Capítulo 4

El personaje caminaba siguiendo el curso del arroyo, manteniendo siempre a la izquierda su gutural gorgoteo. Llevaba un paso moderado para no agotar la barra azul. Nick comprobó que la resistencia no era el punto fuerte de su sin nombre: jadeaba tras subir una leve pendiente, y por ese motivo tuvo que detenerse hasta que la barra volvió a quedar completamente azul. Solo entonces continuó. Escaló las piedras, saltó obstáculos, buscó con la vista el paso entre montañas. Por ningún lado veía mensajeros con ojos amarillos.

Poco a poco se fue elevando la tierra a ambos lados del riachuelo, el oscuro piso del bosque se alejaba del suelo pedregoso, y a cada momento se encontraba con más cantos rodados que dificultaban el avance del sin nombre. Varias veces se cayó por su causa. Cuando el terreno alcanzó la estatura de su personaje, Nick se dio cuenta de que se hallaba en medio de la quebrada. No estaba solo. En la seca maleza del camino crujía algo, algo se movía, y en ese momento —como obedeciendo una orden inaudible— unos pequeños seres con forma de sapo saltaron hacia el personaje, se lanzaron contra él. Sus patas no solo tenían membranas natatorias, sino también garras, con las que infligieron varias heridas al sin nombre de Nick. El susto le duró algunos segundos, hasta que recordó el cayado que su personaje tenía entre las manos: entonces comenzó a defenderse.

Dos sapos huyeron, otro murió a los pies del sin nombre a resultas del golpe.

—Dale —murmuró Nick.

Un último sapo se colgó de la pierna izquierda del sin nombre y una mancha de sangre empezó a resbalar por sus garras. Asustado, Nick se percató de que la señal de vida apenas ocupaba algo más de la mitad de la barra. Oprimió la barra espaciadora e hizo que su personaje saltara, pero eso no impresionó al sapo.

La tecla de escape le dio la victoria. El sin nombre se dio la vuelta con la rapidez de un relámpago, se sacudió al sapo y, por orden de Nick, lo mató con el palo.

Mientras tanto, la señal de vida ya había bajado a menos de la mitad. Nick se aseguró de que no hubiera más agresores, deslizó la flecha del cursor sobre los cadáveres de los sapos y apareció la información: «Cuatro unidades de carne».

—Menos mal —refunfuñó.

Puso en pie a su agotado personaje y le hizo recoger la carne antes de continuar el camino por el paso. Andaba con cuidado y estaba listo para golpear con su palo a cualquier sapo con garras que le saliera al cruce, pero no aparecieron más enemigos. Solo se oía un ruido rítmico de fondo, un sonido que retumbaba contra las paredes de la quebrada. Los cascos de un caballo.

Nick hizo que el sin nombre caminara más despacio y entrara con mucho cuidado en la siguiente curva, tras la que nada se escondía: solo más paredes de áspera piedra y más cantos rodados.

Unos instantes después, cesaron las pisadas de caballo. Nick hizo que su personaje caminara pegado a la pared rocosa, así pasó junto a unos arbustos espinosos del tamaño de un hombre. Continuó su marcha hasta que volvió a encontrarse otra pared de piedra. A la mitad de su altura, por encima de la cabeza del sin nombre, distinguió un saliente y más adelante se abría la angosta entrada de una cueva. Ante este pasaje, a lomos de un enorme caballo acorazado, se hallaba un flaco personaje de atuendo gris: hacía señas a Nick, al sin nombre. Nick observó en un primer vistazo el cráneo calvo y puntiagudo, y los dedos exageradamente largos y huesudos del personaje. Sin embargo, concentró toda su atención en los ojos pálidos y amarillentos.

—Fuiste muy diestro.

—Gracias.

—Mas tu fuerza de vida ya no está del todo bien.

—Lo sé.

—En lo que sigue, habrás de poner más atención.

La forma de hablar del mensajero, fría e impersonal, casaba bien con su escalofriante aspecto.

—Llegó la hora de que tengas un nombre —continuó—. Llegó la hora del primer ritual —con un movimiento parsimonioso, señaló la cueva que se abría a su espalda—. Te deseo suerte y que tomes las decisiones correctas. Volveremos a vernos.

Tras estas palabras, hizo que su montura volviese grupas y partió al galope.

Nick esperó a que el ruido de los cascos se perdiera en la lejanía antes de hacer avanzar a su personaje. Una escalera empinada y tallada en la roca conducía a la meseta. «Llegó la hora del primer ritual». ¿Por qué le sudaban otra vez las manos? Al alcanzar la boca de la cueva, hizo clic en el botón izquierdo del ratón. El sin nombre entró y desapareció. De inmediato, la pantalla se tornó negra.

Oscuridad total. Silencio. Nick se balanceaba en su silla. «¿Por qué tarda tanto?». Probó golpeando un poco el teclado por todos lados, pero nada cambió.

—¡Eh, vamos! —dijo dando golpecitos al monitor—. No te duermas.

La oscuridad continuó, el nerviosismo de Nick aumentaba. Podía sacar el DVD de la unidad de disco y volver a insertarlo; también podía oprimir la tecla de Reiniciar, pero eso era muy arriesgado. Lo mismo tendría que empezar desde el principio o quizá el juego ya no se reiniciaría.

De repente escuchó un sonido. ¡Toc toc! Parecía un latido de corazón.

Nick abrió el cajón superior de su escritorio, sacó sus auriculares y los conectó al ordenador. Ahora escuchaba mejor y pudo percibir algo más en la lejanía: cuernos que emitían una serie de tonos. Recordaba a las señales de una partida de caza. Sonaba prometedor. Era como si, en el fondo, el juego se hallara en su apogeo pero sin su presencia. Subió el volumen y le molestó que no se le hubiera ocurrido antes ponerse los auriculares. Quizá se había perdido información relevante: advertencias, indicaciones… Quizá no había escuchado la pista decisiva de cómo continuar con el juego.

Nick presionó la tecla enter más por impaciencia que con la esperanza de que se aceleraran las cosas.

El latido cesó y de nuevo empezaron a aparecer, como por gajos, letras rojas del fondo negro.

—Yo soy Erebos. ¿Quién eres tú?

Nick no lo pensó demasiado. Volvería a emplear el mismo nombre que utilizaba en otros juegos de ordenador.

—Soy Gargoyle.

—Dime cómo te llamas.

—¡Gargoyle!

—Tu verdadero nombre.

Nick se sorprendió. «¿Para qué?». Muy bien, le daría un nombre y un apellido para que el juego siguiera adelante.

—Simon White.

El nombre estaba ahí, rojo sobre negro, y no pasó nada durante algunos segundos. Solo el cursor palpitaba.

—Dije tu verdadero nombre.

Incrédulo, Nick fijó la vista en la pantalla y tuvo la sensación de que alguien lo miraba fijamente. Respiró con cierta angustia y volvió a intentarlo.

—Thomas Martinson.

De nuevo, el nombre permaneció estático durante unos segundos, sin comentarios, antes de que el juego respondiera:

—«Thomas Martinson» es falso. Si quieres jugar, dime cuál es tu nombre.

No había ninguna explicación razonable. Posiblemente se tratara de un error del software y el juego no aceptase ningún nombre. Las letras desaparecieron y el cursor continuó palpitando en rojo. De pronto, Nick temió que el programa se cayese o que se bloqueara automáticamente una vez hubiese escrito la respuesta incorrecta en tres ocasiones, igual que un móvil se bloquea si uno teclea tres veces el PIN incorrecto.

—Nick Dunmore —tecleó con cierta esperanza de que la verdad también fuese rechazada.

Sin embargo, en lugar de que esto ocurriera, el programa le susurró su nombre:

—Nick Dunmore. NickDunmore. Nick. Dunmore.

Las palabras se repetían como una consigna que pasaba de un ser susurrante a otro. Como el saludo de bienvenida de una comunidad invisible.

La sensación de sentirse observado le dio miedo, y se quitó los auriculares. Para entonces, tanto las letras como las voces ya se habían desvanecido, y una seductora melodía comenzaba a escucharse: una promesa de secretos y aventuras.

—Bienvenido, Nick. Bienvenido al mundo de Erebos. Antes de que comiences el juego, debes conocer las reglas. Si no te gustan, puedes poner fin al juego en cualquier momento. ¿Está claro?

Nick volvió a fijar la mirada en la pantalla. El juego le había pillado escribiendo mentiras. Erebos supo cuál era su verdadero nombre. Parecía que ahora aguardaba impaciente una respuesta. El cursor parpadeaba cada vez más rápido.

—Sí —tecleó con el temor impreciso de que toda la pantalla se pusiera negra si tardaba demasiado. Luego, podría pensar, luego.

—Bien. Esta es la primera regla: solo tienes una oportunidad para jugar con Erebos. Si la desaprovechas, se termina. Si muere tu personaje, se termina. Si violas las reglas, se termina. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Segunda regla: cuando juegues, asegúrate de estar solo. Nunca digas tu nombre durante el juego. Nunca menciones el nombre de tu personaje fuera del juego.

«¿Y eso por qué?», pensó Nick. Y entonces recordó que Brynne, que no era nada discreta, tampoco le había dicho una sola palabra sobre Erebos: «Está genial, de verdad», eso fue todo.

—De acuerdo.

—Bien. Tercera regla: el contenido del juego es secreto. No hables con nadie al respecto. Sobre todo con los que no se han registrado. Mientras juegues, puedes intercambiar impresiones ante la hoguera. No divulgues ninguna información a tus amistades ni a tu familia. Tampoco en Internet.

«Como si te fueras a enterar», pensó Nick y tecleó:

—De acuerdo.

—Cuarta regla: guarda muy bien el DVD de Erebos. Lo necesitarás siempre que comiences el juego. Por ningún motivo lo copies, solo si el mensajero te lo pide.

—De acuerdo.

En cuanto oprimió la tecla enter, amaneció. Por lo menos eso parecía. La negra pantalla se desvaneció en un tenue rojo y un poco después cambió a tonos amarillos y dorados. El sin nombre de Nick apareció como una sombra, pero lentamente empezó a cobrar forma, al igual que su entorno: un claro en el bosque, donde crecían altas hierbas y serpenteaba un sendero desgastado.

Lo condujo hacia una torre cubierta de musgo cuya puerta colgaba de un solo gozne. Sobre un asiento de roca, un poco a la izquierda de la torre, el sin nombre se sentó con los ojos cerrados y la cara hacia el sol. Nick sintió una pizca de envidia, como si estuviera viendo las fotografías de unas grandiosas vacaciones. Durante un momento pensó que podía oler la resina de los árboles y las abundantes hierbas que rodeaban la torre. Sonaba el cricrí de los grillos y el viento soplaba con suavidad sobre la hierba.

El ladeado portón de la torre golpeó con estrépito el muro y el personaje del juego, aún con ropa harapienta, se irguió y se puso en pie. Se llevó una mano a la cara y se arrancó el rostro como una máscara. Tras ella solo había una piel lisa, brillante como un cascarón de huevo.

Un nuevo golpe de viento hizo ondear la bandera situada en el vértice de la torre: mostraba un borroso número uno.

«Por aquí se llega al primer nivel», supuso Nick, y condujo a su personaje a la torre. La ausencia de rostro le molestaba más de lo que podía aceptar.

En el interior todo estaba tranquilo: el viento callaba y el portón ya no daba golpes. Entre la paja y los huesos dispersos se hallaban unos baúles de madera con herrajes oxidados. En las paredes colgaban siete placas de cobre enmohecidas en las que se podía leer palabras labradas. La primera era siempre la misma: elige.

Nick las inspeccionó una a una.

«Elige un sexo», pedía la primera.

Sin vacilar, optó por hombre. Apenas tomó esta decisión, pensó que el juego podría ser muy atractivo si fuera mujer. «No importa, demasiado tarde».

«Elige un pueblo», leyó en la segunda.

Esta elección le tomó más tiempo. Desechó al bárbaro y al vampiro, aunque se metió en sus cuerpos a modo de prueba. Al contemplar los musculosos hombros del bárbaro, que brillaban como si estuvieran cubiertos de aceite, Nick torció el gesto. Examinó varios minutos al hombre lagarto: su cuerpo escamado relucía seductor y cambiaba de color según incidiese en él la luz. También podía elegir un humano, pero eso no le interesaba. «Demasiado cotidiano. Demasiado débil».

El enano, el hombre lobo, el hombre gato o el elfo negro. Las últimas cuatro opciones resultaban muy tentadoras. Se probó el cuerpo del enano: pequeño, nudoso y fuerte. Le atraía la idea de tener corta estatura. Sin embargo, las piernas torcidas y la amargada expresión de su rostro le gustaron menos.

Al final se decidió por el elfo negro: tenía una estatura media, pero era muy diestro, elegante y misterioso. Esa opción era digna de considerarse.

«Elige tu aspecto físico», pedía la tercera placa de cobre.

Quería parecerse lo menos posible a sí mismo. Es decir: cabello rubio, corto y con el pelo de punta como espinas, nariz respingona y pequeños ojos verdes. Nick observó a su recién creado personaje, que nada tenía que ver con el aspecto del sin nombre. Con mucho cuidado, buscó su vestimenta: una chaqueta verde olivo, pantalones oscuros y botas con bordes acampanados. Una gorra de piel que lo protegería como ninguna, aunque hubiera preferido un casco. Lamentablemente, no había cascos para los elfos negros.

Continuó trabajando en los rasgos faciales. Agrandó los ojos y la distancia entre nariz y boca. Situó las cejas más arriba. Resaltó los pómulos y entonces pensó que su aspecto era el del hijo pródigo de un rey.

«Elige una ocupación», estaba escrito en la cuarta placa.

Asesino, bardo, mago, cazador, explorador, vigilante, caballero o ladrón. Una buena selección. Nick ponderó las ventajas de cada una. Y observó que los hombres lobo eran especialmente buenos magos, mientras que los vampiros poseían el talento de ser buenos asesinos y ladrones. También los elfos negros, como él, podían resultar buenos ladrones.

Titubeó un poco. De pronto, el rechinar del gozne del portón le sobresaltó, se hizo a un lado y escuchó que alguien entraba en la torre. Una sombra se acercaba. Un gnomo con joroba y piernas arqueadas; tenía la nariz roja y chata como de boxeador y, en el cuello, un moretón azul marino. Se aproximó cojeando, se sentó a horcajadas en uno de los baúles y se lamió los labios.

—Otro elfo oscuro, claro. Parece una especie muy cotizada.

Eso no le gustó al elfo negro recién creado. No deseaba ser uno entre muchos.

—¿De verdad?

—Por supuesto. ¿Y ya te has decidido por alguna profesión?

Contempló las listas.

—Posiblemente ladrón. O vigilante. Tal vez caballero.

—¿Qué te parece mago? Los hechiceros son poderosos.

Antes de descartarla, reflexionó sobre esta posibilidad por un instante. A él no le iban las hechicerías sino los combates con espada.

—No, mago no. Caballero.

—¿Estás seguro?

Ese era él: caballero suena como noble, casi como un príncipe.

—Caballero —insistió.

«Elige tus habilidades», solicitaba la quinta placa de cobre. Debajo se vislumbraba una larga lista de cualidades, no demasiado clara.

Nick escogió poder ver a larga distancia. Fuerza, resistencia y la habilidad de adaptarse al entorno. Hacer fuego. Celeridad y versatilidad. Sin embargo, fue cauteloso. No sabía cuántas destrezas le correspondían: cualquier decisión tendría como consecuencia que se le cerraran otras posibilidades. Al optar por «ligera fuerza curativa», se borró la habilidad «maldición letal». Al elegir «escudo de fuerza», desapareció «piel de acero».

Después de elegir diez veces, terminó el interrogatorio. Las palabras desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, justo en el momento en que pensaba que podría continuar para siempre.

—Algunas de las cualidades que desdeñaste vas a echarlas de menos muy pronto —le dijo el gnomo, y se rió.

—Puede ser.

Nick se preguntó qué hacía ahí ese tipo tan feo. En realidad, preferiría estar a solas. La sexta placa lo estaba esperando.

«Elige tus armas».

Bajo la placa se abrió un enorme baúl: espadas, lanzas, escudos y otras maravillas de distintos tamaños. Algunos horripilantes cuchillos con garfios, látigos con garras, mazas con púas.

—¿Quieres un consejo? —preguntó el gnomo.

«¿Para que puedas tenderme una trampa?».

—No, gracias.

Deseaba encontrar lo correcto a solas. Nick extrajo de sus fundas una espada tras otra con mucho cuidado y las puso en hilera contra la pared. Luego las fue probando para ver cómo se levantaban y surcaban el aire. Al final, eligió una larga espada con fina hoja y mango con envoltura escarlata, que zumbaba al blandirla.

Los escudos eran de madera y no parecían muy de fiar. Además, cuanto mayores eran, más pesados y más lentos de manejar. Decidió quedarse con el escudo más pequeño que pudo encontrar: redondo con realces de bronce y pinturas azules enmarañadas sobre la madera.

—Puedes atártelo a la espalda —sugirió el gnomo mientras se balanceaba con agilidad sobre sus arqueadas piernas, como si quisiera espolear el baúl.

El elfo negro no le contestó y avanzó hacia la séptima y última placa.

«Elige tu nombre».

Un poco sorprendido, Nick recordó que hacía poco había decidido llamarse Gargoyle. Pero ese nombre ya no le pegaba. Echó un vistazo en derredor para intentar descubrir si se abría otro baúl que contuviera pergaminos con sugerencias. Nada. Para elegir su nombre debía arreglárselas solo, pues el gnomo tenía sus propias ideas de cómo ayudarlo a tomar decisiones.

—¡Cola de elfo, piel de elfo, diminuto pedazo de masa oscura! ¡Duendecillo con orejas puntiagudas, cara de zorro! ¿O más clásicos? Momos, Eris, Ker o Ponos, ¡y no olvidemos a Moros! ¿Cuál prefieres?

Por un momento jugó con la idea de tomar su espada y acabar con el gnomo. No podía ser tan difícil. Después de eso podría pensar con más tranquilidad. Sin embargo, lo detuvo el pensamiento de los agudos gritos de los gnomos moribundos, y lo mismo le ocurrió al pensar en el charco de sangre sobre el suelo de la torre.

«Algo clásico sería una buena entrada teatral —se dijo—. Algo clásico romano. Marius. No, Sarius».

No lo pensó más, ese nombre era exactamente lo que estaba buscando. Lo tecleó.

—Sarius, Ssssarius, Sa-ri-us —se escuchó en la torre—. Bienvenido, Sarius.

—¿Sarius? ¡Qué aburrido! Los aburridos mueren más rápido. ¿Lo sabías, Sarius?

El gnomo saltó del baúl y, en un último gesto, sacó su puntiaguda y verde lengua que le llegaba hasta el pecho.

Sarius salió de la torre y se encaminó al prado lleno de luz. Cuando vio que el gnomo se perdía en el bosque, se ató el escudo a la espalda.