6

¿Q ERA un año? Las estaciones mexicanas, casi indistintas, que casi no se sienten correr. La lluvia del verano, el olor a humo del otoño, el invierno asoleado y seco, las nubes rasgadas de la primavera. Sentarse en el parque, o en el zaguán de la casa, durante los meses de vacaciones. Ver pasar, con un libro de aventuras entre las manos. Aprender las clases del nuevo año escolar. Tratar de acomodarse al trato de los maestros. Descubrir de nuevo a los compañeros cambiados por la separación de las vacaciones.

—Yo estuve en el rancho.

—Yo fui a México. ¿A que no saben? Mi primo me llevó a una casa… —Aprendí a montar.

—Ya me harté de la escuela. El año entrante entro a trabajar con mi viejo.

—¿Nunca has cogido, Ceballos? Un año era resistir las invitaciones del furunculoso Pepe Mateos a tomar una cerveza o visitar un burdel. Un año era el rosario de actos de contrición en la recámara. Un año era la repetición solitaria de las grandes palabras cristianas.

* * *

Los habitantes de la casa escuchan la noche de abril. Los muros conservan aún la templanza tibia del día. A todas las recámaras llega el martilleo lejano del gran reloj de la sala: uno, dos, tres, hasta doce rumores metálicos que cada cual, en su cama, reproduce mentalmente en una danza de crinolinas y pelucas blancas: las doce figuras de porcelana que al sonar las horas abren las puertas de laca y hacen la ronda del viejo reloj, traído desde Madrid por el fundador Higinio Ceballos. Los habitantes saben que, en seguida, los campanarios nocturnos de Guanajuato reproducirán el aviso de la medianoche. El reloj de la casa, desde los tiempos de don Higinio, se adelanta tres minutos. Sólo Jaime Ceballos piensa, al mismo tiempo, en el cuadrante de sol, velado por la luna, que marca un tiempo distinto en un rincón del patio húmedo.

Sobre éste dan su alcoba y la de los tíos. La de Rodolfo Ceballos está trepada en la azotea. Jaime se aprieta contra la pared encalada del cuarto largo y angosto. Ha dejado la puerta abierta y huele la noche saturada. Un olor herboso asciende del patio. Pero más fuerte aún llega el perfume de campo y bosque de las ciudades vecinas a la tierra. Entonces el reloj de gajos de sombra vuelve a apoderarse de la imaginación del muchacho, y su tiempo se desdobla: las horas del sol, contadas; las horas de la luna, perdidas, que él quisiera recoger. La música nocturna también llega a la gran recámara del matrimonio. La amortiguan las cortinas de terciopelo, el canapé de seda, el piano de marquetería, el alto dosel y los mosquiteros de la cama de cedro. La flauta incendiada de la naturaleza primaveral sopla en los oídos de Asunción Balcárcel; abre los ojos y siente el cuerpo pesado y dormido de su esposo. El piso de la recámara de Rodolfo es de tezontle: la noche pertenece a las hormigas que cruzan rápidamente entre las patas de la cama de fierro. Rodolfo sabe que están allí y cree escucharlas; bosteza y se cubre las espaldas con la frazada. El día ha sido caluroso, pero la lluvia vespertina lo ha refrescado. La noche vuelve a ser tibia, anuncia la mañana. Los cuerpos, no obstante, sienten frío.

Una mosca zumba cerca de la oreja de Jaime. El muchacho da un manotazo y vuelve a apretarse contra el muro. La cama fue colocada de esa manera para que el niño no se cayera durante la noche; antes, también rodeaban el lecho de sillas y cojines. Piensa que ahora ya no hace falta. Tiene dieciséis años, y las frases moduladas de la noche suntuosa, rica de pobladores menudos, invaden su cabeza con formas sensuales bañadas en el olor de fruta, de tierra húmeda, de viento caluroso.

La recámara de la azotea. Rodolfo saca los brazos de las sábanas y los cruza sobre el pecho. Quiere quitarse la camiseta empapada de sudor, pero siente pereza y miedo a un catarro. Se lleva los dedos a los ojos y se dice que miente; que no puede dormir porque está oliendo ese viejo perfume, más tenaz que el olvido, de su mujer. Repite los gestos y los movimientos. Busca con los dedos a la compañera recostada, ahueca las manos como para recibir el agua de un manantial. Lo hace desde que Jaime habló de ella y la volvió a despertar en la piel del padre.

La alcoba principal. Zumba el abejorro amarillo y Asunción despierta con la boca abierta y las manos prendidas al pezón casi virginal. No quiere hacer ruido; aparta el mosquitero y camina hasta el espejo de cuerpo entero. Se observa, adormilada pero urgida, con el pelo castaño que le cae hasta la cintura, con las mejillas escondidas por el sueño bochornoso. Se dice que es guapa y joven todavía. Se desabotona el corpiño y muestra al espejo los senos redondos, tersos, apenas tocados. Ningún niño se ha prendido a ellos. No sabe, después, por qué mete los brazos bajo el camisón a la altura del estómago y lo hincha hasta rasgarlo. Da la espalda al cristal y mira el cuerpo dormido de Jorge Balcárcel, brumoso entre las redes blancas. El gemido de Asunción no lo escucha nadie; y nadie ve sus caricias desesperadas sobre el vientre y los pechos. La mujer recuerda al muchacho dormido en la pieza contigua y arde en deseos de correr a verlo.

El amanecer gris se levanta desde las baldosas del patio. El joven empapado de su amor solitario yace boca abajo y cierra con todas sus fuerzas los ojos adoloridos. Aprieta los puños y murmura una y otra vez: «… mas no nos dejes caer en la tentación, amén». La vergüenza le sube desde las plantas de los pies. Siente su cuerpo como una arena negra. Se incorpora y después se hinca y abre los brazos en cruz. Pero las palabras no le salen, y su dramática postura acaba por parecería ridícula. Entonces separa la cama de la pared y la coloca a la mitad de la recámara.

El ruido de la pieza vecina despierta con un gruñido al tío Balcárcel. El mosquitero le cae sobre el rostro. Lo separa, abre los ojos y ve a Asunción dormida. ¿Qué ruidos está haciendo su sobrino a estas horas? Balcárcel suspira y se acaricia la barba naciente. Piensa en el futuro de Jaime. Varias personas le han dicho que el padre y el hijo van juntos a toda clase de fiestas populares. Varias personas le han prevenido contra el muchacho de la Preparatoria que se ha convertido en el amigo inseparable de Jaime. Balcárcel se dice que a los muchachos hay que protegerlos contra su propia inexperiencia. Se dice que la vida moderna está llena de peligros y busca la escupidera de cobre debajo de la cama. Y Jaime —se dice, al escupir la misma gruesa flema de todas las mañanas— es necesario a la tranquilidad de su hogar; es todas las cosas que él no pudo darle a su mujer. Jaime es el hijo —ahora se alacia el pelo revuelto y escaso y siente un pergamino en la lengua—, y el hijo que por no ser de ellos debe ser cuidado y encadenado a ellos con más fuerza y decisión que sí hubiese nacido del vientre de la mujer dormida. Pero cuando deja caer su cabeza cuadrada sobre la almohada y se dispone a dormir plácidamente, Jorge Balcárcel no se engaña y sabe que la idea de un adolescente, de un hombre intermedio, le da asco, que no puede soportar el pensamiento de un sexo nuevo, que el amor naciente le llena de confusión. El probo político y banquero se entretiene con una serie de visiones obscenas que quiere y no quiere apartar del pensamiento, hasta que Asunción se remueve en el lecho y abre los ojos y aprieta los labios.

—¿Estás despierto? —le dice a Balcárcel.

—Ya van a dar las seis —responde el marido y se rasguña la mano con la barba entrecana.

La mujer se sienta y coloca los pies en las babuchas rojas. La luz empieza a entrar, azulada, por los resquicios de las ventanas. Se cubre con un chal de lana y husmea los humores enclaustrados de la noche. Sale al corredor que circunda al patio. Desciende la escalera de piedra y aspira la concentración de la mañana en el patio gris. Toca en los vidrios de los cuartos de servicio. Entonces se lleva la mano al pecho y abotona apresuradamente el camisón hasta la garganta.

* * *

La tía y el sobrino han regresado de la misa matutina de San Roque. La primera mitad, casi vacía, de las bancas, ha sido ocupada por media docena de personas decentes. En la segunda mitad rezaban las viejas desdentadas y sofocadas por trapos oscuros, se cruzaban de brazos los campesinos vestidos de azul, con los ojos pardos y los pies embarrados de lodo quebradizo. Doña Asunción recorrió las cuentas del rosario acariciándolas como perlas. En las bancas de atrás, las viejas las pesaron como granos de maíz, como si fuesen la parte más rica de su esencial pobreza.

Ahora todos se han reunido en el comedor sombrío bajo la lámpara verde. La criada ha colocado una fuente de papaya, limones, plátanos fríos y membrillos olorosos sobre el mantel de terciopelo verde. Jaime ha acercado un membrillo a la nariz y lo ha tenido allí largo rato. El tío Balcárcel ha apretado los labios y arqueado las cejas para exprimir un limón sobre la rebanada color de rosa. Rodolfo ha colocado la servilleta entre la camisa y el cuello, y se ha cubierto los labios con la mano al escupir las pepitas. La tía le ha indicado a Jaime con un gesto que se limpie el ojo derecho. Sabores de tocino frito y de chorizo.

—Deja ese membrillo y come —carraspeó el tío Balcárcel—. Decididamente noto flaco a este muchacho.

—Está creciendo —dijo la tía.

—Debería hacer ejercicio. ¿Qué haces en tus ratos libres?

—Tengo mucho que leer, tío.

—No hables con la boca llena—. Balcárcel mantenía una postura tiesa y digna en la mesa, como para contrastar con la blandura informe de Rodolfo. El puño cerrado de la mano izquierda se posaba con autoridad sobre el mantel, y de vez en cuando sacaba el reloj del chaleco y arqueaba las cejas.

—Rodolfo, no quiero pasar por encima de tu autoridad, pero estimo que ha llegado el momento de hablarle claro a Jaime, puesto que ya no es ningún niño, sino un hombrecito de dieciséis años.

El comerciante gordo puso cara de circunstancias y dejó los cubiertos. «Hablarle claro»: Jaime no se atrevió a decir que lo deseaba, que quisiera decir y entender claramente todo.

—La vida moderna está llena de peligros —continuó Balcárcel desde su tiesa postura patriarcal. En nuestra juventud, el medio ambiente ayudaba a que los jóvenes anduvieran derechitos. Pero hoy, según me cuentan, en vez de hacer una vida disciplinada, andan sueltos como cabras, viendo cosas que no debían y leyendo libros que no debían. Ahora se dice que lo mejor es dejar sueltos los instintos y conocer la vida. Pues no, señor. Yo digo que no. Los instintos son para los animales; los hombres se controlan y disciplinan.

Balcárcel paseó su mirada rígida y triunfante por la mesa. Jaime bajó la cabeza.

—Veo que te afectan mis palabras, jovencito —dijo, sonriendo, el tío—. Más vale. A ver, ¿qué libro estás leyendo?

—Una novela.

—Una novela. Muy bien. ¿Cómo se llama?

—El rojo y el negro.

—Asunción, me harás el favor de confirmar con el padre Lanzagorta que ese libraco está en el índice, y luego Jaime tendrá la corrección de entregarte su ejemplar. Prosigamos. ¿Quién es tu mejor amigo?

—Un amigo… de la Preparatoria.

—¿Cómo se llama?

—Juan Manuel.

—¿Juan Manuel qué?

—Juan Manuel Lorenzo.

—Asunción: ¿tú conoces a alguna familia amiga que se apellide Lorenzo? Yo tampoco. Y te diré por qué. Porque es una familia de campesinos, y porque su hijo estudia aquí gracias a una beca del gobierno.

—Hijito, deberías tener más cuidado con quién te juntas… —dijo doña Asunción, colocando la mano sobre el hombro de Jaime. El muchacho estaba encendido, buscando palabras con las cuales contestar al tío, implorando la intervención protectora del padre, Rodolfo; pero éste permanecía con las manos sobre el regazo y una mirada de respeto y atención.

—No he terminado —sentenció el tío con un dedo rígido—. Y aquí, decididamente, entra la responsabilidad de usted, Rodolfo. ¿Les parece a ustedes correcto que un muchacho en plena formación ande mezclándose con el más bajo pueblo en toda clase de romerías y fandangos populares? Al principio toleré esto, pues al cabo Jaime era un niño. Pero ahora que tiene dieciséis años, decididamente no me parece tolerable que ande por ahí, expuesto a toda clase de tentaciones, rozándose con mujerzuelas, en fin… Y lo peor del caso es que usted lo acompaña, Rodolfo, y por algo nunca nos lo había dicho. Perdone mi brutalidad, pero ¿ya ha llevado usted a su hijo a un prostíbulo?

La exclamación de la tía fue paralizada por la mano retórica de Balcárcel: —Estimo que la franqueza es necesaria. Todo hogar necesita un jefe, y yo voy a hacer sentir mi autoridad en éste. Mi primera regla será que Jaime, como todos los jóvenes de nuestras familias, llegue casto al matrimonio y no conozca a otra mujer que la que Dios le depare. De manera que se acabaron las lecturas licenciosas y los amigos de otras costumbres, y en una palabra, la falta de decoro.

Mientras hablaba el tío, la vergüenza oscura del joven iba hundiéndosele más en el pecho. Ira, también, porque Rodolfo permanecía mudo. La defensa que el joven esperaba no hubiese sido oral, sino activa y tajante. Una defensa que le hubiese dicho a Balcárcel: «Éste es mi hijo». Nada más. La vergüenza de Jaime era por él mismo, pero también por el padre que lo había abandonado. El silencio que atravesó las miradas cruzadas de padre e hijo fue suficiente. Rodolfo volvió a bajar la vista, y Jaime arrancó por fin, de su propia vergüenza desamparada, las palabras que quería decir: —¿Es así como me habla usted claro? ¿Con mentiras?

El tío disparó el brazo. —¡Fuera de esta mesa! ¡A su cuarto, jovenzuelo! A su cuarto y sin comida, a ver si con el ayuno se le quita a usted lo nervioso y grosero. Si su padre no es capaz de disciplinarlo, yo le demostraré que en esta casa hay autoridad y respeto a los mayores.

Balcárcel se limpió los dedos con la servilleta; Jaime se puso de pie y solicitó el amparo de su padre, de la tía. Los dos bajaron las miradas y el muchacho caminó hasta la pieza estrecha y blanca donde la criada había vuelto a colocar la cama contra la pared. Olores de desayuno provinciano, abundante. Todos comían en silencio los huevos con chorizo y Asunción trataba de sonreír:

—Quiero decirte que tus primas andan queriendo sonsacar a la cocinera. Quiero que hables con ellas, porque yo sin Felisa no puedo con esta casa.

Balcárcel asintió, volvió a consultar el reloj y salió del comedor. Los hermanos siguieron comiendo.

—Mañana es el aniversario de papá —dijo Rodolfo.

—Sí. Habrá Te-Deum a las diez. Oficiará el padre Lanzagorta.

—Eso que dijo tu esposo… que Jaime y yo…

—Ya lo sabía.

—Antes, ¿sabes?, era muy bonito. Ahora ya no tenemos nada que decirnos. Caminamos en silencio.

—Sí.

—Desde que él… Asunción, ¿cómo lo supo? Me habló de Adelina; me dijo que la había abandonado.

—¡Quedaste en no mencionarla, nunca!

—Yo no… no sé cómo se enteró. Pero es tu culpa; sí, ¿por qué la abandoné? Es tu culpa.

Afuera, chirrean los pájaros y los nuevos nidos se abrazan a las ramas de los fresnos tupidos de la primavera y las viejas salen de San Roque arrastrando las piernas y los vendedores de frutas y dulces cantan sus colores. Un gallo sultán se pasea en silencio por la cornisa ancestral, al filo del aire, señoreando el gallinero manso. Su cresta se eriza como un capote de fiesta.

—… y me hace tanta falta el muchacho, Asunción. Fíjate que no me queda otra cosa.

En su recámara, Jaime alimenta y acaricia el silencio; se dice las palabras mudas del adolescente herido; se atreve a discurrir los proyectos de fuga y rebeldía. Son los nudillos de la tía Asunción los que tocan al visillo de la alcoba. El desayuno ha concluido. Don Jorge Balcárcel ya está sentado en el sillón de cuero de la oficina, afirmando su autoridad sobre los débiles y su benevolencia hacia los poderosos, Rodolfo Ceballos ya abrió la vieja tienda frente a San Diego y se dispone a desenrollar un corte de pana. Los nudillos vuelven a sonar; entra la mujer blanca, con el pelo restirado en el chongo, con el traje negro y la mirada ansiosa. Viene a que Jaime la quiera, y él lo sabe. Viene a exigir que le entregue su adolescencia solitaria, a ella o a nadie. El joven permanece sentado en la cama angosta; Asunción le toca una mano.

—No estés triste. Tu tío es un peco severo. Pero sólo piensa en tu bien.

Y como el muchacho no sabe qué responder, añade:

—Quiere que seas un hombre recto y limpio, como él y todos nuestros antepasados. Porque ya casi eres un hombre, ¿verdad?, y los hombres están expuestos a muchos peligros. Tu tío y yo queremos evitarte el dolor. Queremos prevenirte con nuestra experiencia.

Asunción suspiró y juntó las manos. —Pronto sentirás… deseos, de conocer mujeres. Te pido que tengas paciencia y que esperes a poder formar un hogar cristiano. Seis o siete años no es mucho tiempo, ¿verdad? Tu tío y yo te ayudaremos a encontrar una mujer buena. Fíjate en el error de tu propio padre…

—¿Cuál? —dijo, con súbito dolor, el joven.

—Tu madre no era una mujer de nuestra clase…

—¿Y de qué clase soy yo? —preguntó Jaime con una mueca que delataba el asco que le producía la mentira dicha con semejante convicción.

La tía se irguió hasta su postura habitual, la postura heredada de la tiesa Guillermina. —Tú eres un Ceballos. Los Ceballos siempre han sido paradigma de caballeros… de gente decente.

De haberle dado la cara, Asunción habría adivinado en los ojos de su sobrino una burla adolorida.

—Una mujer honrada es más difícil de encontrar que una aguja en un pajar —sentenció la tía—. Por eso debes fiarte de la mujer que tu tío y yo te escojamos cuando llegue el momento. Debes guardar tu pureza como un tesoro para la madre de tus hijos. Las otras mujeres… —palideció doña Asunción y se detuvo unos instantes—… las otras mujeres contagian enfermedades incurables… o van detrás del dinero, como tu…

Se detuvo nuevamente, turbada, y abrazó al joven que, sin sospecharlo ella, sacaba de la lección conclusiones harto distintas a las que la señora quería inculcar en su ánimo. —No quise decir eso. Trata de entenderme; es por tu bien —balbuceó Asunción mientras acariciaba la cabeza de Jaime—. Queremos evitarte los peligros y los errores de la juventud. Tú eres muy bueno; deberías tener más desconfianza en la vida. La gente no es buena. ¡Siempre me tendrás a mí para aconsejarte! Ninguna mujer te querrá nunca como tu mamá Asunción.

Y Jaime, acariciado por la mano femenina, dijo por primera vez, sin pensarlo siquiera: —Sí, tía— a quien siempre había llamado «mamá». Acaso sintió el extraño temblor, mezcla de alegría y pena, con que Asunción recibió la palabra. Pero si no el estremecimiento, la propia pureza de su amor intocado le comunicó que Asunción lo quería para ella, y lo quería como mujer. Fue una intuición repentina, que no supo calificar y que ella sospechó también en la manera como el sobrino se apartó con suavidad y fue a rociarse la cara en el aguamanil floreado. El joven se sentía confundido, y de su oscuro asombro apenas derivaba un sentimiento de compasión hacia la mujer que tenía que solicitar, de esta manera, un poco del amor que ningún hombre le había dado.

Asunción se tocó las mejillas cremosas y los párpados de ojera profunda. Rechazaba la sospecha; se deleitaba en la certidumbre de su piel aún fresca; nada podía decir de sus deseos más secretos; tan secretos que en el mismo silencio del sueño, un vapor cerrado los encubría de la imaginación y otra, capa negra embargaba ese vapor hasta que el deseo desaparecía antes de nacer a la conciencia, ahogado en el punto solar del vientre, en el declive de la carne más silenciosa. Eran éstas las volutas que iban rechazando, cada vez más hacia atrás, cada vez más hacia el fondo olvidado de los impulsos originales, la verdadera voz de Asunción, mientras sus falsos labios, en un reflejo insospechado de defensa, pronunciaban otras palabras. Sacó un pañuelo y lo pasó por la nariz.

—Tú tío tiene razón. No debes tratarte más con ese muchacho. La gente lo comenta. No es natural que dos muchachos de clases tan distintas anden juntos todo el tiempo. Prométeme que no verás más a ese Juan Manuel.

* * *

Juan Manuel Lorenzo era un muchacho indígena de pequeña estatura y movimientos pausados. Sus ojos profundos y límpidos se abrían con cierto asombro, como si descubriesen por primera vez todas las cosas. Parecía que esos ojos nunca habían pensado. Parecía que por ellos sólo penetraba la intuición. Ahora, los ojos de Juan Manuel Lorenzo se levantaban hacia la claraboya del bodegón, desde la bajada del Jardín Morelos, y su voz lanzaba un secreto «¡chst!». La pequeña figura de Lorenzo, vestida con pantalón de dril, camisa blanca y zapatos amarillos, levantaba el rostro y apretaba contra el costado un cuaderno y varios libros. Cuatro años antes, el gobierno local había escogido a un niño de las escuelas rurales para becario a fin de que prosiguiera los estudios secundarios y preparatorios. Lorenzo había abandonado su aldea de cabras y chozas pardas para trasladarse a la capital del Estado. Vivía en una casa de huéspedes, en un cuartito de dos por tres, y en las tardes trabajaba en un taller de los ferrocarriles en Irapuato. Con esta entrada, completaba su presupuesto para libros. La pequeña pieza de la pensión apenas aguantaba el lastre de tantos volúmenes apilados en torres. Estudioso y tenaz, Lorenzo devoraba sus tomos todas las noches, a la luz del único foco que pendía de un largo cordón. Compraba mensualmente un volumen de los clásicos castellanos y, con diligencia, lo leía en dos noches. Su español poseía cierta calidad demasiado cuidadosa; era un idioma asimilado, aprendido con deliberación. Tan lento como sus movimientos físicos, lenguaje de Lorenzo lo hacía pasar, a los ojos del trato superficial en la escuela, en el trabajo, en la casa de huéspedes, no como un muchacho tonto o brillante: sólo diferente. Su manera de hablar y su personalidad física provocaban siempre una sensación de extrañeza. La tenacidad privada se convertía en cierta rudeza pública; rudeza esencial y vigorosa que los suaves modales del hombre de raza indígena transplantados a la ciudad no alcanzaban a ocultar. Si el cuerpo era menudo, la cabeza era grande, y todos los tarros de goma mezclada por el joven estudiante no bastaban para domeñar su mata de pelo duro, semejante a un enorme nopal de cerdas violentas. Nadie podría afirmar, pese a lo dicho, que Juan Manuel Lorenzo fuese un hombre feo. Pues aquellos ojos asombrados, abiertos al mundo, iluminados por una secreta alegría, eran apenas el aviso de un rostro pleno de voluntad y energía moral. ¿Qué indefinible elegancia poseían los gestos primitivos de Juan Manuel Lorenzo? ¿Qué súbito respeto inspiraba su indefensa naturalidad? Fueron estos atributos, sin duda, los que lo salvaron del trato que, a uno de su condición, reservaban los muchachos de la Preparatoria.

Todas las tardes de los sábados —como ésta—, Juan Manuel caminaba con Jaime por los callejones y plazas de Guanajuato. «Paraíso cerrado para muchos»: así sentía el joven Lorenzo su ciudad de Guanajuato, pequeño habitáculo del tamaño del hombre, ciudad a propósito para la conversación y el paseo lentos, mágica en sus laberintos de piedra y en sus cambiantes colores definidos por el paso del día y de la noche. Tal era la academia del despertar inteligente de los dos amigos. Pues ¿cuál sino ésta es la primera y verdadera escuela del descubrimiento personal: los paseos largos y casi silenciosos con el amigo de la adolescencia, el primero que nos da trato de hombre, el primero que nos escucha, el primero que comparte con nosotros una lectura, una idea en germen, un nuevo proyecto de vida? Esto era lo que Juan Manuel y Jaime se daban, el uno al otro, en su semanal callejoneo. Una villa de ventanas abiertas se ofrecía como estímulo a su curiosidad primeriza. En el subir y bajar de Guanajuato, en la estrechez de sus viejas calles del siglo XVII, un panal de vida cotidiana se ofrece a los ojos curiosos. Detrás de esta ventana enrejada, una vieja amarilla cuenta el rosario al aire; detrás de aquélla, cinco niños con babero blanco lamen los barrotes y cantan coros juguetones; detrás de la siguiente, una muchacha colorada baja los ojos y extiende la mano al galán callejero. Se tienden camas, se zurcen calcetines, se toma el fresco, se bebe el chocolate, se comentan las noticias y se urden los chismes, se abren los ojos a la vida que pasa, se espera en una mecedora a que la muerte llegue, se gestan nuevos hijos al ritmo de calceta, se barren pisos y se velan cadáveres: todo con las ventanas abiertas, expuesto a la mirada ajena. Pero todo, asimismo, extrañamente quieto, extrañamente silencioso. Una oscura soledad oprime esta existencia abierta. Lo que en otra latitud, y entre otra gente, sería fiesta y comunicación bullanguera, es en Guanajuato mudo, tenso fluir de la vida diaria entre sus extremos de cuna y mortaja.

Juan Manuel le había prestado a Jaime la novela de Stendhal el sábado pasado. Al muchacho rico le era más difícil comprar libros que al pobre, pues éste contaba con la mínima independencia de la cual aquél carecía en absoluto. Los Balcárcel, por lo demás, ejercían su estricta censura. Por esto, el joven debía meter de contrabando, sábado a sábado, el volumen que el amigo le prestaba. Era siempre un volumen anotado, subrayado, de la más pobre edición, pronto a desprenderse de sus protectoras camisas de cartulina.

—¿Lo has leído… mi libro? —preguntó Juan Manuel cuando Jaime salió a la plaza y le puso una mano sobre el hombro.

—Me lo confiscaron los tíos. Dicen que está prohibido.

Los dos tomaron el consabido camino del Callejón de los Cantaritos. Juan Manuel iba en silencio, con una expresión triste, pero Jaime —aunque sintió el impulso— no se atrevió a ofrecerle un nuevo ejemplar.

—Tus tíos, Ceballos… ¿comprenderán de una manera tan clara… lo que explica ese libro?

Llamarse por los apellidos era uno de los convenios tácitos de esta amistad juvenil. Los desplantes individuales —de pedantería, de reserva, de rebelión, de burla, de singularidad externa— que entre nosotros reciben el nombre genérico de «la edad de la punzada», no son sino maneras de afirmarse a los ojos de quienes no conceden personalidad al adolescente. Esta actitud, entre amigos, se traduce en un instintivo afán de respeto mutuo, que Jaime y Juan Manuel aplicaban, particularmente, de este modo. A Ceballos, al principio, se le hacía difícil darle la categoría correspondiente al compañero con el patronímico que no parecía tal. Sin embargo, Juan Manuel no decía «Lorenzo» como si se tratase de un nombre de santoral: quebraba la palabra en la segunda sílaba, la acentuaba, y después dejaba fluir la última como un suspiro. «Lorenzo». Jaime aprendió a pronunciarla así, y el joven indígena se lo agradecía con un fugaz brillo de los ojos.

—¿Qué es lo que más te ha… impresionado… explícitamente?

—Sabes, Lorenzo… —Jaime dobló los brazos sobre el pecho y frunció el ceño—. Hay una parte donde dice que toda gran acción es extremista cuando un hombre grande la emprende. Y luego dice que sólo cuando se ha cumplido les parece grande a los mediocres.

—Una acción… radical.

Los amigos también se demostraban su mutuo respeto mediante esta expresión cuidadosa, casi rebuscada, de las citas e ideas. Jaime frunció peculiarmente la nariz:

—Me parece una buena regla, ¿no crees? Así debían proceder los cristianos. Así procedió Cristo. Lo juzgaron un loco extremista, radical como tú dices, y hoy todos se dicen sus discípulos. Discípulos de un loco.

—Yo temo… —habló con su pausa habitual Lorenzo—… que la fe basada… en el ejemplo de un solo individuo… a fuerza de repetirse se convierte en caricatura. El cristianismo ha sido caricaturizado por el clero y… la gente decente, los ricos… ¿Soy explícito?

—¡Ojalá fuera una caricatura! —sonrió Jaime—. Es menos que eso, Lorenzo. ¿Sabes? Siempre me imagino la caricatura como algo rebelde. ¿Te acuerdas de esos dibujos de Goya que me prestaste una vez? Mi tía Asunción los descubrió en mi cuarto y puso el grito en el cielo. Dijo que cómo podía tener esos monos obscenos y horripilantes que le ponían la piel de gallina. ¿No era eso lo que quería Goya, que la gente como mi tía se sintiera ofendida?

—A veces… ésa es la única arma contra un mundo… hostil y sin justicia.

El largo callejón de amarillo y azul opacos se detuvo en su ascenso. Ahora, el de los Positos se abría, encajonando el olor de todas las panaderías del rumbo.

—¡Huele!… —dijo Lorenzo.

—¿Entonces para ti no es una acción personal lo más valioso?

—¿Lo más… valioso? Aislada… no. La juzgo… valiosa… siempre que forma parte de una acción general. Quiero decirte un cosa, Ceballos…

Jaime se adelantó y compró dos polvorones colmados de azúcar blanca. Le ofreció uno a Juan Manuel. Éste lo mordió con gran delicadeza. Un bigote de polvo dulce se le formó en el labio.

—A mi padre le… dieron un terreno… para cultivar. Esto estuvo muy bien. El propósito… era muy generoso. Sin embargo… es una tierra muy pequeña… Sólo se pueden cultivar algunas coles… y berros. El maíz allí no crece. No hay agua… Entonces mi padre… tiene que buscar otra vez trabajo fuera de su tierra… Vuelve a endeudarse con un patrón… Pero todos comemos coles y berros. La situación… no cambia en realidad. La situación es… idéntica. Pero mi padre… solo… no puede hacer nada… Es preciso… que todos se unan. Antes, hace muchos siglos… el ejido era la tierra de todo el pueblo. Cada agricultor… poseía una parcela… y además tenía lo que producía para todos el ejido… Ahora, en vez de ejido… sólo hay la pobre parcela de cada uno. Porque son tan pobres… y desgraciados… uno solo no puede lograr nada… Todos juntos… Hay que hacerlos entender… Todos juntos.

A Jaime le sorprendía este tipo de conocimientos. Le era ya difícil recordar el origen de Lorenzo, el muchacho cuya vida se alimentaba y consumía en una fiebre de lectura. El foco único de la pequeña recámara de Juan Manuel brillaba con su luz pareja hasta la madrugada; el rostro moreno se afilaba, cada noche, en la persecución de la lectura. Con la gran cabeza despeinada entre las manos, con los codos apoyados sobre el pupitre escolar, el joven devoraba páginas, tomaba notas, debatía con sí mismo: no admitía una afirmación del invisible autor sin ponerla en duda y buscar su razón. La cuidadosa dificultad con que hablaba se convertía, en el discurso interno, en elocuencia implacable. Nietzsche, Stendhal, el Andréiev de Sachka Yégulev, Dostoievsky, Dickens, Balzac, Max Beer, Michelet, eran sus interlocutores cotidianos, y Calderón, Tirso, Berceo. No obstante, el muchacho que con semejante alegría e intensidad se sumergía en su mundo de trabajo intelectual, no podía perder la conciencia de su origen y de los problemas diarios de esa raíz. Precisamente, a medida que se adentraba, durante las noches —tibias o heladas— de su breve cuarto, en el Mediterráneo de los diecisiete años, decidía con mayor ardor conjugar las ideas que descubría con la situación que conocía. Empezaba, en esos días, a leer toda la literatura de la Reforma y la Revolución mexicanas. Jaime Ceballos leía y trabajaba menos que su amigo, pero soñaba más —encerrado, también, en la recámara blanca de la casa familiar— y se aferraba más a las dos o tres ideas que juzgaba esenciales. Como Lorenzo —como todo adolescente— se sentía mucho más seguro monologando con los ojos cerrados, que hablando con las personas a las cuales hubiese querido dirigir sus palabras: los dos Balcárcel y Rodolfo Ceballos; los que cotidianamente le rodeaban y le dictaban las reglas, los que diariamente compartían con él las tres comidas. En su soledad, les habría dicho lo que pensaba; en la vida común, no podía ponerse por encima de la autoridad sentenciosa del tío, de la incomprensión sentimental de Asunción, de la pura y débil confusión de su padre. ¿Cómo decirle a éste, anonadado, temeroso, que tuviese la entereza de asumir su responsabilidad y acercarse a Adelina, la madre olvidada? ¿Cómo decirle a su tía que no era un pecado ser mujer, sino ser hipócrita? ¿Cómo, en fin, decirle a Balcárcel que él, Jaime Ceballos, era una persona? ¿Cómo obligarlo a que lo respetara como era y por lo que era? ¿Cómo decirle que las virtudes han de amarse más de lo que se teme a los vicios? ¿Y cómo decirles a los tres que puesto que se decían católicos, debían comportarse como cristianos en todos los actos de su vida: que fuesen cristianos enteros, o que se abstuviesen de mencionar siquiera una fe que en sustancia no practicaban? No: la lengua se le paralizaba cuando Balcárcel levantaba el dedo rígido y dictaba un precepto hueco. Y esta ausencia de respuesta a sus preguntas nunca dichas, orillaba al muchacho a la actitud convencida de que a solas, sin comunicación con nadie, él debía demostrar que cuanto pedía a los demás era posible.

Apenas a Juan Manuel le insinuaba esta decisión, acariciada y afirmada en la soledad adolescente como el único tesoro de su hombría continuamente expuesta a la duda y a la compasión propias y de su familia.

«Diego Rivera, pintor magnifico, nació en esta casa el 13 de diciembre de 1886», decía la placa de una casa ocre de Positos. Los dos caminaban en silencio, y Jaime abrazaba los hombros de Juan Manuel. La señorita Pascualina Barona pasó rígidamente y abrió los ojos enmarcados por los pince-nez de oro y se acomodó con altanería y enojo el bonete negro que coronaba su rostro amarillo. «¡Un Ceballos!», murmuró al cruzarse con Jaime.

En una ciudad tan pequeña, estos encuentros no eran infrecuentes. Lorenzo reasumió la conversación.

—¿Te acuerdas… la parte donde el autor dice que… Julián… tenía una elocuencia maravillosa, verdad?… creo que dice que hablaba muy bien porque…

—Porque no tenía que actuar como las gentes de la época de Napoleón —dijo Jaime, ansioso de superar con esta lectura coincidente el encuentro con la agria señorita Pascualina, que esa misma tarde iría a contarle a la tía Asunción que los dos amigos caminaban abrazados.

Continuaron en silencio. Jaime se imaginaba un mundo brillante y libre, en el que los jóvenes de su edad abandonaban el hogar para ganarse, en unos cuantos meses, los galones de coronel en la campaña de Egipto. Cada soldado llevaba en su mochila el bastón de mariscal. La lectura de la epopeya napoleónica le entusiasmaba; se imaginaba en el centro de aquellas grandes batallas, bautizado por aquellos grandes nombres que adornaban, según la enciclopedia, el Arco del Triunfo de París. Wagram, Austerlitz, Jena, Smolensk, las Pirámides, Friedland, y los trajes militares, el estampido de la caballería, las llamas de Moscú: esa extraña conflagración de la nieve, y las mujeres misteriosas que se colaban entre las páginas de la historia, Josefina, María Walewska; nombres de palacios, Fontainebleau, Marly, Versalles, Chantilly; el sobresalto de intriga y aventura que le provocaban las figuras de Fouché y Talleyrand.

—¿Has leído ese otro libro que se llama La guerra y la paz? —preguntó Jaime.

—No.

—Es muy largo. Es como para las vacaciones.

También Juan Manuel discurría lentamente, en silencio. Trasladaba la acción fulminante de la que hablaba Stendhal a otros hombres y otros campos. La caballería villista en el Bajío, los yaquis que ganaron la victoria de Obregón, la celada a Zapata en Chinameca. Ahora todos esos héroes habían muerto, y en su lugar estaban los Julián Sorel, que hablaban con mucha elocuencia de la Revolución Mexicana.

—Voy a prestarte el libro de Vasconcelos, Ceballos.

Juan Manuel se pasó la mano delgada por la mata rebelde de pelo. A veces, durante sus largas horas de lectura, se detenía ante algo que le intrigaba: ¿por qué hablaban ciertos hombres, en ciertas épocas, de una manera, y otros, en otros tiempos, en un estilo tan diferente? El tumulto apasionante de la prosa de Vasconcelos, por un lado, y por el otro la claridad serena de Guzmán. ¿Y por qué hablaban estos hombres con un tono de verdad, aunque de manera opuesta, sobre los mismos temas que en otros labios eran mentira, basura, vulgaridad? Recordaba discursos de los comisarios ejidales en su pueblo y de los líderes en Irapuato; editoriales de los periódicos; declaraciones de funcionarios. Éste era el otro idioma de México: un idioma de lacayos.

Los amigos marchaban suspendidos y ajenos al tráfago silencioso de la hermosa callejuela guanajuatense. Los faroles se encendieron repentinamente y un organillero empezó a dar vueltas al manubrio —la marcha Zacatecas— frente a una ventana de niños pequeñísimos e inmóviles que parecían asistir, por primera vez y desde su primera fila, al espectáculo del mundo.

Debe haber otro idioma, que no sólo refleje, sino que pueda transformar la realidad, pensó Juan Manuel. Esto hubiera querido explicarle a su amigo. Pero se dijo que, en verdad, desconocía las palabras que expresaran esa intuición.

Bajaron por el callejón de Juan Valle, donde vivía Lorenzo. La casa de huéspedes, alojada en un viejo caserón de ladrillo encalado, olía a frijoles refritos. La dueña, una solterona que usaba a todas horas mitones blancos, se mecía frente a la ventana abierta de la mejor recámara de la casa. Saludó con la cabeza a Juan Manuel y a Jaime. No separó sus sucios dedos de tela de la posición afable en que descansaban sobre el regazo. Pero al penetrar los dos amigos al patio, ya estaba allí la señora, encogida, abrazada a su chal de estambre, taconeando el piso con un botín de lazo.

—Joven —chilló su voz tipluda—. La muchacha me avisó que no se puede entrar a su cuarto de usted. Esos libros llenan todo de polvo. Después otros huéspedes no lo van a querer tomar. Yo no estoy dispuesta, óigame bien, a hacer gastos inútiles.

—Lo siento, señora… Es mi trabajo —dijo Juan Manuel y caminó hacia la escalera.

—Joven —se escuchó el chillido—. Me debe el mes.

—Mañana me pagan en el taller, señora —dijo Lorenzo sin voltear.

—Señorita… ¡Cuántas veces…!

Subieron por el cubo estrecho de escalones gastados. Las vigas roídas de los techos goteaban. Se descascaraba la cal de las paredes, y unas mariposas negras se escondían en los lugares altos y oscuros. Al fondo del pasillo más estrecho, Lorenzo abrió la puerta de cortinillas floreadas y los amigos entraron a la pieza amontonada de libros que se apilaban al pie y debajo del camastro de fierro.

—Toma… el libro de… Vasconcelos. Tengo que irme al taller… hoy trabajo horas extra.

—Te acompaño.

Jaime pensó que la vieja señorita que habían encentrado en la calle ya habría comunicado su chisme a Asunción, que ésta lo buscaría por toda la casa para prevenirlo contra un regaño de Balcárcel y que el tío, a su vez, iría a la recámara a cerciorarse de que Jaime, obediente, no la había abandonado en todo el día. Pero el miedo a un nuevo castigo le era menos imperioso que el goce aventurero de la desobediencia.

—Te acompaño —repitió, excitado por la blanca oscuridad descendiente.

Los dos salieron, hermanados por una comunicación sin palabras, al callejón. Los dos cuadraron los hombros, aspiraron el aire delgado y caminaron con paso de gallo, entre alegre y orgulloso, al lugar de donde partían los camiones a Irapuato.

* * *

—Si hay trabajo… puedo venir mañana —dijo Juan Manuel cuando terminó la tarea. Al limpiarse la frente, se manchó el antebrazo con una raya de aceite. A su lado, Jaime presentaba un aspecto semejante. Se colgaba el saco a la espalda, desde el dedo índice doblado como gancho. Las camisas de los amigos brillaban, como sus rostros, con un maquillaje sudoroso de carbón y grasa. Jaime dejó correr por el pecho una alegría nueva: se abrazó a sí mismo para sentir mejor los dolores de los músculos.

—No hace falta —dijo el jefe del taller. Sonrió y pasó la mano entre los mechones negros de Juan Manuel—. Dedícate a pasear, que al fin ahora te tocan horas extras. ¿Tu amigo no quiere empezar la semana entrante? Sobra trabajo.

—No… —dijo Juan Manuel.

—Seguro —se adelantó Jaime.

—Está bueno. Que Juan Manuel te explique algunas cosas sobre engranajes y aceites, y si quieren se vienen juntos el lunes.

Los amigos caminaron entre los ritmos mecánicos y el paisaje de vapor. Los maquinistas, desde las cabinas, saludaban con la gorra a Lorenzo, como si le agradeciesen que las locomotoras corriesen en buen estado.

—Trabajaste bien, Ceballos… Como esta vez no te pagarán, déjame invitarte una cerveza.

—¿Te fijas? —exclamó Jaime cuando un trabajador pasó y los saludó y palmeó el hombro del joven Ceballos—. Ya somos iguales. Lo dijo con alegría, pero en seguida temió haber ofendido a su amigo. La sonrisa de éste se hizo más grande. No hablaron más hasta llegar al tendajón, mezcla de cantina y abarrotería, que se escondía bajo un techo chaparro a la vera de la vía humeante.

—Dos «Superiores» —dijo Juan Manuel al hombre con rostro de chivo que descorchaba botellas.

Esperaron, cálidos y jadeantes, con los brazos sobre el mostrador manchado de moscas. Bebieron con avidez el líquido opaco. Juan Manuel apoyó la cabeza sobre una mano.

—¿Cómo vas a conseguir… permiso… de tus tíos?

—No se pueden negar a que trabaje. Ya estoy grande. El tío siempre dice que hay que ser muy trabajador, ¿no?

El lugar empezó a llenarse de trabajadores que llegaban sedientos y manchados de aceite, como ellos. Algunos saludaban por su nombre a Juan Manuel, o con la mano junto a la gorra a ambos. Jaime saboreó los bordes del vaso colmado. Se llenó los labios de espuma. Hubiera querido decirle a su compañero que éste era el primer día completo de su vida de hombre. Pero la satisfacción dio paso a un sentimiento de burla: pensaba en los tíos enojados, o inquietos, o lo que fuera. El tendajón se espesaba de humo. Un obrero codeó a Juan Manuel: entraban tres mujeres en busca de batalla. Dos eran jóvenes, y la otra vieja y flaca; la primera joven baja y regordeta, la segunda piernuda y esbelta; las dos muy pintadas, en abierto contraste con la tercera, de aspecto monjil, con la cara lavada y el pelo sin rizar.

«¡Meche!», salió un grito del fondo del lugar y la mejor parecida se abrió paso hacia la voz cariñosa. Las otras dos se encontraron, a codazos, un lugar en el mostrador, cerca de los amigos. «¿Qué tomas, Fina?», le dijo la joven pequeña a la mujer flaca y amarillenta.

—¿Hay para un coñac?

—Si apenas son las once: tómate una cerveza. ¡Por algo te dirán la Fina!

La joven levantó el brazo y brindó mirando a Juan Manuel y a Jaime. Aquél trató de sonreír, éste bajó la mirada.

—Ándale, Fina, brinda con los muchachos. —Esos niños ya debían estar acostados —dijo la mujer flaca. Agitó un dedo frente a la nariz de la joven—: Y tú debías pensar que mañana es domingo y pedirle perdón a Dios.

La joven regordeta rió con grandes chillidos y tomó de un brazo al hombre que parecía chivo, el que caminaba apresurado detrás del mostrador, tocado por un sombrero de petate. —Oye a la Fina, Gomitos. Siempre queriendo presumir de santa.

—No presumo, soy —dijo entonces la flaca, que apretaba la botella de cerveza entre las manos.

—Qué bueno… que trabajemos juntos —dijo Juan Manuel.

—Tuve un amigo una vez. Se llamaba Ezequiel.

—A que no sabes, Gomitos, que la Fina no le entra a nadie. No más anda con nosotras para llevarnos quesque por el buen camino —volvió a chillar la joven.

—Déjame, Lupita; los sábados hay mucho quehacer.

—Nunca te lo había platicado, Lorenzo.

—No más ando perdiendo el tiempo contigo y Meche —refunfuñó la llamada Fina.

—Era un minero al que escondí en la casa porque lo buscaba la policía. Había hecho una huelga entre los mineros.

—Mira no más cuándo te enteras. En vez de andar echando sermones, búscate a alguien, que a algún viejo le habías de gustar —contestó con grandes carcajadas la gorda Lupita.

—¿Quién pudo haberlo delatado, Lorenzo? Desde entonces, todos los días pienso en eso. Pero desde hoy voy a pensar que gracias a mi trabajo contigo se la haré buena a Ezequiel.

—Malagradecida. ¿Luego a quién le lloras y le pides rezos cuando te va mal? A mí, ¿verdad?, a la Fina, la que te oye tus penas.

—Deberíamos regresar a Guanajuato —le dijo Jaime a Juan Manuel, pero éste, sonriendo, indicó que le faltaba beber media botella. Los pitazos y el paso pesado de unos vagones, rojos en la noche, se apoderaron del rumor de las voces.

—¡Eh, la cuadrilla para Ciudad Juárez! —gritó alguien desde la puerta del tendajón. Varios hombres vestidos de overol salieron frotándose los labios con las mangas. Los ruidos de la vía aumentaban o disminuían: eran ruidos profundos, golpeados bajo tierra, y los del tendajón sonaban, apenas, como una cucharilla dentro de un vaso.

—La Fina ésta —le decía Lupita a Gómez el cantinero— se da hartos aires porque dice que fue persona muy fina en Guanajuato y hasta anduvo casada con un viejo muy rico.

—¿Qué, no te dejó herencia? —preguntó con toda seriedad el tal Gómez del rostro largo y la barba blancuzca.

—¿Cuánto es? —le preguntó Juan Manuel al cantinero.

—Si son puras mentiras —se reía Lupita mientras se arreglaba el escote y canturreaba,

… en las cantinas dejé mí primavera…

—Un peso.

El rostro amarillo de la Fina se incendió. Lo acercó al azuloso de Lupita y le dijo, escupiendo las palabras de una voz apagada e intensa: —Adelina López vivió en la mejor casa de Guanajuato, con candiles y cuchillos de plata, y recibió a toda la gente decente que tú ni siquiera verás de lejos en toda tu vida.

—Cuatro pesos vuelto —dijo Gomitos.

Las palabras llegaron al oído de Jaime sofocadas por el martilleo lejano de los rieles y las máquinas. Como el sábado santo, llegaron mucho después de ser pronunciadas, cuando Lupita le contestaba algo a la Fina y Gómez se desprendía de la mano de aquélla.

—Gomitos, ¿qué te haces después?

Jaime levantó el rostro y devoró con los ojos el perfil de huesos transparentes, los ojos tristes y defensivos, la boca pálida, sin pintura, el pelo oscuro y entrecano de la mujer que se decía su madre.

Quiso desprenderse de la absorción de su mirada y encontró, en la superficie de la botella de cerveza, su propia imagen sudorosa, embarrada de trabajo, dilatada por la curva del vidrio.

Salió sin esperar a Lorenzo, y hasta el aire libre le llegaron las últimas palabras de la Fina:

—Yo no tengo necesidad de esto. Vengo por salvarlas a ustedes…

Y cuando Jaime caminaba por las venas entreveradas de los rieles alumbrado por las fogatas, sintiendo el aire frío en la espalda mojada, tratando de reunir las partes de un cuerpo que le parecía disgregado, la Fina volvía a agitar un dedo bajo la nariz de Lupita y los chillidos de la mujercita gorda parecían una sirena interminable.

—Me aburro, por eso vengo aquí, porque me aburro mucho.

* * *

—¡Rebelde! Rebelde y testarudo. Ahora te pasarás una semana en tu cuarto, a pan y agua. Ya veremos quién puede más. Mí padre decía que la obediencia entra a palos. Decididamente, estás calmando mi paciencia. Por esta vez seré generoso.

Pero Jaime no entendía las palabras del tío. Boca abajo sobre la cama, con los brazos colgantes, con la misma camisa y el mismo pantalón manchados de grasa, sentía que el peso de plomo de la garganta se derretía para correrle, hirviente, por las venas. No podía resistir más tiempo el dolor, el odio, la novedad. Clavó las uñas en el tambor de la cama y sollozó pensando en Ezequiel Zuno y en Adelina López. No, no eran las palabras de la Biblia las que explicaban la fe: eran esos dos nombres, esas dos personas que habían sufrido un mal concreto a manos de esas personas concretas que formaban su familia. Comunión semanal, rosario cotidiano, novenarios y misas y procesiones: Rodolfo, Asunción, el tío Balcárcel, vestidos de negro, con los ojos llenos de satisfacción piadosa, hincados en la iglesia, abriendo las bocas para recibir la hostia. Y Ezequiel. Y Adelina.

—Pero no eres tú sólo. Ése es el problema. Que no está uno sólo.

—Yo no tengo necesidad de esto. Vengo por salvarlas a ustedes…

Las paredes lo repetían. El paisaje apretado —cuando se levantó y abrió la ventana— lo repetía. Si alguien, improbable, pasase por el estrechísimo callejón, lo repetiría. Las palabras de Ezequiel y Adelina eran las únicas palabras del mundo que significaban algo para Jaime.

Se volvía a arrojar sobre la cama. La criada le traía la bandeja con pan y agua, y un trozo de piloncillo escondido entre la servilleta —el obsequio de la tía—. Balcárcel había prohibido a Rodolfo y a Asunción entrar a la recámara. Jaime mojaba el pan, lo tragaba sin masticar y se tapaba el rostro con la almohada. Horas hubo en que su mente se vaciaba de imágenes; otras en que palabras y rostros pasaban a galope. A veces sus ojos se iluminaban con el deseo de un cataclismo que aniquilara, de un golpe feroz, a todo Guanajuato; de un rayo que partiera en cenizas el caserón de los Ceballos. Cretino, cristiano, cretino, cristiano: sería ya la luz del día la que incendiaba las cortinas corridas. Jaime despertaba de una vigilia brutal diciendo palabras sin hilo. Cretino, cristiano —¿si les hablara? ¿Se haría comprender? ¿Podría comunicarles algo? «—Eres todo un hombrecito» —le había dicho Ezequiel Zuno. Nadie más lo sabía, o lo creía. Ser hombre: otra idea que lo atarantaba. Fugarse de la casa. Amar a una mujer. Descubrir un tesoro. Regresar a vengarse. Ser hombre…

La recámara se calienta. El joven piensa en la muerte, y cree que la muerte de quienes no son queridos ha de ser dulce y serena: imagina a su madre muerta, dulce y serena en el reposo. Crecen los rumores de la jornada. Cencerros, gritos de vendedores, automóviles lejanos. Muy bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Me honran en vano, enseñando doctrinas que son preceptos humanos. Dejáis de lado el precepto de Dios, pero cumplís los preceptos de los hombres.

La criada vuelve a entrar. Jaime le entrega la porcelana maloliente. Camina por el cuarto, descalzo. Se atreve a correr las cortinas. Las razones de la fe estallan en su cerebro hambriento: Te ofenden, Señor, te ofenden cuando delatan a un hombre o abandonan a una mujer; te ofenden cuando venden o humillan a otro, para que ellos no sean vendidos o humillados; te ofenden porque tú prometiste que tu sacrificio no sería en vano; te ofenden, Señor. La tarde silenciosa. La siesta de toda la ciudad. Trata de dormitar; el estómago, vacío, arrugado, no se lo permite. Cuando cae la noche, separa las cortinas y hurga en vano el firmamento. Una alucinación persistente lo obliga a buscar en la raya perdida del horizonte al hombre que debe contestarle. ¿Por qué pide esta generación una señal? En verdad os digo que no se le dará ninguna. No, Señor, dame una señal para que sepa que no estoy solo. Job esperó y vio a Dios.

Jaime orina y vuelve a caer sobre el lecho.

Cuando despierta, se da cuenta de que, por primera vez, la barba le ha crecido más allá de los pelos largos y aislados que recortaba con tijera. Sobre todo debajo del labio. Se levanta y se mira al espejo. ¡Cómo se ha observado en el espejo desde que cumplió trece años! ¡Cómo le fascina el rostro del otro! Qué hay detrás de los ojos tristes. Por qué se agita el cuello delgado. Por qué se siente tan solo.

—¿Te está sirviendo la lección? —pregunta el tío Balcárcel, quien observa con sorna al muchacho perdido en la contemplación de sí mismo. La mano sobresaltada de Jaime toma unas tijeras y levanta el brazo. El tío permanece impasible.

—No dudo que tratarías de matarme. Cada día que pasa se revela más tu naturaleza pervertida.

Jaime deja caer las tijeras.

La figura delgada y nerviosa contrasta con la complacida y romboide. Se observan en silencio. La ventana huele a madrugada, y la luz entra a manos llenas: en el centro del marco está el sol. Los laureles se mecen en las plazas. Los adoquines de las callejas son regados a cubetazos. El serrucho de una ebanistería, la campana de un burro lechero, el grito del afilador, las pisadas que bajan a la misa de San Roque: son los ruidos más cercanos. A sus espaldas, Jaime escucha el mundo.

Balcárcel se acaricia el estómago, con los dedos pulgares metidos en las bolsas del chaleco. —¿Me dirás por fin dónde fuiste el sábado en la noche?

—Si ya sabe usted; si ya vino esa lechuza de la señorita Pascualina.

—No te habrás pasado la noche caminando por las calles con tu amigo el peladito.

—No… la pasé averiguando quién es usted, y mi padre… ¡por Dios!, mi papá… ¿cómo pudo?

Los ojos fríos de Balcárcel apenas interrogan; su máscara se dispone a permanecer inmóvil, diga lo que diga el muchacho. —Nunca me ha gustado hablar de cosas desagradables, Jaime, Bastante dura es la lucha por la vida para que en casa insista yo en los temas desagradables. Pero ya que te encuentro tan alterado, más vale que aclaremos las cosas, decididamente. Porque estoy seguro que lo que yo tengo que decirte es mucho más grave de lo que tú puedas decir.

Jaime quiere levantar la voz; la baja al murmullo. —Usted delató a Ezequiel Zuno… usted dejó que tiraran a mi madre a la calle… usted no más habla de mucha moralidad, ¡puro jarabe de pico!, usted y todos los de esta casa no más hablan mucho de religión, y hacen todo lo contrario…

—He aprovechado estos días para conversar con el padre Lanzagorta primero, y luego con el padre Obregón. Decididamente, no eres quién para hablar de moralidad y de religión. ¿Te sorprendes? Vaya, cuando crezcas agradecerás que alguien haya velado por ti. Siéntate, que pareces un manojo de nervios. Desde niño te ha gustado poner cara de místico.

El sol le dio en la nuca cuando se sentó sobre el lecho. ¡Qué rápidamente ascendía! Balcárcel se paseaba frente a Jaime; acariciaba la leontina, y los zapatos de charol le rechinaban.

—Sé muy bien cuál es el origen de tu actitud. Eres un joven impuro, y por miedo a confesar tus faltas dejaste de ir con el padre Lanzagorta.

Balcárcel se detuvo, miró con satisfacción a su sobrino, y, clavándose las manos en la espalda, le acercó el rostro:

—Porque el padre Obregón me ha dicho que con él no te has confesado ni una sola vez…

—¿Por qué se ocupa usted no más de los pecados? —levantó la voz el muchacho—. ¿Por qué no se ocupa de ver las cosas buenas? —dijo al retroceder de la cercanía de Balcárcel hacia el rincón de la cama.

—¡Pecados! ¡Cosas buenas! ¡Cínico! Tú has mancillado el cuerpo de Cristo; has ido a comulgar sin confesarte antes. Eres un joven cobarde y un sacrílego. Sí: ¡un sacrílego!

—¿Y cómo se llama entregar a un hombre, tío?

—No tenemos más que hablar…

—¿Y tirar a mi madre a la calle, a que ande entre putas y…?

—¡Cállate, niño idiota! ¡Se me acaba la paciencia! De nada ha servido educarte; la cabra tira al monte. Prófugos, pelados, mujerzuelas; ésos son tus grandes cariños, ¡vaya!

—Uno no escoge a la gente que quiere; los quiero a ellos, y a usted lo odio.

La mano enrojecida de Balcárcel golpeó la mejilla de Jaime; el muchacho, con las piernas, se defendía. Por fin, pateó el vientre de Balcárcel y el tío se dobló sobre sí mismo.

Toda la mañana, sin levantarse del lecho, Jaime recuerda, una y otra vez, ese momento: el tío doblado por el puntapié, él temblando, pidiendo perdón, abrazando la figura sin dignidad. Recuerda cómo salió de la alcoba Balcárcel: descompuesto, mudo, amenazándolo con una palma abierta.

Después la escena parece muy lejana. El cuerpo del joven reposa. Se siente sereno. Las campanas de vísperas doblan. Un olor musgoso asciende del callejón: la noche de perros dormidos y piedras heladas comienza a concentrarse allí. En la paz nocturna, las figuras de su madre y del minero vuelven a acercarse. Las palabras de las personas solas y humilladas vuelven a escucharse. Se apaga la ira de Jaime. La discusión con el tío raya su memoria con los gestos grotescos de una pantomima. Un canal de luz se abre en su mente. No debía pedirles a otros que hicieran las cosas. No debía recriminar al tío. Era él, Jaime, quien debía hacer algo, algo por Ezequiel, algo por Adelina. Algo en nombre de Asunción, de Rodolfo y de Balcárcel.

Durmió profundamente, seguro de que el nuevo día escribiría en el firmamento una orden. Durmió abrazando la almohada. Y la voz que le despertó fue la misma que atornilló su sueño: Porque no he venido yo a llamar a los justos