Ordenador encendido. DVD insertado. Auriculares puestos. Largos segundos de espera hasta que el programa se puso en marcha.
—Sarius —le susurró una voz espectral.
Se hallaba en la misma cueva donde se encontró con el mensajero. Pero, a diferencia de ayer, en esta ocasión la luz emana de las paredes, claras y esmeriladas como cristal. «¿Cristal mágico?».
Cuando Sarius se agachó para recoger algo que parecía una moneda de oro, el acceso a la cueva se abrió para dar paso al mensajero. El hombre examinó al elfo con sus ojos amarillos.
—¿Cumpliste con el encargo?
—Sí.
—Solo por curiosidad: además de Galaris, ¿qué había escrito sobre la caja?
—Números… 18/03.
—Bien, muy bien. Ahí está tu nuevo equipo: una coraza, un casco y una espada decente. Sarius, estoy satisfecho contigo —dijo mientras señalaba hacia una roca empotrada que tenía forma de mesa.
La curiosidad llevó a Sarius hacia allí. Su casco cobrizo resplandecía, estaba adornado con el relieve de una cabeza de lobo que enseñaba los dientes. Se sentía contento, los lobos eran uno de sus animales favoritos. Se puso la coraza. —«¡Nueve puntos de fuerza!»— y tomó la espada: era más larga y de un metal más oscuro que la que tenía. «¡Esto ya es otra cosa!». Como una suerte de coronación, se puso el casco de lobo.
—¿Estás satisfecho? —preguntó el mensajero.
Sarius asintió de todo corazón. Ya era un dos y tenía un aspecto estupendo.
Pero eso no era todo. El mensajero ciñó su manto a su cuerpo enjuto.
—Este es Erebos. Ya verás que los servicios bien cumplidos son recompensados.
Dile a Nick Dunmore que debe ocuparse de que ningún no iniciado invada este territorio, después debe ir al patio interior de la casa de sus vecinos. La reja del pozo de ventilación está suelta. Si la quita y mete la mano, encontrará algo.
«¿Encontrar algo?». Sarius no quería ir a ningún lado, solo anhelaba comenzar y probar su nueva espada.
—¿Ahora mismo? —preguntó.
—Claro. Yo esperaré lo que sea necesario.
El mensajero se recostó contra la pared cristalina y cruzó los brazos sobre su pecho.
Aplazamientos, solo aplazamientos. Nick se quitó los auriculares. Por si acaso, cerró su habitación con llave. Si su madre lo descubría, le haría preguntas incómodas. Y, para colmo, tendría que pasar frente a ella. Si le preguntaba adónde iba, no podría darle ninguna respuesta razonable.
Lo mejor era acabar pronto. Salió a hurtadillas, abrió con muchísimo cuidado la puerta y aguzó los oídos para distinguir los ruidos en el apartamento. Alcanzaba a escuchar a medias las palabras de mamá en la cocina. Estaba hablando por teléfono. Era una suerte inesperada. Nick caminó con disimulo hacia la puerta del piso, a toda velocidad se puso las zapatillas de deporte, cogió su abrigo y salió.
El patio interior de la casa vecina lucía un descuido acogedor. Varios años atrás, alguien intentó plantar flores en la verde superficie, la mayoría se habían marchitado. Lo que sobrevivió proliferaba sin ton ni son.
Frente a él había tres rejillas de ventilación, todas a la altura de la rodilla. La primera estaba firmemente sujeta. Nick la sacudió un poco pero no se movió un milímetro. Se asomó por uno de los huecos cuadrados: solo se veía oscuridad y olía a humedad de sótano.
Por su parte, la segunda rejilla fue todo un descubrimiento: se veía desprendida del muro y, cuando Nick intentó quitarla, no opuso resistencia. En ese momento se preguntó qué le esperaba tras la abertura. ¿Otra vez una caja con la fecha de su cumpleaños? ¿Otro encargo? ¿La recompensa que el mensajero había mencionado?
«Chocolate —pensó Nick—. Ositos de goma como provisión para las largas noches de Erebos». Palpó la abertura del lado derecho pero quitó su mano inmediatamente. «Cobarde —se dijo—. ¿Qué te pasa? ¿Miedo a las ratas? ¡Contrólate, lo que está aquí pertenece al mundo real!».
Pese a sus pensamientos, sintió un escalofrío en la nuca cuando volvió a meter la mano en el hueco. Al principio solo encontró suciedad, pero después sintió un plástico. Lo cogió y sacó una bolsa amarilla de los grandes almacenes Selfridges, que tenía algo blando dentro. Durante un instante, Nick pensó que podía ser un uniforme de Erebos, como el que los jugadores portaban a partir del segundo nivel; pero eso era a todas luces ridículo, aunque resultaba más convincente que lo que en realidad extrajo de la bolsa: sobre la camiseta negra estaba impreso en azul «Hell Froze Over» y, debajo, sonreía la cabeza del diablo cubierta de hielo.
Durante unos segundos imperó el silencio. «Esto no puede estar pasando». HFO era algo que solo conocían él y su hermano; solo Finn y él sabían de la camiseta. Nick estaba seguro de que no le había dicho una palabra de esto al mensajero, ni lo había hablado delante de nadie. Echó un vistazo a la etiqueta de la talla: XXL. «Entonces sí podía conseguirse».
Llamaría a Finn. Seguro que había una explicación, probablemente fue su hermano quien escondió la camiseta. Nick se la puso bajo la nariz. ¿A qué olía?, ¿a la casa de Finn? No, solo a detergente y un poco a sótano húmedo.
¿Era posible que Finn jugara Erebos? Claro, ¿por qué no? A veces ocurrían las casualidades más locas.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó su madre cuando entró por la puerta.
Por suerte, había sido lo bastante listo como para esconder la camiseta dentro del abrigo.
—Fui a comprar chicles.
Hasta tenía un paquete abierto en el bolsillo, pero su madre no quiso verlo.
Al regresar a su cuarto, Nick se aseguró de que el mensajero aún estaba en su lugar. Lo miró antes de coger el móvil de la mesita de noche y marcar el número de Finn.
—¡Hola, enano! Me alegro de oírte. ¿Qué pasa?
—Finn, ¿has recibido ya la camiseta de HFO?
Solo se escuchó una breve pausa.
—No, ya te lo dije. Por el momento es imposible, pero voy a seguir intentándolo, ¿de acuerdo? No sabía que era tan importante.
—No, no, está bien. No te preocupes.
Finn no mentía, claro que no, ¿por qué iba a hacerlo?
—No te enfades, Nicky, pero tengo que colgar, hay mucha gente en la tienda.
—Está bien. Espera, una cosa más: ¿últimamente estás jugando al ordenador? ¿Alguna aventura gráfica?
—No, para nada. No tengo tiempo. ¡Inconvenientes de ser empresario! —Finn se rió, colgó y dejó a Nick con más incertidumbre que antes de la llamada.
El mensajero no parecía impaciente, al contrario. Despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo, se apartó de la pared, y Sarius empezó a moverse de nuevo.
—¿Encontraste tu recompensa?
—Sí, gracias.
—Espero que te haya gustado.
—Claro, cómo no. ¿Puedo preguntar algo?
Parecía que el mensajero vacilaba un poco.
—Dime.
—¿Cómo sabe él qué es lo que deseo? Nadie puede saberlo si yo no lo digo.
—Ese es el poder de Erebos. Debes alegrarte de tenerlo de tu lado.
El mensajero inclinó la cabeza, una sonrisa desfiguró sus demacradas facciones.
—Mientras no nos decepciones, estará de tu parte. Ahora dime, ¿qué te apetece? Podrías ayudar a destruir una aldea de orcos, allí hay mucho oro que recoger. También podrías buscar el pasaje secreto de la Ciudad Blanca, mañana habrá combates en la arena. Es una oportunidad estupenda de convertir a un dos en un tres. O tal vez hasta en un cuatro.
—¿Se puede?
—¡Por supuesto que se puede! En la arena se demuestra de qué madera es el combatiente. Allí puedes ganar o perderlo todo. Claro, es mejor que ganes. Cristales mágicos, armas, nivel. La última vez, en una sola pelea, un vampiro llamado Drizzel le hizo perder tres niveles a otro vampiro llamado Blackspell.
—¿Se puede? —volvió a preguntar Sarius, contento de todas las posibilidades que se le presentaban.
—Por supuesto.
La decisión de Sarius fue firme. «Al diablo con la aldea de los orcos».
—Quiero ir a la Ciudad Blanca.
—Buena elección. Solo queda esperar que la encuentres a tiempo. La inscripción para los combates termina mañana, cuando el reloj de la torre dé las tres. Mucha suerte.
El mensajero se despidió haciéndole señas con sus largos y huesudos dedos, y Sarius salió de la cueva a un florido prado bañado por el sol. Nuevamente tendría que arreglárselas solo.
Árboles frondosos, arbustos floridos. Dio una vuelta pero no vio ninguna señal de una ciudad blanca. Para no quedarse así, inmóvil, caminó hacia delante. Una vez le dio buen resultado.
El gorjeo de los pájaros lo sacó de sus casillas. Aquello se parecía más a un paseo campestre que a una atmósfera de aventuras. No vio ningún pasaje secreto. Ni el montículo de un topo.
Sin embargo, allá, a lo lejos, algo yacía sobre la hierba: quizá era un pedazo de tela, quizá una bandera. Se acercó, se agachó y se quedó helado. Levantó un trozo de tela ensangrentada que aún goteaba. Una camisa.
A la distancia escuchó un ruido, semejante a un gruñir contenido. Sarius dejó caer la camisa y echó a correr. Quiso alejarse del gruñido que no sonaba ni a animal ni a humano, sino a una espantosa mezcla de ambos. Mientras corría sobre una pequeña elevación descubrió que su resistencia era más duradera.
Solo por casualidad le hizo frenar justo antes de caer en un cráter que surgió de pronto en el borde de la colina. Sarius echó un vistazo a la profundidad escabrosa, abrupta y nada tentadora. Tras él se escuchaba el gruñido, cada vez era más fuerte y, a pesar de la curiosidad, no quiso saber quién o qué lo originaba. Un poco más adelante encontró una escalera oxidada que no inspiraba confianza alguna; sin embargo, era una seductora posibilidad de escapar del ser que gruñía. Pensó en la camisa ensangrentada y, con mucho cuidado, puso un pie en el primer escalón. Rechinó, pero súbitamente empezó a sonar la deliciosa música y acopió el valor necesario para convencerse a sí mismo de que iba por el camino correcto. Nada había que pudiera hacerle mal. Siguió adelante, sin titubear, acompañado por la melodía, lleno de emoción por lo que podría esperarlo al final de la escalera. Con cada peldaño que descendía, todo se iba haciendo más oscuro. Cuando llegó al fondo solo reconoció lo que las antorchas de las paredes alumbraban con luz crepitante: muros, caminos, pasadizos y bifurcaciones abiertas en la áspera roca. Se encontraba en un laberinto. Empezó a caminar al azar y, en unos cuantos segundos, perdió la orientación.
Entre sus aparejos no tenía nada con lo que pudiera marcar las paredes. Ni una tiza, ni un hilo. Lo único que podía hacer era raspar la roca pero con mucho cuidado. «No con la espada nueva».
Cuando miró hacia arriba se percató de que la hendidura por donde había entrado estaba muy lejos. La luz del día casi no llegaba hasta allí, pero había antorchas prendidas en las paredes a intervalos irregulares. Entre ellos, distintos niveles de oscuridad.
Sarius siguió caminando, sus pasos retumbaban. ¿Solo eran los suyos? Se detuvo, el eco se agotó.
La música le dio fuerza para continuar adelante. En la primera bifurcación optó al azar por el camino de la izquierda, pero inmediatamente se arrepintió: la siguiente antorcha estaba demasiado lejos. Apresuró el paso para alcanzar la luz pero se quedó inmóvil a unos cuantos pasos de ella. Algo brillaba en la pared rocosa. «¿Un cristal mágico?». Sarius tocó el muro con ansiedad y al hacerlo la cosa brillante se deshizo y se escurrió como una huella viscosa. Asqueado, solo pudo girar el rostro. Por fin llegó a la siguiente antorcha. Tras ella lo esperaba otra bifurcación. «¿A la derecha o la izquierda?».
Hacia la izquierda había más claridad. Torció la esquina con cautela, con la espada bien agarrada. Cada paso retumbaba. Si aquí abajo había monstruos, ya lo habían escuchado.
Sarius llegó a otro cruce de caminos. Una especie de intranquilidad se apoderó de él. Desde luego, aún le sobraba mucho tiempo para inscribirse en los combates en la arena; sin embargo, todo se veía igual. Rocas oscuras, antorchas, charcos de agua. Nada más. «Ni siquiera hay un luchador por ningún lado», pensó.
Al atravesar un cruce se tropezó con un cuerpo. El susto le llegó hasta la punta de los dedos, saltó atrás tan rápido como pudo, volvió a ponerse de pie, desenvainó su espada y la apuntó hacia el obstáculo que lo había hecho tropezar.
«Una mujer gato». Sarius examinó su nombre: Aurora. Su cinturón solo mostraba los últimos puntos rojos, el resto se hallaba negro como el carbón. «No está muerta del todo». Al tocarla, movió ligeramente la mano. El elfo tardó en entender lo que quería decirle. Prendió fuego.
—Gracias. Estoy a punto de morir. ¿Puedes ayudarme?
—¿Qué te ha pasado?
—Un escorpión gigante. Hay cuatro o cinco por aquí. Escoria; si te pican, estás perdido.
«Un escorpión gigante». A Sarius la amenaza no le pareció pequeña.
—¿Somos los únicos aquí abajo?
—No… Hay un montón de gente. ¿Sabes curar?
Sarius reflexionó un momento. El escorpión debió de picarla tan fuerte que su doloroso lamento era casi insoportable.
—Puedo… pero nunca lo he hecho.
—¡Maldita sea! Yo no puedo y tampoco sé cómo se hace.
«Debe hacerse igual que cuando prendí fuego», pensó Sarius y lo intentó. No pasó mucho tiempo antes de que se viera un relámpago rojo. El cinturón de Aurora comenzó a recobrar su color, pero el poder vital de Sarius disminuyó de forma considerable. No contaba con eso, necesitaba cada chispa de energía para no morir en el laberinto.
—Podías habérmelo dicho —reprendió a Aurora.
—¿Qué pasa? —la mujer gato ya estaba tan recuperada que pronto se incorporó y tomó su arma: un látigo de nueve cola. «Qué apropiado».
—¡Que te has curado a mi costa!
—Tranquilízate. Te vas a recuperar. Es distinto a las heridas de verdad.
Aún furioso, Sarius miró su cinturón: algo se movía. Milímetro a milímetro, el gris se transformaba en rojo.
—¿También estás buscando la ciudad? —preguntó Aurora.
—Sí. No tenía ganas de pelearme con orcos.
—Yo tampoco. Aunque tal vez sean más agradables que los escorpiones. Me dio tanto miedo que no te lo puedes ni imaginar.
De manera involuntaria, Sarius se preguntó si ya conocía a Aurora. Claro, fuera de Erebos.
—¿Escuchaste el gruñido? Arriba, en la colina.
—Sí —dijo.
—¿Sabes de qué tipo de bichos se trata?
—No era ningún bicho, eran zombis. Me tocó deshacerme de dos de ellos antes de bajar la escalera. Fue asqueroso, se deshacen cuando los golpeas.
Sarius no se arrepintió de no haber visto un zombi. Estaba seguro de que haber bajado la escalera era lo correcto, solo así podía continuar con su búsqueda. Sin embargo, en ese momento creyó escuchar algo: los resonantes pasos de varias patas sobre el duro suelo de piedra.
—¿Aún eres un dos? —preguntó Aurora.
—¿Sí, y qué? ¿Tú qué eres?
Algo rugió sobre ellos como si se aproximara una tormenta.
—No puedo decirlo, conoces las reglas.
Los cortos pasos cada vez se aproximaban más. ¿Acaso ella no los escuchaba? ¿No le importaba lo que se oía?
—Por lo menos podías decirme quién está aquí abajo.
—Los verás muy pronto. Algunos que no conozco y otros que siempre han estado aquí. Hace un rato vi a Nodhaggr, Duke y Nurax, además de a una tal Samira, con la que nunca me había topado, y algún que otro vampiro.
—A Samira la conozco —se apresuró a decir Sarius.
—Sí, ¿y qué? De todas formas se largó cuando…
El escorpión negro se movió como un rayo en el rincón que estaba detrás de Aurora: era enorme y el golpeteo de sus patas era muy intenso. Haciéndose a un lado, Sarius logró esquivar su curvado aguijón y blandió su espada. «Si se acercara un poco, podría intentar cortarle las tenazas». Pero no lo hizo, el animal estaba muy entretenido con Aurora. Ella lo descubrió demasiado tarde, cuando se puso en posición de ataque y la pinchó. La mujer gato cayó al suelo. «¿Aún tiene algo de rojo en su cinturón?». Sarius no tenía tiempo para comprobarlo, ni ganas de volver a perder energía vital con ella. En ese momento, creyó escuchar que el escorpión venía por el otro lado. La bestia le cortaría el paso y él tendría que regresar…
No lo pensó demasiado tiempo. Ondeó su espada y asestó un golpe a la tenaza izquierda. El sonido era idéntico al choque de metal contra metal. El escorpión retrocedió un poco. Sarius enterró la espada en la diminuta cabeza, el animal le lanzó golpes con sus tenazas y sacudió su aguijón por los aires. Algo empezó a gotear de la punta; en el suelo había sangre, veneno o ambas cosas que formaba un humeante charco en el piso de piedra.
Entonces, Sarius apuntó hacia el aguijón que se cernía muy cerca de su cabeza. Al segundo intento le atinó. El escorpión se estremeció, reculó y huyó por uno de los oscuros pozos del laberinto.
El elfo echó un último vistazo a la inmóvil Aurora y se alejó. «Ya la ayudé una vez, con eso debe ser suficiente». Mientras corría miraba con mucha atención a lo que había a su alrededor. «¿Por qué no escuchó al escorpión?». Apenas tenía una vaga idea: estaba herida y quiso ahorrarse el doloroso chillido en su cabeza. «Grave error». Por ese motivo, Sarius decidió escuchar atentamente cualquier sonido. No se dejaría sorprender. No moriría como un dos.
Había sentido un escorpión a su espalda. Hasta había podido oírlo. No renunciaría a ninguno de sus sentidos, pero tampoco tenía una estrategia para salir ileso del laberinto.
Respiró profundamente y aguzó el oído. Ningún ruido de pelea. Tampoco se escuchaba el ruido de los pasos del escorpión que lo seguía. Estaba nervioso. Poco a poco Sarius continuó, tomó el camino de la derecha y se detuvo ante una bifurcación. ¿Alguien se podría morir de hambre en este laberinto?
Siguió a su instinto y se dirigió a la izquierda. Ahí, suspendido en el muro, se encontraba un escorpión de aspecto arácnido: sus planchas dorsales reflejaban la luz de la antorcha. Era más grande que el anterior. El bicho movió su aguijón como si quisiera hipnotizarlo. Sarius no blandió su acero: apuntó y lo clavó en el centro del cuerpo acorazado, ahí donde se unían las planchas dorsales …
Se escuchó un ruido, un chillido horripilante. La espada desapareció en la profundidad del cuerpo del animal, que intentaba como loco atrapar a Sarius con sus tenazas. Era en vano: no se podía mover, la espada estaba muy clavada. Los brazos del elfo temblaban. Sostener un escorpión era más pesado que subir laderas. No quiso pensar en lo que pasaría cuando su resistencia se agotara.
«Muérete —pensó—. Muérete de una vez».
En algún momento se detuvieron los estertores del animal, se desmayó, su cola llena de púas cayó hacia un lado. Por fin logró sacar su arma. Lo que no había tenido en cuenta es que los escorpiones muertos no pueden sostenerse en las paredes. Cuando se percató de ello, casi fue demasiado tarde: tuvo que saltar a un lado antes de que el animal le cayera encima y lo aplastara con todo su peso. Yacía inmóvil, solo una de sus patas se sacudía de cuando en cuando.
Sarius se sentó, apoyó la espalda contra la pared y miró fijamente al escorpión. Puso atención para descubrir si otro ser de este tipo se acercaba, pero —aunque se esforzó por escuchar— no oyó ningún eco. En cambio, volvía a sonar la música en un tono tan bajo que apenas resultaba audible.
Era nueva, pero al mismo tiempo conocida. La música convenció a Sarius de que no corría ningún peligro. Podía tomarse un tiempo para contemplar a su contrincante derrotado y descubrió que podía desmembrarlo sin mayor esfuerzo. «Quitarle las tenazas, por ejemplo». Las guardó junto con una de las planchas dorsales. Dudó un poco sobre el aguijón venenoso. Quién sabe, quizá le hiriese con solo tocarlo. Lo que menos deseaba era que volviera el horrible y estridente quejido de dolor.
Tocó el aguijón con mucho cuidado, solo en el extremo. No pasó nada. Con enorme cautela, lo desprendió y lo guardó entre sus pertenencias.
Una vez que retomó el camino, a unos cuantos pasos se encontró con un elfo negro y lo reconoció nada más verlo: era Lelant, y desde la última vez que se encontraron ya se había ganado un nuevo equipo. Balanceaba un mangual con unos alarmantes y largos picos. Los dos se examinaron por un momento. Ninguno prendió una hoguera. Sarius no quiso dar el primer paso. Todavía se sentía un novato, apenas un simple dos. Además, solo había una cosa que le gustaría saber de Lelant: si él era Colin. Pero si era o no Colin, jamás se lo revelaría, ni aunque prendiera diez fuegos.
El escorpión tenía una pinta horrible: casi estaba deshecho. Sarius ni siquiera deseaba tocar su carne rosa y grisácea, brillante y húmeda. Dio un paso hacia Lelant, que permanecía inmóvil, como una sombra, recostado contra la pared.
«¿A qué espera? ¿Quiere continuar el camino junto con Sarius? No estaría mal, no debe de quedar mucho para la próxima batalla». Gritos, truenos y golpes de metal resonaban en los pasillos del laberinto.
Sarius examinó su fuerza vital. No iba mal; ya había recuperado la mayor parte de lo que le supuso curar a Aurora. Superó la pelea contra el escorpión casi sin bajas, y nada como dirigirse a la siguiente contienda. Lanzó una última mirada a Lelant, que se apartó de la pared y caminó alrededor del escorpión que yacía en el suelo. Lo miró con atención. Tenía que abastecerse con esas asquerosas provisiones. El escorpión le ofrecía siete unidades de carne, pero Sarius no había querido ninguna de ellas.
El ruido de la lucha atrajo su atención. Se dejó guiar por el estruendo y encontró un truculento y bajo pasaje sumido en la oscuridad, llegó a un camino más ancho cuyas paredes parecían aterciopeladas, como si estuvieran cubiertas de moho azul marino. En el siguiente cruce de caminos giró a la derecha y se topó con un callejón. «Maldito laberinto». Contuvo su enfado y en cuanto pudo cogió otra vez la vía de la derecha. El pasaje no tenía ni siquiera una pequeña antorcha. Si algún escorpión andaba husmeando por ahí, Sarius solo se daría cuenta de su presencia cuando le encajara el aguijón en la espalda.
Sin embargo, todo parecía indicar que esa bifurcación era la correcta: el sonido de la lucha le llegaban con más claridad que antes. También se oía el golpeteo de las patas de un escorpión. Dio un paso en la oscuridad y sintió una amenaza omnipresente. Levantó la espada y se giró de golpe. ¿Había algo ahí, junto a él, detrás de él? No.
No había otro remedio: si quería seguir avanzando, debía decidirse a hacerlo. Sostuvo el escudo muy cerca del cuerpo y desenvainó la espada; se movía a tientas por la oscuridad.
Cuanto más se adentraba en el pasadizo, más parecía que se le echaban encima las paredes. Al cabo de un rato, muy lejos de él, Sarius distinguió un pequeño resplandor. Hacia allá tenía que ir. Con la sensación de casi haberlo logrado, aceleró el paso… y se cayó. Reaccionó a la sensación de pánico blandiendo su arma en la nada, y esperó que en cualquier momento lo atacaran, le hirieran o llegara a sus oídos el ruido atormentador, pero nada de eso sucedió. Volvió a ponerse de pie. La escasa luz le indicó que estaba solo, completamente solo. Eso, por supuesto, sin contar con la cosa con la que había tropezado.
Se agachó. Reconoció huesos, unos mechones de cabellos rojizos, un arco largo y dos flechas rotas. El cráneo que perteneció al esqueleto rodó un poco más allá y se detuvo junto a la pared de piedra.
«¿Es uno de nosotros? No importa, solo hay que irse de aquí». Con desagrado echó otra mirada al esqueleto y continuó su marcha hacia donde había más ruido y luz. Más adelante había una pelea: enfrentarse a ella era mejor que la incertidumbre y mucho mejor que la oscuridad desierta.
«¿Dónde se ha metido la luz?». Era imposible que desapareciera, ¿por qué estaba inmóvil ante la pared? Se dio la vuelta. «Nunca vas a salir de aquí». Volvió a pensar en la camisa ensangrentada que encontró en la hierba… Si se hubiera quedado arriba, habría tenido que pelear con zombis, pero, por lo menos habría sido bajo el sol.
Parecía que algo irradiaba una luz, una luz que dibujaba una sombra en la pared. Al golpear con su espada se dio cuenta de que esa sombra era la suya propia. El eco del golpe se perdió en la oscuridad de los pasajes.
El fragor de la batalla se escuchaba tan cerca, que los otros debían encontrarse detrás del siguiente muro. Caminó a tientas siguiendo la pared, contra la que rechinaba su coraza. De pronto, la pared desapareció. Sarius se topó con un nicho y en él, por fin, un portón. Obviamente estaba cerrado. Lo examinó, descubrió el cerrojo y lo abrió. Empujó la madera con todas sus fuerzas, logró entreabrir la hoja y la luz entró a raudales por la rendija. El fragor de la batalla era tan fuerte como nunca antes: frente a sus ojos aparecieron piernas enfundadas en botas de piel, así como negras patas de escorpión que golpeteaban contra el suelo.
Una parte de él, una gran parte, quería volver a cerrar el portón y esperar hasta que todo se hubiera acabado. Nadie lo había visto, ¿o sí? Quizá solo el mensajero que todo lo ve y todo lo sabe…
A Sarius le bastó con pensar en los ojos amarillos. Abrió el portón y se lanzó hacia delante. Vio tres escorpiones y a seis, no, a siete combatientes. ¿Conocía a alguno? No tuvo tiempo para detenerse a mirar, pues uno de los escorpiones se apartó de su contrincante y corrió hacia él.
Retrocedió y se cercioró de que su espada apuntase en dirección del agresor, cuya cola con su aguijón se hallaba bien erguida y se movía de aquí para allá en busca de un punto vulnerable donde clavarse. Sarius asestó un fuerte tajo al cuerpo del escorpión, y se escuchó un crujido. El segundo golpe atinó en el ponzoñoso aguijón; aquello había ahuyentado al primer escorpión, pero por desgracia no tuvo la misma suerte con este. Quizá Sarius no había dado un buen golpe, pero aun así su adversario retrocedió un paso, solo para volver al ataque con renovados bríos.
El elfo negro saltó a la derecha, y el aguijón pasó junto a él sin tocarlo. Entonces aprovechó la oportunidad y una vez más lo atacó con su acero. Por fin el bicho empezaba a tambalearse. Con un poco de suerte, Sarius podría hundirle la espada como al otro escorpión que quedó atrás de la pared. Una de las afiladas tenazas pasó zumbando alarmantemente cerca, y el elfo se agachó a la espera del horripilante chirrido, pero el escorpión falló. Un empujón con el arma y el caparazón cedió. El animal cayó a la derecha, Sarius persistió en su ataque y le hundió la espada en la panza descubierta. Dio en el blanco. De pronto, alguien apareció junto a él y clavó su alabarda en el escorpión.
Así como hacía un momento deseaba compañía, ahora ya no la quería. Era una estúpida elfa negra quien pretendía ahora entrometerse en sus asuntos, justo cuando ya había pasado la peor parte y lo que faltaba era tan fácil como comer pastelillos. Su compañera de batalla no quería abandonar la presa. Su arma debía de ser mucho más fuerte que la de Sarius, pues tres golpes bastaron para que el escorpión quedara inmóvil sobre el suelo.
En su interior, el elfo se sentía furioso. Su espada estaba embadurnada de esa sustancia gris y viscosa, y le asaltó el deseo de mezclarla con la sangre de la elfa negra que se había entrometido en su combate y había aprovechado para consumar la parte fácil. Como si hubiera necesitado ayuda. Como si no lo hubiera logrado él solo.
Buscó su nombre. «Feniel, ¡vaya! Entrometida de pacotilla. ¿A qué viene aquí en este momento?». A abalanzarse contra el escorpión ya muerto para hacerlo carne picada. A diferencia de Sarius, ella no había tenido que enfrentarse con el aguijón ni con las tenazas, y ahora —evidentemente— prefería hurgar en lo que podía sacar del cadáver. «En serio, esto es de locos».
Victoria, susurró una voz al oído de Sarius. Miró para todos lados. Había vencido en la lucha, pero los otros combatientes de Erebos aún estaban muy ocupados. Al igual que Feniel, descuartizaban a los escorpiones en trocitos y el elfo tuvo la sensación de que se le estaba escapando algo.
Cuando escuchó los cascos del caballo supo perfectamente lo que le esperaba. En ese instante entró al galope el corcel acorazado del mensajero, y su jinete alzó la mano a modo de saludo.
—Habéis hecho un buen trabajo y una vez más recibiréis vuestra recompensa. Creo que empezaré por Drizzel.
El vampiro, que aún escarbaba con los brazos hasta los codos en el abdomen del escorpión, se levantó. Sarius se esforzó en no pensar en qué era lo que escurría de las manos de Drizzel.
—Combatiste muy bien, aunque no con excelencia. Te daré un nuevo escudo. También muy bueno. No excelente.
Drizzel cogió el escudo con sus manos pegajosas y lanzó el viejo a uno de los pasajes del laberinto.
—Feniel.
La elfa negra se abrió paso delante de Sarius, echándolo a un lado.
—Veo con agrado que no lo piensas dos veces, tienes arrojo y consigues lo que quieres obtener. Por eso has de hacer lo mismo con tu equipamiento. Aquí tienes cincuenta monedas de oro. Decide libremente qué quieres comprar con ellas.
Sarius tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar un tajo a Feniel. Esa elfa se metió en su combate cuando casi había terminado y ahora la recompensaban por hacerlo. «Esto es una tomadura de pelo».
—Sarius.
Dio un paso al frente. «Estuve magnífico, anda, acéptalo. Vamos, admite que lo hice de coña para ser un dos».
—Saliste ileso de la batalla. Mi enhorabuena. Sin embargo, llegaste tarde a la lucha y no mataste al escorpión tú solo. Aun así quiero recompensarte. Voy a reforzar tu magia curativa. Ahora puedes dar más poder a los demás.
Le molestó un poco que aquello fuera todo. «¿Y ya está? —Sarius miró perplejo al mensajero—. ¿Qué tipo de recompensa es esa? Cuando uno cura debilita su propia fuerza, ¿y ahora me voy a boicotear a mí mismo todavía más?». No iba a usar esa estúpida magia, no estaba loco.
—Blackspell —el mensajero llamó al que le seguía. Un vampiro, al que puso por las nubes, y al que regaló una espada de color rojo intenso y traslúcida como vino oscuro. Sarius quería una de esas. Pero no, acababa de recibir una nueva y maravillosa pócima mágica para curar y reforzar. «Me la ha hecho buena».
¿Por qué estaba tan enfadado? También se sentía furioso con Nurax, el hombre lobo, a quien el mensajero regaló un par de resistentes botas, y con Grotok, el primer ser humano que se encontró en Erebos, quien recibió unos rollos de pergamino.
Así como conocía a Nurax, Sarius también reconoció a la siguiente persona que fue recompensada: Arwen’s Child. Aunque tenía leves lesiones, recibió un poco de pócima curativa y diez monedas de oro. Todo era mejor que la porquería que le habían dado a él.
—¡Gagnar! —llamó el mensajero. Un hombre lagarto, envuelto en andrajos y visiblemente malherido, salió arrastrándose de detrás de uno de los escorpiones muertos—. Estuvo cerca, Gagnar. Si te quedas aquí, morirás. Ven conmigo.
Gagnar intentó levantarse. En su desarrapado jubón y en su manchada capucha Sarius reconoció con claridad el número uno. Estaba marcado en la tela como si hubiera sido grabado a fuego. No podía quitarle la mirada de encima. Por fin alguien que tenía menos idea que él. El hombre lagarto se dejó ayudar para montar a lomos del caballo.
—Tenéis permitido hacer una hoguera —notificó el mensajero, luego partió al galope.
El fuego de Sarius ya estaba ardiendo antes de que cualquiera pudiera reaccionar. Arwen’s Child y Blackspell se acercaron lentamente, los otros volvieron hacia los cadáveres y hurgaron en ellos.
—¿Qué buscáis? —preguntó Sarius para empezar la conversación.
Blackspell guardó silencio, pero Arwen’s Child dio la información de buena gana.
—Cristales mágicos, claro.
—¿En los escorpiones muertos?
Sarius se quedó estupefacto. Ese era el último lugar donde los buscaría. Aquello explicaba todo el alboroto que se traían Drizzel y acompañantes. Sarius casi estuvo tentado a unírseles.
—¿Alguna vez has encontrado alguno? —preguntó a la elfa negra.
—Hasta ahora no. Son muy escasos, lo más preciado que puedas obtener aquí. Una vez estuve presente cuando BloodWork sacó uno de una araña gigante. Era azul. No tengo ni idea de lo que hizo con él.
Pensativo, Sarius contempló las altas llamas de la hoguera. ¿Cuándo volvió a sonar la música? No se había dado cuenta, pero ahora estaba ahí y eso le reconfortaba. Podría hacer frente a la siguiente batalla, así de fuerte se sentía y en esta ocasión no permitiría que Feniel le hiciera a un lado.
—¿Sabes qué se puede hacer exactamente con los cristales?
Arwen’s Child se tomó su tiempo antes de responderle.
—Los cristales pueden cumplir tus más grandes deseos. Incluso, probablemente, devolver a la vida a los muertos. Y también te permiten entrar al círculo privilegiado.
—¿Qué es eso del círculo privilegiado? —preguntó Sarius. Su ignorancia no le molestaba en lo más mínimo. Eso era por la música; cada nota le hacía sentirse como un rey. «Aquí eres el protagonista, los demás son solo actores de reparto». Sin embargo, no obtuvo lo que buscaba: Blackspell intervino en la conversación.
—Tienes que encontrar la respuesta por ti mismo. También nosotros tuvimos que hacerlo.
—Está bien, solo era una pregunta.
Drizzel y Nurax se dieron por vencidos, abandonaron los cuerpos de los escorpiones y se acercaron al fuego.
—Por lo menos podrían haberse lavado, llevan una pinta terriblemente asquerosa —dijo Arwen’s Child al tiempo que les daba la espalda.
Drizzel se situó a su derecha.
—Oye, Sarius, pensaba que ya estabas muerto. Que las gigantes azules te habían liquidado en el río.
—Pues ya ves, aquí estoy.
—¿Y qué tal fue la carnicería?
—Lo sabrías si no te hubieras largado.
—Vaya, estás muy crecidito para ser solo un dos.
El elfo se quedó callado. Los demás podían ver cuál era su nivel, pero él no podía ver el de ellos. De pronto se sintió indefenso.
—Déjale en paz o le contaré unas cuantas cosas que sé sobre ti —dijo Arwen’s Child.
—Hazlo. Ya sabes cuánto le gustan los cotillas al mensajero —replicó el vampiro.
En ese instante Lelant apareció por la esquina. Se detuvo en seco y con la rapidez de un relámpago sacó su mangual del cinto.
—Ay, maldita sea, una invasión de elfos —se lamentó Blackspell.
—Cállate —dijo Sarius.
Le gustó que Lelant anduviera por ahí. «Sé quién eres, amigo». Con un gesto de invitación, se hizo a un lado para que Lelant se sentase junto a él. Pero, al parecer, el otro no quería. Se mantuvo alejado de la fogata. Después miró a Feniel y a Grotok, que aún estaban muy ocupados con los escorpiones muertos. Se les acercó un poco, aunque volvió a cambiar de opinión y, así, acabó acercándose al fuego. Sin embargo, se quedó tan lejos de Sarius como le fue posible.
—Qué hay, Lelant —le saludó este.
—¿Esos dos buscan cristales mágicos? —preguntó el elfo en lugar de saludar.
—Claro —dijo Blackspell—. Pero no tienen mucha suerte. Los bichos no llevan nada dentro.
—Ajá, mala suerte. Conmigo fue distinto. —Lelant escarbó con la mano en su bolsillo y sacó un cristal que despedía una luz verde—. Genial, ¿no?
—¿De dónde la has sacado? —preguntó Arwen’s Child.
—A ti qué te importa.
Sarius miró fijamente la piedra luminosa y sintió cómo empezaba a enfurecerse. No tenía que preguntar de dónde procedía ese cristal. Ese era su escorpión, su botín, se lo había dejado a Lelant y este se había aprovechado de él. Era muy desagradable, y punto.
—Eres consciente de que esa piedra en realidad me pertenece, ¿verdad?
—No veo por qué.
—Porque solo yo aniquilé al escorpión, por eso. Si fueras justo, renunciarías a ella.
—Sigue soñando. No estoy borracho.
Sarius ni siquiera supo cómo había desenvainado la espada. Ahora estaba ahí, de pie, desconcertado. En realidad no quería atacar a Lelant, solo quería recuperar el cristal que le pertenecía. «Si supieras quién soy, sencillamente me lo darías».
—¡Eh, oye, no queremos duelos fuera de la ciudad! —exclamó Drizzel.
—¡Uy, qué miedo! ¡El dos quiere atacarme! —se burló Lelant—. Un roce con la espada y el mensajero se cebará contigo. Anda, dame. Hazme el favor.
Por mera formalidad, Sarius apuntó con su espada el pecho de Lelant durante algunos segundos antes de volver a envainarla. En el fondo, estaba contento de haberse librado de la pelea.
—Sabes de sobra que el cristal no te pertenece.
—¿Por qué? ¿Tengo yo la culpa de que te hayas largado y solo te hayas llevado el aguijón y las tenazas? ¡Deberíais haberlo visto! Le cortó las tenazas al bicho y recargó su bolsa de adquisiciones con ellas. ¿Para qué las quieres? ¿Para hacer manualidades?
Sarius clavó una mirada a Lelant. Su rostro era marrón oscuro, tenía el pelo revuelto y los ojos negros relucían. «Me las vas a pagar, imbécil».
—Entonces quédatelo. Eres un gorrón cobarde.
—Pero un gorrón cobarde con un cristal mágico. ¿Alguien sabe en qué dirección queda la ciudad?
—Pregúntale a tu cristal —dijo Sarius con acritud—. O, para variar, esfuérzate un poco.
No aguardó la réplica de Lelant, solo dio la espalda a la hoguera, echó a caminar hacia el primer pasaje del laberinto que vio ante sí y, sin más, entró en él. Era mejor continuar solo que rodearse de idiotas.
Estuvo muy cerca de encontrar un cristal mágico, ¡muy cerca! En los pasajes siempre está oscuro, pero cuando pensó en Lelant se sintió con fuerza para continuar avanzando. Si se le aparecía un escorpión, lo haría papilla. «Continúa, continúa». Aún tenía mucho tiempo para llegar a su destino y se había propuesto librarse de los demás.
Para su total desconcierto, todos los pasillos se veían iguales. No había ninguna señal para ir a la Ciudad Blanca. No se encontró con nadie, y nadie lo atacó. Después de un rato que le pareció interminable, se detuvo. Su furia se había reducido a la mínima expresión.
«¿Y ahora qué?». Se podría dar de bofetadas por su imprudencia. ¿Por qué no le pidió por lo menos a Arwen’s Child que lo acompañara? Ella estaba de su lado, no debió haberla dejado plantada con los otros. Ahora podría hacer un fuego y no se las tendría que arreglar solo.
Una vez más intentó orientarse. Debía de haber alguna señal. Quizá piedrecitas blancas en las desviaciones correctas o las campanadas que resuenan a cada hora. Aguzó el oído. Observó en todas las direcciones. Puso atención en cada bifurcación. Y ahí, en el tercer desvío escuchó algo, no una campana, sino un ruido de fondo. Solo que era casi silencioso, un punto de referencia. Algo que se podía perseguir.
Cuanto más se fijaba en él, más claro le parecía a Sarius que lo seguía. A pesar de su previsión, algo le dijo que no había peligro. Por un momento se detuvo para intentar aclarar de dónde venía su certeza. Reconoció que provenía de la música. Suavemente y sin que se diera cuenta, le cambió el carácter; las notas le dieron consuelo y no le quedó duda de que se hallaba en el camino correcto.
Minutos después, Sarius descubría de dónde provenía el murmullo: un río subterráneo cuya agua apenas se vislumbraba negra a la luz de las antorchas, pero que al acercarse parecía roja como la sangre.
Involuntariamente, empezó a imaginarse lo peor: campos de batalla, gigantescos montones de cadáveres, rituales de sacrificio. De algún lado tenía que venir la sangre. «¡Si es que es sangre!». Aún no podía saberlo a ciencia cierta. El color del agua quizá se debiera a las piedras del fondo… pero eso no importaba. De todos modos no iba a beber de allí, aunque un refuerzo no le vendría nada mal.
Se detuvo en el borde pedregoso, justo ante la orilla del agua que corría con regularidad y constancia como si fuera lineal, como si avanzara por un canal. «Muchas veces, las ciudades se construyen a orillas de los ríos». Se decidió a seguir ese camino como si fuera un hilo de Ariadna. Pero ¿río arriba o río abajo? Examinó su alrededor en busca de alguna indicación, y al no encontrar ninguna optó por continuar río arriba.
Al poco empezó a clarear. En la orilla del río relucían a distancias regulares los rescoldos del fuego. «Parece un juego de niños». Sarius aceleró el paso, agrandó la zancada al descubrir la ancha escalera que lo conduciría hacia arriba, solo se detuvo un momento para revisar su barra de resistencia. Tomó aire y comenzó a subir, la música a su alrededor lo festejaba, y la luz diurna caía reparadora sobre él.
Cuando por fin llegó al monte, el paisaje que descubrió era majestuoso. Muros, torres y níveos arcos marmóreos brillaban con la luz del sol. Incluso las calles que conducían a la ciudad relumbraban.
Sarius ya no tenía prisa. Parecía que la ciudad solo lo esperaba a él, que guardaba esa perspectiva solo para él, y caminó lentamente hacia ella.
A su llegada y delante del portón, los cuatro guardias bajaron sus lanzas a modo de saludo, sonó una fanfarria, el heraldo barrigón que se hallaba en lo alto de la muralla de la ciudad anunció la nueva:
—Sarius ha llegado. El caballero Sarius, perteneciente a la casta de los elfos negros, entra en la Ciudad Blanca.