Capítulo 9

—¿Quieres más arroz? —su madre cogió el cucharón y sirvió con mucho ánimo una abundante ración en el plato de Nick.

—No, gracias.

—¿No te gusta?… Qué raro en ti que solo estés revolviendo los pedazos de carne.

Nick no podía concentrarse en las palabras de su madre. Sarius se acababa de instalar en una de las posadas de la Ciudad Blanca, y el mesonero que estaba a cargo de ella le ordenó que descansara durante tres horas. Tras ello, la pantalla volvió a quedarse negra.

—¡Oye, tu madre te ha hecho una pregunta!

—Sí, papá, lo siento. Está buenísimo, es que estoy un poco cansado.

Su padre bebió un trago de cerveza y frunció el ceño.

—¡Pero si hoy ni siquiera has tenido clase!

—No, pero ha estado estudiando Química —dijo su madre para echarle una mano—. Deberías alegrarte de que se tome los estudios en serio. Ayer hablé con la señora Falkner; su hijo ya no aparece por casa y en el colegio no hace otra cosa más que causar problemas…

De nuevo, el pensamiento de Nick voló a otra parte: aún no se había inscrito en los combates en la arena. Ni siquiera sabía a qué lugar debía acudir. ¿Qué pasaría si no encontraba el sitio correcto o si antes tenía que llevar a cabo algún encargo? En ese caso tendría muy poco tiempo. Pero, de momento, debía esperar casi una hora para cumplir el plazo de descanso. Su madre se quedaría dormida frente al televisor, y su padre se iría a tomar su tercera cerveza al bar. Le habría ido mejor que Sarius descansase más tarde, después de medianoche, cuando Nick seguramente ya estaría muy cansado. Se preguntó si los otros ya habrían encontrado el río rojo o si todavía estaban perdidos en el laberinto.

Se frotó los ojos, le escocían. Mientras examinaba su equipamiento, el mesonero le había hablado sobre las magníficas fraguas de armas que tenía la Ciudad Blanca. Sin embargo, Sarius no tenía oro ni cristales mágicos, tampoco sabía cómo iba a pagar la habitación de la posada, pero debía coger una. Fue una orden explícita del mensajero.

«Maldito Lelant». El lunes Nick agarraría a Colin del cuello, «a ese tramposo de mierda».

—¿… ya la próxima semana?

El repentino silencio que siguió a la pregunta le hizo saber a Nick que era él quien debía responderla.

—Ay, lo siento, ¿qué decías?

—Te acabo de preguntar si tienes que entregar la próxima semana el trabajo de Química. Por Dios, Nick, ¿qué te pasa?

La considerable barriga de su padre quedó contra el borde de la mesa cuando, enfadado, se inclinó hacia delante.

—No me parece bien que te andes distrayendo en la conversación. Sobre todo si estamos hablando de ti.

—Sí, lo siento —no hubo ninguna pregunta de por qué, a causa de qué, con qué motivo—. Tengo que entregarlo la próxima semana, pero lo tengo bajo control. ¿Qué tal te ha ido hoy en el trabajo?

Preguntarle a su padre sobre su trabajo era ir a lo seguro. Siempre tenía algo que comentar: esta vez, un paciente le había metido al enfermero Dunmore cinco libras en el bolsillo para que le llevara un pescado con patatas fritas del restaurante más cercano.

—Pero el tipo tiene unos niveles de colesterol altísimos —explicó su padre al tiempo que volvía a servirse del cocido de pollo—. Uno da por hecho que la gente se da cuenta de cuando ha comido hasta reventar y acaba en el hospital, pero nada de eso.

Nick sonrió automáticamente, solo deseaba regresar a la Ciudad Blanca.

—¿Puedo levantarme de la mesa?

—Claro —dijo la mujer.

—Antes ayuda a tu madre a recoger los platos —masculló su padre entre bocado y bocado.

Con la velocidad de un rayo, Nick se levantó de la mesa, metió los platos y los vasos en el lavavajillas a la carrera y subió de tres en tres las escaleras para ir a su habitación. Ahí pasó lo que ya temía: intentó comenzar con el juego y, obviamente, no funcionó. Le quedaban tres cuartos de hora que podía aprovechar para estudiar Química, pero, al pensar en ello, se le erizó la piel. «Vamos —trató de convencerse a sí mismo—. Aunque sea unas cuantas fórmulas».

Sin embargo, justo en el momento en que abrió el libro y comenzaba a luchar contra la oleada de mal humor que lo inundaba, su padre entró en su cuarto.

—Olvidé por completo preguntarte si mañana puedes… ¡Oye, pero si es verdad que estás estudiando!

—Pues sí.

—¿Difícil?

—Puedes jurarlo.

Su padre se quedó de pie, a su espalda, y lanzó una ojeada al libro con un interés benévolo que se desvaneció en cuestión de segundos. No es que el hombre fuese un genio en las cosas de el instituto.

—¡Madre mía! En esto sí que no te puedo echar una mano, Nick.

—Está bien, papá. Tampoco tienes por qué hacerlo, yo me apaño.

Su padre le puso una mano sobre el hombro.

—Siento mucho haberte interrumpido. Estoy muy orgulloso de ti… ¿lo sabías? Al menos uno de mis hijos llegará a ser alguien en la vida.

Nick reprimió el impulso de sacudirse la mano de encima y se mordió el labio inferior. Justo después sintió cómo se retiraba el peso de su hombro.

—Voy al bar. No estudies hasta muy tarde.

Cerró la puerta tras de sí.

Faltaban cuarenta y tres minutos. Se frotó la cara con las manos antes de inclinarse sobre el libro y concentrarse en las fórmulas. Si por lo menos fuese capaz de redactar unos cuantos párrafos para su trabajo, sería suficiente. Nick cerró los ojos y repasó lo que acababa de leer. «Qué lástima que en la vida real no existan los cristales mágicos»; de verdad, él los hubiera utilizado para aprobar Química. Jamás lograría un diez, nunca, nunca podría hacerlo en esa asignatura.

Tomó un folio y escribió el título: «La identificación de aminoácidos mediante la cromatografía de película fina».

—Vale —el primer paso ya estaba dado. Ahora necesitaba una introducción. Aunque así no valía la pena trabajar. Si iba a escribir, por lo menos tendría que hacerlo bien. Esto le llevaría mucho tiempo, lo mejor sería intentarlo mañana, después del desayuno. Así no le estarían pasando escorpiones por la cabeza y, tal vez, su enfado con Colin ya se habría apaciguado.

Nick echó un último vistazo a su libro y encendió el ordenador. Como era habitual, navegó en la página deviantART de Emily, pero no había nada nuevo. Por un momento se sintió decepcionado, pero luego se le ocurrió algo. «¿Por qué no lo había pensado antes?». Abrió la página de Google y escribió «Erebos» en el campo de búsqueda. Tenía que existir una página de la compañía que lo creó, un foro, o tal vez hasta las actualizaciones para descargarlo, consejos, trucos y todo lo demás.

En la primera posición, Nick encontró una notificación de Wikipedia. «Ahí está, el juego es famoso». Hizo clic en el vínculo y leyó:

En la mitología griega, Erebos [*] es el dios de la oscuridad y su personificación. Según dice de manera explícita el poeta Hesíodo, Erebos surgió del Caos al mismo tiempo que Gaia, Nyx, Tártaro y Eros. Como afirma Hesíodo, primero fue el Caos (espacio absolutamente vacío), del cual emanaron las densas tinieblas de la oscuridad, Erebos. Nyx y Erebos se aparearon y crearon junto con el dormir y los sueños el mal en el mundo: la perdición, la vejez, la muerte, la discordia, la ira, la miseria y la renuncia; la némesis, las moiras y las hespérides que aparecían como aspectos amenazantes de la diosa lunar, pero también la alegría, la amistad (Filotes) y la compasión.

En leyendas posteriores, Erebos era una parte del inframundo, el lugar a donde los muertos tenían que ir nada más fallecer. Erebos se consideró asimismo sinónimo del Hades, el dios griego del inframundo.

Nick leyó el texto dos veces y lo cerró. Seguramente sería muy interesante para aquel a quien le gustase la mitología griega, pero para él no tenía valor. «Por ningún lado hay un consejo». Continuó la búsqueda. Solo encontraba vínculos sobre mitología griega; algunos sobre un grupo de Death Metal. No fue sino el último vínculo el que arrebató a Nick un grito de triunfo: «Erebos, el videojuego». Nada más. Esperanzado, hizo clic en la página. Tardó un momento en abrirse. Letras rojas sobre un fondo negro:

Sarius, esta no ha sido una buena idea.

«¿Por qué no?», estuvo tentado de preguntar en un primer momento, pero luego se percató de lo aterrador de la situación, cerró la ventana y cerró el buscador como si pretendiera con ello cerrarle la puerta a alguien. No era real, se lo había imaginado. No podía ser que la red hablara con él. Quizá debería volver a abrir la página para cerciorarse de que se había equivocado. «Seguro que sí…».

Sonó el móvil y a Nick casi le da un infarto. «¿No debería haber cerrado la página?». Leyó un nombre familiar en la pantalla del móvil —«Jamie»— y respiró aliviado.

—¡Hola! ¿Interrumpo? Suenas agitado.

—No. Todo bien.

—Vale. Oye, ¿tienes ganas de salir al campo con la bici? Hace años que no lo hacemos y parece que vamos a tener buen tiempo.

Nick necesitó un instante para dar con un pretexto aceptable.

—Es muy buena idea pero… estoy liado con el trabajo de Química. Quiero entregar un buen ensayo, no quiero arriesgarme.

—Oh. —Jamie sonó decepcionado—. ¿Sabes qué te digo? Yo te ayudo. Vente mañana a mi casa y juntos investigamos en Internet, ¡seguro que así terminas antes!

«Mierda».

—No lo sé… Creo que me centro más cuando estoy solo. Y eso… bueno, también es importante.

Nick apretó los ojos. «Dios, eso sí que ha sonado como una bola». Y absurda además. Del otro lado de la línea escuchó un silencio desconcertante; podía oír el ruido de la televisión de fondo.

—¿Estás hablando en serio? —preguntó Jamie después de una larga pausa—. Hasta hace poco tenías otra idea. Aun así podemos… ¡ah, vaya! —prorrumpió en carcajadas—. Nick, ¿por qué no me lo dices de una vez? Lo que pasa es que tienes una cita y temes que tu amigo Jamie se burle de ti todo el tiempo si me lo dices.

—Tonterías.

—Anda, no pasa nada. Diviértete y el lunes me cuentas todos los detalles. Antes del próximo fin de semana voy a ligarme a Darleen… Podríamos salir juntos los cuatro.

—¿Darleen? —preguntó Nick, interesado pese a su voluntad.

—Sí, la rubia de la orquesta del instituto. Es un año más pequeña que nosotros, toca el clarinete, le gusta ponerse minifaldas vaqueras. Darleen. ¿Te suena?

—Vagamente. Oye, tengo que colgar. Mi madre me está llamando.

La mentira le resbaló de los labios sin ningún problema: el reloj del ordenador marcaba las nueve menos cinco. En un momento podría continuar con el juego.

La habitación era austera, apenas tenía una pequeña ventana que no se podía abrir. La cama rechinaba cada vez que se movía. Sarius temió que se rompiera en cualquier momento y el posadero se la cobrara.

Comprobó con satisfacción que su poder de resistencia y su salud no dejaban nada que desear. El descanso le había hecho bien.

Sin embargo, al acercarse a la puerta, se dio cuenta de que no se hallaba solo en el cuarto: un gnomo tan blanco y sucio como la pared estaba sentado en un banquito con los brazos apretados en torno a sus rodillas.

—¡Jo, Sarius, jo! —graznó y sonrió—. Tengo noticias del mensajero. Se puede decir que yo soy el mensajero del mensajero.

Sarius examinó a su visitante de arriba abajo: su rostro, con la nariz torcida, brillaba de alegría; sin embargo, el elfo no presintió nada bueno.

—Mi amo no aprueba tu curiosidad —empezó a decir el gnomo—, creo que sabes de qué estoy hablando. Naturalmente entiende que quieras saber más sobre Erebos, pero no le gusta que te andes informando a sus espaldas —se hurgó entre los dientes con una de sus largas uñas, encontró algo verde y lo examinó con detenimiento—. No obstante, está dispuesto a responder a tus preguntas. ¡Imagínate! Claro, también quiere hacerte algunas…

Con cierto asco, Sarius observó cómo su interlocutor volvió a meterse la cosa verde en la boca para masticarla con deleite.

—¿Qué preguntas?

—Ah, muy sencillas… Por ejemplo, ¿nick Dunmore conoce a alguien que se llama Rashid Saleh?

Sarius se sorprendió. «¿De qué va esto?». Aunque, si las preguntas del mensajero iban a ser tan sencillas, podía alegrarse.

—Sí, Nick lo conoce.

—Bien. ¿Nick sabe qué le gusta hacer a Rashid?

«Esa es muy fácil».

—Le encanta andar en patinete, escucha hip-hop y admira a Stephen King.

El gnomo asintió contento sin dejar de masticar.

—Nick está muy bien informado. ¿Por casualidad sabe a qué le tiene miedo Rashid?

«No. ¿Cómo podría saberlo? —pero había algo que una vez le llamó la atención: Rashid le tenía miedo a las alturas—. Es verdad, un día fuimos los del grupo del instituto al London Eye, a inmensa noria junto al Támesis, y Rashid se puso blanco como la nieve. Además, estaba a punto de vomitar».

—No le gustan las alturas. Evita las torres y esas cosas.

El gnomo chasqueó la lengua.

—Eso coincide con lo que acabamos de saber. Gracias, Sarius. Mi amo acepta disculpar tu exagerada curiosidad. Y, ahora, como compensación, te voy a contar un secreto —se inclinó un poco hacia delante y le hizo un guiño a Sarius—: Encontrarás la lista de participantes de los combates en la arena en la taberna de Átropos. Saluda a la vieja de mi parte.

El gnomo saltó del banco, hizo una reverencia exageradamente cortés y se largó. Sarius se puso su casco y se colgó el escudo a la espalda. Mientras caminaba rumbo a la puerta, algo le vino a la mente: el gnomo blanco no había respondido a ninguna de sus preguntas. El elfo ni siquiera había podido hacerle una.

Las calles de la ciudad estaban muy animadas aunque ya era muy tarde. Sarius se mantuvo en las vías más anchas y evitó los callejones oscuros que le recordaban los pasadizos del laberinto. En cada esquina había farolas que daban un tono dorado a las paredes color crema. Por aquí y por allá, se topó con algún que otro combatiente; a algunos los conocía: a Sapujapu, por ejemplo, o a LaCor. Sin embargo, le gustaría saber si Drizzel, Blackspell y Lelant habían logrado encontrar el camino a la ciudad. «Seguro que sí. No pueden haber tardado tanto tiempo en toparse con el río rojo». Aunque también era posible que una horda de escorpiones gigantes los hubiera matado. La idea no le disgustó.

Lástima que ya no tuviera oportunidad de preguntarle al gnomo por el camino a la taberna de Átropos: aunque anduvo arriba y abajo por las principales calles de la ciudad, no podía encontrarla. Necesitaba que alguien le diese información. Pronto comprobó que las farolas no equivalían a las fogatas de la selva: solo servían para alumbrar, no se prestaban para entablar una conversación.

Hasta que vio a un enano agobiado que intentaba abrir una pesada puerta de madera no se le ocurrió que podría entrar a cualquiera de las tiendas que se hallaban a los lados del camino. «Carnicería», vio escrito en letras grandes en el tablón de madera clavado en la parte superior.

Algunos minutos después, Sarius entraba en una tienda de cachivaches cuyos estantes estaban atiborrados de rarezas. Su mirada se fijó en el cráneo de un vampiro que pendía de la pared, sus colmillos tenían colgados unos ovillos de hilo. «Este es el lugar correcto. Seguramente los ovillos también se pueden montar en los aguijones de los escorpiones». Del rincón más oscuro del almacén salió arrastrando los pies un hombre con barba gris.

—¿Quieres comprar o vender? —preguntó sin saludarlo.

—Vender —respondió Sarius.

Abrió el paquete de sus pertenencias y sacó las dos tenazas, las planchas dorsales y el aguijón, y los puso sobre el mostrador. El paquete volvió a encenderse, quizá podría comprar uno de los cristales mágicos.

—Ah. Un bicho en pedacitos, ¿no? —constató el comerciante—. No se paga mucho por él. Tal vez solo por las tenazas, si todavía tienen veneno.

Examinó el aguijón negro y retorcido con una lente de aumento.

—¿Cuánto me da por él? —preguntó Sarius—. Me interesaría un cristal mágico, por ejemplo.

El vendedor levantó la mirada.

—Los cristales mágicos no se pueden comprar. Se encuentran. O se regalan. Por el aguijón te daré tres monedas de oro; por el resto, otras dos.

No sonó a una buena cantidad… Tras la pelea contra las hermanas de agua, Tyrania había recibido cuarenta monedas de oro.

—Es muy poco —dijo, pero después tuvo una idea—. Quiero diez monedas de oro, si no puede dármelas, me llevo mis cosas.

El comerciante miró los pedazos de escorpión y a Sarius una y otra vez.

—Máximo seis.

Acordaron siete y Sarius salió emocionado pensando que había logrado un buen arreglo. Sin embargo, muy pronto perdió la emoción al ver que, dos escaparates más allá, un aguijón de escorpión se vendía por cincuenta y cinco monedas de oro. Además, en el calor de la negociación, se le había olvidado preguntar por el camino a la taberna.

Por suerte, en la siguiente tienda, una zapatería en donde se vendían botas a prueba de venenos —que tintineaban y relucían listas—, le dieron información de buena gana.

Como le recomendaron, tomó la tercera bifurcación hacia la izquierda, y se quedó inmóvil frente a una puerta destartalada y con el barniz ajado. El letrero tenía unas tijeras abiertas y debajo habían escrito: El Último Corte.

Dentro estaba un poco más oscuro que en la calle. Los quinqués sobre las mesas apenas alumbraban estas y las manos de quienes se hallaban allí sentados. Los rostros se encontraban ocultos en la oscuridad.

Sarius se paró frente a la barra, tras la cual había una mujer muy anciana que no le prestó atención. Recorría las vetas de la madera con sus torcidos dedos y murmuraba para sus adentros.

—Me gustaría inscribirme en los combates en la arena —dijo Sarius. La anciana se giró a verlo durante un instante, pero no le respondió—. ¿Dónde encuentro la lista para inscribirme en las luchas? —volvió a preguntar—. Usted es Átropos, ¿verdad?

La mención de su nombre pareció despertar a la vieja mesonera.

—Sí, esa soy yo. La lista está en el sótano —examinó a Sarius de arriba abajo—. ¿De verdad quieres apuntarte al combate?

—Sí.

—¿Siendo un dos? Eso no es muy inteligente que digamos. Pero hazlo… si así lo quieres. A mí me da igual —dijo y de nuevo se puso a examinar las vetas de la madera de la barra.

Sarius encontró una escalera que conducía a la parte de abajo. En el sótano había más luz que arriba, pues en la chimenea ardía un buen fuego que iluminaba los arcos de la bóveda. No le resultó difícil encontrar la lista: estaba pegada en la pared y un soldado la custodiaba. Cuando el elfo se acercó, el hombre se dirigió a él:

—¿Vienes a inscribirte?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Sarius.

Levantó la cabeza por encima del soldado para echar un vistazo a la lista y pudo reconocer algunos de los nombres: BloodWork, Xohoo, Keskorian, Sapujapu, Tyrania. «Ningún Lelant, por lo que puedo ver». Tampoco estaba ninguno de los que coincidieron con él en el laberinto.

—¿Con qué arma quieres presentarte en las luchas?

—Con espada.

El soldado escribió algo en un libro.

—Por lo visto, eres un dos.

Sarius estaba harto de que siempre le dijeran lo mismo.

—Sí, ¿hay algún problema? No hace mucho que comencé. Por eso quiero participar en las luchas. Para ganar terreno.

En la parte trasera de la bóveda del sótano se movió algo. Un hombre de elevada estatura con cabello largo y negro se levantó de su silla y se puso a la luz del fuego que iluminaba la sala.

—Si tienes tanta prisa por ganar terreno, enfréntate conmigo. Batámonos en duelo.

La mirada de quien lo desafiaba lo turbó de una manera extraña. Había algo muy raro en él. ¿A quién le recordaba? El escalofrío que le recorrió de arriba abajo le permitió descubrir que el extraño combatiente se parecía mucho a un Nick Dunmore diez años mayor. El mismo pelo oscuro y liso, los ojos pequeños, el hoyuelo del mentón. Era su rostro, solo que más maduro y cubierto con una ligera sombra de barba. El nombre del combatiente era LordNick. «Es imposible que se trate de una casualidad».

—¿Y bien? ¿Aceptas o no?

—Si está permitido aquí…

«Es ridículo que no conozca el nivel de LordNick. ¿Qué pasa si es un siete o un ocho? A lo mejor solo es un tres, y quizá Sarius tenga alguna posibilidad». Entonces recordó cómo había acabado con el escorpión y sintió que se llenaba de optimismo.

—Se permiten los duelos en las tabernas —aclaró el soldado, a quien la perspectiva de una pelea le bastó para desatender su lista—. Pero es el más débil el que debe retar al más fuerte…

Eso significaba que el requerimiento del duelo debía proceder de Sarius.

Y este no estaba seguro de que quisiera hacerlo. Hasta ahora solo había luchado contra monstruos, nunca contra otros combatientes. Por otro lado, si quería enfrentarse en la arena, no perdía nada por tener una pelea de prueba.

—Vale. Reto a un duelo a LordNick.

—¡Excelente, pequeño! —dijo su adversario.

«Bien puede reírse —pensó Sarius—, a fin de cuentas ve que solo soy un dos». Así que retrocedió ante LordNick, que lo tenía justo en la mira.

—¿Qué apostamos en la pelea? A mí me gusta tu casco de lobo, ¿qué te parece jugártelo? Yo apuesto mi escudo, que tiene treinta puntos de defensa.

—Ni de broma voy a arriesgar el casco.

«Ni siquiera si me revelas quién eres y por qué te pareces a mí».

—Entonces ¿qué?

Sarius repasó a toda velocidad su listado de objetos.

—Cuatro monedas de oro.

—¿Qué? Eso no vale la pena.

El personaje que le pareció tan poco digno de confianza regresó a su mesa.

—Claro que vale la pena —objetó el soldado—. En cualquier lucha en que se obtenga la victoria se gana experiencia y energía vital. No debéis olvidar eso.

LordNick, que estaba a punto de sentarse, se detuvo en seco.

—Está bien, me vale, que sean cuatro monedas de oro.

Se pusieron en posición ante la chimenea. Sarius no podía quitarle la mirada de encima al rostro de LordNick: era como si tuviese que pelear consigo mismo. No fue de extrañar que el primer golpe de su contrincante resultara certero. El elfo negro levantó su escudo con rapidez, pero ya era demasiado tarde: la espada de LordNick le hirió en un costado. De inmediato, el chirrido cobró intensidad.

No tuvo tiempo de examinar su cinturón. Sarius debía confiar en que sobreviviría a otro ataque. Se lanzó sobre su adversario y le asestó un primer tajo en el casco y un segundo en el muslo. «¡Ahí!». El cinturón de LordNick ya tenía una parte negra. Aun así, el triunfo de Sarius no duró mucho. Su adversario lo golpeó cruzando el escudo a la altura del pecho y le dio una estocada en el estómago. Sarius cayó al suelo. El chirrido de la herida dolía, dolía mucho, muchísimo.

—¡Alto!

Una sombra surgió entre ambos. Era el soldado.

—Sarius tiene una grave lesión. Ha de decidir si continúa luchando o si se rinde.

Ya no había mucho que decidir. El elfo apenas podría mantenerse en pie, el chirrido en su cabeza resonaba como una sierra de carpintero. Aunque le gustaría detenerlo, no se atrevió porque podría perder alguna advertencia. Alguna indicación, algo importante.

—Me rindo.

LordNick se irguió triunfante sobre él.

—Entonces saca las cuatro monedas de oro.

Sarius abrió su bolsa de pertenencias, sabiendo que no debía hacer ningún movimiento en falso que pudiera causarle más dolor. Entregó la suma requerida. Ahora solo le quedaban tres monedas. Muy pronto tendría que dar un valor monetario a los objetos que consiguió de los ladrones de sarcófagos, si es que podía lograrlo. El último resto de rojo en su cinturón era ridículamente pequeño.

Miró hacia donde se encontraban algunas mesas y sillas, semiocultas en la penumbra. LordNick se volvió a sentar ahí. De una de las mesas se levantó un personaje con un solo movimiento. Bajo la capucha que ensombrecía al rostro, Sarius descubrió los bien conocidos ojos amarillos.

—Lección uno —instruyó el mensajero—: Nunca desafíes a un contrincante del que no sabes nada. Solo debes pelear con aquellos a quienes ya hayas visto guerrear alguna vez.

Caminó hacia Sarius, se arrodilló y le puso una mano sobre la cabeza. El ruido atroz de la sierra de carpintero empezó a disminuir.

—Lección dos: pelea solo por cosas que valgan la pena. Cuatro monedas de oro es algo ridículo. Y ahora levántate.

Le acercó su mano huesuda, esa mano cuyos dedos recordaron a Sarius las patas de los escorpiones, pero de todas maneras se aferró a ella.

—Tenemos algo de qué hablar. Acompáñame.

El mensajero le condujo a una habitación cercana; en el centro, una mesa redonda y, sobre ella, una única vela. Se sentaron.

—Otra vez necesitas curación —dijo el mensajero—. Seguramente recuerdas muy bien las reglas que rigen este mundo: aquí solo tienes una vida, una sola vida. Me parece que no prestas mucha atención a esto.

Sarius no encontró ninguna respuesta apropiada y guardó silencio. Parecía que no era tan fácil quedar bien con el mensajero: reprendía tanto a los que se protegían como a los que lo arriesgaban todo.

—No me malinterpretes, valoro tu coraje —dijo el mensajero como si hubiera escuchado los pensamientos de Sarius—. Por eso estoy aquí, para ayudarte.

Colocó una pequeña botella con un líquido amarillo intenso sobre la mesa. El elfo reconoció la pócima curativa que había recibido tras la pelea contra los troles.

—Me gustaría dártela con mucho gusto. Sabes que mañana comienzan los combates en la arena. No los hay todos los días. Quien quiere seguir adelante debe estar ahí.

—Yo también quiero —respondió Sarius.

—Bien.

El mensajero se inclinó hacia delante como si pretendiera contarle un secreto y, al mismo tiempo, evitar que alguien más lo escuchara.

—Los combates comienzan a mediodía. Quien se ha registrado debe estar a esta hora en la arena. ¡Pon mucho cuidado en no perderte el comienzo porque, si lo haces, no te dejarán entrar más tarde!

—Muy bien —respondió Sarius y estiró la mano para tomar la botellita.

—Espera un momento.

Los ojos amarillo pálido del mensajero centellearon. Puso la mano sobre el brazo de Sarius y en un instante el doloroso chirrido se volvió más fuerte.

—Dije que quería dártelo, no que debieras tomarlo.

Sarius retiró su mano, obediente. El mensajero tardó un instante en hablar de nuevo.

—Creo que es mejor que luches en las peleas como un tres y no como un dos.

—¿Como un tres? Sí, sería genial.

—Entonces, vamos a hacer como si este fuera el tercer ritual. Te voy a encomendar algo, Sarius —ensimismado, el mensajero jugó con la pócima curativa entre sus largas manos cadavéricas—. Supongo que guardaste el disco plateado que te permitió entrar a Erebos, ¿no?

Sarius necesitó un momento para entender lo que el mensajero quería decir.

—Sí. Claro.

—Bien. Mi encargo es el siguiente: recluta a otro guerrero para nosotros. Copia el disco plateado y dáselo a quien creas que lo merece. ¡Pero ateniéndote a las reglas! —un resplandor rojo se fundió en su mirada ambarina—. No reveles nada sobre Erebos. Ni lo más mínimo. Explícale al novato que le estás haciendo un gran regalo, pues eso es lo que harás: al fin y al cabo le regalarás un mundo. Asegúrate de su silencio. Explícale que no debe mostrar a nadie este regalo. Explícaselo de tal modo que lo crea. Aclárale que debe entrar a Erebos solo y sin ningún testigo. Así como tú lo hiciste. Procura que él llegue pronto hasta aquí. O ella.

El mensajero agitó con suavidad la botellita que contenía el brebaje.

—Hasta que el nuevo guerrero esté aquí, tú no podrás entrar… y no quieres perderte el comienzo de los juegos en la arena.

Sarius tragó saliva.

—¡Pero ahora es medianoche, y mañana es domingo! Cómo podría tan rápido…

—Ese no es asunto mío. Eres un guerrero listo, y quieres alcanzar el nivel tres. Si tardas más, las peleas tendrán lugar sin tu presencia.

Sarius se sintió como si lo hubieran molido a palos. ¿Cómo lo conseguiría tan deprisa? Por nada del mundo quería perderse los combates. ¡Si estaba a punto de volverse un tres y, si hacía un buen papel en la arena, quizá mañana podría ser un cuatro!

—¿Se te ha ocurrido alguien? —quiso saber el mensajero.

—Tal vez.

—¿De quién se trata?

—Es un amigo mío. Jamie Cox. Creo que todavía no está en Erebos.

—Ah. Jamie Cox. Bien. Y si no es él, ¿entonces quién?

«Emily —pensó Sarius—. Con nadie me gustaría tanto compartir un secreto como con Emily».

—También hay una chica a la que podría preguntarle —dijo.

—¿Cómo se llama?

No quería decirlo. No quería.

—¿Se trata de Emily Carver? —el mensajero hizo la pregunta como por casualidad. Estupefacto, Sarius lo miró fijamente—. Pues si es ella, solo puedo desearte mucha suerte y que tengas más éxito que los otros tres que ya lo han intentado.

El tono enervante, el inexplicable conocimiento que poseía el mensajero, la presión del plazo, todo eso le imposibilitaba tener la mente clara. Para aclarar las ideas, Sarius intentó concentrarse en lo esencial: la resolución del encargo para el tercer ritual.

«Jamie, Emily… ¿Quién más habría? Dan y Alex están al tanto desde hace tiempo, Brynne sin duda, Colin, Rashid, Jerome…».

Su mejor carta seguramente estaba con las chicas. Quizá podría preguntarle a Michelle, tal vez a Aisha o a Karen. Si no, le tocaría dirigirse a los más jóvenes…

—Adrian McVay también es una opción —dijo al mensajero—. Todavía no participa, creo, y seguro que le gustaría Erebos.

Casi de forma imperceptible, el de los ojos amarillos negó con la cabeza.

—Tampoco lo aceptará.

Pasó un tiempo durante el cual el mensajero no apartó la mirada de Sarius. Silencioso, agitaba la botellita en su mano; el amarillo brillante del brebaje, el amarillo purulento de sus ojos y el amarillo pálido de la llama de la vela eran las únicas manchas claras que había en el lugar.

—Quisiera intentarlo con Adrian —dijo al fin Sarius—. Creo que siente curiosidad por el juego.

—Entonces inténtalo. Así que están Jamie Cox, Emily Carver y Adrian McVay. De acuerdo. Espero a uno de ellos. Si tienes que decidirte por alguien más, avísame.

Colocó el frasco ante Sarius, esperó hasta que lo bebió del todo y solo entonces se encaminó hacia la habitación trasera. De inmediato, el elfo notó que su cinturón recobraba sus colores y que desaparecían los chirridos de dolor antes del golpe de la puerta y la oscuridad total.