7

… sino a los pecadores.

Los pies dejan de sentir la dureza uniforme de la piedra y se detienen, sorprendidos, sobre la tierra blanda y ardiente. Se abre el campo. El camino amarillo serpentea entre cuadrángulos de trigo pálido y altos lanceros de maíz. El valle hondo y estrecho asciende, gana horizonte, hasta quebrarse, terraceando, hacia un arroyo.

Jaime baja con los tobillos hundidos en la tierra negra. Se detiene en el bajío de la corriente: más allá del arroyo, un llano pajizo es ondulado por el viento tempranero hasta la línea de montañas esfumadas en el amanecer. Pero ya la tierra hierve, antes que el aire. Atrás, tocan a maitines las campanas de San Diego y San Roque, La Compañía y la Basílica. La ciudad se aleja con su paisaje de juguete pascual. Jaime camina fuera del sendero y, sin detenerse, se descalza y levanta la mirada al sol bruscamente centrado entre las ráfagas de vaho. Un otero domina el llano. Después, con la mano sobre los ojos, el muchacho distingue el próximo desplome del llano entre barrancas oscuras y abrojosas. Le circunda la tierra variada y viva, iluminada por el vuelo negro de los zopilotes y el chirrido de los zorzales recién nacidos.

Más allá del otero el camino se torna áspero; los matorrales empiezan a arañar las piernas del joven; el sudor pega la camisa a la espalda; el aire corta la piel; las piedras se clavan en las plantas de los pies.

Al filo de la barranca, ruedan tas espinas grises de la nueva vegetación. Las presas no han extendido sus dedos de agua hasta aquí. Tierra baldía, donde algunas cabras se pasean al ritmo desigual del cencerro.

Y luego montaña pelada, castillo de rocas y abrojos.

El túmulo de aridez que cerca los vergeles aislados de México. La mancha feraz quedaba atrás; la piedra, el polvo y las aves negras volvían a apoderarse del paisaje. Una loma redonda oculta el caserío de Guanajuato. Ganado palmo a palmo, el mundo de la convivencia, de la producción, de la actividad humana, sigue siendo excepcional en México: hondonada y pico abrupto, tierra de espinazo indomable, soledad, puño cerrado del cerro. Éste es el paisaje original, terco, a veces insalvable, que se niega a aceptar a los hombres. Una naturaleza autónoma. Un reino que no quiere ser compartido.

Jaime se quita la camisa. Más que sereno, su rostro es el espejo de la ansiedad profunda. Las manos le sudan. Recoge la cáscara rota de un huevo agreste, ¿seno del pajarillo, del lagarto? El sol mancha los hombros. El cuerpo erguido del joven no se distingue en el vasto paraje silencioso. Inmóvil, se diría un tronco perdido al borde de la hondonada. Recoge las espinas enlazadas; las trenza con otras. Cree que el sol posee latidos que pueden escucharse en el pulmón del aire.

Levanta el brazo. Ezequiel vuelve a ser conducido, con las manos atadas, por las calles. Adelina vuelve a levantar, en el tendajón, su vaso de cerveza; y hace caer sobre las espaldas el látigo de espinas; tuerce la boca, reprime las palabras que distraen y alivian el dolor. Vuelve, a caer el fuste erizado; vuelve a clavarse en la espalda. Lo arranca, espera —ahora con necesidad— el siguiente golpe. Una espina aguda se clava bajo la tetilla: al arrancar el látigo trenzado, siente que el gancho le levanta la carne. Y el sol sigue parejo, y es el único testigo. Toca la sangre espesa y cae de rodillas entre los matorrales. Los ojos se nublan a la primera vista de la propia sangre; se nublan hasta creer que no es el sol el único testigo. ¿Por qué es alegre el dolor? No buscaba —siente, hincado sobre la tierra más dura— este calor suave en las entrañas, este latido alegre. Vuelve a levantar, hincado, el instrumento lacerante; las espinas manchadas caen de nuevo sobre las heridas abiertas. El sol se mezcla con la sangre y concentra en ella sus rayos. El arrebol de las nubes brilla menos que el de las púas afuetadas. Un abrojo se clava secamente en el sexo y el muchacho grita por primera vez. El cuerpo cae de boca; los brazos cuelgan hacia la pendiente de la tierra. El aire pesa, inmóvil, sobre la carne exhausta. La inhalación es helada; la exhalación, ardiente. A la boca jadeante se acerca una lagartija curiosa, color del monte. El muchacho la ve volar: en sus ojos, la tierra se ha volteado y el espacio ocupa, con un gemido hondo y lejano, su lugar. Aprieta los párpados y siente el terror de un universo de cuerpos redondos y estrellas errantes contenido dentro de otro más grande al que contiene otro más vasto aún, que es apenas polvo, partícula de un océano sideral que jamás termina. Y la lagartija, tan pequeña, se escurre bajo un pedruzco.

Se ha extraviado el tiempo. Hay una hora que hace sentir su peso, que jamás permite el olvido. El centavo de oro y fuego brilla en el centro del día.

El viento se aplaca y el cuerpo se hunde en el temblor reverberante de la tierra. Junto a la nariz baila el polvo cansado. El sol lame las heridas. El estómago clama, apretado contra el vientre del campo. Sería, después, la hora del nuevo viento, cuando las matas recogen el susurro perdido en el mediodía estanco y las cigarras despiertan de la siesta. Sería, después, la hora de la primera oración pronunciada, lentamente, por la voz que no ha dejado de orar en silencio desde que el día se abrió. El zopilote desciende, ávido, en picada, sobre el cuerpo sangriento. Su olor lo anuncia, Jaime siente los tarsos carnosos sobre la espalda. Con un sollozo gutural, golpea las alas del ave y luego grita hacia el eco de la barranca, por donde vuelan ahora las plumas negras: «Déjame ser… como tú; no… la mentira». Pero el sol va a desaparecer con su laguna roja detrás de las montañas, y el último resplandor es más fuerte que las palabras. Nunca ha estado más pegado a la tierra. La boca abierta quisiera conversar con este pedazo de polvo que ha acogido su cuerpo. Fue por ellos —dice en silencio—; por cada uno de ellos; porque las cosas buenas no pueden quedar sin premio; porque lo malo no puede quedar sin castigo; porque alguien tiene que echarse encima lo que los demás no quieren… Se levanta penosamente. Toma la camisa arrojada. La tela le roza como lija la piel. Las piernas apenas le sostienen. El mundo ha despertado con las mil voces de los insectos luminosos. Un levísimo fulgor indica el camino. El muchacho marcha de regreso y toca algo bueno en cada piedra, en cada mata, hasta rozar con los labios el súbito penacho de trigo. Ha regresado. El bálago cruje bajo sus plantas descalzas mientras recorre el sendero de mastuerzos. Un bosque ceñido, de gruesos troncos y copas redondas, anuncia la proximidad de la ciudad.

Pero Jaime se detiene con los ojos locos, mirando en todas direcciones: un caballo sudoroso y matalón cruza entre las sombras y la cola le fuetea el rostro. Y es ésa cercanía de un animal vivo lo que le arranca las primeras lágrimas de dolor. El légamo de la conciencia se remueve y las aguas vuelven a correr. El caballo deja un olor a tierra violentada y Jaime ve galopar por estos mismos campos a los hombres del fusil levantado y los ojos de cobre y las espuelas cantantes. Los ruidos, tan extraños al oído de este día silencioso, comienzan a unirse, a reconstruirse: un sismo en la garganta le dice que la ciudad está cerca. Son sus cúpulas y paredes pintadas, sus torres y muros de piedra. Guanajuato del honrado comerciante don Higinio Ceballos, Guanajuato donde el abuelo Pepe hizo la fortuna de la familia y llenó de candiles franceses la casa, Guanajuato donde el tío Pánfilo guardó todas las noches los pesos oro en la caja fuerte, Guanajuato donde el papá Rodolfo gastó las noches de juventud, Guanajuato señoreada por el tío Balcárcel y su rostro verde y su lengua sentenciosa. La ciudad de los justos; la familia de los que nunca habían hecho el mal; el hogar de los próceres. La noche parecía repetir la larga historia de la familia Ceballos; cada calle parecía conducir a horas de vida infinitas al lado de los Balcárcel.

Sobre los primeros adoquines, pasa una mujer oscura con un jarro en la cabeza. En seguida, las pequeñas luces de los talleres de herrería y trabajos de cuero. Las puertas móviles de las cantinas olorosas.

Los borricos pardos y asustados. La plaza; el caserón de cantera. Jaime aprieta las facciones; las heridas mezcladas con tierra le arden, y cae arañando el zaguán sobre las baldosas brillantes bajo el farol.

* * *

—No entiendo a este muchacho. Decididamente, no lo entiendo —dijo Balcárcel. Cerró las manos detrás de la espalda, de manera que el chaleco y las solapas se inflaron sobre el pecho—. ¿Qué te ha dicho?

La recámara de los tíos guardaba siempre —pese a la rápida ventilación matutina— un olor añejo y enclaustrado. Las cortinas de terciopelo, entre sus pliegues desteñidos, conservaban las voces bajas de los antepasados. De haberlas sacudido con mano cariñosa, acaso Balcárcel o Asunción las hubiesen escuchado. Pues ésta había sido la recámara de los abuelos españoles que en ella se amaron con ternura y gracia; después la de Pepe Ceballos y su rígida mujer; después, brevemente, la de la incomprensión entre Rodolfo y Adelina. El ropero de caoba guardó las prendas de todo un siglo: polisones, redingotes y polainas blancas, mantones de Manila y chisteras, bastones de puño incrustado, fuetes y sombrillas, levitas ceremoniales, fracs, boas coloradas, sombreros de pluma de avestruz y sombreros de campana, carretes durante los años de 1920, así como sacos color ladrillo y medias rosa y cortas faldas de lentejuela y fleco. El vestuario ya se había estabilizado: los Balcárcel usaban, más o menos y para siempre, la ropa de los años de 1930. Saco cruzado él, de solapas anchas, chaleco, corbata de cuadros escoceses. Ella, vestidos de falda estrecha y larga, mediano escote, pliegues sobre el busto. También el pelo, ondulado y recogido, de Asunción, reflejaba la moda de sus años de matrimonio joven. ¿Afán conservador? Más bien, callada nostalgia de juventud.

—No puede hablar —dijo la tía. Mantenía baja la mirada, y sus manos blancas recorrían lentamente un doblez de la cortina—. No sé; delira, dice cosas que no se entienden. Está llagado, los pies le sangran… ¡Ay! —La señora sofocó el llanto repentino que nacía de sus propias palabras, más que del estado lastimoso del muchacho. Balcárcel reprimió el deseo de abrazarla. Desde que la criada encontró a Jaime frente al zaguán, y entró gritando que habían matado al joven, Balcárcel decidió aprovechar este extremo para reafirmar su autoridad sobre Jaime, sobre Asunción, y también sobre Rodolfo Ceballos. No le interesaba, en verdad, el motivo de la acción de Jaime. Algo más —nunca lo hubiese admitido— le afectaba la condición de su esposa. Pero, sobre todo, lo sucedido le brindaba la mejor ocasión para definir su potestad suprema dentro de aquella casa.

—Nadie debe enterarse de esto —dijo Balcárcel—. Bastante se habla de nuestro sobrino para que además lo tachen de loco.

—¿Loco? Pero si le han pegado…

—Nada de eso. Ese muchacho ha ido a lacerarse con su propia mano. Bastaba verlo.

—Jorge… ¿No crees que por lo menos debíamos enterarnos de la razón? Quiero decir, algún sufrimiento verdadero debe tener el muchacho… ¿No crees que debíamos entenderlo y ayudarlo?

—No hay nada que entender. Hay que vigilarlo más y cantarle de una vez por todas la cartilla. ¿Sabes que nos ha tomado el pelo? ¿Sabes que sólo finge que va a confesarse? Pregúntale al padre Obregón. Hace un año que no se hinca en el confesionario.

—¡Pero si comulgamos juntos todos los viernes!

Balcárcel se daba pequeños golpes sobre el vientre y apretaba los labios. Su mirada, entre irónica y ultrajada, esperaba a que el hecho se hundiese bien en la conciencia de Asunción. La mujer se desprendió de la cortina y caminó sin apoyo hasta el centro de la recámara. —El diablo se le ha metido en el cuerpo— murmuró.

—Te prohíbo que hagas un drama de todo esto. —En el rostro bilioso del tío se dibujaba la satisfacción que le producía su actitud—. Ni tú ni Rodolfo verán al muchacho hasta que mejore y yo lo lleve personalmente con el padre Obregón. Después le hablaré con toda claridad. Decididamente, no será con buenos sentimientos como salvemos a este atarantado, sino con energía y haciéndole comprender que tiene un destino que cumplir. Entiéndeme bien, Asunción: los ahorros que con tanto esfuerzo he hecho me permitirán retirarme el año entrante. Una vez que adquiera la manzana frente a la presa de la Olla, tendremos una fortuna de más de un millón de pesos y una renta mensual de diez mil pesos. Tu hermano nos dejará esta casa cuando muera, y el almacén puede modernizarse y rendir más. Es decir, que un buen día Jaime podrá vivir holgadamente si sabe aprovechar, como único heredero de nuestra familia, la oportunidad que le ofrecemos. Somos lo mejor de Guanajuato, Asunción. No podemos exponernos a que nuestra estirpe se extinga y nuestra fortuna se dilapide con las locuras de este jovencito… Éste… éste sería muy capaz de repartirlo todo entre los mendigos.

Asunción no escuchó bien las palabras de su marido. De ellas sólo retuvo las que parecían echarle en cara la esterilidad y fueron ésas las que le atravesaron los ojos (la retina empapada por la sangre herida de Jaime) hasta hacerle perder el equilibrio y pedir en silencio el socorro físico de Balcárcel. El hombre continuaba hablando, exponiendo las razones que el reposo de su conciencia exigían. La mujer llegó a ciegas a los brazos del marido. Su tiempo ya era otro; las palabras parecían muy lejanas, como dichas desde un cenagal plomizo: eran apenas burbujas en el calderón nervioso de la esposa. Lo abrazó sin lograr que callase…

—… y don Chema Naranjo bien dice que quién, sino Jaime, puede heredar mis negocios. ¿Recuerdas cuando regresamos de Londres? Bien distinta nos lucía la vida entonces. Tuvimos que reconstruir la fortuna desde la base. Ahora Jaime, gracias a nuestro esfuerzo, tiene las mejores oportunidades. ¿No lo solicita Eusebio Martínez para el frente juvenil del Partido? El muchacho puede llegar lejos, decididamente, si le sacamos a tiempo las paparruchas de la cabeza…

… lo abrazó como hubiese querido abrazar a Jaime, y acercó las manos al sexo viejo del marido, luchando contra la esterilidad infamante, tratando de exprimirle los jugos de la vida. Balcárcel debió gritar, porque la apartó y Asunción cayó de espaldas sobre la cama y empezó a decir oraciones mientras sentía que un enorme triángulo negro le cubría la boca, y la lengua de su delirio se alargaba húmeda y enrojecida hacia los labios de un rostro en blanco. Éste era su tiempo, y las manos alarmadas del marido estaban demasiado lejos, perdidas en el fondo del cenagal: Asunción gritaba el «Yo Pecador» y rompía el sello de una historia contenida durante tantos años sobre el lecho helado, en espera de la fecundidad, contando con los dedos de los pies los coitos cada vez más raros y oliendo el sueño pesado y viejo del hombre tranquilo que durante ellos había yacido a su lado. Pero era la visión del cuerpo de Jaime, la fresca podredumbre de sus heridas, la que dominaba la imaginación de la tía. Luego la sangre del muchacho se fundía en la carne del esposo y Asunción quebraba sin sentido las palabras cada vez más bajas de la oración que ofrecía al oído de Balcárcel mientras su alma se perdía en los cuadros difusos de la histeria.

—Decididamente, el estado de nuestro sobrino la afectó —le decía Balcárcel al médico cuando Asunción sacó los brazos de los ropajes de la cama y despertó y se vio del color de las sábanas.

—El calmante le ha sentado bien —dijo el doctor antes de salir.

Balcárcel acercó el sillón de mimbre a la cabecera de la enferma. Asunción no se atrevía a abrir los ojos. El marido se disponía a velar cerrando los suyos.

(–Abrázame).

(—¿Por qué han sucedido estas cosas desagradables, Dios mío? Yo soy un hombre bueno. Pude haber sido un hombre brillante. Me contenté con trabajar intensamente para que no faltara nada en esta casa. Quizá me he pasado de severo, a veces. Pero era necesario, para que todo marchara bien. Había que contrarrestar la blandura de Asunción y de mi cuñado, Todas las familias necesitan una instancia de orden).

(–Abrázame).

(–No he trabajado por mí, sino por el muchacho. Algunos botarates infelices pueden criticarme porque he sido severo y exacto en mis préstamos. Detesto la prodigalidad; tengo la conciencia tranquila. ¡A cuántas familias habré evitado la ruina! El crédito fácil es la ruina segura de las familias. ¿Por qué pienso estas cosas? Ya está bien, ya está bien).

(–Nada te cuesta abrazarme. Mañana estaré tranquila).

(–Decididamente, las cosas no tienen por qué salir mal. Todo se premia en la vida. ¿Por qué me pagan con la intranquilidad y la rebeldía? Si pudiera hablarte, Asunción, si pudieras entenderme. Puedes pensar que a veces soy frío contigo. Pero ésa es mi manera de respetarte. No traeré la prostitución a mi casa. No soy perfecto; tengo la debilidad natural de los hombres. Pero a ti te respeto; cuando caigo en tentación me voy lejos, dejo mis tentaciones sucias en León, en Guadalajara o en México. En mi casa soy limpio, y te amo castamente. ¿Lo entenderías si te lo dijera? He querido ser un hombre bueno).

(–No te diré nada. Que nazca de ti el gesto de cariño, por favor).

(–Cuando crezca, Jaime se dará cuenta de las cosas. ¿Cómo iba a crecer con su madre, esa mujer que ha demostrado con su vida sus inclinaciones naturales? Ramera disfrazada de mística, en eso había de acabar. Y el prófugo. ¿Por qué le preocupa tanto? Entiendo que por la madre sienta un afecto natural, porque todavía no puede entender qué clase de mujer es. Pero el prófugo. Si sólo cumplí con la ley y con mí conciencia al entregarlo. Que pase pronto esta maldita adolescencia. Está viviendo una especie de enfermedad. Después se hará hombre y se asentará. Espero vivir para ver mi esfuerzo recompensado —si estos disgustos no me matan antes).

(–Nunca te lo pido. Mañana será igual que todos los días; no te pediré nada. Sólo hoy quiero que te acerques y me abraces. ¿Desde cuándo no me dices que me quieres?).

Balcárcel se acercó a la esposa recostada. Las mejillas encendidas embellecían su rostro, de común pálido y apagado. No abría los ojos.

—¿Te sientes mejor? —le dijo el marido. Asunción asintió—. He decidido llevar a Jaime con el padre mañana mismo. Esto no puede seguir así. No importa que se sienta mal. Lo que ese muchacho tiene herida es el alma, no el cuerpo, y por el alma hay que curarlo.

Asunción asintió. Balcárcel regresó a su postura rígida. Las cortinas de terciopelo, los roperos de caoba, el piano de marquetería, los cuadros de los antepasados, la enorme cama y sus mosquiteros, tenían más vida que las dos personas artificialmente quietas y ensimismadas. Cuando el amanecer comenzó a filtrarse entre los cortinajes, Asunción dijo:

—¿Por qué no te acuestas? Te juro que ya me siento bien. No me molestas para nada.

* * *

—Ven, hijo. Hace tiempo que no confiesas. El templo es muy grande y frío, ¿verdad? No es preciso que hablemos aquí. Primero ven a conversar conmigo por acá. Me da gusto verte. ¿Desde la doctrina, verdad? ¡Cómo has crecido! Casi todos tus amiguitos vienen a confesarse conmigo.

El padre Obregón pasó el brazo sobre los hombros de Jaime y notó el ligero temblor del muchacho. Jaime quería recordar al Padre, pues este mismo había catequizado a los niños cuando se preparaban para la Primera Comunión. Después, había escuchado a los compañeros de escuela hablar de la bondad de Obregón, sobre todo comparado con el energúmeno de Lanzagorta. Pero si entonces el sacerdote había sido sólo un gran bulto negro sin rostro, ahora, a medida que ambos caminaban por la nave central, Jaime llenaba la figura abstracta de fisonomía. Sentía pesada la mano del cura sobre la espalda, como si, más que posarla, la clavase. El profundo suspiro del padre Obregón delató un aliento de tabaco. Jaime se fijó en el pelo negro peinado hacia adelante, de manera que la frente surcada del sacerdote era cubierta por un fleco descuidado. Los ojos negros, profundos y pequeños, eran dos pasas perdidas en el trazo vigoroso de las cejas, las pestañas, los pómulos altos, los párpados gruesos y cuadriculados. Una menuda pelambre que jamás llegaba a ser verdadera barba, pero que nunca era totalmente rasurada, cubría en parte la tez enrojecida. Pero lo que más llamaba la atención del muchacho, al bajar la mirada, eran los robustos zapatos de cuero raspado que usaba Obregón: la suela doble y espesa, repuesta muchas veces, había adquirido, con el uso y la humedad del lugar, una forma de góndola que a Jaime le pareció, a un tiempo, grotesca y santa. Al llegar frente al altar, el hombre y el muchacho se detuvieron, se persignaron e hicieron una breve reverencia. La tos de Obregón retumbó por la nave vacía, y luego los pasos dejaron su eco de mármol y el padre abrió la reja de celosía.

La humedad había carcomido los altos travesaños de la sacristía, pero la sensación era de calor y de riqueza. Una gran cómoda de madera y azulejos ocupaba un extremo del lugar. En ella se guardaban las ropas eclesiásticas. Una casulla de cenefas amarillas había sido arrojada sobre la parte superior del mueble. En el otro extremo, un altar barroco florecía con su hojarasca rojiza de laureles y nueces y angelillos gordos. Las columnas de oro ascendían hasta el techo y se continuaban en la pintura simulada de más hojas de laurel y olivo azules, trenzadas por un cordón: la greca recorría los cuatro costados de la sala. Si los muros breves de la sacristía ostentaban esta riqueza, el más largo era de una blancura escueta y cegadora, rota apenas por la pequeña ventana enrejada que daba sobre un callejón gris. El padre Obregón se sentó en una alta silla de madera y con un gesto invitó a Jaime a acercar la otra, pequeña, de paja.

—¿Por qué no has venido? —dijo el sacerdote mientras acariciaba el cabello rubio y ondulado del muchacho.

—No había necesidad —dijo Jaime con voz firme y baja—. Ahora vine porque me obligaron.

—¿Te obligaron? Nadie puede obligarte.

—Sí, me obligaron a la fuerza. Yo no tengo nada que confesar.

El padre Obregón sonrió y tamborileó los dedos sobre la rica madera labrada de la silla. —Para ti sólo soy un hombre, ¿no es verdad?

—Yo también soy hombre —repitió con los labios apretados el joven anguloso.

—Todos lo somos; Nuestro Señor también lo fue, y sufrió y encarnó como hombre.

Jaime levantó la mirada y retó al padre. —Por eso puedo hablar con Él. Me puedo entender con Él y pedirle perdón por mí y por todos sin necesidad de…

Obregón dio un manotazo sobre la madera y se puso de pie. El sol poniente doró hasta la hinchazón el altar y el rostro del cura. —Nadie puede decir eso. Siempre se necesitarán dos hombres para acercarse a Dios. Uno sólo no puede. ¿Me entiendes, tú que ya eres un hombre? Uno sólo no puede.

¿Era sólo un niño? ¿Lo comprendería? El rostro levantado y firme de Jaime, retando con el silencio y la altivez al sacerdote, parecía declararlo. Pero no fue en esa afirmación donde Obregón vio al hombre, sino en una sombra de duda que cruzó los ojos del muchacho. Porque Jaime, cuando el padre dijo «Uno sólo no puede», recordó las palabras del minero Ezequiel Zuno. La mano del cura volvió a tocar la cabellera iluminada por la luz más intensa del minuto solar al nivel humano —el sol más cercano, el moribundo.

—¿Cómo te diré? Quiero que comprendas. No quiero obligarte a nada… ¿Has orado alguna vez por otros? Dime: ¿has pedido a Dios que haga un favor a otros? —la voz de Obregón tomó un acento metálico y la mano cayó pesada sobre el hombro de Jaime—. ¿O sólo has desafiado a Dios como me desafías a mí? ¿Sólo lo has ofendido con tu orgullo?

—¿Por qué mi orgullo? —dijo en voz baja el muchacho. El padre se paseó por la sacristía con los brazos cruzados, rumiando la respuesta. Jaime se adelantó: —¿Soy un orgulloso porque creo que debo cumplir las lecciones de Cristo como Él lo hizo?

Obregón le vio la cara encendida, le habló con la voz raspante:

—¡Crees que puedes igualarte a Jesucristo!

—Creo que puedo imitarlo.

—¡Cómo te curaré de ese mal!

—No grite usted.

—Te escucho, hijo.

Cuando bajó la voz, el padre Obregón sintió por primera vez, al acceder a las palabras serenas del muchacho, una gran ternura alarmante. La vieja, húmeda, rica sacristía se convirtió, en esa brevísima reflexión del silencio, en un escenario. Dejó de ser el pasillo intermedio, el camerino de las sotanas. El pobre padre Obregón, tan preparado, tan excelente estudiante en el Seminario, había perdido poco a poco, en el estancamiento de la provincia, el hábito del diálogo. Por eso, antes de seguir adelante, pensó que acaso ya no tendría la fortaleza interior para encontrar las palabras justas. Este muchacho que se presentaba armado de su insolencia tenía, por lo menos, la saludable seguridad de las palabras en que creía. ¿Cómo le respondería el pastor? ¿Contaba con palabras reales, ya no con las fórmulas gastadas que contentaban a los penitentes de todos los días, a los campesinos y a las beatas que le pedían consejo? Por esto sintió que el reto de Jaime no era inválido, que le afectaba profundamente. Y por esto sintió, primero lástima de sí mismo, y luego, trasladada al muchacho, una ternura inquietante y poderosa. Fue éste el sentimiento que impulsó sus palabras.

—Antes de que hables, déjame decirte una cosa. Eres un hombre, sí, pero eres muy joven. Tus pecados no pueden ser muy grandes. No pueden ser muy distintos de los pecados de otros hombres jóvenes, como tú. ¿Has pensado alguna vez que hay miles y miles de jóvenes que… igual que tú…?

El sacerdote dudaba si sus palabras eran las justas; se castigaba pensando que las dictaba la debilidad y no el amor verdadero. El joven ya hablaba.

—Cada uno tiene que cumplir su penitencia —decía Jaime con frialdad, mientras Obregón pensaba que había ofendido su ministerio. Pero el muchacho añadió, al observar el rostro angustiado del sacerdote: —¿Verdad, Padre? ¿Qué gano con pensar que otros pueden ser peores que yo? Yo creo que a mí me toca mi castigo, y que tengo que cumplirlo solo, como si fuera el… único pecador del mundo… padre; ¿cuando los demás no saben que han pecado, no le toca a uno echarse encima sus culpas?

—Hijo, hijo, no te angusties de esa manera —dijo el cura con más seguridad, acercándose al muchacho sentado, inmóvil, en la silla de paja—. Piensa que tus pecados no son sino pecados de tu edad. Sólo pueden ser pecados del amor que empieza a buscarse y a encontrarse a sí mismo. Esto no puede ser malo; no debes pensar que es malo. Después, cuando te toque decidir si ese amor será sólo para ti, o si lo vas a entregar a Dios y al prójimo, entonces sabremos si en verdad haces bien o mal. Tantos se avergüenzan de ese primer amor, que es amor de uno mismo, que después ya no se atreven a darlo. Esto es lo grave, hijo; ésa será tu prueba mañana: saber darles tu amor a los demás. Por eso quiero ayudarte a que ese amor salga de ti sin dolor y sin desesperación, ¡imitar a Jesús! Pides lo más difícil; si fracasaras, te morirías de desesperación. Por eso necesitas tenerme confianza y comprender que para acercarte a Dios necesitas mis auxilios. O los de cualquier otro hombre.

—¿No importa que sea un hombre muy humilde, o una mujer muy pecadora?

—Por esos vino Cristo. Pero sólo no lograrás nada, ¿comprendes?

—Sí —dijo Jaime—. Creo que sí —sonrió y besó la mano del sacerdote—. Pero padre, yo creo que todo lo que usted dice, todo ese mundo de amor, sólo es posible si yo cumplo la lección de Cristo.

—Eso creemos todos, hijo. Pero para cumplirla necesitas a la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo en la tierra. ¿Cómo vas a andar tú por tu camino y la Iglesia por el suyo?

El padre Obregón taconeaba las baldosas de la sacristía con su enorme zapato enriscado. —La Iglesia ya no es Cristo, Padre —volvieron a endurecerse la mirada y la voz del muchacho—. La Iglesia es el lugar a donde vienen doña Asunción y mi tío Balcárcel y todos los demás a sentirse buenas gentes una vez por semana. Vienen aquí como van al teatro o a una fiesta. A que los vean. No les importa Cristo, ni quieren de veras vivir con él. Además, ni pueden.

—No niegues la posibilidad del bien; ni juzgues de esa manera a los demás. Ésa no es su lección. ¿Crees que tus tíos, tu padre, toda esa buena gente, ha cometido grandes pecados?

—¡Sí! Sí… Todos han hecho daño…

—Pues tú no debes recriminarles el daño que puedan hacer, sino que tú debes haber el bien tú mismo…

Ahora el sol desaparecía, y la sala quedaba en la oscuridad repentina. Durante algunos segundos, Obregón no pudo ver el rostro de Jaime, y estuvo a punto de gritar cuando sintió el cuerpo del muchacho abrazado al suyo, como si la misma noche súbita hubiera encarnado en un desamparo humano.

—Padre —decía la voz escondida entre sus brazos— ¿no podremos ser como Él quiso?, ¿no podremos perdonar el mal de los otros, renunciar a todo en nombre de Jesús, tomar igual que Él las culpas y el dolor de todos y metérnoslos en el corazón? ¿Por qué ustedes mismos no lo siguen en todo? ¿Por qué no nos sacrificamos como Él y vivimos en la pobreza y en la humillación? ¡Azóteme…!

El muchacho sollozaba entre los brazos del padre Obregón. Éste se estremecía al acariciar la nuca suave del joven; Jaime sentía asco al oler el penetrante sudor de las axilas y el tufo de la ropa pocas veces lavada del cura.

—Hijo, componte, componte. Me atraviesas el corazón. No llores, óyeme —decía el sacerdote, sin darse cuenta de que en el abrazo del muchacho una humedad espesa atravesaba la camisa y manchaba sus manos—. Llevo quince años de ejercer mi ministerio. Tengo cuarenta años… Toma mi pañuelo. Suénate, anda… En esos quince años he escuchado la confesión de muchas gentes. Ves, lo admito: sé que el pecado es monótono y parejo. Igual en todos. A veces pienso que esos pobres pecadores ni siquiera merecen la absolución. Toda esa gente no peca gravemente, ni merece una penitencia grave…

—Azóteme, Padre —murmuraba el joven—… quiero saber cuánto aguanto…

—Componte, Jaime —dijo Obregón, sin sentir aún las manchas de sus manos sudorosas sobre la espalda del muchacho—. Somos simplemente humanos y mediocres. Para toda esa gente que he confesado, para todos ellos vive el cristianismo, no para los seres excepcionales. El santo es una excepción. Pero la religión tiene que atender todos los días a esos hombres y mujeres a los que no se les podría exigir, sin misericordia hacia su condición, que practicasen un cristianismo al rojo vivo… ¿Cómo pedirle a una de estas personas que se hagan cargo de las culpas de todos?

Jaime se separó del abrazo. —¡Usted predica el compromiso! ¡Cristo no quería a los tibios!

Un hondo suspiro escapó del pecho del sacerdote cuando se incorporó. Caminó hasta la cómoda, se levantó la sotana para buscar la cajetilla de fósforos en el pantalón, y encendió dos velas. —El santo Francisco de Sales dijo que a Dios se le servía a la manera humana y de acuerdo con el tiempo, en espera de que algún día se le podría servir a la manera divina y de acuerdo con la eternidad.

La voz, débil, emocionada aún por el llanto involuntario, llegó desde la pequeña silla de paja: —¿Cuál es la manera humana?—. Los cuerpos, como el altar, se habían apagado. El padre Obregón sopló el cerillo encendido y una fumarola gris voló nerviosa hasta el techo de la sacristía.

—Dios prefiere que seamos fieles a las cosas pequeñas que su Providencia ha puesto a nuestro alcance. Somos mortales y débiles, y sólo podemos cumplir con los deberes cotidianos de nuestra condición. Hay cosas grandes que no dependen de nosotros. Lo sublime está muy lejos de nuestras fuerzas. Contentémonos.

La voz baja y tranquila, atravesada de piedad, del padre Obregón, sonaba cavernosa en la sacristía. —Tu padre, Jaime, es uno de esos hombres pequeños queridos por Dios. No lo ofendas; trátalo con amor.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Jaime, dando el rostro al Padre.

—Lo sé. Piensa que estás al nivel de todos, y que cada cual, a su manera, cumple la ley divina. Tú lo llamas compromiso; yo le digo misericordia. Ahora vete, que es tarde, y regresa mañana a confesarte en forma. Estoy fatigado, y es tarde.

Jaime besó la mano de Obregón y caminó a la reja de celosía. Sólo entonces tuvo el sacerdote la visión total del cuerpo de Jaime, de la figura vestida con pantalón azul y camisa blanca, que caminaba con dolor, con pasos difíciles. Al llegar a la reja, el muchacho se agarró de un barrote y dobló las rodillas. —Me pongo malo. Padre…

Sólo entonces miró Obregón sus propias manos manchadas de sangre. El muchacho, con pasos torpes, andaba ya por la nave cuando el padre Obregón comprendió, corrió detrás de él, se hincó a sus pies y, levantando la cara, exclamó: —¡Ruega por mí!

Desde la última banca del templo, el tío Balcárcel veía la escena. Al caer el sacerdote de hinojos, dejó de jugar con la cadena del reloj y trató de adelantar unos pasos para hacer sentir su presencia. La confusión paralizó su cuerpo.

Cuando Jaime llegó a la puerta mayor, el tío trató de tomarle el brazo. El joven se zafó y caminó delante de Balcárcel por los callejones de un azul profundo. Los faroles se encendieron, y el olor quemado de la primavera ascendió desde la piedra.