Capítulo 7

Cualquier combinación de teclas resultó inútil. Con un suspiro, Nick oprimió reset y el ordenador se reinició. El tiempo que transcurrió antes de que se desplegara la imagen del escritorio y todo estuviera listo para el juego le pareció indescriptiblemente largo. Movió los pies y miró el reloj: 1.48 AM. Por suerte, mañana era sábado y podría jugar con calma. «Claro, en caso de que Erebos abra… pero seguro que lo hará». Si fuera necesario, podría crear un nuevo personaje. Le pareció una buena idea. «Quizás un bárbaro o un vampiro». Los bárbaros tenían una resistencia envidiable.

Buscó el icono de Erebos, una simple E, e hizo clic. En una fracción de segundo, el cursor se convirtió en un reloj de arena pero después recobró su forma de flecha. Eso fue todo. Nick hizo doble clic sobre la E, extrajo el DVD y volvió a meterlo. Nada.

Dos veces reinició el ordenador antes de darse por vencido. Los demás programas funcionaban sin problemas; Erebos era el único que no daba señales de vida. «Maldita sea».

Se sentía demasiado nervioso como para irse a dormir. Ahí estaba, sentado, perdiendo el tiempo… A la orilla del río azul o en la muralla negra se iniciaban las batallas más emocionantes. Y, si no era así, por lo menos podría estar frente a la hoguera y conversar con los otros.

Pero, al parecer, su copia del juego tenía un fallo grave, un problema.

Entonces recordó a Colin pidiéndole consejos a Dan. Nick miraba cómo su amigo se sometía a la voluntad de la abuelita tejedora y, a pesar de eso, Dan no se los dio. «¿Su juego dejó de funcionar sin remedio en el mismo punto?».

Molesto, abrió el Buscaminas y jugó tres partidas del tirón mientras maldecía en voz alta. «Después de esto me iré a dormir. ¿Y si entro a la página de Emily?». No, no tenía ánimo para hacerlo. No estaba lo suficientemente relajado, ni romántico, ni curioso.

Contra su costumbre, Nick se despertó a las siete. Estaba nervioso, como antes de un examen. Sintió los ojos pegados, ardientes. El solo hecho de pensar en levantarse lo adormilaba. En realidad, no tenía por qué hacerlo. No todavía. Escondió la cabeza bajo la almohada y trató de no pensar en nada, pero se sorprendió repitiendo las combinaciones que había descubierto en Erebos: ctrl+f para encender fuego, b para bloquear, space para saltar, esc para escapar. Se preguntó si Colin estaría jugando en ese momento. «No seas estúpido, está durmiendo. ¿Cuál será su alias? —Nick tuvo una sospecha—. ¿Cómo se llamaba el elfo negro que se escondió durante el combate contra los troles? Lelant… Sí, Lelant se quitó de en medio en la batalla y Colin hace justo lo mismo cuando da por perdido el partido: se sale del juego y no mueve un dedo».

En su mente, Nick registró a Colin como Lelant. «Bien». Pero todavía era más interesante saber quién se escondía tras BloodWork… Probablemente uno de los matones que merodeaban por los cubos de basura en el patio del instituto para asustar a los chicos de once años. A casi ninguno lo conocía por su nombre.

«¿Dan?». Fijo que Dan era un enano gordo como Sapujapu. O igual se presentaba delgado y con buena planta, como vampiro, por ejemplo. O tal vez era uno de los elfos negros, que eran demasiados, muy a pesar de Nick. Cualquiera que fuese, lo reconocería por su fastidiosa manera de hablar, por su fanfarronería y, en ese momento le daría un golpe con la espada.

Nick suspiró. No podía volver a conciliar el sueño con el juego dándole vueltas en la cabeza. Se estiró, se sentó y balanceó sus piernas más allá del borde de la cama.

Totteridge no estaba lejos. La Northern Line era su ruta de casa al instituto. Aunque solo fuera para mantener las buenas maneras y a pesar de que el juego ya no corría, podría ir a la iglesia de Saint Andrew.

Nick se sentó frente al ordenador y volvió a intentarlo. Obtuvo el mismo resultado que antes de irse a dormir: Erebos no abrió.

Por suerte, la conexión a Internet funcionaba. En pocos minutos encontró en los mapas de Google la ubicación de la iglesia de Saint Andrew, también halló la imagen del tejo que por lo visto tenía dos mil años y que, justo por eso, era el ser vivo más antiguo de Londres. «¡Vaya!». Sus ramas estaban tan entramadas que en la pantalla parecían un enorme arbusto.

Hacía media hora que su padre se había ido a trabajar y su madre seguramente dormiría hasta las diez. Nick se cepilló el pelo, lo sujetó en la nuca y se puso la misma ropa del día anterior. Podía aprovechar la oportunidad y traer el desayuno: su madre iba a agradecer que apareciese con unos pastelitos con topping de chocolate. Cogió una vieja bolsa de tela, la metió en el bolsillo de su cazadora y le dejó una nota a su madre sobre la mesa de la cocina: «Voy a llevarle algo a Colin, no tardo».

Cerró la puerta con tanto cuidado que ni siquiera él pudo escucharla. Su madre no llamaría a Colin para comprobar que era cierto lo que había escrito. Y, aunque lo hiciera, su amigo llevaba varios días sin contestar al teléfono.

Nick se bajó en Totteridge & Whetstone y tuvo que esperar diez minutos el autobús que lo llevaría a la iglesia siguiendo Totteridge Lane.

El tejo se veía a kilómetros de distancia. Pero, por desgracia, no se encontraba tan solo como Nick lo imaginó a partir de la foto de Internet; por el cementerio paseaba mucha gente: una pareja de ancianos, dos mujeres con cochecitos de bebé, un jardinero. Ninguno de ellos se preocupó por Nick, aunque se sentía estúpido por tener que buscar algo que estaba al pie del enorme árbol, o algo que seguramente no estaba.

De pronto cobró conciencia de lo absurda que era su situación. ¿Por qué estaba ahí?, ¿porque un personaje de una aventura gráfica le había ordenado que buscara algo debajo de un árbol? «Dios mío, esto es ridículo». Al fin y al cabo, nadie sabía lo que estaba haciendo. Podía limitarse a regresar a casa y olvidarse de todo; podía desayunar con mamá y después salir a dar una vuelta con Jamie. O jugar a un juego de ordenador más amigable.

Solo que el juego ya no arrancaba. «Ese maldito juego de mierda».

Para distraerse y darle algún sentido a su excursión matutina, Nick dio una vuelta alrededor de Saint Andrew. Contempló el edificio de ladrillo rojo con su blanca y cuadrada torre, y tomó una decisión: era estúpido regresar a casa sin examinar el tejo.

A la sombra del árbol se erguían unas lápidas antiquísimas, estaban ladeadas. «Qué animado», pensó Nick. Casi con respeto puso la mano sobre el imponente tronco. ¿Cuántas personas harían falta para poder rodearlo?, ¿cuatro?, ¿quizá cinco? No costaba ningún esfuerzo esconder cosas en el interior. Sin embargo, no había nada, al menos no a simple vista. Nick hundió la mano en una oquedad del tronco y tocó la tierra que se había acumulado en el interior. Dirigió su mirada hacia el suelo. Ahí tampoco había nada. «¿Y ahora qué?».

Siguió caminando, se colocó bajo las pesadas ramas y miró la parte trasera de la hendidura del árbol. Se agachó.

Un objeto cuadrado y de color café claro asomaba entre las plantas que se arremolinaban contra la agrietada corteza del árbol. Nick revolvió los tallos.

La caja tenía el tamaño de un libro grueso y el borde de sus esquinas estaba envuelto con cinta adhesiva negra. Incrédulo, Nick la levantó, era pesada. Ensimismado limpió la tierra que se le había adherido. Sobre la madera, con letra manuscrita, se leía una sola palabra: «Galaris» y, abajo, una fecha: 18/03. Nick luchó contra la sensación de irrealidad.

El 18 de marzo era su cumpleaños.

Con la bolsa que contenía la caja sobre las piernas, Nick miró más allá de la ventanilla del tren. Una parte de él estaba concentrada en no pasarse de estación. Otra más importante, esencial, intentaba explicarse lo que estaba pasando. Casi eran las dos de la mañana cuando el mensajero le pidió que buscara la caja. ¿Ya estaba bajo el árbol en ese momento? Y, más importante: ¿cómo diablos llegó allí? ¿Por qué tenía escrita la fecha de su cumpleaños? ¿Qué significaba Galaris?.

Más que nunca deseó aclarar sus dudas con Colin. Seguro que él conocía mejor Erebos, claro, si también lo habían mandado al viejo tejo.

Se bajó en West Finchley. Tenía por delante unos quince minutos de caminata, pero podía hacerla por la pradera. Conocía la zona, con cierta frecuencia iban a pasear por allí. Era un paraíso para los corredores y los dueños de perros. Mientras cruzaba un pequeño puente sobre el Dollis Brook, sacó su móvil y marcó. Antes de que sonara dos veces, Colin ya le había contestado. Nick estaba tan sorprendido que por un momento olvidó para qué había llamado.

—¡Estoy ocupado! —le dijo Colin—. Si quieres hablar, podemos hacerlo en el instituto. ¿Te parece?

—¡Espera! Quiero preguntarte algo sobre Erebos. Se trata… Me encomendaron una tarea tan rara, he tenido que…

—Cállate, ¿quieres? —lo interrumpió—. Conoces las reglas, ¿o no? ¡No divulgues ninguna información, ni siquiera entre tus amigos! No hables sobre el contenido del juego. ¿Eres idiota, o qué?

Por un instante, Nick levantó los ojos hacia el cielo.

—Pero… es que… ¿te lo tomas tan en serio?

—Es serio. Guárdate tus comentarios o te expulsarán antes de que puedas contar hasta tres.

Nick calló un instante. Pensar en que lo expulsarían lo incomodaba. Lo humillaba.

—Yo… pensaba que… Olvídalo —dijo.

Cuando Colin le respondió, su tono sonaba conciliador.

—Lo siento, chaval, son las reglas. Y créeme, vale la pena seguirlas. El juego es genial. Y cada vez se pone mucho mejor.

La bolsa con la misteriosa caja pesaba mucho para las manos de Nick.

—Estupendo. Bueno, pues…

—Aún llevas poco tiempo en el juego. —Colin sonaba animado—. Pero ya verás. Solo cumple las reglas… eso significa que nada de rumores.

Nick aprovechó el cambio de humor de su amigo para hacerle una última pregunta.

—¿Alguna vez se te ha bloqueado el juego?

Colin se rió.

—¿Bloquearse? No. Pero sé a qué te refieres —bajó la voz como si presintiera que alguien pudiera escucharlo—. A veces… simplemente no quiere. Espera. Te pone a prueba. ¿Sabes algo?, a veces creo que está vivo.

Nick dejó atrás los pequeños parterres multicolores a ambos lados del camino. El Dollis Brook corría sosegado junto a él, casi sin hacer ruido.

«“A veces creo que está vivo”, muy gracioso, Colin».

El sol salió entre las nubes justo cuando entró al bosque. Se quedó parado y giró la cara hacia los cálidos rayos. ¿Y si buscaba un lugar tranquilo donde pudiera quitarle la cinta adhesiva a la caja con mucho cuidado?, solo para echarle un ojo. «¿Solo para saber qué es lo que pesa tanto?».

Nick dejó pasar a tres personas que iban trotando y miró a su alrededor. Nadie lo veía.

Con una sensación de cosquilleo, Nick sacó la caja de la bolsa. Apenas era del tamaño de una cajetilla de cigarrillos, pero pondría la mano en el fuego por que no tenía nada que ver con el tabaco. Sostuvo la caja inclinada: lo que estaba dentro resbaló hacia la izquierda. Era probable que fuese de metal y no especialmente grande. Considerando el tiempo que necesitaba para deslizarse de un extremo a otro, no ocupaba la mitad del recipiente.

Para probar, Nick metió una uña en uno de los bordes de la cinta adhesiva. Estaba bastante pegada. Tardaría mucho en quitársela y podría dejarle huellas. No era buena idea.

Unos ladridos furiosos distrajeron a Nick de sus pensamientos. Un labrador y un pequeño perro cazador color canela aparecieron un par de metros detrás de él y, por lo visto, no simpatizaban entre sí. Sus dueños tiraban de las correas para separarlos.

Nick metió la caja en la bolsa y entró en el bosque acompañado por los ladridos de uno de los perros.

No fue difícil encontrar Dollis Road: resaltaba por encima del bosque y la calle; además, las vías de la Northern Line pasaban sobre ella. Un vagón del metro corría bajo la luz del sol casi veinte metros por encima del suelo. Bajo el puente, por el contrario, era terreno de sombras, húmedo.

El mensajero había hablado de uno de los arcos cercanos a la calle. Cerca es relativo. Nick se decidió por la segunda columna de los arcos y ocultó la caja bajo el pasto que crecía en exceso al pie del pilar de piedra. Ahí podrían encontrarla, pero nadie se tropezaría con ella por casualidad.

Satisfecho, miró a su alrededor hasta que recordó las palabras del mensajero. «Vete sin mirar atrás».

«¿Qué puede pasar?». Desde el punto de vista lógico, no podía ocurrir nada: el juego no podía saber si había llevado a cabo su encargo y cómo lo había hecho. Aunque, pensándolo bien, conocía su nombre, el escondite de la caja y la palabra Galaris.

El paso de un tren provocó un gran estruendo sobre su cabeza. No debía girarse. Aunque, en realidad, no existía la mínima razón para hacerlo. Quizá solo era un delirio de persecución y Nick no había sentido que lo siguieran.

Dobló la pequeña bolsa de tela y la metió en su abrigo. Luego se fue sin mirar hacia atrás.

Ya era casi mediodía cuando Nick regresó a su casa, traía una bolsa de papel con cuatro pastelillos. Su madre ya iba por el segundo café.

—Nos quedamos de charla —murmuró Nick y dispuso los pastelillos en un plato. Se moría de hambre.

—¿Quieres café?

—Sí, si se hace pronto.

La cafetera sacaba de quicio a su madre, pero ella, de reojo, miraba con gula el plato de pastelillos.

—¿Son de topping de chocolate?

—Sí, los dos oscuros. Los de coco son míos.

Su madre le puso frente a la nariz una taza tamaño gigante de capuchino con espuma. Nick devoró el primer pastelillo como si se estuviera muriendo de hambre, y de un solo trago bebió la mitad del café.

—Por la tarde voy a ir a casa del tío Hank, está redecorando. Me iría bien que vinieras conmigo. Papá tiene que sustituir a un compañero: tú eres el único que puede subir la escalera hasta el techo, alguien tiene que pintarlo.

Nick tenía la boca llena, y aprovechó la circunstancia durante algunos segundos.

—Me encantaría, en serio —dijo, con voz de lamento—. Pero en unos días tengo que entregar un trabajo de Química… Es dificilísimo. Me sentiría fatal si no estudio. Había pensado que hoy tendría tiempo…

La mirada de mamá era divertida y curiosa.

—¿Quieres estudiar Química? ¿No vas a ir al polideportivo ni al cine?

—Lo juro. Ni el polideportivo ni el cine entran en mis planes. —Nick sonrió a su madre con la conciencia tan limpia como la nieve inmaculada. Su última frase, palabra por palabra, era una verdad absoluta.