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AL NIVEL del patio se encuentran los cuartos de servicio. Una escalera de caracol, a la intemperie, cruje prendida a un muro: por allí se sube a la azotea y a la recámara de Rodolfo Ceballos. Cuando los Balcárcel ocuparon la casa, Rodolfo les ofreció la alcoba matrimonial y se pasó a la contigua. Pero Asunción le indicó que deseaba tener al niño cerca, y que las costumbres de solterón se avenían mejor con la pieza alejada. Rodolfo regresaría a la cantina del Jardín de la Unión, al prostíbulo sabatino, a la cerveza dominical. Los ruidosos escaños de fierro daban aviso, todas las noches, de su lenta subida. Pero sentía su esfuerzo recompensado: ¡cómo brillaba de noche el panorama sereno de Guanajuato, qué luces olvidadas surgían del caserío de colores, de las montañas, de las fogatas campesinas! El hombre gordo jadeaba; a veces sentía miedo de resbalar y caer. Pronto se acostumbró, sin embargo, a este desplazamiento fuera del centro de gravedad doméstico. La ubicación de su recámara le evitaba la conversación con las visitas que volvían a acudir a la tertulia de doña Asunción. Con la señora Balcárcel, la vieja casa familiar había recobrado el ritmo de los tiempos de doña Guillermina. Desayuno a las ocho, comida a la una y media, cena a las nueve. Misa y quehaceres domésticos en la mañana, visitas y rosarios en las tardes, círculo de costura los jueves. Balcárcel tomó rápidamente las riendas del hogar, y Rodolfo pasó a un segundo término. Una de las grandes confusiones del niño era saber cómo dirigirse a uno y a otro. ¿Por qué el esposo de su mamá era su tío y su papá dormía en otra parte de la casa? ¿A quién debía obedecer más: al señor elegante, autoritario, o al señor gordo, complaciente?

El tío Balcárcel, a medida que preparaba su famoso estudio económico, se relacionaba con los políticos guanajuatenses y los asombraba con la exposición de las doctrinas económicas inglesas. Si en 1915 la Revolución armada le había llenado de pavor, en 1929 la Revolución oficial encontraba en él un complacido exegeta. «Construir» era la palabra revolucionaría, y Calles su ejecutor. Hubiese llamado la atención —de no constituir un hecho que, de tan generalizado, alcanzaba la categoría de la complicidad— el contraste entre la actitud rabiosamente anticlerical de Balcárcel en la calle y su piedad doméstica. Las virtudes de Asunción, en este punto, superaban las de todos sus ancestros. Ella fue la primera en mandarse arreglar un oratorio privado, durante los años de la persecución religiosa, y era cosa, de asombro escuchar un día al licenciado Balcárcel despotricar en pleno Jardín de la Unión contra la conspiración de los curas, y ver, al siguiente, a doña Asunción metiendo imágenes de la Purísima a la gran casa de cantera. Lo cierto es que el señor Balcárcel nunca dejaba de asistir a los rosarios que todas las tardes, y de acuerdo con la costumbre implantada por Guillermina Ceballos, celebraba su esposa. La heredera de tantas virtudes cristianas recordaba, con horror, que su abuelita, la andaluza Machado, se reía mucho de estas ceremonias y decía que a Dios se le honraba por dentro, no por fuera. ¡Estaba tan chocha la pobre! La contradicción entre las actitudes pública y privada de su marido, por lo contrario, nunca alarmó a Asunción. Aquí se trataba —y ella lo comprendía— de una cuestión política, de hombres, en la que las mujeres no tenían por qué meterse. Más allá de esta justificación, también sabía que la correcta posición política había definido siempre la bonanza económica de la familia, y ella no era tan torpe como para sacrificar el bienestar del más acá por el del más allá, sobre todo cuando podían asegurarse ambos. ¿No debían los Ceballos su fortuna y posición a la buena voluntad de los gobernadores Muñoz Ledo y Antillón? ¿No habían incrementado una y afirmado otra, merced a la del general Díaz? ¿Por qué, ahora, habían de enajenarse la del general Calles? O la del general Cárdenas, cuando demostró que no sería un pelele. O, por fin, la del general Ávila Camacho, durante cuya presidencia Jorge Balcárcel se permitió el lujo de sincronizar sus creencias privadas con sus declaraciones públicas. «Siempre dije —explicaría entonces— que las Revoluciones, como los vinos, se suavizan con el tiempo. Decididamente hemos superado la etapa de los excesos». De esta manera, y gracias a esta filosofía, el tío pudo ser, sucesivamente, diputado local, director de banco y, a partir de 1942, próspero prestamista.

Antes, la casa poseía una veintena de alcobas, pero Balcárcel condenó las puertas que conducían al ala derecha, le abrió una estrecha entrada por el callejón de San Roque y puso en arrendamiento los cuartos. Con ello inició la carrera de rentista que, al lado de la actividad política y de los préstamos, había de ser la fuente principal de su fortuna provinciana.

Pues la familia de Balcárcel se había comido su riqueza —relativa riqueza, medida por el tiempo: 1910, y el lugar: la provincia mexicana— para sostener con decoro la emigración y los estudios del hijo único. Muchas toneladas de mineral se convirtieron en boletos de vapor, alquileres londinenses, ropa y libros de economía para Jorge Balcárcel y su joven esposa, Asunción Ceballos. La venta apresurada no aseguró a las tierras de la familia el mejor precio. Cuando Balcárcel regresó a Guanajuato, lo hizo no sólo honrado por el encargo del presidente Calles, sino impulsado por otro acicate. Sospechaba que en cualquier gran ciudad corría el peligro de contentarse —desconocido— con ser un aristócrata arruinado. En cambio, en Guanajuato su nombre le obligaría a olvidar pasadas glorias y a trabajar para hacerse, nuevamente, de la fortuna y posición que la parroquia esperaba —so pena de humillación— de uno con su apellido. Al concluir el estudio encomendado por el Jefe Máximo, el joven liquidó todo interés real por la ciencia económica. No había, por otra parte, personas con las cuales conversar sobre estos temas esotéricos —cártels, coeficientes de ingresos, deuda pública—, ni manera eficaz de allegarse las novedades bibliográficas. Balcárcel olvidó su título británico y se dedicó al asiduo cultivo de la nueva regencia revolucionaria. Se abrieron las puertas del caserón de San Roque y penetraron por ellas las familias que, apenas diez años antes, no hubieran soñado cenar en mansión tan ilustre y codiciada. «¿Qué se le hace que de niño yo vendía albardas con mi padre aquí en frente? Y hasta me acuerdo de cuando su señora mamacita iba a la misa». Diputado fue el señor Balcárcel en la Legislatura del Estado, y aunque su gestión no fue memorable —o quizá, justamente, por esta razón— fue convocado a la Diputación Federal. Declinó la oferta: «Decididamente, no puedo alejarme de mi patria chica y sus múltiples problemas», declaró en los círculos oficiales. Pero, para sí, pensaba en el inquietante desfile de fantasmas del Porfiriato que lo acosaría en la capital; en la que podría armar alguna revista de sensación con la presencia de un antiguo terrateniente y rico minero en el Congreso cardenista; en las tentaciones de la nostalgia. Se contentó con la promesa de jugosas comisiones sobre contratos de obras públicas, y poco tiempo después, con la dirección del Banco. Avisado oportunamente de las sucesivas devaluaciones monetarias, intermediario de un buen porcentaje de contratos y operaciones fiscales, rígido prestamista, el tío Balcárcel acumuló en quince años una bonita fortuna. De sus ancestros, heredó la costumbre de colocar buena parte en el sueño de los bancos extranjeros; de la oligarquía de la Revolución, la de invertir en bienes raíces urbanos. Entre las rentas y los intereses, reunía sin pena lo necesario para vivir en el mayor lujo de su sociedad.

Helo aquí: de regular estatura, pelo castaño y cada día más ralo, boca apretada y color bilioso, con las mejillas colgándole desde los duros párpados: ojos pequeños y severos, rostro escrupulosamente afeitado, y un empaque de solemne celebridad. Sentencioso, dado a invocar reglas morales a cada instante y a llevarse la mano al chaleco con gesto imperial. Trajes conservadores y un tanto anticuados, dientes postizos, anteojos bifocales para leer. Si durante un largo período debió sacrificar su beatería religiosa a la necesidad política, cuando pudo declararse en público «creyente» reparó con creces los años perdidos. Las palabras «católico» y «gente bien» volvieron a sonar, con sinonimia, desde sus labios apretados. Y pudo, de esta manera, volver a conciliar, con profunda satisfacción, sus intereses mundanos con su retórica religiosa. «La propiedad privada es, decididamente, un postulado de la razón divina», «En México, la gente decente tiene la obligación de custodiar la educación, la moral y la actividad económica de un pueblo tan atrasado como el nuestro», «La familia y la religión son los tesoros del hombre»: tales eran sus máximas más frecuentes y felices. Individuo de horas exactas, no toleraba la impuntualidad, las conversaciones frívolas o la mínima alteración de las costumbres por él establecidas. Debía tenérsele el baño caliente a las siete y media, y a las ocho un huevo pasado, durante tres exactos minutos, por agua; debía tendérsele sobre la cama la ropa lavada de la semana para que personalmente la contara y diese su visto bueno a la dosis de almidón de los cuellos; debía encauzarse la conversación, en su presencia, hacia temas de interés familiar que le brindasen la oportunidad para formular una sentencia; la familia debía rezar el rosario a las seis de la tarde y vestir de negro para ir el domingo a misa. Pero por encima de todo, nadie debía contradecirlo y todos debían acatarlo. Y así sucedió, en efecto, durante mucho tiempo. El índice levantado de Balcárcel era signo de autoridad definitiva. Cada noche, el buen hombre podía meterse entre las sábanas acompañado de los periódicos —su única lectura— y de un sentimiento infinito de razón, reposo y autoridad.

Como todo católico burgués, Balcárcel era un protestante. Sí en primera instancia el mundo más ancho era divisible en seres buenos que pensaban como él y en seres malos que pensaban distinto, en una segunda instancia local Guanajuato se dividía entre los buenos que poseían algo y los malos que nada tenían. Pero llevada esta afición maníquea al seno de la familia, Balcárcel era el hombre recto que conocía el bien, y los demás gente por lo menos sospechosa a la que era preciso vigilar y encauzar por mejores sendas. Su cuñado, Rodolfo, era caso perdido. Para alguien como Balcárcel, que hacía una devoción del trabajo y de la riqueza, el atarantado comerciante incapaz de progresar económicamente era objeto de indiferencia y desprecio. Si a esto se añaden los errores sociales de Rodolfo, apenas se indicará que era el mejor blanco para los sermones y la satisfacción cultivada del licenciado. Esto se llamaba tener un pretexto vivo. Jaime, por ser hijo de su padre, ofrecería a la actividad moralizante del tío una oportunidad doble: la de indicarle la quiebra ética de Rodolfo, y la de señalarle otras rutas para sus costumbres. No quería, ciertamente, al muchacho; no quería sino a Jorge Balcárcel. Y el niño, aunque le irritaba, le interesaba como materia prima moral, y lo necesitaba para vivir en tranquilidad con su esposa.

Pues el paterfamilias no tenía familia, y era ésta la única fisura en su imponente personalidad de hombre de bien. Al año de casados, los esposos habían visto, en Londres, a un médico. Asunción no olvidaría las palabras del doctor: «Usted no tiene nada. Podrá tener los hijos que quiera». Pero Jorge nunca le dio a conocer el resultado de su propia consulta. Lo notó, durante varios días, extrañamente ensimismado. El joven marido volvió a hundirse en sus estudios y ya no se habló más del asunto. Pasaron los meses, los años iniciales, y el signo de la gestación jamás se presentó. La educación de la muchacha no le permitía abordar el problema con su esposo, y éste, en los días de menstruación, afectaba silencio, provocaba un enojo mínimo, se daba a hablar en sentencias: se evadía del tema y oponía un muro de severidad para justificarse. La treta, con el tiempo, había de convertirse en la característica del hombre. Y la inocencia de la mujer, que en una relación normal hubiese sido sexualidad corriente, sin relieves, se transformó en una violencia interna, concentrada y primitiva. Las relaciones con el marido eran externas y mecánicas: Asunción se acostumbró a no esperar fruto de ellas. Vivía su propio mundo secreto de visiones y apetitos insatisfechos. Nunca habló de esto con nadie. Sólo en sueños, o en momentos de soledad, alimentaba las visiones táctiles de fecundidad hinchada, de caricias maternales, de semillas de carne. Despertaba fatigada; corría con tambores en la cabeza y el vientre al quehacer doméstico; lograba conjurar el hechizo durante algunos días; siempre volvía a caer en él.

Cuando regresaron a Guanajuato, Asunción se dio cuenta de la situación matrimonial de su hermano. Urdió, entre sueños y luces obsesivas, casi en la inconsciencia, su proyecto. Instó a Rodolfo a tener familia: «Así tendrás un afecto verdadero en tu vida, Fito». Cuando Adelina le comunicó en secreto que estaba embarazada, hizo la vida imposible a la cuñada, hasta correrla. Obtuvo, en fin, que el niño fuese llevado a vivir a la casa de los antepasados: mil pesos en manos de don Chepepón y el muchacho fue sustraído del lado de su madre. Se aplacaron entonces los sueños atormentados; se llenaron sus labios, sus ojos y sus manos de la piel infantil, de los olores suaves del niño, del tacto anhelado del pequeño cuerpo. Se llenaron sus días con la atención maternal que prestaba a Jaime, con la preocupación por la ropa y la dieta y el baño y las sucesivas enfermedades de la niñez. Se llenó su corazón de horas inolvidables: las primeras letras, la primera oración que pronunciaron juntos, los regalos de Navidad, el primer velocípedo, la primera salida a la escuela, la comunión primera. La mujer atendía con amor monomaníaco la vida del niño, y respiraba profundamente al recordar los primeros años, vacíos, de su matrimonio. Esta realidad no escapaba a la atención de Balcárcel: él, como su esposa, fue acostumbrándose a la idea de que, gracias al niño, no había problemas en ese hogar. El terreno yermo en el que pudo haber germinado un rencor permanente entre Asunción y Jorge, había sido abonado por el niño.

Si algo distinguía a esta familia, era la convicción de que la regla máxima de la vida consiste en evaporar los dramas reales. Como Asunción, a escondidas, había añorado un hijo, Rodolfo Ceballos, a solas, se recriminaba por el abandono de Adelina. Jamás salieron a la luz estos estados de ánimo; jamás pudo suponer Rodolfo que Asunción se dolía de la esterilidad, ni la hermana que aquél sentiría remordimientos por el destino de su esposa. Ni una cosa ni otra cabrían en la cabeza de Jorge Balcárcel. El rector del hogar daba variedad a esta vida sumisa proporcionando reglas morales y ejemplos sobre lo que, en tal o cual situación, haría la gente decente. Pero sus declaraciones eran siempre de naturaleza abstracta, y las circunstancias personales eran muy ajenas a sus dicterios. En el fondo, los tres personajes de la casa sabían que es preciso no contradecir a fin de no ser contradicho y no violentar a fin de no ser violentado. En el contrapunto de sentencias generales y silencio opaco, Jaime era la agarradera para no sucumbir ni al dolor ni a la recriminación. Hijo postizo de Asunción, pretexto para la autoridad patriarcal de Balcárcel, justificación —en aras de un destino superior que la madre hubiese entorpecido— para Rodolfo, el muchacho crecía rodeado de una interesada devoción y de una normatividad farisaica.

«Que nunca crezca. Dios mío, que nunca crezca». Así oraba diariamente, sin palabras, la tía. Pasaba en seguida a la recámara del sobrino, le observaba dormido durante unos segundos, luego se acercaba a besarle la frente y corría las cortinas. Asunción revisaba la mochila escolar, colocaba en ella los libros y cuadernos necesarios para la clase de la jornada, sacaba punta a los lápices y reponía las gomas de borrar. Ella disponía el desayuno de Jaime y le asediaba con ofrecimientos de pan dulce, más fruta, un vaso de leche.

—Decididamente, mimas con exceso a este muchacho —comentaba Balcárcel—. ¿Te sabes bien la lección de aritmética?

—Sí, tío.

—Yo siempre fui el primero de la clase cuando tenía tu edad. No toleraría que mi sobrino fuera menos. La disciplina en la escuela es la base de la disciplina en la vida. ¿No tienes temores de que te reprueben este año?

—No, tío.

—Pues deberías tenerlos. Es necesario prepararse a los exámenes con el temor de un cero. Es la única manera de estudiar a conciencia. El maestro siempre sabe más que el alumno, y si quiere puede reprobar al más estudioso.

—Sí, tío.