El agua hervía en una gran olla. Su madre apoyaba los codos sobre la encimera y hojeaba una revista de mujeres. A su vaso de vino tinto solo le quedaba el último sorbo.
—Perdona por lo de antes —dijo Nick.
Con cierta calma, examinó a su madre: se había puesto dos mechas anaranjadas en el cabello teñido de negro. Acababa de hacérselas y a él no le gustaban.
—Hay pasta con salsa del supermercado —dijo ella sin levantar la vista—. Hoy no puedo hacer más. ¿Qué era eso que estabas haciendo, como para que te molestase tanto y te pusieras tan delicado? —preguntó después de bostezar.
—Ah, nada. Lo siento, me porté como un idiota.
—Exacto —su madre se giró a mirarlo y le sonrió—. ¿Estaba emocionante?
—Sí —se sintió obligado a contar algún detalle—. Ha sido la adquisición de hoy, una aventura gráfica. No está nada mal, la verdad.
Su madre echó la pasta en el agua hirviendo.
—Espero que también hayas hecho los deberes.
—Claro —contestó mientras escondía su remordimiento tras una sonrisa.
23.00. El zumbido de la bombilla sobre el escritorio. Un coche que se detiene en la siguiente calle. En el apartamento que huele a salsa de tomate con ajo en polvo la tranquilidad es agobiante.
Después de la cena, Nick garabateó a toda prisa el ensayo de Inglés. Luego encendió el ordenador e inició Erebos. Presa del nerviosismo, esperó varios minutos a que desapareciera la pantalla negra y a que emergieran las letras rojas. Se sintió aliviado al ver que comenzaba el juego; solo entonces fue consciente de que había estado aguantando la respiración.
El paisaje nocturno le pareció extraño. No era el bosque donde hirió al ladrón de sarcófagos, tampoco el escenario de la lucha contra el trol. Se trataba de un paraje de arbustos con escasas colinas; por aquí y por allá, unos cuantos árboles.
«¡El ladrón de sarcófagos!». Sarius se dio cuenta de que no había comprobado si aún conservaba los tesoros robados. Observó su equipaje y suspiró con alivio: ahí estaban la bandeja, el casco, el puñal y el amuleto. Quiso ponerse el casco de inmediato pero, para su fastidio, no le valía.
Avanzó un tramo sobre el pasto crepitante. No tenía indicación de ningún objetivo. Deseaba escuchar la música o voces, sin embargo solo se sentía el leve hálito del viento nocturno y… un lejano bisbiseo. En esta ocasión no vaciló y siguió el rumor hasta encontrarse con un río que brillaba con un color azul claro un tanto irreal. Sarius buscó una hoguera: sin hogueras no hay conversaciones y sin conversaciones no hay información. Él mismo podría encender una, ¿acaso no tenía la habilidad para hacerlo? Quizá la luz atraería a alguien y entonces podrían conversar. Sarius casi reventaba por las preguntas que no podía hacer. Pero entonces recordó que Sapujapu prendió el fuego solo después de que el mensajero de ojos amarillos se lo permitiese. «Mejor no saltarse las reglas».
Caminó mucho rato hasta que, en la lejanía, le pareció distinguir un destello de luz. Se alegró pero, al mismo tiempo, sintió un malestar: «Sarius está solo en el bosque». Se sentía muy vulnerable. Desenvainó su espada, un segundo después se sintió ridículo y volvió a envainarla. Le parecía que se delataba a cada paso que daba.
Cuando el fuego ya estaba a la vista, respiró con tranquilidad. El ambiente parecía pacífico. Solo dos personajes estaban ante la luz centelleante: un elfo negro y un vampiro. No conocía a ninguno de los dos.
—Hola, ¿tenéis sitio para alguien más?
El elfo negro, que se llamaba Xohoo, se movió un poco.
—Claro que hay sitio, hasta para un nivel uno. ¿Cómo te llamas… Sarius? Mierda, eso suena a latín.
—No des información del mundo que está fuera de Erebos —le advirtió el vampiro, cuyo nombre era Drizzel—. Si lo haces, el mensajero te dará tal estacazo que ya no podrás volver a levantar una espada.
«Drizzel». A Sarius, el nombre le resultó familiar, pero no podía recordar a cuenta de qué diablos lo había oído antes. Pensativo, contempló el reluciente río azul.
—¿Puedo preguntaros algo?
Drizzel mostró los colmillos.
—Claro… pero ya veremos si recibes una respuesta.
Sarius se lo pensó antes de formular la pregunta.
—¿Por qué vosotros podéis ver que soy un uno y yo no puedo ver vuestro nivel?
—Porque estamos más avanzados —le respondió Xohoo—. Uno siempre ve el nivel de los más débiles.
—Entonces, ¿si fuera un dos reconocería a los unos?
—Exacto.
«Por fin una información útil». Contento, hizo la siguiente pregunta.
—¿Cómo puedo convertirme en un dos? En ningún lado puedo ver mi puntuación o un marcador de avance.
—La cosa no va así. Tienes que esperar hasta que él piense que ya has madurado lo suficiente.
—¿Él?
Esta vez Xohoo no respondió, y Drizzel asintió complacido.
—Vaya, por fin cierras la boca. Sabes que no debemos hablar demasiado.
—Pero no he descubierto ningún secreto —se defendió Xohoo mientras comenzaban a oírse pasos al fondo.
Una bárbara se unió al pequeño grupo. Era mucho más alta que Sarius y su faldita, que le llegaba por encima de los musculosos muslos, resultaba absurdamente corta. Sobre los hombros cargaba un hacha enorme. Sarius examina su nombre: Tyrania. «Muy revelador».
—Aquí no pasa nada —dijo a modo de saludo—. ¿No tenemos ninguna misión?
—No, ¿es que no lo ves? —respondió Xohoo.
—Bueno, ¿alguien tiene ganas de un duelo? —Tyrania tomó el hacha de sus hombros y la hizo zumbar en el aire hasta formar un semicírculo, muy cerca del pecho de Sarius.
Drizzel se mofó de su propuesta.
—¿Estás loca? ¡No estamos en la ciudad y mucho menos en la arena de combate! Además, habría que ser imbécil para enredarse en un duelo con una bárbara de tu calaña. Peléate con uno de los musculosos descerebrados. Algún día se darán cuenta de que la energía vital no cae de los árbo…
El ataque llegó de repente y sin que el agua los advirtiera. Peor aún, el agua los atacaba. La corriente, azul y brillante, se alzó en olas tan altas como torres y formó enormes figuras de mujeres que saltaron a la orilla. Todo quedó envuelto en una fantasmagórica luz azul.
Sarius desenvainó rápidamente su espada, aunque hubiera preferido huir. «Es solo agua, solo agua». Por desgracia, sus estocadas hendían los cuerpos de las atacantes como si fueran agua. Eran siete y mostraban una tremenda superioridad sobre Tyrania, Drizzel y él. Xohoo había huido, ya no se le veía.
El elfo decidió pelear contra la mujer de agua más pequeña. Blandió su espada contra el cuerpo buscando una parte vulnerable, pero no la encontró. Su acero, que solo producía chasquidos, traspasaba piernas, estómago y pecho. Por mucho que quisiera no podía llegar más arriba. «Por lo menos no nos estamos haciendo daño —pensó—: Yo no la hiero y ella tampoco a mí».
Al instante, la mujer dio un gran paso hacia Sarius. No, más bien sobre él, y se quedó inmóvil. Su pierna lo envolvió como una brillante columna de agua azul.
El penetrante chirrido regresó a sus oídos y le taladró el cerebro. Sarius veía cómo se le iba la vida. «Me estoy ahogando», comprendió.
Dio un paso, uno más. Sin ningún esfuerzo, la giganta lo alcanzó. Lo tenía rodeado, no podía escapar pese a los más desesperados tajos que lanzaba en derredor. Tyrania también estaba acorralada, mientras que Drizzel intentaba ponerse a resguardo escondiéndose entre los árboles. Sarius vio cómo desaparecía en la oscuridad. Le hubiera gustado seguirlo, pero eso ya era imposible. Las cinco atacantes que no encontraron adversarios volvieron a las aguas. El chirrido en su cabeza ascendió a niveles insoportables.
«Magia de fuego —pensó Sarius—. Fuego contra agua». Tenía que pensar cómo hacerlo; nunca había prendido fuego. Pero tenía que hacerlo, rápido: su cinturón estaba casi completamente negro. «¡Rápido!».
El fuego siseaba, humeaba. Con un ruido de olas azotadas por un temporal, la gigante de agua lo dejó libre y, derramándose, se perdió en el río. Unos segundos después, lo mismo pasó con la de Tyrania. «Seguro que ha copiado mi truco», pensó Sarius un poco ofendido.
Para su disgusto, el indicador de vida de Tyrania estaba mucho mejor que el suyo: no había perdido ni siquiera la mitad de su energía vital. Él tenía tan poca vida que ya no se atrevía a moverse. De todos modos, el agudo sonido lo paralizaba, igual que había ocurrido durante el combate. Tal vez su personaje desapareciera cuando se agotara la última franja roja de su cinturón. «Eso no puede pasar por nada del mundo». No debía correr más riesgos. Sarius se mantuvo de pie, inmóvil. Quién sabe, quizá bastaba con un tropezón para que muriera.
Sin embargo, según todas las apariencias, no tenía derecho al descanso. Alguien se acercaba, Sarius escuchó cascos de caballo. «¿Es solo uno?, ¿o son varios?». Entonces decidió moverse, sacó su espada y a hurtadillas se dirigió al límite del bosque. Por ahí había desaparecido Drizzel, y él quería hacer lo mismo: no podía permitirse más valentía. «Maldita sea, ¿por qué no puedo ser prudente?».
Cuando llegó a la sombra de los árboles reconoció el caballo acorazado del mensajero.
—Sarius —le susurró una voz—. Acércate.
El mensajero detuvo su montura en el mismo lugar donde se había extinguido la hoguera. Los ojos amarillos bajo la capucha observaban el escondite de Sarius.
Titubeante, salió del amparo que le brindaban los árboles.
—Las hermanas de agua os atacaron con fuerza —dijo el mensajero.
—Sí.
—¿Tyrania y tú fuisteis los únicos que las hicieron frente?
—Sí.
—¿No había otro combatiente?
Sarius permaneció callado, fue Tyrania quien dio más información.
—Drizzel y Xohoo también estaban aquí, pero se largaron.
—¿De verdad?
El mensajero se giró hacia el bosque en el que ambos se habían ocultado. Luego metió la mano bajo su capa y sacó una pequeña bolsa.
—Para ti, Tyrania. Son cuarenta monedas de oro, con las que deberías comprarle un equipo mejor al comerciante más cercano. Si sigues el cauce del río, llegarás a una pequeña aldea. Da igual si llegas muy tarde, despierta al comerciante y dile que yo te envío. Para reponer tu salud, busca en la orilla las hierbas con hojas rojas.
Tyrania cogió la bolsa con el oro y se esfumó.
—¿Sarius? —el mensajero se inclinó sobre su silla y estiró su mano huesuda—. Para ti la cosa pinta más difícil… Tendrás que venir conmigo.
El gesto del mensajero llenó al elfo de desazón. De alguna manera le pareció que pretendía algo.
—¿Quieres ayudarme? —preguntó, pero al segundo se arrepintió de sus palabras. Le sonaron infantiles y tontas.
—Nos ayudaremos mutuamente —respondió el mensajero al tiempo que estiraba su mano un poco más.
Como no tenía alternativa y era evidente que el mensajero no traía ninguna pócima reparadora, tomó los huesudos dedos que se le ofrecían. El mensajero lo subió al caballo que relinchaba, volvió grupas y partió al galope.
Pronto Sarius se sintió mejor. El chirrido desapareció y escuchó de nuevo la deliciosa música. Esta le decía que todo iba a ir bien y que nada podía pasarle. Él era el héroe de la epopeya, aquí todo giraba a su alrededor. Le alegraba haberse lanzado a la batalla contra las siete gigantas de agua en vez de huir como Drizzel y Xohoo.
El corcel del mensajero era veloz. Galopaban a lo largo de un sendero del bosque que se iba elevando poco a poco. Del margen derecho, los árboles —que eran oscuros como agua sucia— se apartan de las grandes peñas. El mensajero desvió su cabalgadura del camino y la dirigió hacia las rocas. Cuando se encontraban cerca, el elfo descubrió en la piedra algunos dibujos tallados, mensajes que era incapaz de descifrar.
Se detuvieron ante una cueva y desmontaron. El mensajero le señaló la entrada y Sarius se adentró en ella. La inquietud que había hecho presa en él al montar el caballo acorazado había desaparecido y no creyó que fuese a regresar al entrar en la cueva, que era espaciosa como una catedral y donde cada paso resonaba hasta perderse.
—Peleaste con valor —le dijo el mensajero.
—Gracias. Por lo menos lo intenté.
—Es una pena que hayas resultado tan malherido. No sobrevivirás otra batalla.
No es que Sarius no lo supiera, pero por la forma en que lo dijo el mensajero parecía como si el destino fuese ineludible. Todo parecía indicar que Sarius estaba condenado a muerte. Tardó en responder y, al final, decidió contestar con una pregunta.
—¿Nos ayudaremos mutuamente?
—Sí, esa era mi propuesta. Creo que ya no eres un novato y debes prepararte para el segundo ritual.
Eso era más de lo que Sarius esperaba. «Después del ritual ascenderé al nivel dos», supuso.
—Te voy a curar y te voy a dar más fuerza, más resistencia y un mejor armamento —continuó el mensajero—. ¿Te interesa?
—Por supuesto —respondió Sarius.
Ahora solo faltaba la petición del mensajero, el precio que tendría que pagar. Sin embargo, el mensajero guardó silencio y entrecruzó las larguísimas falanges de sus dedos. Esperó.
—¿Y qué puedo hacer por ti? —preguntó el elfo, cuando la pausa le pareció muy larga.
Los ojos amarillos de su interlocutor se iluminaron.
—Solo una bagatela, pero es importante: un recado.
Sarius, que esperaba verse obligado a vencer a un monstruo o a pelear contra un dragón, no sabía si sentirse aliviado o decepcionado.
—Lo haré encantado.
—Me alegro. Mañana ve a Totteridge y entra en la iglesia de Saint Andrew. Ahí encontrarás un antiquísimo tejo. Muy cerca descubrirás una caja con la palabra Galaris. Está cerrada. No puedes abrirla… limítate a guardarla en una bolsa. De ahí irás a la avenida que cruza sobre Dollis Road. Al llegar, colocarás la caja en el matorral que se encuentra bajo uno de los arcos cercanos a esa calle. Escóndela bien, nadie debe verla. Después vete sin mirar atrás. ¿Has entendido lo que te he dicho?
Sarius miró al mensajero. No, no había entendido nada. ¿Totteridge y Dollis Road? «Están en Londres, no en el mundo de Erebos. ¿O sí?». Titubeó, pensó y de nuevo preguntó para asegurarse:
—¿Tengo que hacer tu encargo en Londres? ¿En la realidad?
—Exactamente eso es lo quise decir… Aunque, claro, depende de qué entiendas por «realidad».
El mensajero lo miró con ojos expectantes, pero a Sarius no se le ocurrió ninguna respuesta. «Eso es una tontería. No voy a encontrar ninguna caja en Saint Andrew, ¿cómo funciona el juego?». Por supuesto, podría afirmar cualquier cosa, por ejemplo: mentir, asegurar que haría el encargo al pie de la letra.
—De acuerdo. Lo haré.
—Me alegro. No esperes mucho tiempo. Nos vemos mañana antes del mediodía. Para entonces ya debes haber cumplido mi encargo. Pero si me decepcionas…
Por primera vez desde que se lo encontró, Sarius observó que el mensajero sonreía. Parecía saber lo que pensaba el elfo.
—… si me decepcionas, este será nuestro último encuentro en condiciones amistosas.
Con un gesto de despedida, el mensajero se dio la vuelta y partió. Tras él se cerró el acceso a la cueva. Ninguna luz se filtraba por las rendijas. Oscuridad. La negrura era tan impenetrable que Sarius ya no supo si formaba parte de esa tiniebla o si ya había dejado de hacerlo.
Al final, todos moriremos. Qué raro que la mayoría monte tanto escándalo por algo que pasará tarde o temprano. El tiempo fluye como el agua y nosotros con él, por mucho que intentemos nadar contra la corriente..
Qué bien se siente uno al darse por vencido. Dejar pasar los días y las noches y no ver ni oír, ni sentir el andar del mundo. Vivir en mi mundo, donde solo valen las reglas que yo impongo. No tratar de perseguir innumerables objetivos sino solo tener uno, y seguirlo firme y consecuentemente.
Ah, sí, consecuente. Yo ya no lo soy tanto, bueno, sí soy consecuente. Lo que de mí se origina es bueno; es mucho mejor que lo que soy. Una de las pocas cosas en la vida que para mí tiene sentido es crear algo que lo sobrepase a uno mismo. Y que crezca. Que crezca.
Casi no me di cuenta. Fui desconsiderado cuando dije que me daba igual cuánto durase la vida de las personas a mi alrededor. No se trata de eso. Lo que sí es cierto es que a mí no me importa prolongarla, por el contrario. Estoy aquí, sentado, puliendo mis herramientas con las que acortaré lo que se tenga que acortar.