CADA AÑO de la vida, como el reposo de cada noche, tiene simas de sueño profundo y otras, cimas, de vigilia intermedia. Se pierden, en el recuerdo, horas, días enteros: trozos totales de existencia. La vida en la pequeña capital de provincia, una vez descubierta, tiende a agotar el asombro. Sólo quedan jornadas, páginas aisladas, que se empeñan, como un plomo, en hundirse y echar raíz. Catorce años: el regalo de la Biblia. Quince años: las voces de los que tienen una opinión sobre uno, de los que dicen cosas sobre uno, de los que se sienten responsables del futuro de uno, de los que indican el buen camino: sacerdotes que toman el chocolate con doña Asunción, señoras tiesas que van de visita a la casa, señoritas de mirada púdica que ya son Hijas de María, políticos y hombres de negocios que almuerzan con el tío Balcárcel. ¿Quería gente? ¿Quería presencias interesadas? ¿Buscaba la voz de una estatua de madera barnizada de sangre? ¿Creyó que la única voz humana era aquélla, inolvidable, del minero Ezequiel Zuno? Ahora las voces de cien preceptores gratuitos se ocuparían de Jaime Ceballos. Ahora todas las personas del mundo inmediato de sus tíos se harían escuchar. Don Tereso Chávez, el director de la secundaria, con sus dientes teñidos de halitosis y su fe puesta en el joven estudioso. El padre Lanzagorta, confesor de doña Asunción, que ladraba los sermones y asomaba su perfil de galgo hambriento todos los viernes durante la cena. El señor Eusebio Martínez, dirigente del Partido de la Revolución Mexicana, empeñado en que el licenciado Balcárcel patrocine un frente juvenil para las próximas elecciones presidenciales. Doña Presentación Obregón, que promovía los encierros de Semana Santa, las obras pías, los ejercicios de Corpus, las congregaciones apostólicas, los novenarios por cada difunto ilustre, los rezos en casas particulares, las procesiones del 12 de diciembre y las ceremonias de bendición de animales. Don Chema Naranjo, único competidor de Balcárcel en aquello de comprar lotes y otorgar préstamos a corto plazo y alto interés, Don Norberto Galindo, antiguo villista que se pasó al lado de Obregón después de Celaya y se hizo de un buen rancho a base del abigeato. La señorita Pascualina Barona, eficaz edil de las costumbres: presente en los cines, en los bailes, en los paseos, aun en las calles a altas horas de la noche, en prevención de serenatas, de manos tomadas al través de las rejas, de tardíos retornos a casa: pincenez dorados y bonete negro. El exdiputado Maximino Mateos, que desde Guanajuato conduce su pequeño cacicazgo de tres municipios y mantiene, en la misma escala regional, un complejo sistema de alcabalas cuyo producto encomienda a la guarda y administración de Balcárcel.
J. Guadalupe Montañez, primo de la familia, último ejemplar del Antiguo Régimen.
Todos hablan. Todos visitan la casa de cantera de los Ceballos-Balcárcel.
—Jaime hace composiciones primorosas. A veces, a veces, las leo hasta tres veces. ¡Qué ideas tan originales del muchacho! Claro está, faltaría pulir el estilo. He de prestarle, con la anuencia de ustedes, las páginas aprobadas de Don Amado Nervo, que fuera artífice sumo del buen decir y el mejor influjo para sensibilidades tan exquisitas.
—No está de más alentarle la vocación religiosa, doña Asunción. Me han dicho que cita párrafos enteros de las Escrituras. Bien. Pero si se decide, que la vocación sea firme como un roble, capaz de resistir tanta tentación como ha dado en llegarnos. ¡Cuántos seminaristas ahorcan los hábitos el primer año! La Iglesia ha menester de nuevos retoños; el árbol de San Pedro ha sido fulminado por demasiados rayos de impiedad. Hay tantos pueblos sin párroco. Antes no era así, y el pueblo preferido de María Santísima merece otra cosa.
—¿Se da cuenta? Éste va a ser el primer gobierno civil desde el del señor Madero, un gobierno de universitarios y hombres jóvenes. Quién quita y su sobrino llegue a diputado. El P. R. M. se va a reestructurar, de acuerdo con la nueva circunstancia histórica de la Revolución, y ahora los civiles vamos a repartir con la cuchara grande. Necesitamos a los jóvenes, y también a la gente de empresa como usted para darle la batalla a la reacción padillista. Se lo digo yo: se acabaron las demagogias rejillas de mi General Cárdenas (aunque él es miembro disciplinado del Partido y sabe acatar los intereses superiores de la Patria). Le pido su consorcio revolucionario para formar el frente de la juventud. Tráigame a su sobrino, que él también ha de ser un cachorro de la Revolución, y no es nomás un decir. —Nos reuniremos en casa el día de la Santa Cruz. Ya mandé imprimir los rezos. Lleva al niño; también se admiten jovencitos de buena familia. De allí saldremos en procesión a San Diego, y luego habrá refrigerios en la sacristía. El año pasado no estuvo tan bonito; quién sabe qué ex Gobernador quiso armar un mitote con la Constitución. Mira nada más, cuánto gobernador comunista y tan ricos que salen. ¡Dios nos coja confesados! —El hijo de Maximino Mateos es un botarate, pero al cabo está bien respaldado. Ya le subí el interés al 40% semanal, y ni así deja de pedirme prestado. Se lo aviso por si se acerca a usted: 40%. Por cierto, ¿cómo le está resultando el sobrino? Enséñelo desde ahora a la prudencia y al ahorro, don Jorge. ¿Qué tal si le sale un pródigo como el hijo de Maximino Mateos? —Ahora que su sobrino termine la secundaria, délo de alta. Mándemelo al rancho, y ahí se lo hago un hombre hecho y derecho. —No es por nada, pero la seguí toda la tarde. Ya me dio mala espina que entrara sola al cine. Por algo tiene tal fama de coqueta y cascos ligeros, y mira nomás que es hija de Luz María, ¡como no!, de Luz María Orozco, que estuvo con nosotras en las Hermanas del Buen Pastor, pero tú dirás, una cosa es la madre y otra la hija, que se crió en otra época. ¡Ay, si tuviera poder mandaría cerrar cuanto cine haya! Bueno, no es que hiciera nada esta señorita, pero la de besos y cosas inmorales que había en la película. Ya le avisé al padre Lanzagorta, porque la película está en C-1, a ver si la señorita se lo cuenta a la hora de confesarse. Ni te cuento cómo sudé viendo tantísimo beso, pero hice de tripas corazón y me aguanté. Luego, ahí se va sola por esas calles de Dios y averiguar cuántos piropos le echaron, porque yo iba muy atrás y no podía oír, pero ella nada más se dejaba querer por cuanto hombre pasaba. Ni te cuento. Y te digo todo esto porque tú tienes a Jaime en la edad más peligrosa. —No, qué va, las alcabalas no rinden lo que antes. Usted que es de familia antigua se ha de acordar que antes había ricos en cada pueblo, pero con la Revolución todos se fueron a Guanajuato o a México, y en los pueblos no se quedaron más que los pobres. Ahora los pueblos están en manos de los caciquillos del P. R. M. y hay que ir a medias en todo con ellos. ¡Si no fuera por los consejos de usted, estaría en la ruina! Dígame: ¿le va a heredar los negocios a su sobrinito? No, qué va, si usted está retebién todavía, pero más vale prevenir que remediar. —Dieu et Mon Droit. Si se tuviese presente esta divisa, cuánta infamia acabaría. ¡Lástima de Jaimito Ceballos! Va a ser difícil que crezca como un caballero. Porque cuando Porfirio Díaz ascendió la escalerilla del Ipiranga, emigraron con él el sentido común y el respeto a los derechos privados. Se instauró la vulgaridad y el libertinaje administrativo. Se acabaron la decencia y el orden, ¡sí señor!
* * *
Pero el hondo sueño de raíz es otro. Está entre las hojas del libro que el muchacho solicitó como regalo de los catorce años. Balcárcel pensó que leer las Escrituras directamente era cosa de protestantes; Asunción consultó con el padre Lanzagorta y éste dijo que no había inconveniente. La caballeriza empolvada, escenario de los juegos infantiles, se convirtió en el de las lecturas afiebradas, repetidas hasta que las palabras se grabaran en la memoria. Leía en las tardes, a la luz de la claraboya alta; leía hasta que las sombras del bodegón vencían al sol. Y entre las líneas del gran libro ilustrado, de pesadas tapas azules, bailaban imágenes, circulaban otras palabras (escuchadas en su casa, pero que sólo ahora tenían sentido), surgían dudas. Se hacían presentes esas situaciones, antes desconocidas, que sacudían su tranquilidad y le hacían pensar en algo que comenzó a llamar «problemas», semejantes, pero más difíciles que los del álgebra. No obstante, cada hora de lectura lo era de alegría. El mundo quedaba en suspenso. El universo era sólo este joven, con la espalda apoyada contra el baúl y el libro entre las rodillas. Era él y las palabras suficientes. Yo he venido a arrobar el fuego sobre la tierra. ¿Y qué he de querer sino que se encienda? Tengo que recibir mi baustimo, ¡y cómo me sentiré constreñido hasta que lo cumpla! Eran las palabras de Jesús, repetidas aquí mismo, donde, en la misma posición, había estado Ezequiel Zuno. El fuego sobre la tierra. ¿Cada hombre traía su hoguera al mundo? ¿Ser hombre no era, como las vidas de sus familiares, la tranquilidad, sino como la de Ezequiel, el fuego? ¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión. Porque en adelante se dividirán las casas; se dividirán el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre… Divididos por el otro hombre, por el hombre que está afuera. Por el que llegó de muy lejos. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome cada día su cruz y sígame. Porque quien quisiera salvar su vida la perderá; pero quien perdiere su vida por amor a mi, la salvará. El minero Zuno, entre las letras de la Biblia, volvía a recibir la comida y volvía a relatar la historia de su lucha. Jaime cerraba los ojos y escuchaba todo de nuevo. Escuchaba las palabras de Zuno, y después la botas duras sobre el adoquín. ¿Lo encontraría otra vez, para unirse a él, dejarlo todo y seguirlo? Delatado. Delatado. Era otra palabra nueva, una palabra que negaba las tres palabras que leía. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, que diezmáis la menta, el anís y el comino y no os cuidáis de lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad!
Entonces le llamaban al rosario de las siete, en la alcoba principal, junto al piano de marquetería. Entonces se hincaban su padre y los tíos, a veces doña Presentación Obregón y la señorita Pascualina; el viernes el padre Lanzagorta dirigía las oraciones. Doña Asunción encendía las velas. Y mientras las voces repetían una y otra vez las palabras aprendidas —«llena eres de gracia, el Señor es contigo», «y líbranos de todo mal»—, o el rezo especial de una festividad de calendario —«apártate Satanás, que de mi nada tendrás», «mira que te has de morir, mira que no sabes cuándo»—, o el himno de las procesiones —«amparadme y llevadme a la corte celestial»—, el joven, arrodillado, siempre cerca de las cortinas donde temblaban las sombras del candelabro, luchaba con palabras distintas al sonsonete del rosario: «¡Ay de vosotros, fariseos, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros ni permitís entrar a los que querían entrar». Y regresaban, mientras las teclas del piano se movían solas, las palabras de su tía el Sábado de Gloria (Für Elise… «Es que ella no era como nosotros») y el murmullo del ora pronobis se apagaba en los labios rectos del tío Balcárcel, que en su lugar decían; «¡Oh Dios, te doy gracias de que no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni como ese publicano!». Era su madre. Hablaban de su madre. Ella era su madre. Su madre y Ezequiel Zuno, los de afuera, los publicanos, los pecadores, todos los seres a los que la familia Balcárcel Ceballos había negado la entrada al cielo.
Terminaba el rosario. La señorita Pascualina hablaba de una pareja a la que había encontrado besándose en un callejón. El padre Lanzagorta se congratulaba de que aún hubiese unas cuantas familias capaces de dar el buen ejemplo. La señora Presentación recordaba a todos que mañana era día de vigilia. Se apagaban las velas, se encendían las luces, y merendaban en el comedor de terciopelo verde.
—¿Hace cuánto que no confiesas, niño? —preguntaba Lanzagorta.
—Un mes, padre…
—Te espero mañana en la tarde.
—Sí, padre.
* * *
—¿Cuántas veces?
—Cinco… seis… no me acuerdo…
—¿Con quién?
—… solo…
—¿Nunca has estado con hembra?
—… no…
—El más grande pecado. La ofensa que más hiere a Nuestro Señor Jesucristo. Siente la vergüenza, llora de vergüenza porque has ofendido la pureza del Niño Jesús. ¿Te atreverías a contarle estas porquerías a tus tíos, a ellos que te tienen por el joven más puro del mundo? Pero detente ahí. Reza un padre Nuestro cuando te venga la tentación. Detente ahí. Oféndete a ti mismo, en todo caso, pero no te ensucies nunca con una mujer pública. Siente vergüenza y desprecio. Piensa que en vez de tu torpe delectación podrías servir a la Iglesia. Piensa que podrías consagrar tus energías malvadas al pastoreo de las almas. Convéncete. Pero si no has de convencerte, ten la voluntad de no pecar más contra un mandamiento sagrado y expulsa de tu mente enferma esas visiones obscenas. Te prohíbo pensar en un cuerpo desnudo. Te prohibo pensar en una mujer. Te prohíbo pensar en los placeres de tu propio cuerpo. Extirpa de tu cabeza…
—Padre, dígame qué debo hacer…
—Reza, reza, y aparta de tus pensamientos a las mujeres.
—Quisiera una mujer, padre, le confieso eso también. Siempre la quisiera.
—Pecas doblemente, y tu penitencia será doble. ¡No vuelvas por aquí mientras no te arrepientas sinceramente! Hablaré con tu tía…
—Usted no puede…
—Yo salvo a las almas con todos los medios. No te diré la absolución. Es como si hubiéramos estado platicando.
* * *
El destino ajeno es tema preferido de las tertulias provincianas. Si se trata de un destino sobre el que es dable influir, el interés se duplica. Si el destino influible es el de un adolescente, el interés se convierte en deber. Y si el adolescente es de inclinación rebelde, el deber amenaza con asumir las proporciones de la cruzada. Las familias se conocen; se han conocido durante varias generaciones.
—Es cierto —suspira doña Presentación— las cosas han cambiado.
—Antes las clases se distinguían más —dice la señorita Pascualina—. Ahora hay mucha revoltura.
Asunción levanta los ojos del bordado.
—Por eso mismo, como dice el Padre, las familias conocidas deben estar más unidas que nunca.
Son catorce señoras que dedican las tardes de los jueves a bordar servilletas, manteles y almohadas que luego entregan a un cura. El lugar de reunión suele variar semana a semana. Todas las damas, por necesidades de supervivencia, frecuentan a las esposas de los hombres ricos de la Revolución. Sólo estas tardes de jueves han reservado a la estricta intimidad de antaño. El linaje más reciente data del Porfiriato. El más antiguo no desdeña el recuerdo del encomendero colonial. Asunción Ceballos de Balcárcel, de la minería y el comercio, se siente en el justo medio de la distinguida laboriosidad.
—Dicen que el servicio en México está imposible.
—Mi nuera le paga doscientos pesos al mes a su cocinera.
—¡No es posible!
—¿Te acuerdas del joven Regules, el hijo de aquel comerciante? Bueno; pues ahora que estuve a pasar las posadas en México fui a visitarlo, y su mujer me dijo que nada más de puros criados gastan tres mil pesos.
—¿Al año?
—¡Qué esperanzas! Al mes, al mes.
—¡Chst! Que no te oiga la criada. Por fortuna aquí todavía son dóciles. Dicen que en México…
—Y luego los muchachos quieren irse a buscar fortuna a México. Sí yo siempre digo que como las comodidades de Guanajuato no hay dos. Tan bonito que es fundar un hogar donde todos lo conocen a uno y hay verdadero calor.
Bordan. Se sientan en círculo. Las salas de reunión varían, mas no el trazo esencial: salones largos y estrechos, balcones enrejados, muebles de alto respaldo con mantelitos de croché sobre los brazos, mesas altas con loza de mármol, estatuaria de bronce: Victorias Aladas, descalzas campesinas españolas, Dante y Beatriz. Candiles más o menos suntuosos. Criadas de trenza y delantal.
—¿Qué planes tienes para tu sobrino, Asunción?
—¡Ay!, si apenas va a terminar secundaria.
—¿Qué edad tiene?
—Acaba de cumplir los quince, bendito sea Dios.
—Está muy guapo el muchacho. El otro día lo vi en la calle.
—Sí, bendito sea Dios.
—… pero qué raros amigos le escoges.
—¿Amigos?
—Sí. Uno como indio; bueno, un peladito, de veras. Muy abrazados y toda la cosa.
—Te juro que hasta ahora me entero, Pascualina. Será algún compañero de la escuela.
—Nada más te lo cuento para que te enteres. Luego los muchachos no saben escoger bien sus amistades. Una mala amistad es la perdición de un muchacho joven.
—Pues mis hijos se han cansado de convidar a Jaime a la casa, y nunca se ha dignado…
—Es como muy enconchado, ¿verdad?
—¿Te acuerdas de cuando fue a la fiesta de las muchachas?
—¡Cómo no me he de acordar! Si es un milagro que ese joven vaya a algún lado. Todo Guanajuato lo comenta.
—No sabes, Asunción, cómo aburrió a todos. Le dio por hablar de unos libros rarísimos y luego se puso muy altanero, y les dijo a todos que eran incultísimos y frívolos, o algo así.
—De veras, todos dicen que es lo menos sociable.
—Ya se le quitará. Dios mediante.
—¿Cumple con sus deberes religiosos?
—Cómo no. Ya sabes que mi marido es muy estricto en eso.
—¿Con quién lo mandas a confesar?
—Antes iba con el padre Lanzagorta, pero ahora lo dejé pasarse con el señor cura Obregón, con el que confiesan casi todos sus compañeros.
—No, si sólo lo digo porque el hijo de Refugio mi sobrina llegó escandalizado el otro día. Figúrate que Jaime se levantó en plena clase a decir que todos los católicos… Bueno, es que es espantoso. Hasta me da vergüenza repetirlo.
—Di, di, mujer.
—Asunción tiene a su cargo la educación moral del chico. Anda, di. Debe saberlo.
—Pues que todos los católicos éramos unos hipócritas.
—¡Oh!
—Válgame, Presentación. ¿Quién le habrá metido esas ideas?
—Ves lo que te digo. Las malas compañías.
—Y las malas lecturas.
—¿Por qué no lo metes a la Acción Católica? Yo he tenido hijos de esa edad, y sé cuánto ayuda eso a su formación.
—Los muchachos necesitan consejos espirituales.
—Se llevan con muchachos de medio pelo, luego leen libros prohibidos, se enredan con mujeres y acaban con ideas disolventes.
—Ya ves, ya ves, el hijo de Luisa Ortega se hizo comunista.
—¡Oh!
—Todo por mandarlo a los dieciocho años a estudiar a México. Ahí están los resultados, para que vean.
—Recuerda cómo fueron criados nuestros hermanos, Asunción.
—Sí. Tienes razón.
—Bueno, francamente, tu hermano no es ningún ejemplo, Asunción. Y perdona la franqueza, pero para eso somos…
—Por Dios, Pascualina. Si ése ha sido mi vía crucis.
—¡Cómo se fue a casar con esa mujer!
—De casta le viene al galgo.
—Jaime no conoció a su madre. Lo hemos criado nosotros.
—¡Ay, hija! La mala sangre se hereda de todos modos.
—¡Librada! Prende la luz. ¿No gustan un refresco?
El sol desciende y los dedos de las señoras trabajan con segura rapidez el bordado. Todas afectan ropa un poco pasada de moda. El rostro colectivo es de una blancura cerosa. Todas bordan con las rodillas muy juntas.
* * *
¡Qué emoción secreta y contradictoria embarga a doña Asunción cuando el padre Lanzagorta le habla, con ávido eufemismo y fórmulas del deber sacro, de su plática con Jaime! Cuando el cura, arrastrando su sombra de can famélico, sale de la casa, la señora repite una frase sin sentido: —Que nunca crezca mi niño… y al darse cuenta de que carece de sentido, su alegría es interna y vergonzante. Busca en el espejo alguna seña exterior de sus sentimientos, como en el rostro del joven el signo de la hombría; persigue los pasos de Jaime, multiplica la ternura. Ahora se asoma a uno de los balcones de la estancia y separa la cortina: Jaime y Rodolfo Ceballos salen de la casa y caminan hacia el centro de Guanajuato. Pálida luna detrás de los velos oscuros, Asunción no dirá nada a su marido. No repetirá las palabras del cura. No hablará de los encuentros, cada vez más raros, de padre e hijo. No mencionará el nombre. —Juan Manuel Lorenzo— del estudiante pobre que se ha convertido en el mejor amigo de Jaime. No se referirá a los libros que el muchacho mete de contrabando a la casa. Se siente, como nunca, mujer: quiere dejar correr las cosas, hasta su fin natural. No quiere prever. No quiere reunir los hechos en reflexión. Ve alejarse, detrás de la cortina, al padre y al hijo, y sus ojos turbios reflejan la emoción, y las contradicciones.
—¿Qué hace el tío, papá?
—¿Qué hace? Trabaja…
—José Mateos, uno de mis compañeros, dice que el tío le roba dinero a su hermano mayor.
—Mentiras, mentiras. ¡Cómo va a ser! Tu tío es rico, no necesita…
—Que le presta dinero y luego le cobra dos veces más.
—Yo no sé nada, te digo. Yo sólo me ocupo de lo mío.
—Papá, dígame. ¿Quién delató a Ezequiel?
—¿Ezequiel? ¿Quién es ése?
—El minero que estaba en el cuarto de los tiliches, no se haga usted.
—El prófugo. Acabáramos. Yo no sé. Llegó la policía. Yo estaba en la tienda. Me contó tu tía.
Caminan el padre obeso, cada día más cansado, con el sombrero de fieltro clavado hasta las orejas, y el hijo esbelto, nervioso, que no sabe dónde meter las manos o colocar los pies. Le han crecido tanto, tan rápido. Se abotona y desabotona el cuello de la camisa blanca.
—Hace mucho que no andábamos juntos, como cuando eras niño. ¿Te acuerdas? ¿Por qué no vamos a la Albóndiga?… Te repetiré la historia del Pipila. Te encantaba…
—Ahora me interesan otras historias.
—Tente en paz, por Dios. Yo no sé nada, ya te dije. Al prófugo lo agarró la policía. Tu tío es un hombre muy trabajador y honrado, y gracias a él…
—¿Y la historia de mi mamá? ¿Por qué la abandonó usted? ¿Dónde está? Yo quiero conocerla.
El terror que paralizó, durante un segundo, a Rodolfo Ceballos, fue apenas preludio del terror que lo lanzó calle abajo, de regreso a la casa, con el rostro convertido en una galleta de harina quebradiza. Jaime lo vio alejarse. El pañero se decía: «Eso no pasó. No pasó nunca». Él mismo no sabía si hablaba del instante pasado, o si hablaba de lo ocurrido dieciséis años antes.
Queda la tibia tarde por delante. Quedan muchas. Los aborrecibles compañeros de la secundaria. Las horas de soledad. Los nuevos libros que le ha prestado Juan Manuel Lorenzo. El libro preferido, el de las tapas azules. Y ahora esos grabados de Goya, David Copperfield, Crimen y Castigo. Lo detiene el mentado José Mateos, con la cara llena de barros y el pelo envaselinado. —Ora, vente con los cuates aquí, al callejón. Vamos a hacernos unas pajas en hilera cuando salgan las muchachas—. Jaime clava las manos en los bolsillos y camina por el Jardín de la Unión y sus laureles cuajados de pajarillos chirriantes. Se pierde en los barrios más estrechos de la ciudad en forma de serpiente. Plazuela del Baratillo. Callejón de la Cabecita. Callejón de Mexiamora. Callejón del Hinojo, lucha contra el peso aplomado que le desciende de la garganta al pecho. Lucha contra el rencor, el odio y la rebeldía. Lucha contra toda la vida provinciana, contra los chismes y las buenas intenciones y los sanos consejos, contra el cura Lanzagorta, contra el que entregó a Ezequiel Zuno, contra la señorita Pascualina, contra su padre, contra sí mismo. Se cansa caminando por los callejones empinados. Su espíritu vuela hasta el humor de Mr. Micawber, encarna la figura sombría de Raskolnikov en un desván de Moscú, se postra en el huerto de Getsemant, baila en un acuatinta goyesco: late su corazón a esos ritmos, porque cree que puede serlo todo, que la incógnita del futuro sólo puede ser una afirmación, que la juventud es el aviso de la gloria: y toca su cuerpo, y siente haber ensuciado esa piel deslumbrada que descubrió en los actos de la Semana Santa. Arrastra su propio cuerpo —minutos antes glorioso— como un trofeo corrompido. Había prometido, esa tarde, ir a confesar con el padre Obregón. No lo hará. No confesará más. Irá directamente a Cristo. Comulgará con la tía Asunción, mañana, pero no confesará más. No será juzgado, para no juzgar. No condenará, porque no permitirá que lo condenen. Volverá a salir con su padre a las fiestas y romerías. Así puede pasar un año.