DESDE la noche de Irapuato no había vuelto a ver a Juan Manuel Lorenzo. Ahora habían empezado las vacaciones de primavera; Jaime cayó nuevamente en cama, con fiebre, y la convalecencia se prolongó varías semanas. Leía novelas, bebía limonada y recibía largas visitas de doña Asunción, no se habló más de lo sucedido. La tía tejía con el busto muy derecho y sin tocar el respaldo.
—¡Cómo corre el tiempo! —comentaba Asunción—. Los sobrinos de Pascualina Barona, que apenas ayer eran unos niños, ya van a recibirse. ¿Tú qué piensas hacer ahora que termines la Preparatoria? ¡Ojalá y sigas Leyes! Ése fue el sueño dorado de tu papá, pero ya ves, la Revolución le impidió hacer su carrera.
La señorita Pascualina y doña Presentación dieron en caer todas las tardes. Siempre pasaban con el pretexto de preguntar por el enfermo, y Jaime cerraba el libro y los ojos y las dejaba hablar.
—¿Está dormido?
—Pobrecito. ¡Ay, un muchacho de esta edad es el calvario de los padres de familia!
—No te preocupes, Asunción. A nadie le hemos contado la verdad. Hemos dicho que le dio difteria.
—¡Qué dirían las gentes si supieran que se fue al campo a azotarse!
—Ya crecerá, ya crecerá. Son cosas de la juventud.
Después, las dos mujeres describían a la tía los últimos eventos religiosos, de los que Asunción se había privado por atender al enfermo. Relataban conversaciones con el padre Lanzagorta y comentaban el fondo de sus sermones de la semana.
Balcárcel nunca entró al cuarto de Jaime. Rodolfo si, y su presencia irritaba a Jaime como ninguna otra. Conocía el paso de su padre, y apenas lo escuchaba en el corredor se hacía el dormido. Rodolfo se acercaba a la cama y se daba cuenta de que el muchacho simulaba. Pero permanecía allí, de pie, con las manos entre los barrotes dorados del respaldo. Con los ojos bien cerrados, Jaime se dejaba arrastrar por un sentimiento de rencor y de rechazo. Era más fuerte que él, y consistía en darle a entender al padre que sería pagado con la misma moneda. Al rencor se oponía la esperanza de que Rodolfo buscaría a Adelina, y esta posibilidad se convirtió en el centro de toda verdad, Rodolfo entendió que había perdido el cariño de su hijo. No sabía bien por qué motivo. Recordaba los mejores momentos de la niñez de Jaime, cuando los dos recorrían juntos las calles y Rodolfo inventaba historias. Ahora, su vida se arrastraba sin variedad. Durante la semana atendía el viejo comercio de telas, cada vez más pobretón. En las noches, aburrido, se metía a una tanda doble de películas mexicanas. Los domingos en la mañana bebía cerveza con los antiguos amigos del comercio. Los sábados por la noche se escurría de la casa a un burdel del barrio de Pastira. Allí lo esperaba siempre, a las diez en punto, la muchacha pequeña, morena y llena de lunares. La visita de Rodolfo era breve y silenciosa. Jamás cruzó con la muchacha más palabras que las esenciales para arreglar el trato. Nunca se dijeron los nombres. Rodolfo notaba siempre cómo desviaba la vista la muchacha cuando él se descolgaba trabajosamente los tirantes y dejaba caer los pantalones. Cuando salía del cuarto, el siguiente esperaba ya. Y él regresaba, a las once de la noche, lentamente, a la casa de cantera.
Jaime mejoró y se atrevió a preguntarle a la tía si su amigo Juan Manuel lo había buscado. Asunción le dijo que no.
—¿No has escarmentado? Ahora piensa en tu porvenir. Dedícate a estudiar y olvida todas esas cosas raras que traes en la cabeza. Ya ves que he logrado calmar a tu tío; hasta te ha dejado leer lo que quieras ahora que has estado malo.
—¿Y el padre Obregón? ¿Tampoco él…?
—Sí. Dice que dejes pasar un poco de tiempo antes de buscarlo, y que recuerdes bien lo que te dijo. No sé… a veces pienso que el padrecito Obregón tiene sangre de atole. Por algo lo prefieren los muchachos. ¿No debías regresar con el padre Lanzagorta?
—No… no.
—Haz tu voluntad, pues. A ver qué dice tu tío.
—Quisiera ver a Juan Manuel.
—¿No has escarmentado?
* * *
A principios de mayo, Rodolfo Ceballos comenzó a declinar. Primero sintió una fatiga creciente al subir por la escalera de caracol. Debía detenerse por lo menos cuatro veces durante el ascenso. En ocasiones, los criados —acostumbrados al rechinar de los peldaños de fierro— se asomaban a contemplar la lenta subida del hombre gordo que llegaba del trabajo en mangas de camisa, con los pantalones flojos sostenidos por tirantes de listas rojas. Cuatro, cinco escaños: los dedos tomaban con prisa el pasamanos; parecía que la débil estructura de la escalera no soportaría el peso del cuerpo. Ascendía un poco más; repetía el descanso y la mirada alarmada. Los criados disimulaban sus propias miradas de curiosidad. Después, el comerciante no podía dormir. Durante la noche, Jaime y los Balcárcel escuchaban sobre sus cabezas el chancleteo del sonámbulo de la azotea. «Te va a dar pulmonía», le dijo Asunción. Una de las pocas alegrías de Rodolfo durante las horas del insomnio era contemplar la aurora. El aire finísimo le hacía toser. Era como una pluma blanca que iba llenando de contorno, extensión y luz lo que minutos antes era un vidrio opaco y vertical. A las seis de la mañana, volvía a recostarse y lograba, durante media hora, conciliar el sueño. Un sueño profundo pero alarmante le rodeaba. Sentía que la recámara se llenaba de enemigos y que él, por más esfuerzo que hiciera, permanecía, dormido e indefenso, en el fondo de un pozo. Poco antes de la siete, despertaba, se vestía y bajaba a desayunar. Pedía te y bizcochos. Un poderoso dolor le atravesaba al bajo vientre; se excusaba y, en el baño, orinaba con un placer difícil y punzante. Orinaba a todas horas. La porcelana de la recámara le resultaba insuficiente durante las noches. Debía salir a la coladera de la azotea.
Le entró la manía de reunir retratos de la familia. Hurgaba en los baúles del desván, en los cajones del escritorio de cortina que usó el comerciante Pánfilo; hasta llegó a pedirle a Asunción fotografías de ella, de Balcárcel, del muchacho. Los muros amarillentos de la recámara pronto se llenaron de láminas, algunas viejas, desteñidas y duras, otras recientes y brillantes. Las fotografías, débil inmortalidad semejante a una segunda muerte, confortaban y entretenían de extraña manera al comerciante. Pensaba, en secreto, que los manes familiares disiparían a los enemigos sin facciones del sueño. Sabía, a veces, que se trataba de algo más hondo, aunque muy elemental. Pasaba horas sentado en el sillón desfondado, cumpliendo el repaso de los rostros que colgaban de las paredes. Aquí, un grabado en acero de su abuelo don Higinio Ceballos: ojos claros y fijos. Allá, Guillermina la madre, con la cabeza apoyada de la manera más incómoda. Era, en el óvalo del daguerrotipo, la joven Guillermina, con una masa de bucles sobre las orejas y un ramo de claveles en el regazo. En la cabecera de la cama había colocado una placa sepia de sus padres el día de la boda: ambos con los ojos muy abiertos, la larga cola y el apretado corpiño de ella, las esponjadas barbas rubias y el plastrón blanco de él; y al fondo, un telón pintado que representaba el puente del Rialto y el gran canal veneciano. Otros retratos eran menos suntuosos. El único de Adelina su esposa reproducía a una muchacha flaca y sonriente, sentada en la banca de un jardín. La joven mostraba las rodillas y vestía un jubón negro de los veintes. Una banda de chaquira le ceñía la frente. En otra foto, Rodolfo sonreía tocado por un carrete; tenía de la mano al niño con fleco que chupaba un algodón azucarado. La manía de Rodolfo llegó a tanto, que exhumó del bodegón la litografía de don Porfirio, sin saber exactamente por qué. Pero al sentarse en el sillón a contemplar los rostros inmóviles, se sentía cerca de algo cálido y envolvente.
Adelgazaba. La ropa de un hombre de noventa y seis kilos le quedaba floja, y además de los tirantes debía usar un cinturón que apretase los pliegues sueltos del pantalón. El cuello emergía, flojo y arrugado, de las camisas desinfladas. Vomitaba mucho, y después orinó sangre.
«Decididamente, Rodolfo se ha puesto a régimen para volverse a casar», expresaba con raro humor el licenciado Balcárcel. Y Asunción, al terminar un desayuno, le dijo en voz baja: «¡Cochino! Las criadas se quejan de que haces tus porquerías en la azotea, y… eso… corre por el caño hasta el patio». Sólo Jaime no le hablaba y, sin embargo, era sólo a él a quien el padre dirigía las miradas de amor y la solicitud de ternura, durante las comidas de la familia.
El asedio del padre sobre el hijo se intensificó, como si el viejo supiese que le quedaba poco tiempo para consumar un amor en su vida. La sonrisa enferma de Rodolfo se fijaba, durante las tres comidas, en el muchacho. Bien podía Balcárcel fumigar con su verbo la conducta de propios y extraños. Bien podía recriminar Asunción, con la mirada, la poca atención que Rodolfo prestaba a las palabras del amo y señor del hogar. El viejo Ceballos permanecía con todo el espíritu enderezado hacia su hijo, y Jaime disimulaba este hecho flagrante clavando la cabeza en el plato.
—¡Por favor, tía, dígale que no me mire así! —exclamó Jaime una noche.
—¿Pero qué sucede? ¿Qué comportamiento es ése? —gruñó Balcárcel cuando Jaime arrojó la servilleta y quedó de pie al lado de Asunción. La tirada del licenciado contra los residuos del «jacobinismo trasnochado» de los juaristas fue truncada por el incidente. Balcárcel sintió, con furia, que durante toda su perorata sólo se le había prestado una atención ficticia.
—Decididamente, aquí se hace mofa de mi autoridad. Tú siéntate y come. ¡Faltaba más! Ahora mismo vas a repetir la esencia de lo que he dicho. Y usted, Rodolfo, que es la causa aparente de esta falta de respeto, ¿qué dice? Estará usted de acuerdo en que alguien debe imponerse en esta casa, y no veo cómo usted…
Pero Rodolfo no variaba la sonrisa paralítica. Continuaba fijando la mirada, intensa, en el joven nervioso.
—¡Le estoy dirigiendo la palabra, Rodolfo! —dijo Balcárcel, hinchándose con un rubor verde.
—Está enfermo, Jorge… no sabe… —trató, entonces, de intervenir Asunción, justificando a su hermano con la razón que ningún miembro de la familia se había atrevido a pronunciar hasta entonces. Balcárcel se tragó la furia y acató los pactos tácitos del clan: no violentar para no ser violentado, evaporar las circunstancias personales y sólo hablar de vaguedades moralizantes. «¡Ah, sí…!», recordó la mujer y pensó que por primera vez hablaba abiertamente de la enfermedad de Rodolfo.
—¡Enfermo! —dijo entre dientes Balcárcel—. Aquí no hay nadie enfermo. Estamos… todos un poco cansados y nerviosos, es todo. Que no se hable más de enfermedades —añadió mientras se contenía, buscaba una fórmula de censura, y al fin, impotente, se levantaba apoyando las manos sobre el terciopelo verde de la mesa y solicitaba que le sirvieran el café en la soledad de la biblioteca de cuero renegrido. La luz opalescente de la lámpara caía en un círculo sobre el tapete: la escena cromática parecía reproducir una sala de juego. Los tres permanecieron silenciosos. La tía y Jaime trataban de evitar esa mirada inalterable, esa sonrisa fija de Rodolfo Ceballos. El padre se tragaba con los ojos al hijo. Jaime bajó la cabeza y con un murmullo de permiso abandonó el comedor. Durante varios minutos, los hermanos no se dirigieron la palabra, escuchando primero los pasos del joven sobre las baldosas del corredor, después el ritmo ajeno del gran reloj de la sala. Las dos figuras, con las cabezas inclinadas, quedaban fuera del círculo de luz verdosa. La humedad nocturna de aquel sombrío lugar comenzaba a descender de las vigas y a desprenderse de los muros empapelados. Rodolfo extendió una mano salpicada de pecas y venas grises y jugueteó con una cucharilla. Asunción, con los brazos cruzados bajo el chal, pensaba en el convenio de nunca decir la verdad, de nunca herir con ella a otro miembro de la familia. Reglas, recomendaciones, aprendidas de los padres, que a su vez las aprendieron de los suyos: pequeñas homilías pasadas de generación en generación, indiferentes a la personalidad de cada nuevo ser, aplicables a todo lo porvenir.
—Qué distinto…
—¿Qué? —preguntó Asunción, cuando su hermano rompió el silencio. Había un rasgo final en el rostro de Rodolfo, como si sus facciones ya nunca fuesen a cambiar.
—Qué distinto… lo que somos de lo que pudimos ser.
La hermana le escuchaba con una postura rígida.
Su cuerpo era como una estatua negra y plana, de ángulos góticos. Quería comprender a Rodolfo, ahora que Jaime se hacía hombre y se les escapaba a los dos. Pero sabía, sin atreverse a pensarlo, que comprenderlo equivaldría a insultarlo: la verdad era cruel, y sólo la mentira permitía la convivencia.
—Quién sabe por qué nosotros no fuimos como papá y mamá. A mí… a mí me hubiera gustado ser tan feliz como ellos —iba diciendo con la voz flemosa Rodolfo—… ¿Recuerdas que papá y mamá se hayan quejado alguna vez? Éramos muy cariñosos con ellos, todos muy unidos y… y… cómo jugaba papá con nosotros. ¡Qué gran viejo, qué alegre!, ¿verdad?
—¿Te acuerdas cuando trajo a los titiriteros el día que cumplí nueve años?
—¡Sí, si! ¿Cómo no? —rió Rodolfo, mientras tamborileaba los dedos sobre el terciopelo—. ¡Cómo no! Le gustaba sentir contentos a los demás; ése era el motivo de su alegría. Pero tú y yo…
—Tú y yo hicimos lo posible, Rodolfo. No fue tan malo todo —bajó otra vez la cabeza la hermana.
—Pero es que pudo haber sido tan bonito. Si yo hubiera encontrado una mujer como mi madre, el niño hubiera sido mío y… si tú hubieras tenido un hijo no hubieras querido a Jaime para ti sólita. Hubiera sido mío.
Un mal olor de platillos abandonados, de grasa congelada, subía desde la mesa. Asunción se acercó al cuerpo de su hermano y le pasó un brazo sobre la espalda. —Estás malo —le dijo—. No sabes bien lo que dices.
—Sí sé; sí sé que me dejaron solo, que me quitaron a mi Adelina, que con todo y todo me hubiera dado calor y compañía ahora; que ustedes me dejarán morirme solo en mi cuarto…
—¡Rodolfo! —Asunción lo detuvo y le impidió caer de la silla.
—Rodolfo —repitió cuando abrazó el cuerpo sin vértebra. La cabeza del enfermo sonó hueca sobre la mesa—. Yo te previne, ¿te acuerdas?, contra esa mujer. Yo te dije que era indigna de ti y de nosotros. Ahí la tienes; ése era su destino. Es que eres tonto, tonto. ¡Si yo hubiera estado aquí no pasa nada de eso! Era una mujer inferior, no había más que verla. Sólo le importaba tu posición, no te quería.
—¿No me quería? —dijo la voz sofocada y blanda sobre el mantel—. Sí… no sé… sí me quería… y era algo, hay que tener algo… que se deje querer, aunque no nos quiera…
—¡No te quería! No pensaste que no merecía ser la madre de Jaime. Por eso fui yo la madre, porque tú te equivocaste… Sólo tú tienes la culpa.
Asunción escupía sus palabras sobre un rostro yerto y fruncido. También su verdad secreta se aliviaba al hablarle de esta manera al hermano. Rodolfo no quería escuchar. Quería dormir, descansar. Le pidió con una seña que lo ayudase a levantarse.
—Llévame arriba. Me siento mal.
Entonces se escuchó un ruido seco en la sala y Jaime se acercó y levantó a su padre con un abrazo. Rodolfo apretó la cabeza contra el pecho del joven y cerró los ojos y movió los labios para besarle la camisa.
* * *
Sólo una vez volvió a ver a su padre en la comida de la familia, de pie, vestido. Lo vio, desde la ventana, bajar por el callejón y se dijo que esa figura amarilla, esa ropa demasiado grande para el cuerpo perdido, ese pelo ceniza y esa frente estrecha, esos ojos bulbosos surcados de centellas sanguinolentas, ese ademán dócil, esa mano pecosa que abría el portón, esa mirada lejana y vacía, era su padre. Rodolfo subió lentamente a la sala, se lavó las manos en el aguamanil floreado del comedor y antes de sentarse dijo que se le iba la respiración. El plato de verduras molidas —lo único que podía tragar sin pena— se enfriaba. Asunción estaba ensartando la servilleta de su esposo en el arco de plata bruñida, y no le hizo caso. «Anda; come, te sentará bien algo caliente». Jaime, que veía al enfermo derrumbarse, no pensó en ayudarlo. Esperaba la solicitud acostumbrada en los ojos del padre. Pero el viejo ya no tenía fuerzas para desear. Buscaba un apoyo, y el muchacho, desde la silla, se dejaba seducir por este espectáculo del derrumbe físico. Rodolfo se detuvo abrazando la columna de lapislázuli. Cerró los ojos, volvió a respirar y salió del comedor. Lo encontraron, después, acostado sobre la cama de su hijo; carecía de poder para subir a la azotea. El médico ordenó que no se le moviese de allí y Jaime pasó a dormir al sofá de cuero de la biblioteca. El cuarto de la azotea le daba asco. «Pero si no es contagioso», le decía doña Asunción. «Te ponemos tus sábanas».
Todas las mañanas, durante las veinte que le quedaban de vida a Rodolfo, el hijo entraba en la recámara ocupada por el moribundo para tomar la ropa que necesitaría durante esa jornada. Jaime le agradecía las palabras que había escuchado durante la conversación de los hermanos. Pero al entrar a la alcoba, no sabía qué decirle, o cómo acercarse a él. La primera luz bañaba el cráneo estrecho del enfermo. Era feo, era un viejo agonizante y feo al despertar, con el rictus sonriente en los labios y las pestañas gruesas de legañas. El pelo despeinado le caía sobre las orejas. Cuando Jaime abría el cajón para escoger una camisa, se detenía a escoger, también, una palabra para el enfermo. Pero al levantar el rostro, se encontraba en el espejo, joven, con las facciones recortadas, el vello rubio sobre los labios. Nunca encontró la palabra. Su padre nunca le dirigió la suya. Esperaron.
Pocos días antes de morir, Rodolfo tuvo fuerzas para extender los brazos y tocar la mano de su hijo. Jaime se sentó al lado del enfermo y sintió el repudio de los malos olores, de la sucia pijama de rayas verdes. El cuello sin forma, la barba entrecana y los hombros cubiertos por la colcha temblaron con un afán extraño. El cadáver vivo quería hablarle y trataba de acercar la cabeza del joven a los labios. Esa caverna desdentada y gris movía la lengua inútilmente. ¿Por qué bajaba los ojos el muchacho sorprendido en la succión de la muerte? ¿Por qué desviaba el pensamiento hacia las ideas y las lecturas que aliviaban el dolor que no deseaba sentir? ¿Por qué se justificaba, negando la muerte del padre entre las hojas de un libro, con la certidumbre aprendida de que sufrir y hacer sufrir a los demás es la condición de un espíritu fuerte? Trataba de recordar el pasaje del Evangelio sobre las casas divididas; lo mezclaba con alguna cita de Nietzsche. Pero algo más que las ideas, la diferencia de años o la distancia personal los separaba. Jaime, sentado junto al cuerpo de su padre, gesticulaba la juventud y la vida. Rodolfo, con los brazos grises extendidos fuera de la sábana, parecía victorioso de su muerte. El moribundo se afirmaba en su estado; el vivo en el suyo. Ninguno quería saber nada del contrario. Cada cual hubiese querido ver, en el otro, un reflejo, no una negación. Sólo se hubiesen aceptado en una situación idéntica. No fue así esta mañana de Guanajuato. Por eso Jaime no quiso escuchar las palabras que al fin brotaron de la garganta del padre como burbujas de un hervor apagado. El hijo, con la cabeza pegada al pecho del enfermo, contenía la respiración. «No vivimos mucho», decía la voz inasible. «Morimos mucho, mucho tiempo». El médico tocó con los nudillos. Jaime agradeció la interrupción y se puso de pie. Pero regresó, obedeciendo a un impulso definitivo, y apretó la mano del padre.
Asunción lo despertó a las cuatro de la mañana. Los gallos helados acompañaban el llanto de la tía. Era una madrugada azul, que iluminó de metales el rostro rígido de Rodolfo. Las venas de sus manos azules apretaban un crucifijo. Sólo las sábanas brillaban blancas: la luz metálica se había ceñido al contorno del cadáver. Jaime permaneció en el umbral y pensó que su padre había muerto en esta recámara de juventud, sobre el lecho de sus diecisiete años. Trató de sofocar el llanto que se le salió por la nariz y la boca. Ahora su padre —esas manos azules, esa sábana brillante— ya no tenía nombre.
El tío Balcárcel se mantenía de pie, con la mano clavada en el chaleco. Se había colocado la máscara de mayor severidad. Asunción lloraba arrodillada. El padre Obregón se levantó de su puesto junto a la cabecera y dijo en voz muy baja:
—Siempre llegamos tarde—. Al pasar al lado de Jaime le observó con seriedad. —Búscame pasado mañana, hijo.
—Réquiem aeternam dona eis, Domine… —murmuraba, llorando, la figura plana y oscura de Asunción.
Balcárcel salió al corredor y arqueó las cejas. —Tarde o temprano, a todos nos toca.
Ya no tenía nombre; ya no era posible el último gesto de amor. Lo que le había pedido, todos los días, durante los últimos meses. Jaime sintió el impulso de acercarse al cadáver y besarle la frente. Un sentimiento de mentira lo detuvo. Desde la puerta, hubiese querido hablarle a la figura encogida, envuelta en la sábana. Hubiese querido pedirle compasión por el orgullo y la juventud.
—Decididamente, fue un buen hombre —sentenció Balcárcel—. Muy poco disciplinado, pero bueno, eso sí.
—… et lux perpetua luceat eis…
El agente de pompas fúnebres llegó a las seis de la mañana.
—Caso perdido; cáncer en el estómago —le dijo el médico. Luego les pidió a todos que salieran de la recámara.