécil, y que algunos de nuestros profesores creen que algo peligroso anda circulando por el instituto.

El mensajero se inclinó hacia delante con calma y dejó reposar su barbilla en la mano.

—¿Qué profesores?

Sarius titubeó. «¿Por qué le interesa esto al mensajero?». Esa pregunta parecía atraerlo, pero el elfo no quería prolongar innecesariamente la conversación. Además, daba lo mismo: al señor Watson, Erebos no le interesaría en lo más mínimo, y el hecho de que le bloquearan el acceso al juego no le haría ni cosquillas.

—En realidad es solo un profesor. Se llama Watson, nos da Literatura inglesa.

Asintiendo con la cabeza, el mensajero tomó nota de sus palabras.

—¿Y por qué no funcionó con Emily Carver?

El recuerdo de la conversación con Emily era como un puñetazo para Sarius.

—Un par de veces dijo que no y… no quiso que le regalaran nada.

—No quiso que le regalaran nada —repitió el mensajero, pensativo.

«¿Entonces era eso?», le gustaría haber preguntado. Pero ya era tarde, tenía que darse prisa y el rostro del mensajero le inquietaba más que de costumbre. Quería irse.

—Bien, contamos con que Henry Scott no se haga esperar demasiado. Contamos con que nos hayas traído un digno novato —el mensajero se levantó sin dejar de mirarlo a los ojos—. Es tu primera lucha contra tus semejantes, ¿cierto?

—Sí —dijo Sarius, ávido de buenos consejos.

—Tengo ganas de ver cómo vas a batirte. Cómo escogerás a tu adversario. Aquí hay algunos de los mejores guerreros y los cinco del círculo privilegiado.

Por fin había llegado la hora de que el mensajero le respondiera una pregunta a cambio.

—¿Qué es el círculo privilegiado?

El mensajero sonrió. Siempre que lo hacía, Sarius se estremecía.

—El círculo privilegiado son los mejores de los mejores. Estos luchadores van a pelear por el último y más grande reto. Si salen triunfantes, serán muy bien recompensados.

El elfo no necesitó preguntar cómo acceder al círculo privilegiado, ya lo sabía. Ser más astuto que los demás, ser más fuerte. Conquistar victorias, encontrar cristales mágicos. Era obvio que aún estaba muy lejos de conseguirlo.

Se abrió la puerta que llevaba hacia la taberna, la luz entró. En los rayos de color amarillo claro se veían motas de polvo danzando.

Sarius se volvió hacia el mensajero.

—¿No recibiré un nuevo equipo?

—Lo hubieras tenido de haber traído a Jamie Cox —respondió el mensajero, aún sonriente—. Mucha suerte en el torneo. Estoy deseando verte, ¿ya te lo había dicho?

Ante la taberna se apresuraba mucha más gente que el día anterior por la noche. Sarius siguió a un grupo de bárbaros fuertemente armados que sin duda iban en dirección a la arena. Algunos minutos después se les unieron dos hombres lagarto, tres vampiros, tres elfos negros y un enano. El enano era un viejo conocido: Sapujapu, que había logrado armarse con una enorme alabarda y un escudo, tras el cual podía cubrirse por completo. Sarius no reconoció su nivel, seguro que era superior a tres. Entre los vampiros caminaba un dos y entre los elfos negros había un uno. El elfo sonrió ligeramente.

—¡Hola, Sarius! —lo saludó Sapujapu.

—Hola. —Sarius, desconcertado, le devolvió el saludo—. No sabía que podríamos conversar sin estar frente a una hoguera.

El enano se cambió de hombro la alabarda.

—En las ciudades rigen otras reglas, distintas de las del campo abierto. ¿También vas a los combates en la arena?

La verborrea de Sapujapu era un inesperado caso de buena suerte. Sarius lo aprovechó para tratar de aclarar algunas de sus dudas.

—Este es el camino correcto, ¿no?

—Sí, anoche estuve aquí y la vi: la arena es enorme. Una magnífica vista, ya lo verás.

—¿Es tu primer torneo? —quiso saber Sarius.

—¿Qué? ¡No, claro que no! Ya he estado dos veces en la arena de la tumba del rey. ¿Tú no has participado?

«Es más inteligente decir la verdad si uno quiere averiguar más».

—No, esta es mi primera vez. Estoy deseando saber cómo se desarrollan los combates.

Xohoo pasó junto a ellos, después vieron a Nurax mostrando su dentadura de hombre lobo a modo de saludo o de amenaza, quién sabe. «Mira —pensó Sarius—, ellos también han conseguido llegar».

—¿Cómo se desarrollan? Puedes retar a otros o dejar que te reten, y después hay un único duelo. A tu alrededor hay muchísimo ruido, todos gritan de júbilo, aplauden, patean en el suelo.

BloodWork caminaba pesadamente y con grandes pasos hacia ellos; al pasar a su lado le dio un empujón a Sapujapu y el enano perdió el hilo de la conversación. Él y Sarius siguieron con la mirada al bárbaro, que se alejó cargando una enorme espada de verdugo en la espalda. Sobre ella se balanceaba su negra trenza.

«¿Dónde se habían quedado?». Sarius aún debía obtener la información más importante.

—¿Qué se puede ganar? ¿Y cómo?

—Eso se acuerda por anticipado. Lo pactas con tu contrincante: mi espada a cambio de tu escudo, mi cristal mágico a cambio de uno o dos de tus niveles. Así es más o menos. Esta vez estoy muy preocupado: mi alabarda no es la mejor y tengo que blandirla con ambas manos, lo que significa que no puedo utilizar el escudo.

El arma de Sapujapu parecía realmente pesada. El mango era tan largo que daba la impresión de ser el hacha menos práctica del universo, aunque la afilada hoja en la punta brillaba como acero pulido.

—Pero cuando das en el blanco, lo normal es que causes lesiones mortales —le consoló.

—Sí, si es que doy en el blanco.

Torcieron una esquina y, al final de una larga calzada, Sarius divisó la arena. Era circular, blanca como la cal, con muchos arcos elevados como el Coliseo romano. Contemplarla le infundió respeto… ¿o era la música que desde hace un instante lo envolvía de nuevo? Nunca se daba cuenta de en qué momento empezaba, solo se percataba de que estaba ahí y que lo acompañaba como un poderoso hechizo. O lo llamaba, como ahora. Le aclaraba todo, sin palabras, por eso le pareció perfectamente claro que la arena, para bien o para mal, era su destino.

Sobre una imponente placa cobriza justo sobre la entrada de la arena se hallaba un listado de todos los luchadores. Sarius se encontraba entre un tal Nodhaggr y una vieja conocida: Tyrania, la que fue su compañera contra las mujeres de agua.

Mientras un gnomo de piel verde registraba su asistencia al combate, Sarius echó un vistazo a la lista en busca de más nombres conocidos. Rápido encontró a Keskorian, Nurax, Sapujapu y Xohoo. Samira y LordNick también estaban inscritos, así como los combatientes del laberinto: Arwen’s Child, Blackspell, Drizzel, Feniel y Lelant. «Maldita sea… encontraron el camino a la Ciudad Blanca en lugar de convertirse en alimento para escorpiones».

—Sarius está registrado, Sarius debe dirigirse al área de los elfos negros y esperar el comienzo de los combates —graznó el gnomo.

Por suerte, el interior de la arena estaba repleto de pizarras con indicaciones. Los recintos de preparación de los elfos negros se encontraban junto a los de los hombres gato. Por primera vez, Sarius vio ejemplares masculinos: pesados y ágiles como tigres.

Como era de esperar, la sala en donde los elfos negros aguardaban el inicio de los juegos estaba hasta arriba. Sarius se buscó un lugar junto a la pared y siguió la conversación entre un elfo pelirrojo con orejas especialmente largas y un dos con el cabello color arena. ¡Un dos!

—¿Qué pasa si voy perdiendo? —preguntó el dos.

—Ríndete pronto, porque puede suceder que tu contrincante te mate. Ya lo he visto antes.

—Y entonces ¿qué pasa? ¿Quedo fuera?

—Sí, claro. Solo di que has olvidado las reglas.

—¿Ah, sí? Ya entiendo.

Sarius se empujó aún más entre la multitud. Había descubierto a Xohoo en el otro extremo de la sala. De todos los elfos negros que conocía, él era su preferido. En el camino continuó escuchando fragmentos de conversaciones.

—… he oído que BloodWork quiere intentarlo hoy.

—Está loco. Vale que es fuerte, pero de todas maneras…

La muchedumbre se volvía cada vez más densa.

—… mi última oportunidad, por eso es urgente que gane un cristal mágico.

—Yo quiero ascender dos niveles. Si supieras qué duro fue mi encargo en el último ritual… No quiero volver a pasar por eso.

Sarius ya casi llegaba a su objetivo. Xohoo estaba de pie, solo en una esquina mientras se acomodaba el casco.

—Eh, Xohoo.

—Hola, Sarius.

—¿Nervioso?

—Sí, un poco. ¿Y tú?

—Yo también. Este es mi primer torneo.

—Ah, ya. Bueno, ya verás. No es cosa fácil, la arena.

Sarius miró hacia lo alto, hacia el abovedado techo de la sala.

Allá arriba se escuchaban rumores. Se podían oír voces, carcajadas y ruidos de pasos. «Es el público —pensó Sarius con un palpitante nerviosismo—, quizá hubiera sido mejor ver las luchas antes de lanzarme sin saber de qué se trataba. ¿Qué haré si LordNick vuelve a retarme? O si tengo que pelear contra BloodWork… Podría acabar el día en la tumba».

—¿Contra quién peleaste la última vez? —preguntó a Xohoo.

—Primero contra Duke, y lo derroté. Después contra Drizzel, pero eso fue una tontería por mi parte. Es un tramposo.

—¡Vaya! ¿Eso quiere decir que uno puede elegir a sus adversarios?

—La mayoría de las veces sí, pero no siempre. Ah… creo que ya va a comenzar.

¡Bam, bam, bam!

Sobre sus cabezas se escuchó un rítmico pataleo. El público mostraba su impaciencia pateando contra el suelo. Se alcanzaban a percibir algunas voces, otras más se les unieron y un coro multitudinario gritó una y otra vez la misma palabra:

—Sangre, sangre, sangre.

—¡Los luchadores a la arena! —gritó una voz desde fuera.

El júbilo estalló.

Mudo, Sarius se quedó inmóvil en la esquina, y cedió el paso a los demás. Pero ellos también temblaban. Nadie quería ser el primero.

—¡Andad, héroes! —gritó un enorme soldado de la guardia. Unos cuernos de búfalo se alzaban a los lados de su casco, y su látigo tronó una, dos veces—. ¡Vosotros mismos os inscribisteis, así que mostrad lo que traéis adentro!

Empujó a los primeros por el arco del portón, los demás los siguieron vacilantes.

—Sangre, sangre, sangre —se oía gritar desde fuera.

«Yo no soy ningún héroe —pensó Sarius—. Yo solo soy un espectador. Preferiría estar sentado en las gradas y gritar y patalear».

Los demás lo arrastraron y lo empujaron hacia la salida. Caminaron a través de un pasillo, una oscura garganta que al final los condujo a la luz y el griterío, a un enorme círculo.

—¡Los elfos negros! —gritó el público.

Se escuchó el batir de las palmas. Sarius observó en derredor y deseó que la arena se lo tragase. Miles y miles de espectadores llenaban las hileras de asientos del edificio circular que parecía llegar hasta el cielo. El público estaba integrado por personajes de todos los aspectos; entre ellos, algunos que Sarius nunca había visto. En una de las filas de abajo, un poco hacia la derecha, se hallaba sentado un hombre con cabeza de araña. Las ocho patas que le crecían del cráneo en lugar de orejas se movían agitadas. Sarius se dio la vuelta y contempló el rostro de un ser con aspecto de serpiente que se burló y dejó ver la lengua bífida; dos lugares más allá descubrió a una mujer en cuya frente sobresalía un gran ojo saltón. Entre la muchedumbre se apretujaban enanos, elfos, vampiros y criaturas translúcidas cuya piel solo parecía contener un gas claro. Durante un momento, Sarius tomó aire; las hileras de espectadores más altas y en forma de anillo parecían un lazo corredizo de ruidos y cuerpos que se cerró tan pronto como estuvo en el centro de la arena.

Para distraerse, dirigió su atención a los otros dos grupos de osados luchadores que ya se encontraban en la arena: hombres gato y hombres lagarto. Eran pocos en comparación con los elfos negros.

—¡Los enanos! —gritó la multitud cuando una cuadrilla completa de pequeñas figuras, musculosas y de cortos brazos, apareció dando tropezones. Cinco ordenanzas envueltos en mantos negros se encargaron de que se quedaran en el sitio que se les había asignado.

Sarius notó que Sapujapu sostenía su alabarda como si fuera un talismán contra los horribles rostros que lo rodeaban. Después, el elfo atisbó a tres enanas. Casi no se diferenciaban de los hombres, solo les faltaban las barbas.

Los vampiros fueron anunciados con estruendo y se encaminaron hacia la parte más sombreada de la arena. Su grupo era muy numeroso, tan grande como el de los elfos negros. Drizzel y Blackspell se pusieron al frente, como si no pudieran esperar al inicio de la pelea. Sarius tuvo la impresión de que Blackspell lo estaba mirando. «No quieres retarme, ¿verdad?». En ese instante, todos los combatientes le parecieron más fuertes, más diestros, más experimentados. «Voy a morir —pensó—, todo esto continuará sin mí y nunca me enteraré de cuál es la gran tarea que nos espera, porque nadie me hablará de ella. Probablemente estos sean mis últimos momentos en Erebos. A menos que el mensajero esté por ahí… y vuelva a salvarme».

Miró a su alrededor buscando la escuálida figura que, a pesar de ser espantosa, ya le resultaba familiar, pero su mirada se perdió en la masa de espectadores. Además, los hombres estaban entrando en la arena. Tan solo eran tres y LordNick se hallaba entre ellos: era el único al que Sarius conocía. Después, acompañados por un bullicio ensordecedor, siguieron los bárbaros que fueron ovacionados como ninguno de los grupos anteriores.

«Pues ahí están, ahí vienen los vencedores —pensó Sarius—, ¿para qué nos esforzamos tanto?».

Los bárbaros parecían enormes mientras marchaban hacia el lugar de la arena que estaba alumbrado por el sol. Sus armas eran gigantescas. Sarius dudó si podría levantar alguna, y mucho menos pelear con ellas. El hacha que traía Keskorian casi era del tamaño del elfo. Los bárbaros tomaron su posición y comenzó un redoble de tambores.

«En un instante yo estaré muerto. En un instante comienzan los combates y yo estaré muerto».

El expectante cuchicheo en las filas de espectadores empezó a ahogarse. Sin embargo, la ausencia de ruido no marcó el inicio de los duelos. Se abrió un portón más grande que el resto. Cuatro titanes de piel broncínea y altos como árboles metieron una plataforma circular y dorada sobre la cual se hallaban inmóviles cinco luchadores. Dos bárbaros, una elfa negra, un ser humano y un hombre gato. Los gritos de júbilo de los espectadores ahogaron cualquier otro sonido, incluso la música que narraba sin necesidad de palabras las hazañas, los secretos, las aventuras que los combatientes normales nunca podrían imaginar. Los porteadores se quedaron quietos en el centro de la arena: el oro brillaba con la luz del día como si fuera un sol.

—Saluden a los combatientes del círculo privilegiado —dijo una voz que parecía provenir de todos lados—. Son los mejores, los más fuertes, los más osados. Cuando vayáis a luchar no lo olvidéis: cualquiera de vosotros puede pertenecer al círculo privilegiado si demuestra ser digno de él.

Pocas veces algo le pareció tan deseable a Sarius. Los cinco elegidos sobre la plataforma parecían invulnerables, sin dudarlo se cambiaría por cualquiera de ellos. Menos mal que había una elfa negra y no solo bárbaros, quizá podría tener una oportunidad. Quizá podría estar de pie allí arriba. Pero, por supuesto, nunca como un tres.

La plataforma tenía un lugar de honor a un costado de la arena, los miembros del círculo privilegiado tomaron asiento y enseguida todo quedó en silencio. Solo se percibía un murmullo, un susurro de impaciencia y una leve música que aceleraba el corazón de Sarius.

Entonces, de la nada, salió un hombre. Solo traía puesto un taparrabos, su piel era morena como cuero viejo y su constitución física, musculosa. Tenía un largo bastón en la mano con el que dio dos breves golpes en el suelo, como si fuera un maestro de ceremonias en la corte. La atención de Sarius se detuvo en algunos detalles curiosos: las largas, muy largas y puntiagudas orejas eclipsaban las de cualquier elfo negro. Tenía dos mechones de pelo como ovillos de lana gris sobre las orejas y, justo en la frente, un bigote horizontal de pelos peinados a los lados. Todo era muy extraño, pero lo que más le irritó fueron sus ojos saltones, redondos y claros. Grandes canicas blancas que parecían a punto de caerse de su cabeza.

Con los ojos que casi se salían de las órbitas, el hombre observó a su alrededor. Parecía que todos esquivaban su mirada. «Algo anda mal con él». Sarius examinó con intensidad al maestro de ceremonias y descubrió más rarezas. ¡Los pies! Pies humanos con garras de ave de rapiña. Pero eso no era todo: el espeluznante hombre araña también mostraba detalles muy raros. Sarius trató de esquivar su mirada, mientras que él, a pesar de las asquerosas y crispadas patas en su cabeza, trataba de mostrarse de la manera más natural. Sus grandes ojos saltones le daban una apariencia espeluznante, como si alguien lo hubiera abandonado por error en el mundo de Erebos.

Cuando el hombre habló, su voz se escuchó como si fuera un rumor de agua.

—Ya conocéis las reglas. Convoco a los luchadores. No está permitido enfrentarse a un adversario que haya avanzado menos que el mismo retador. Empezaré por los enanos. ¡Bahanior!

El convocado tardó varios segundos en llegar al centro. Sarius no pudo ver ningún número marcado a fuego en su ropa: Bahanior, por lo menos, era un tres.

—Elige a tu contrincante —le exigió el de los ojos saltones.

Entonces Bahanior vaciló aún más. Giró en círculo una vez, dos veces, y luego miró fijamente la horda de elfos negros.

«Si me escoge, tiene que ser un tres, mi grado no puede ser inferior al suyo —pensó Sarius—. No estaría tan mal. Puedo despacharme a un enano de nivel tres».

Sin embargo, Bahanior continuó dando vueltas, se detuvo un buen rato ante los hombres gato y luego frente a los vampiros. Impaciente, el maestro de ceremonias golpeó con su bastón en la arena.

—Decídete.

De nuevo volvieron a pasar varios segundos. El público comenzó a impacientarse, se escucharon algunos gritos cada vez más fuertes:

—¡Debilucho!, ¡flojo!, ¡cobarde!

Sarius agradeció al destino no estar en el lugar de Bahanior.

—Reto a Blackspell —se decidió al fin el enano.

Por la velocidad con que Blackspell salió de entre las filas de los vampiros y se situó frente a Bahanior, Sarius se dio cuenta de que el retador no había hecho una buena elección. Era probable que el vampiro fuese dos o tres niveles superior a él, y que se alegrara de poder despedazarlo. El elfo apenas recordaba lo que el ladrón del sombrero grande le había contado: alguna vez Drizzel había vencido a Blackspell y por eso perdió tres niveles. «Seguro que ya los ha recuperado. Comoquiera que sea Drizzel, debe ser espantosamente fuerte». Sarius de ninguna manera lo retaría.

Blackspell desenvainó la espada que Sarius le envidiaba porque parecía fundida con cristal rojo, mientras que Bahanior, dando impetuosos saltos, pareció querer escaparse entre las filas de los espectadores. Su espada era como un cuchillo para untar mantequilla comparada con el arma de su adversario.

—¿Qué queréis apostar en esta lucha?

Indeciso, Bahanior apoyaba el peso en una pierna, luego en la otra.

—Si gano, recibo de Blackspell un grado y… veinte monedas de oro.

—Eso es muy poco —contestó el vampiro—. Dos grados y treinta monedas de oro.

Bahanior no respondió. Se notaba que se arrepentía horrores de haber elegido a ese contrincante.

—¿Estás de acuerdo? —quiso saber el maestro de ceremonias.

—Solo tengo veinticinco monedas de oro —confesó Bahanior.

Llegaron a un acuerdo: dos grados y veinticinco monedas de oro. Sarius estaba convencido de que eso era mucho más de lo que Bahanior podía permitirse.

—¡Luchad! —ordenó el de los ojos saltones.

Al instante, Bahanior retrocedió tres pasos. Blackspell lo persiguió moviendo su escudo hacia un lado, como si quisiera provocar el ataque del enano.

¡Toc, toc, toc!.

Un sonido de otro mundo.

—¿Nick?

«¡Mierda, ahora no! ¡Ay, no, por favor!».

Sin quitarse los auriculares, Nick saltó de su silla y vio por encima de su hombro cómo giraba el pomo de la puerta. Era su padre, ¿por qué no podía dejarle en paz?

Intentó ocultar la pantalla con su cuerpo mientras se percataba de su propio aspecto. Gracias a una repentina idea, apagó el monitor y abrió el libro de Química al azar, en cualquier página. En sus oídos aún resonaba el choque de las espadas.

—A tu madre y a mí nos gustaría ir al cine. Todavía llegamos a la sesión de tarde antes de mi turno de noche. ¿Quieres venir? Hace mucho que no salimos juntos.

A través de los auriculares se escuchaban los lamentos llenos de dolor. Seguro que eran de Bahanior. Enseguida se oyó un zumbido y un golpe.

—¡Muchacho, te he hecho una pregunta! Por lo menos quítate esas cosas de las orejas, ¿o piensas que me voy a creer que estás estudiando cuando te vibran los oídos de música? —la cara de su padre empezaba a encenderse.

«Maldita sea, maldita sea, maldita sea».

Nick se quitó los auriculares.

—Eso está mejor. Bueno, ¿vienes o no?

—Creo que no, papá. Aún tengo que estudiar; es más difícil de lo que pensaba.

Sin creer una sola palabra, William Dunmore sacudió la cabeza.

—¿Es que no puedes hacer una pausa de dos horas? Vamos, ni siquiera me has preguntado qué película vamos a ver.

«Fijo que ya ha terminado la pelea. Seguramente ganó Blackspell». Pero ¿quién podría saberlo con certeza? ¿Y qué pasaría si el de los ojos saltones lo llamaba para que fuese el siguiente retador y él se quedaba inmóvil en el grupo? ¿Qué sucedería entonces? A Nick le hubiera encantado mandar al diablo a su padre.

—No importa cuál sea la película. Me quedo en casa, ¿vale?

La mirada escéptica de su padre recorrió el escritorio, el ordenador y el libro.

—Ya te crees muy mayorcito para ir al cine con tus padres, ¿no?

«Pero nosotros debemos pagarlo todo», sería la siguiente frase, «gastar y gastar y gastar y nunca recibimos nada a cambio». A veces, su padre andaba con ese humor. «Pero ¿por qué hoy, por qué precisamente hoy?».

Nick sonrió, le costó más trabajo que de costumbre.

—Créeme, iría al cine con vosotros encantado en lugar de agobiarme con el puto trabajo de Química… pero está la hostia de difícil. Anoche casi no pequé ojo.

«La pura verdad».

Tal vez fueron las palabrotas las que hicieron que su padre le creyera. «Quien maldice no miente», solía decir.

«Bueno, un error desagradable».

—De acuerdo. Entonces, si es tan serio, tengo que decir que estoy sorprendido. Ojalá que tu esfuerzo también se note en el resultado.

«Por desgracia es improbable».

—Yo también lo espero.

—Bueno, que te diviertas.

Bahanior había desaparecido de la arena y no había ni rastro de Blackspell. «Pero alguno de los dos tiene que haber ganado, ¿no?». Ahora peleaban un elfo negro contra una mujer lagarto; Sarius no conocía a ninguno. Estaba inmóvil en el mismo lugar, junto a Xohoo, y le gustaría preguntarle al respecto de lo que se había perdido. Lo intentó, pero no funcionaba. Parecía que no se permitía ninguna conversación en la arena. «Tal vez sea mejor así». Si nadie se había dado cuenta de su ausencia, tampoco podrían quejarse.

La mujer lagarto no peleaba con armas, sino que lanzaba rayos contra su adversario elfo. «¿Una maga?». El elfo negro pudo esquivarla dos veces y la lagarto también logró retroceder, ya no tenía fuerzas y necesitaba una pausa. El elfo se dio cuenta y la atacó con su lanza, pero, en ese momento, la mujer lagarto ya había acumulado suficiente magia para lanzar otro rayo, con el que derribó a su adversario.

—La vencedora es Dragoness. Obtiene de Zajquor un grado más y quince monedas de oro.

Se escuchó un breve rumor y, de repente, Sarius vio que sobre la armadura de Zajquor aparecía un dos. En la de Dragoness no cambió nada, por lo menos nada de lo que Sarius pudiera darse cuenta. «Seguro que los elegidos sobre la plataforma logran ver algo. Por ejemplo: un cuatro que se convierte en un cinco».

—¡Xohoo! —llamó el personaje de los grandes ojos saltones.

De entre los elfos negros que estaban junto a Sarius, uno dio un paso al frente. Vaciló un momento antes de ajustarse la espada y el escudo y avanzar. Los demás le abrieron el paso, y Xohoo llegó al centro de la arena.

«Mucha suerte», pensó Sarius.

—Elige a tu contrincante.

Por lo visto, Xohoo ya había pensado en su estrategia: de inmediato dirigió su mirada hacia el pequeño grupo de los seres humanos.

—Reto a LordNick.

«¿Por qué él, idiota? ¡No lo vas a vencer nunca!». Pero, quién sabe. Su percepción podía engañarlo, puesto que no tenía ni idea de cuál era el grado de Xohoo. «¿Por qué estoy tan tenso?». ¿Detrás de Xohoo se escondía alguien a quien Nick conocía? ¿Alguien que tal vez sabía que Nick no llevaba mucho tiempo deambulando en el mundo de Erebos y que ahora estaba seguro de que no podía haber ascendido tan vertiginosamente?

LordNick posó por un segundo su mirada sobre Xohoo antes de salir a escena. Sarius tenía la misma sensación desagradable que la noche previa: la mirada del luchador le confundió. Era tan familiar como su propio retrato, solo que no tenía control sobre ella.

«¿Quién eres, eh?». De pronto, Sarius cayó en la cuenta de que todos los combatientes con los que se había topado fuera de Erebos estaban seguros de tener a LordNick frente a ellos. Cualquier metedura de pata de este que se hacía llamar Lord se la iban a cargar a Nick. «Cabrón, ¿quién te ha dado permiso?».

—¿Qué queréis apostar en esta lucha?

—Un grado y veinte monedas de oro —dijo Xohoo.

—No es suficiente.

«Ahora mismo, Xohoo debe de estar sospechando», pensó Sarius.

Parecía inseguro, esperaba la oferta de su adversario. No hizo ninguna, y el elfo ofreció algo más tentador.

—¿Un grado y veinticinco monedas de oro?

—De ninguna manera —aclaró LordNick—, dos grados y veinticinco monedas de oro. Pero, en cualquier caso, dos grados.

—Es demasiado para mí.

—Mala suerte. No haberme retado. Si puedes perder dos grados sin morir, entonces tienes que pelear. Y tú puedes hacerlo.

«Si por lo menos este canalla no fuera tan arrogante —pensó Sarius—. Y si pudiera revelar en el instituto que no tengo nada que ver con él. Pero eso va contra las reglas».

El de los grandes ojos saltones levantó su bastón.

—¡Luchad!

Como un relámpago, LordNick se arrojó sobre Xohoo, que evidentemente no esperaba un ataque tan rápido. La larga espada del combatiente humano le alcanzó la cadera, la sangre empezó a manar de la herida y los espectadores comenzaron a gritar:

—¡Sangre, sangre, sangre!

«Cerrad el pico y dadles una oportunidad», deseaba gritarles Sarius, pero estaba obligado a guardar silencio y, además, su grito no tendría ningún sentido.

El ataque que Xohoo intentó estaba condenado al fracaso. Arrastró una pierna y su cinturón mostró el color negro a más de la mitad.

«Di adiós a tus grados —pensó Sarius con compasión—. Si yo pudiera hacerlo mejor, también retaría a LordMierda y le rompería la cara».

Conforme pasaba el tiempo, Xohoo se fue debilitando más y más. Perdía sangre por las sucesivas heridas y trataba de protegerse de los continuos ataques de LordNick. Al final, con un solo golpe en su escudo, el elfo cayó al suelo.

—El vencedor es LordNick —anunció el de los ojos saltones—. Obtiene dos grados y veinticinco monedas de oro.

Sobre la coraza de Xohoo apareció un número dos romano. Como si la conmoción de notarlo le hubiera dado nuevas fuerzas, se incorporó en el acto y encajó su espada en la pierna de LordNick. El atacado, que no contaba con ello, reculó dejando una amplia mancha de sangre en la arena. Después de recuperarse de la sorpresa, tomó impulso con su arma y le lanzó una estocada al estómago. Dos. Ya no se veía ningún rastro de rojo en el cinturón del elfo negro. Se desvaneció inmóvil en la arena del coliseo. Los espectadores comenzaron un bullicio ensordecedor. LordNick dio un paso atrás, su pecho se elevaba y se contraía con pesadas respiraciones.

«¿Xohoo está muerto? —el frío invadió a Sarius—. Seguro que no, seguro que tiene que haber aunque sea una pizca de color en el cinto de Xohoo, para curarlo».

Solo tienes una oportunidad para jugar este juego, susurró alguien al oído de Sarius.

¿Lo había escuchado de verdad? ¿Su percepción le estaba haciendo una jugarreta?

Daba igual, Xohoo no se movía, tampoco lo hizo cuando el maestro de ceremonias lo tocó con su bastón: primero con un golpe suave y después con uno fuerte. Una sonrisa irrumpió en su rostro. Se giró hacia el público y se llevó la mano izquierda al cuello indicando por gestos que acababa de morir.

«¿Dónde está el mensajero?». No sentado en la fila detrás de los bárbaros, tampoco cerca de los lagartos… «¿Y si ha encontrado un sitio detrás de los elfos negros?». Sarius miró a su espalda, registró cada uno de los asientos y retrocedió al sentir la mirada del hombre araña. Entonces se giró con rapidez y lo vio de golpe. En la tercera fila, la familiar figura escuálida se hallaba sentada entre una mujer con cabellera de serpientes y un hombre con tres ojos. La sombra de la capucha le cubría la cara; sin embargo, los ojos amarillos brillaban intensamente como delgadas y centelleantes luces sepulcrales. El mensajero no movió ni un dedo por Xohoo.

Se lo llevaron. Dos guardias le cogieron de las piernas y arrastraron el cadáver a través de la arena para sacarlo. A su paso solo quedó una ancha huella sanguinolenta.

Perturbado, Sarius los siguió con la mirada. «Todo es tan real. Tremendamente real». El miedo de no poder salir vivo de la arena regresó a él con fuerzas redobladas y, cuando el maestro de ceremonias se detuvo en medio, casi rezó para no ser llamado. Su deseo se hizo realidad. Cuando el de los ojos saltones dio el nombre del siguiente luchador, se pudo escuchar perfectamente cómo todos contuvieron la respiración.

—BloodWork.

El convocado cargaba un hacha, una espada y un escudo atravesados sobre la espalda. En un momento de locura, Sarius se preguntó qué podría hacer si el bárbaro lo elegía, pero no, eso no era posible. Él solo era un tres, y BloodWork probablemente era un maldito noventa y cinco o algo así.

El bárbaro y el semidesnudo maestro de ceremonias casi eran del mismo tamaño. BloodWork estaba a punto de explotar de tanta energía, no podía quedarse ahí parado ni un instante más. Las armas temblaban en sus manos como si tuvieran vida propia.

—Elige a tu contrincante.

BloodWork no vaciló un segundo.

—Reto a Beroxar. Exijo su lugar en el círculo privilegiado.

El coliseo contuvo la respiración como si fuera un enorme animal en forma de anillo. «Si no hubiera tanta arena, se podría escuchar el ruido de una aguja al caer». Sobre la plataforma dorada se levantó uno de los dos bárbaros.

«No es lógico —pensó Sarius—. Yo habría elegido al hombre gato o a la elfa negra».

Los contrincantes eran casi del mismo tamaño. Beroxar portaba una espada curva y un escudo tan inmenso como el tablón de una mesa. Su casco recordaba la cabeza de un tiburón y se extendía hasta los hombros, e incluso le protegía una parte de la espalda.

—¿Qué exiges de BloodWork, si llegara a ser derrotado?

—Servicios de esclavo durante dos semanas y seis de sus grados de avance.

«¡Seis!». Aunque BloodWork estuviera impresionado, no lo dio a notar. Asintió rápidamente y se puso en posición de pelea. Haciendo una prueba, Beroxar partió el aire frente a él con un tajo de su espada que zumbó como un enjambre de abejas.

En los siguientes minutos, Sarius no pudo tener pensamientos claros. La lucha le hizo olvidarlo todo, hasta su miedo. Se diría que ninguno de los bárbaros mostraba debilidad. Ambos giraban, uno en torno al otro, se lanzaban estocadas cortas con la velocidad del rayo y se defendían con mucha destreza. La espada curva de Beroxar dibujaba líneas de plata alrededor de su adversario, y el hacha de BloodWork trazaba círculos en torno a su cabeza, mientras que con su espada buscaba puntos débiles en el cuerpo de Beroxar. «Parece que no los hay». La lucha era como una danza en la cual se turnaban la conducción, hasta que, en un momento, BloodWork se giró y le dio la espalda a Beroxar. La espada curva sonó y avanzó hacia los hombros de BloodWork, donde el poderoso acero abrió un profundo corte en la madera del escudo. Con un rápido giro, atrapó la espada y se la quitó a Beroxar.

Sin arma, el gigante no tenía oportunidad alguna. Lo derribó con un hachazo en la pierna y una estocada en el costado.

—El ganador es BloodWork.

El bárbaro alzó los brazos y giró acompañado de una esplendida música y del júbilo del público, que en un santiamén dejó de estar como petrificado. Los espectadores aclamaban el nombre de BloodWork con aplausos y patadas en el suelo.

El personaje de los grandes ojos saltones se situó en el centro de la arena y silenció a la masa con un movimiento de la mano. Se inclinó sobre el caído y le quitó su collar. Una cadena de hierro de cuyo extremo colgaba un anillo rojo, como rubí del diámetro de un fondo de botella. En su interior tenía una punta cuya forma recordaba la espina de una rosa o una V ondeante que apuntaba hacia el centro del anillo. El maestro de ceremonias puso la joya en el cuello de BloodWork. El júbilo del público estalló y no disminuyó cuando Beroxar volvió a ponerse de pie y, por órdenes del maestro de ceremonias, se reintegró al grupo de los bárbaros.

Sarius no se percató de cómo el mensajero llegó al centro de la arena, pero allí estaba y estrechaba su huesuda mano con la de BloodWork.

—Bienvenido al círculo privilegiado. Todos esperamos que muestres ser digno de la condecoración.

BloodWork hizo una reverencia y se dirigió a la plataforma dorada donde se sentó en el lugar de Beroxar. El círculo rojo en su pecho brillaba como la marca reciente de una quemadura. El mensajero se dirigió hacia los bárbaros.

—Para Beroxar aún vale el voto que pronunció. De ningún modo puede ser olvidado. Los traidores mueren rápido. Si llega a darse la oportunidad, podrá reconquistar su sitio en el círculo privilegiado. Así como cada uno de vosotros —su ampuloso ademán casi envolvió a todos los reunidos— tiene la posibilidad de luchar por un lugar en el círculo privilegiado.

El siguiente luchador se tomó esas palabras de ánimo al pie de la letra y retó a Wyrdana, la elfa negra del círculo privilegiado. Ella, más que derrotarlo lo hizo pedazos. Su granizada de bolas de fuego, sus descargas eléctricas y sus certeras lanzadas ni siquiera duraron lo que un estornudo. El retador cayó sobre el suelo y abandonó la arena con el rango de un triste uno.

«Qué es eso de que los elfos negros no sirven para nada. Pues quien lo crea debería haber visto esto. —Sarius casi sintió cómo le entraba una especie de orgullo—. No me extraña que Blood haya preferido retar a uno de los otros idiotas musculosos».

Las siguientes tres luchas no fueron espectaculares y Sarius comenzó a divagar. Por un momento prestó atención cuando se presentó un cristal mágico. Ni LaCor, el vampiro, ni Maimai, la mujer gato, poseían uno, pero ambos morían por ganarlo. El de los ojos saltones hizo aparecer uno por arte de magia, lo ofreció como recompensa y la gata lo obtuvo sin merecerlo, mientras que LaCor perdió un grado. «¿Ante quién? Ante nadie. Así nada más».

—¡Feniel!

Hasta ese momento no la había visto en el grupo de los elfos, pero ahora se paseaba orgullosa frente a él. Qué lastima que los escorpiones no la hubieran atrapado, con su estúpida cara de muñeca y su nariz respingona. Sarius observó cómo se colocaba en el centro de la arena y confió en que hiciera una pésima elección. «Tal vez Drizzel o algún otro que le quite de golpe el grado».

—Elige a tu contrincante.

Antes de que ella respondiera, Sarius sintió un ataque al corazón. Ya sabía cuál sería su elección.

—Reto a Sarius.

Durante un instante, volvieron el miedo y la imagen de Xohoo muerto y de cómo lo sacaron a rastras de la arena. Pero ya no había tiempo. No podía ver el grado de Feniel, y ella tampoco el suyo, de otra manera no podría retarlo. «Entonces es una tres. Sarius debe lograrlo». La impaciente protesta del público le hizo ver que seguía quieto, petrificado entre los elfos negros. «¡Bueno, allá vamos!».

Feniel no podía saber que él era un tres. Entonces ¿por qué le había elegido? ¿Porque logró desplazarlo en la pelea por el escorpión? Probablemente.

Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, se abrió camino entre los elfos. Necesitaba una táctica para hacer frente a la alabarda de Feniel. Sin duda, con esta lo mantendría alejado. Se imaginó a sí mismo pataleando en el aire sin haber tenido éxito con su espada, mientras que su adversaria le encajaba la punta de su arma entre las costillas.

—¿Qué queréis apostar en esta lucha?

Feniel no lo pensó mucho.

—Un grado y veinte monedas de oro.

Todos tenían oro menos Sarius. Él, en cambio, aún tenía la bandeja y los platos de los ladrones de sarcófagos que no había vendido, y que ya casi había olvidado. ¿Por qué no se había dado cuenta hasta ese momento, ahora, cuando ese pensamiento representaba un obstáculo?

—No tengo oro y preferiría luchar por un cristal mágico —dijo sin esperanzas.

La fealdad del personaje de los ojos saltones casi era insoportable. La piel marrón parecía tener grietas y rajaduras como si se hubiera resquebrajado la pintura de un antiguo lienzo. La sensación de que el maestro de ceremonias no tenía nada que hacer en este caso se volvió una certeza en la mente de Sarius.

—No se puede apostar un cristal mágico —explicó el hombre—. Pelearéis por un grado de avance. Con eso basta.

Levantó su brazo musculoso para dar la señal de inicio.

El truco tenía que ser esquivar la lanza de Feniel. Sarius brincó de un lado al otro. Lo único que tenía que hacer era moverse rápido. No debía ser un blanco fácil. Por desgracia, sus saltos no pusieron nerviosa a Feniel, ni siquiera un poco, parecía disponer de todo el tiempo del mundo. Estaba erguida, muy tranquila, con la alabarda aferrada con ambas manos y el extremo punzante, por supuesto, apuntando hacia su enemigo. Sarius intentó hacer como que se caía y saltó fuera de su alcance. No sucedió nada, tan solo que la punta de la alabarda estuvo a un centímetro de herirlo. No fue sino hasta el momento en que bajó su espada, no tanto por cansancio sino más bien por desconcierto, cuando Feniel explotó de ira. Con dos pasos llegó junto a él, con la punta de su arma apuntando directamente a su pecho. Él levantó su escudo cuando ya era demasiado tarde… ella lo tocó y comenzó a escucharse el chirrido de dolor, pero Sarius logró desviar la alabarda con un golpe de su espada.

«Tiza sobre pizarra, tenedor sobre porcelana, sierra en el nervio auditivo». Esta vez el chirrido solo despertó en Sarius un intenso coraje. Sin prestar atención a su defensa, volvió a golpear su espada contra la alabarda, fuerte, tan fuerte como pudo. Dejó caer el escudo, agarró el largo mango del arma de su contrincante y lo apartó de sí.

¡Sarius, Sarius, Sarius!

¿Lo estaban vitoreando? Parecía más un susurro que una llamada, de muchas voces, como de fantasmas. ¿Lo estarían hipnotizando?

Se detuvo sobre el escudo que había tirado al suelo y casi se tropezó, pero no soltó el arma de Feniel. Su cuerpo estaba desprotegido, si titubeaba, sería un idiota, ella obtendría más sangre y el chirrido le destrozaría el tímpano como si fuera de cristal…

Clavó su arma en el pecho de Feniel, volvió a sacarla y la clavó de nuevo en su abdomen. Por ambas heridas manaba sangre, la alabarda se escurrió entre las manos de la elfa y cayó a la arena. Sarius continuó, ya casi no había rojo en su cinturón, un golpe más y una estocada y…

—El vencedor es Sarius.

La voz lo sacó de su frenesí de combate. Feniel no se movía nada, ni un poco. Bajó el acero y en ese mismo instante cesó el chirrido de dolor, y la música sonó de nuevo.

Grandiosa música, como en una película, cuando el héroe gana la batalla decisiva. Así había sido con BloodWork, pero con ningún otro combatiente. «¿Por qué? Porque solo yo puedo escucharla, porque ella es parte de mi recompensa, igual que el cuatro, que seguro ya está grabado en mi coraza, y el dos que aparece de repente en el chaleco de cuero de Feniel».

Sacaron a la contrincante sin cogerla de las piernas como a Xohoo: lo hicieron con cuidado y con celeridad. Era muy probable que estuviese con vida y que le esperase una exhaustiva conversación con el mensajero.

Él, por el contrario, ya era un cuatro. Un victorioso e ileso cuatro. Sarius regresó a la esquina de los elfos negros. Echó un vistazo en derredor; ahora ya podía reconocer claramente a los treses y había un montón de ellos. Por ejemplo, la mujer lobo, que el maestro de ceremonias llamó en ese preciso instante.

—¡Galaris!

Un momento, Sarius conocía ese nombre. «La caja de madera. Totteridge. El viaducto Dollis Brook». ¿Había escondido Galaris la siniestra caja bajo el tejo?

No podía preguntárselo, pues en este instante estaba ocupada en la elección de un contrincante. Además, Sarius tenía la certeza de que ni el mensajero ni sus gnomos verían con buenos ojos su curiosidad. Galaris, cuyo cabello marrón oscuro relucía bajo el sol como chocolate líquido, se decidió por una bárbara llamada Rahall-LA. «Valiente. O tonta». Al final valió la pena: ella peleaba con arco y flecha y Rahall-LA, también un tres, ni llegó a acercársele.

Después combatieron algunos de los grados más altos unos contra otros, los duelos duraron mucho y fueron disputados con gran vehemencia. Sarius intentó memorizar los nombres y reconocer las debilidades de los contrincantes, pero pronto se dio por vencido. Alrededor se percibía que el público iba perdiendo interés. Algunos de los que ya habían ganado una victoria en la arena se retiraron. Sarius los siguió hacia el interior tras haber sido testigo de la lucha entre Drizzel y Keskorian, en la que el bárbaro perdió tres grados. «Drizzel es un tramposo», recordó Sarius.

En la sala de espera de los elfos negros se encontró con Lelant y Arwen’s Child.

—… naturalmente que es un idiota si vuelve a pelear después de haber perdido —decía Lelant.

—Xohoo me gustaba —aclaró Arwen’s Child después de una corta pausa—. Qué lástima que ya esté muerto. Me parece que se merecía otra oportunidad.

Sarius también lo pensaba. Xohoo, por lo menos, era simpático. «¿Por qué no habrá tenido ese destino Lelant, este cobarde bocazas?».

—¿No vas a pelear? —le preguntó Sarius.

—¿Y a ti qué te importa? —refunfuñó Lelant.

—Él nunca pelea en los duelos, siempre espera hasta el final la gran batalla. Así uno arriesga menos y puede ganar más —señaló Arwen’s Child en su lugar.

—Oye, ¿hace falta que lo cuentes todo? —se quejó el otro.

Aún traía colgando las mismas armas que en el laberinto, ninguna nueva adquisición, hasta donde Sarius pudo notar. ¿Y si todavía tenía el cristal mágico? ¿Y si Sarius podría echársele encima y hurgar en sus posesiones? Probablemente no.

—¿La gran batalla? —preguntó dando la espalda a Lelant de manera evidente.

—Chaval, tú de verdad que no tienes ni la menor idea —ladró antes de que Arwen’s Child pudiera responder.

—Sí, al final de cada torneo hay una gran pelea, todos contra todos. Es bastante peligrosa, porque en ella te pueden dar palizas los grados más altos. En cambio puedes quitarles a los demás sus cosas más preciadas.

—¿Cristales mágicos? —preguntó Sarius mirando de reojo a Lelant.

—Hombre, si alguien se carga a alguien… Es más bien improbable.

Para ser sinceros, en ese momento no le iba bien una gran batalla. Acababa de ganar un grado más y podía perderlo rápidamente. Por otro lado, ¿quién decía que aquí y ahora no había otros dos o tres más?

—En serio, genial que Xohoo ya esté bajo tierra. —Lelant cambió el tema.

«Sencillamente este idiota no nos deja en paz. Espera un poco, Colin».

—Era un estúpido. Todo el tiempo dándole a la lengua. Como de todas maneras nunca hubiera logrado estar entre los últimos, bien podía también haber renunciado. Era exactamente igual de blandengue que tú, Sarius. Así que creo que mejor te liquido de una vez cuando comience la batalla en la arena. Vete despidiendo de Arwen.

—Me llamo Arwen’s Child, perro.

—¿Y a quién le importa?

Parecía como si todos estuvieran esperando el disparo para comenzar una competición de carreras en distintas direcciones, y de alguna forma era justo eso. El grandullón de los ojos saltones se colocó en posición en un extremo de la arena y sostuvo en lo alto su bastón. Sarius volvió a contemplar a la multitud con detenimiento. No muy lejos de él se encontraba un dos, un vampiro, que sería presa fácil, y muy cerca de él estaba LordNick, que aguardaba impaciente. Sarius debía eludirlo. El maestro de ceremonias lo dejó bien claro: «Nadie puede atacar a quien ya esté metido en una pelea».

Tenía que encontrar a una víctima que valiera la pena, una víctima fácil, y rápido, antes de que a algún nueve se le ocurriera que Sarius podría ser una buena presa.

El vampiro dos era ideal y estaba muy cerca. El de los ojos saltones bajó el bastón, Sarius echó a correr, pero inmediatamente apareció Lelant en su campo visual por la derecha. Había bajado la visera de su casco verde brillante y a Sarius le recordó a una rana de acero de pie a dos patas. La punta de la espada de Lelant iba dirigida contra él, pero como iba corriendo no logró apuntar bien y no pudo asestarle una buena, sino que apenas le rozó el brazo. El golpe no produjo nada más que un leve crujido, como haría una puerta de jardín muy oxidada. Sin embargo, hizo que se encendiera la cólera de Sarius como un ardiente sol rojo.

Si así lo quería Lelant, entonces se las vería con él. Sarius consiguió golpearle con el escudo al tiempo que le trabajaba las costillas como un ariete y, sobre todo, pudo atinarle con la espada: primero al casco, luego contra la coraza. Lo principal era que no tuviera tiempo de recuperar el equilibrio.

En esa ocasión, Sarius no necesitó música para sentirse como un victorioso capitán. Le bastó con observar cómo Lelant retrocedía, cómo perdía torpemente el equilibrio, cómo se tropezaba, cómo perdía el escudo. Observó cómo se caía y se quedaba tendido con la espada hacia arriba como el aguijón de una abeja. Lelant tenía la esperanza de que Sarius se clavara en ella.

Después de dos formidables tajos, también perdió la espada. Sarius miró con satisfacción la sangre en el hombro y el pecho de Lelant. Las heridas deberían bastar para un chirrido verdaderamente horrible.

Presionó su acero contra el cuello de Lelant, justo en el borde de la coraza, y se resistió a la tentación de hundirla hasta la empuñadura. «Pero ¿y qué pasará ahora?». Eso no lo sabía.

La solución la traía un gnomo. Una gran sonrisa apareció sobre su rostro azul.

—En efecto, Sarius ha ganado —espetó y abrió las pertenencias de Lelant—. Elección libre para el vencedor.

Naturalmente, lo primero que buscó Sarius era su cristal mágico. Sin embargo, ya no estaba, era obvio.

«Quién sabe qué hizo Lelant con él. Quién sabe lo que se puede hacer con él».

Al menos, Lelant había almacenado ciento treinta monedas de oro. «Grandioso». Sarius iba a cogerlas, pero de inmediato el gnomo lo detuvo.

—Solo la mitad.

También estaba bien. Sesenta y cinco monedas de oro eran un dineral. Aparte de ellas, Sarius encontró un par de botas llenas de esmeraldas, un puñal y una botella de pócima curativa. Todo eso se lo llevó sin que el gnomo protestara. Únicamente volvió a tomar la palabra después de que Sarius hubiese guardado muy bien el botín.

—Bastante ansioso, el joven caballero. Es obvio que en los grados de avance ya no podrá elegir como él quisiera. Puede lograr dos si se permite dejarle su armamento al derrotado.

Sarius prefirió los grados a quedarse con el equipamiento y las armas de Lelant. Para su satisfacción, en la coraza del vencido apareció el número cinco. «Así que era un siete y yo, como un cuatro, era presa fácil para él. Pero ya has visto que no. Mal cálculo, Lelant, idiota». Le había mostrado a Lelant, al idiota, cómo se las gastaba.

Observó fijamente cómo Lelant se ponía de pie y se iba cojeando, tal y como otros vencidos se habían retirado. Ahora él mismo era un seis. Sarius obtuvo un mejor panorama: ahora podía reconocer el grado de casi un tercio de los combatientes. Por desgracia, entre ellos no se encontraban muchas de las caras conocidas. Blackspell, LordNick, Keskorian y Arwen’s Child tenían un nivel igual o mayor a su propio seis. «Lástima». En cambio, Sapujapu resultó ser un cinco igual que Nurax. Ambos continuaban aún enredados en sus respectivas peleas. En el otro extremo de la arena, Sarius descubrió a Drizzel, que intentaba bajar a BloodWork de la plataforma del círculo privilegiado.

—¿Estás listo para otra pelea? —quiso saber el gnomo con la piel azul.

¿Era a él? No lo sabía con exactitud. Sería muy tentador ganar más grados, pero tampoco quería abusar de su buena suerte. «Comenzar el día como un tres y terminarlo como un seis no está nada mal».

—No. Por hoy es suficiente.

—Entonces abandona la arena.

Y eso fue lo que hizo. Volvió a pasar por el mismo portón por el que había entrado, echó un vistazo a la sala de los elfos negros, donde no encontró a nadie —a nadie en absoluto—, y se marchó hacia la salida. ¿Cuándo fue la última vez que se sintió tan bien? No lo sabía. Tenía que haber sido mucho tiempo atrás: un año, dos tal vez. Lleno de ímpetu, con un puñado de oro en la bolsa, Sarius salió a la calle.

«Vamos a ver qué otras cosas nos brinda la Ciudad Blanca».