Un vistazo al reloj del ordenador le reveló a Nick que ya casi era la una menos cuarto y, por lo tanto, demasiado tarde para llamar a Jamie. Su amigo tenía un ordenador a su completa disposición, eso estaba bien. No lo usaba con mucha frecuencia, pero Nick le dejaría bien claro que no se podía perder Erebos.
Aunque por un momento le pasó por la cabeza la idea de ponerse a estudiar Química, era ridícula. Los combates en la arena podían durar mucho tiempo, y si escribía algo por adelantado al menos tendría margen de maniobra. Ahora lo importante, lo más importante, era hacer una copia del juego. Nick hurgó en su cajón. Estaba seguro de que aún tenía unos DVD vírgenes. «Pero… ¿dónde?».
Le llevó muy poco tiempo encontrar un disco debajo de un montón de papeles y libros. Ahora tenía que cruzar los dedos por que el peso no lo hubiera roto.
El proceso de copiado se prolongó mucho más de lo que Nick había pensado. La barra del indicador de avance caminaba muy despacio, con demasiada lentitud. Se quedó mirándola fijamente, como si de ese modo pudiera acelerarla. Pero ¿qué podía ganar si iba más rápido? Tenía que esperar hasta mañana, debía dormir, aunque ni siquiera podía imaginarse dando una cabezada. El cerebro casi le reventaba, repleto de preguntas.
Ante todo: ¿a quién se le ocurrió darle a ese personaje, LordNick, su propio aspecto? ¿Por qué alguien haría eso? Aún recordaba perfectamente la escena en la torre derruida, lo que pasó mientras creaba a Sarius. Ni siquiera por un momento quiso hacerlo parecido a nadie… mucho menos a alguien de su entorno.
«Estoy cien por cien seguro de que es alguien que me conoce… alguien a quien yo conozco —ese pensamiento resultaba a un tiempo halagador e incómodo—. ¿Es uno de mis amigos? ¿Colin? ¿No se esconde detrás de Lelant, sino detrás de LordNick?».
La barra azul del indicador de avance ni siquiera había llegado a la mitad y el flujo de pensamientos de Nick discurría con lentitud. Los jugadores que lo conocían creerían que él era LordNick. Seguro que pensaban que habían identificado, por lo menos, a uno de los combatientes. O a uno de sus adversarios, según como se quisiera ver. Ninguno haría la equivalencia «Sarius igual a Nick». No sabía si eso le parecía bien o si le molestaba.
Su ordenador copiaba, copiaba y copiaba.
«¿Qué nombre se pondría Jamie? ¿Y qué pueblo?». De manera espontánea, Nick se inclinó a pensar que se sumaría a los enanos, pero de inmediato se dio cuenta de que eso sería injusto: Jamie no era bajito, tenía una estatura en la media. Sin embargo, lo realmente decisivo era saber cómo quería ser Jamie. «¿Sombrío y misterioso como un vampiro? ¿Elegante como un elfo negro? ¿Voluminoso y amenazante como un bárbaro?».
Ninguno le quedaba muy bien que digamos. Él simplemente era él. Punto. Pero fuera cual fuese la nación por la que se decidiera, Nick estaba convencido de que podría reconocerlo en todas las presentaciones, ya fuese como Cunegunda, como la dama lagartija o cualquier otra. Sonrió. ¿No debería llamar a Jamie? Él lo entendería y, además, su móvil no despertaría a nadie.
«Ojalá».
¿Y un mensaje de texto? Pero ¿qué le escribiría? «Me urge verte. Si se puede ahora mismo, mejor. Si no, mañana temprano, a las siete». No, eso era imposible. Nick sabía cuánto le gustaba a Jamie dormir hasta tarde los domingos. No se levantaría antes de las nueve. «¡Las nueve!». Eso era demasiado tarde, porque… ¿quién le aseguraba que empezaría a jugar de inmediato?
Por fin, el DVD terminó de copiarse. Nick lo sacó de la unidad de disco, escribió con un rotulador la palabra Erebos y volvió a meterlo con cuidado en su funda.
«Ahora, a la cama», se dijo a sí mismo. De todas formas, sus pensamientos continuaron dando vueltas sin cesar: al lavarse los dientes, al salir del baño y, por último, cuando se metió bajo el edredón que olía a suavizante.
¿Qué pasaría si no lograba hacerlo a tiempo? Pues que se perdería los combates en la arena, ¿y entonces?
Aquello le importaba de verdad. Por fin tenía una oportunidad de avanzar. El mensajero estaba de su lado, Nick lo presentía: le dio consejos y, además, tenía razón… era más inteligente buscarse adversarios que ya hubiera visto en acción. LordNick no pertenecía a esos, y BloodWork mucho menos. Pero le daría una paliza a Lelant en cuanto lo tuviera delante, igual que a Feniel. Siempre y cuando ambos encontraran el camino a la ciudad.
Hundió profundamente la cabeza en la almohada. Iría a casa de Jamie a primera hora; a las nueve estaría llamando a su puerta. Así no perdería tiempo y podría empezar enseguida. «Perfecto». Nick sabía que su amigo estaría entusiasmado con la idea.
—No lo dices en serio.
A través de la rendija de la puerta se asomaron dos ojos entreabiertos. Jamie llevaba puesto un extraño albornoz a rayas y dos calcetines distintos. Debió de ponerse cualquier cosa encima, por las prisas de abrir la puerta.
—Por mí, entra. Pero no hagas ruido, mis padres están dormidos.
El remordimiento de Nick tan solo era una pálida sombra que intentaba cubrir su euforia. Todo lo hizo de la manera correcta: despertó a Jamie con el móvil y no con el timbre para evitar que el señor y la señora Cox tuvieran que levantarse de la cama. Con mayor razón se esforzó por no hacer ruido para no poner en peligro el éxito de su misión. Rápidamente se quitó los zapatos y siguió a Jamie a la cocina que aún olía a grasa de asado. Sobre la estufa, una sartén donde alguien había intentado raspar los restos de carne quemada.
Jamie se sirvió un vaso de agua y se sentó enfrente de Nick en la mesa de la cocina. Al ver su mirada, supo que aún no estaba del todo presente.
—Y a todas estas… ¿qué hora es? —murmuró.
—Casi las ocho.
—En serio, estás chiflado —dijo Jamie sorprendido y bebió el vaso de un trago—. Si mal no recuerdo —continuó—, ayer te propuse que nos viéramos, y tú me dijiste que no tenías tiempo. Y me pareció bien. Entonces ¿por qué?… ¿Por qué diablos te presentas aquí casi de madrugada?
Nick esperaba que su gesto misterioso y prometedor tuviera algún efecto.
—Tengo algo para ti —dijo, y extrajo el DVD del bolsillo de su chaqueta—. Pero antes de dártelo, tenemos que ponernos de acuerdo en algunos puntos.
—¿Qué es eso? —aún soñoliento, Jamie se frotó los ojos con las manos y cogió el estuche.
Nick se lo arrebató con un rápido gesto.
—Un momento. Primero tenemos que aclarar las cosas.
—¿Qué? ¿Qué tonterías son estas? —Jamie frunció el ceño de manera involuntaria—. ¿Me estás tomando el pelo? Primero me despiertas, porque por lo visto se trata de algo importante, y luego empiezas a jugar al ratón y al gato.
Nick se dio cuenta de que la cosa había comenzado bastante mal. ¿Por qué tenía tan mala suerte? Y, además, ¿por qué le dieron el encargo en fin de semana?… Todo hubiera sido mucho más fácil en un día de instituto.
—De acuerdo, otra vez desde el principio. Quiero darte algo, algo verdaderamente fantástico, en el sentido estricto de la palabra. Vas a alucinar, pero tienes que escucharme un minuto —en la cara de su amigo no se leían ni curiosidad ni entusiasmo—. Se trata del DVD que anda de boca en boca desde hace semanas…
—¿Esa copia pirata?
—Bueno, es que, de alguna forma…
—¿Y quién dice que me interesa?
—¡Te va a interesar, confía en mí! Está genial. Al principio yo no lo creía, pero es increíblemente fantástico —dijo y se dio cuenta de que estaba utilizando las mismas palabras que Brynne hace algunos días. Entonces se contuvo.
—Ajá. —Jamie bostezó—. ¿Y de qué se trata exactamente?
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué no?
—¡Porque no se puede! —Nick buscó a la desesperada las palabras exactas que no revelaran mucho, pero que sí despertaran la curiosidad de su amigo—. ¡Esto es así! No te puedo decir nada y tú tampoco puedes decir nada. Te lo doy… pero solo si no se lo enseñas a nadie.
Antes de que terminara de hablar, tenía claro que la conversación había fracasado. El ceño fruncido de Jamie se transformó en cráteres.
—¿Quién dice que no puedes revelar nada?
Nick sacudió la cabeza para quitarse la imagen de los ojos amarillos. Estuvo a punto de perder los estribos. Aunque hubiera ignorado las indicaciones del mensajero, no podía explicarle el contexto a Jamie. No podía explicar qué era lo que hacía único a Erebos. Tenía que aprenderlo por sí solo.
Además, no se atrevió a romper las reglas del mensajero, como se confesó sin querer. El mensajero descubriría su infracción. El mensajero había adivinado incluso que estaba pensando en Emily Carver.
—No tiene importancia quién lo dijo o no lo dijo. No te puedo decir nada, es parte de las reglas.
—¿Qué reglas? Mira, Nick, poco a poco esto me va dando mala espina. Quiero decir, tú me conoces, sabes que tengo curiosidad y que de verdad me gustaría saber de qué va ese misterioso DVD, pero todo lo que tiene que ver con él me resulta completamente tonto. O me das el DVD así sin más, o te piras de una vez. Me parece estúpido poner condiciones.
—Bueno, pero… —Nick buscó las palabras.
¡Con él fue tan fácil! Brynne no necesitó ni siquiera tres minutos para engatusarlo.
—Entiéndelo, los demás se ciñen a las reglas y a nadie le pasa nada por hacerlo.
—¡Vaya, vaya! —Jamie se levantó, volvió a llenar su vaso de agua y de nuevo se la tomó de un solo trago—. Te estás comportando de una manera completamente distinta de lo normal, ¿te das cuenta? ¡Los demás! Antes te importaban muy poco.
Se sentó otra vez a la mesa con los ojos más despiertos.
—¿Sabes qué? Dámelo de una vez. Ahora sí quiero saber de qué se trata.
—¿Vas a respetar las reglas? ¿No hablarás con nadie de esto? ¿No se lo enseñarás a nadie?
Jamie, divertido, se encogió de hombros.
—Tal vez, depende.
—Entonces no puedo dártelo.
—Bueno, pues si es así, me importa un bledo. Entonces me puedo ir a dormir.
—Eres un idiota, ¿lo sabías? —a Nick se le escapó antes de que pudiera darse cuenta. Por un momento le ganó la decepción de que su plan fracasara por la intransigencia de Jamie. Pero la verdad es que era el colmo: ¿por qué ni siquiera quería probarlo? Y, sobre todo: ¿cómo lograría cumplir con el encargo a tiempo?
La palabra idiota provocó un efecto inmediato en la expresión de Jamie. Ya no tenía fruncido el ceño, estaba liso como una pared.
—Sabes, Nick —dijo—, me temo que el señor Watson tiene razón. Piensa que algo peligroso está pasando en nuestro instituto, y ahora yo también lo creo. Quizá lo mejor hubiera sido aceptar el DVD, así habría sabido por fin de qué se trata.
«Qué tontería», quiso decir Nick, pero se mordió los labios. La rabia lo ahogó y la pose soberbia de Jamie le pareció repulsiva.
—Algo peligroso, cielo santo.
—Lo interesante —continuó Jamie— es que aparentemente la gente se atiene, ¿cómo dijiste?, a las reglas. Nadie dice nada. Pero el señor Watson dice que poco a poco se va filtrando alguna información. Oyó hablar de que se trata de un juego llamado Erebos.
—¿Ah, sí? ¿Y si te digo que lo que andan diciendo es pura palabrería?
—Pues entonces lo dirás —replicó Jamie—. Pero a mí no me importa, definitivamente yo me quedo fuera. Por cierto, también hay otros a quienes les llama la atención lo mismo que a mí —por un momento brilló la pícara sonrisa de siempre—. Nick, colega, déjalo, ¿vale? Esto es una moda pasajera que terminará por desaparecer. Tengo la impresión de que la gente se deja convencer muy rápido y se lo toma demasiado a pecho.
—Gracias por la advertencia, papá —bromeó Nick y vio con mucha satisfacción cómo desaparecía la sonrisa del rostro de su amigo—. El pequeño Nick tendrá cuidado. Oye, si supieras qué ridículo te estás poniendo.
Se levantó y se dirigió a la puerta. Esta vez no puso tanto cuidado en no hacer ruido. ¿Ahora qué debería hacer? El plan B era llamar a Emily. La idea hizo que el estómago se le encogiera hasta el tamaño de una nuez. ¿No debería intentarlo primero con Adrian? Pero no tenía su número, «Maldita sea», ¿por qué ayer no pensó en eso?
—Cuando estés harto de esa basura, avísame —dijo Jamie antes de cerrar con llave la puerta detrás de Nick.
Nunca volvería a cruzar palabra con Jamie. Qué idiota. No sabía lo que se perdía y pensaba que debía hacerse el listo enfrente de Nick en lugar de alegrarse.
Y, bueno, ahora tendría que darle su regalo a otra persona. Nervioso, buscó su móvil en el bolsillo del abrigo.
«¿Cómo te va, Emily?», diría. O más relajado: «Hola, Emily. Soy Nick. ¿Tienes un rato para mí? ¿Puedo ir a tu casa?».
Solo con pensar en esas palabras se le llenaron de sudor las palmas de las manos. Sabía que Emily ya había rechazado a tres, él mismo fue testigo de la negativa a Rashid. Pero Nick lo haría de otra manera. De repente, supo lo que le diría. Ya lo tenía y, además, no atentaba contra las reglas.
—¿Hola? —la voz de Emily se oía ronca, soñolienta o resfriada.
Nick no había pensado en la hora, «Maldita sea, maldita sea». Su primer impulso fue colgar pero eso aún sería más estúpido.
—Hola, Emily —dijo aclarándose la garganta—. Siento molestarte tan temprano, pero tengo que hablar contigo.
—¿Ahora? —su voz no mostró mucho entusiasmo.
—Bueno, pues, ahora estaría… bien.
—¿Qué pasa?
Nick tomó impulso para dar la explicación que culminaría con las palabras «quiero regalarte un mundo», pero Emily siguió hablando.
—Ah, ya sé, se trata de esos molestos CD, ¿verdad? ¿Ya has conseguido información más concreta? Ayer se me acercaron tres para intentar endilgarme uno. Y todos se hicieron los misteriosos.
El discurso tan cuidadosamente elaborado de Nick se quebró en un santiamén. De pronto, ya no sabía qué decir.
—¿Nick? ¿Sigues ahí?
—Sí, aquí estoy, pero… ¿por qué has dicho que no todas las veces?
—Por la misma razón que tú, supongo. No me gusta nada de lo que pasa con ese juego. Además, siempre se trata de tipos repugnantes. Se me acercan con eso y de ellos no quiero recibir ningún regalo.
Nick cerró los ojos. Por un pelo estuvo a punto de formar en la fila de los tipos repugnantes.
—¿Y bien? —continuó Emily—. ¿De qué te has enterado?
—De nada. Lo siento. Se trataba de otra cosa, algo muy diferente…
—¿Ah, sí?, ¿qué?
El cerebro de Nick estaba completamente vacío. Desesperado, recurrió al primer pensamiento que le pasó por la cabeza.
—Es por… Adrian. Adrian McVay. ¿Por casualidad no tendrás su número?
El silencio al otro lado de la línea solo reveló incomprensión. El muchacho se odió por su torpeza.
—¿Te refieres al rubio flaco que siempre parece un poco asustado? ¿El del padre suicida?
Nick se quedó mudo por un momento. «Suicida, ¿desde cuándo Emily se expresa de esa manera?».
—Sí, su padre se mató.
—Conozco a Adrian de pasada, solo de vista. ¿Cómo se te ha ocurrido que yo pueda tener su número?
«Sí, ¿verdad, cómo?». Nick apoyó la frente contra la pared más cercana de su casa, estaba tentado a golpearse con fuerza.
—No sé, solamente porque sí. Pensé que os conocíais. Quizá fue un error por mi parte. Disculpa.
La conversación podría terminar ahora mismo, lo que por un lado sería un gran alivio, porque no había sido una buena conversación. Hizo otro intento por salvarla.
—¿Y cómo estás? ¿Ya has terminado tu trabajo de Química?
Silencio. Probablemente Emily había interpretado el repentino cambio de tema justo como lo que era: una salida de emergencia.
—Dímelo, Nick, de verdad, ¿qué es lo que quieres?
«Regalarte Erebos. O por lo menos escuchar tu voz».
—Ya te lo he dicho, el número de Adrian —«Madre mía, ¿no ha sonado muy borde?»—. Lo siento, creía que le habías dado clases particulares, pero me equivoqué.
—Sí. —Emily sonaba como si le creyera.
«Qué suerte». De repente escuchó rumores en el fondo, se oían ruidos, como si estuviera tapando el micrófono de su móvil. Luego volvió a hablar.
—Oye, Nick, tengo que colgar. Mi padre viene a recogerme en media hora y tengo que ayudar a mi madre en algo.
—Oh, sí, claro. Que pases un buen domingo.
No había podido lograr nada de nada. A mediodía tenía que estar en la arena y ya eran casi las nueve. «Adrian», tenía que encontrarlo.
Abrió la agenda de teléfonos de su móvil y buscó nombre por nombre; quizá alguno de sus amigos tenía contacto con Adrian. Se detuvo en el nombre de Henry Scott. Él también jugaba al baloncesto, e iba al mismo curso que Adrian. «Lotería».
Después de que sonara dos veces, Henry cogió el teléfono.
—Hola. Oye, ¿me puedes dar el número de teléfono de Adrian McVay?
—Claro que sí. Espera. —Henry le dictó el número de un fijo, lo que no era tan bueno, pero no importaba—. ¿Para qué le buscas?
Después de que Henry se mostrase tan bien dispuesto, Nick no podía decirle que se metiera su curiosidad por donde mejor le entrara.
—Bueno, tengo algo que me gustaría darle.
Entonces percibió un verdadero interés en Henry.
—¿Es algo que también me podrías dar a mí?
«Bravo». Nick sonrió.
—Bueno, pues, en teoría…
—¿Es algo que por fuera es cuadrado y por dentro redondo y plateado?
Súbitamente, Nick soltó una carcajada.
—Sí, así es.
—Entonces estará mejor conmigo. Adrian ya ha dicho algunas veces que no. Con él pierdes el tiempo.
El mensajero tenía razón de nuevo. ¿Podía ser verdad que todos los candidatos que Nick seleccionó no le daban importancia a Erebos? ¿Por qué? Si ni siquiera conocían el juego.
—Bueno, está bien, si tú lo dices. Entonces voy a dártelo. ¿Dónde vives?
—En Gillingham Road. ¡Pero podemos encontrarnos a medio camino! —Henry sonó sumamente entusiasmado.
—De acuerdo, quedamos en la estación Golders Green, te queda muy cerca, ¿no?
Media hora más tarde, la copia de Erebos de Nick cambió de manos. Henry estaba dispuesto a contestar con un sí a todas las condiciones: silencio absoluto, guardar el secreto y discreción; ninguna pregunta, ninguna duda, solo asintió con la cabeza de manera obediente. Era dueño de un portátil y se moría por echarlo a andar. Nick no pudo borrarse la impresión de que Henry tenía cierta idea de lo que se trataba, pero no se lo preguntó. En realidad le daba lo mismo, lo principal era que él ganó un novato. Henry se divertiría, y cada vez que Nick se topara con un uno, se preguntaría si ese era su uno.