CUANDO EMPEZARON a arrojar las paletadas de tierra sobre el ataúd, Jaime no podía contener la amarga alegría que le inundaba el pecho. Como no podía comprender el sentimiento de liberación que le asaltaba a medida que los restos de su padre iban desapareciendo bajo la segunda mortaja de lodo. Había llovido durante los últimos días, y la caja del muerto parecía flotar sobre el fondo arcilloso, como una carabela dispuesta a partir apenas se retirase el cortejo fúnebre.
«Tienes que quedar bien con nuestras amistades», le había advertido Asunción. «Es la primera vez que te toca ir al entierro de uno de la familia. Te pones una corbata negra de tu tío y recibes el pésame en fila con nosotros. No nos hagas quedar mal».
Allí estaba ahora, dando la mano a don Chema Naranjo, a doña Presentación Obregón y a la señorita Pascualina, al decrépito tío J. Guadalupe Montañez, al poderoso señor Maximino Mateos, a las Hijas de María, al padre Lanzagorta. Los rostros compungidos y los puños apretados y las palabras de consuelo se sucedían idénticas. Jaime movía la cabeza como si afirmase algo. Ninguna de estas personas le había tendido la mano a Rodolfo Ceballos en vida. El comerciante gordo había sido, a lo sumo, pretexto para algunos chismes olvidados. Nadie le había tendido la mano; menos que nadie su hijo —se dijo Jaime cuando recibió el último abrazo de condolencia.
—¿Puedo quedarme solo aquí un rato? —les preguntó a los tíos cuando la fila de dolientes partió del cementerio. Balcárcel se encogió de hombros. —No tardes —le susurró Asunción—. Tu tío tiene una junta a la noche de la que no se pudo excusar. Acompáñame a cenar, por favor.
Y Jaime caminó por el sendero de cipreses, apresurando el paso, buscando intencionalmente las ramas más bajas de los árboles, sintiendo las gotas de humedad sobre el rostro.
Había una persona al lado del hoyo donde yacía Rodolfo Ceballos. Era Juan Manuel Lorenzo, extraño en su saco azul apretado. Los amigos se tendieron las manos.
—Esperé… a que los demás se fueran, Ceballos.
—Gracias, Lorenzo.
—Te busqué… ahora que estuviste enfermo… ¿Te dieron mis recados?
—No.
Caminaron de regreso. Cada uno tenía la seguridad de que el otro no rompería el silencio. Desde la colina del camposanto, un cielo plomizo corría velozmente sobre Guanajuato. En el anochecer, los vapores de la ciudad se despedían, una vez más, de la jornada. El barniz de los carpinteros, las pezuñas quemadas de las herrerías, el humo menudo de las cocinas humildes, ascendían al techo de ráfagas grises y llenaba los pulmones de Jaime y Juan Manuel. Las campanas de los templos y el cencerro de los burros sonaban en contrapunto. Brillaban más, bajo las nubes plateadas, las cúpulas de la ciudad colonial, los muros azules de sus callejones sinuosos y el caserío blanco que arañaba las laderas de las hondonadas.
—Te esperé… al día siguiente… para irnos a trabajar… juntos —dijo Juan Manuel cuando descendían la abrupta pendiente.
Jaime se zafó la corbata negra y se desabotonó la camisa.
—¿Sabes? Aquella mujer a la que le decían la Fina…
—… es tu madre, Ceballos.
Jaime pateó una corcholata. —¿Cómo lo sabes?
—Lo sé desde hace mucho… Ella… siempre lo dice… Siempre que va a ese lugar…
—¿Por qué no me lo habías contado?
—¿No fue… mejor… que tú lo averiguaras… por tu cuenta? ¿Por qué no le dijiste quién eras, Jaime?
—¿Tú lo hubieras hecho?
—Sí… Yo no me hubiera avergonzado.
—¡Yo no me avergoncé!
—Tú también… te avergonzaste… igual que tu padre… y tus tíos.
—Juan Manuel, Juan Manuel.
Se detuvieron. La campiña húmeda recogía a manos llenas los olores más profundos de la tierra. Los amigos, por primera vez, se llamaban por sus nombres.
* * *
Asunción esperó a Jaime hasta las nueve de la noche. La cena se enfriaba sobre el mantel de tercio, pelo verde del comedor. A la cabecera de la larga mesa, la figura solitaria e inmóvil de la tía semejaba uno más de los doce respaldos. Don Pepe Ceballos, su padre, había ordenado las doce sillas para acomodar a una familia, numerosa y a los cotidianos invitados. Familia de ocho comensales en la época del fundador don Higinio. Diez durante la regencia de Pepe: la tiesa Guillermina, los hijos Asunción, y Rodolfo, el hermano Pánfilo, los parientes pobres Lemus, la abuela andaluza doña Margarita, el novio de la muchacha. Y ahora sólo ella, esta noche, sin su marido y sin Jaime.
A las nueve pidió que le calentaran una taza de chocolate. Después se arropó en el chal de estambre y se paseó a lo largo de la sala, atisbando de vez en cuando entre las cortinas de los balcones. Una finísima lluvia caía como hilos de telaraña. Enderezó el cuadro del Gobernador Muñoz Ledo, el que adornaba la principal pared de la estancia. Descendió al patio y subió por la escalera de caracol a la pieza que había ocupado su hermano. Olía a él. Descolgó, uno a uno, los retratos de la familia que el muerto había reunido durante los últimos meses.
Al salir, cerró con llave la puerta de la alcoba. Quiso imaginar la casa en sus mejores tiempos, cuando la servían diez criados; cuando ocupaba toda la manzana y albergaba carruajes y caballos.
Bajó nuevamente, con los retratos entre los brazos, y se encaminó al bodegón de la entrada. Hacía mucho que no visitaba la vieja caballeriza. Colocó los retratos sobre el baúl y pisó las alas de una mariposa seca.
En eso se había entretenido a los trece años. En juntar con cariño su colección de mariposas. Recordó que habían sido su pasión, y que hasta cuando salía de vacaciones llevaba las cajas con tapa de vidrio.
Se agachó para recoger las alas pisoteadas. Debajo del polvo acumulado brillaban todavía los colores azules y negros. Acarició con amor lo que quedaba de la mariposa.
Entonces, al recordar su entusiasmo adolescente, pensó por primera vez que el futuro no le ofrecía nada.
También cerró con llave, cuando salió, las puertas del desván.
* * *
La lluvia hacía brillar los sacos azules de los dos jóvenes. El chipi-chipi había comenzado a las siete de la noche, pero los amigos estaban acostumbrados a caminar bajo esa llovizna fina, pertinaz y eterna. Ahora desparramaban la espuma de la quinta botella de cerveza sobre el mostrador y reían. Nunca habían bebido tanto; pero si el alcohol no parecía afectar a Juan Manuel, Jaime movía los brazos, gesticulaba, se pasaba la mano por el pelo húmedo y despeinado, y perdía continuamente la dimensión de las paredes y de los objetos que se le venían encima. Había oído decir que las cosas ondulaban; lo que él sentía era que espacios limitados de pared y objetos singulares se aislaban del conjunto y se le arrojaban a la cabeza.
—… y ahí estaba siempre ese baboso de Mateos tratando de escandalizar a las niñas del colegio con sus porquerías —decía Jaime mientras palmeaba los hombros de su amigo. —¿Tú nunca te confiesas, verdad?
Juan Manuel negó con la cabeza.
—Haces bien. O de repente haces mal. Ese buitre canalla del padre Lanzagorta me dijo unas cosas, ¡caray!, me dijo unas cosas… Oye, Manuel, ¿tú has estado con una vieja alguna vez? Juan Manuel volvió a negar.
—¿Vamos yendo? Vamos. ¿Tienes dinero? Yo tampoco.
Jaime se quitó el reloj de la muñeca.
—¿Cuánto me da? —le dijo al cantinero.
—¿Es para pagar el consumo?
—No; para eso tenemos, seguro que tenemos.
—Así es distinto. Le doy cien pesos, joven.
—Vale quinientos.
—No.
—Cien y el consumo.
—Juega.
—Quédese con él. ¿Dónde hay mujeres? El mejor lugar…
—Aquí, en el barrio de Pastita, hay una casa muy buena.
—Vamos.
—Digan que los mandé yo.
—Cómo no. Gracias.
Volvieron a caminar bajo la llovizna. Jaime se sentía muy distinto y hasta se puso a cantar. Se abrazaba a Juan Manuel; se detenía en el cuerpo firme del amigo.
—¡Qué contento me siento!
—Es que…
—… subí a la palma, palmero…
—… te da gusto estar vivo.
Jaime rió mucho:
—Tú todo lo ves, ¿verdad? ¡Hasta el fondo del alma! Tardaron en abrirles.
—Todas están ocupadas. Si gustan pasar a la sala y tomar algo…
La sinfonola tocaba un danzón y los pasillos estaban en penumbra. Una gran alharaca se levantaba desde la sala. Los cuartos daban sobre el corredor repleto de macetas. Una muchacha pequeña, morena y llena de lunares, salió de una las piezas. Se fajaba la blusa; vio a Jaime y le tomó del brazo.
—¿Para qué vas más lejos?
—¿Para qué, verdad?
—Cien.
—Sólo te puedo dar cincuenta, señorita, para que mi amigo pueda también.
—Está bueno.
Luego se le bajó la cerveza y se dio cuenta de que tenía miedo. Un temblor incontrolable se apoderó de él. Soplaba entre las manos y sólo podía decir: —¡Qué frió hace!
Ella le preguntó si era la primera vez, y él lo admitió.
—¿Cómo te llamas?
—Este… Rodolfo. ¿Y usted?
—Olga, tú.
La muchacha llena de lunares apagó la luz.
Cuando salió del cuarto, Jaime gritó el nombre de Juan Manuel y el amigo le respondió desde otro cuarto. La alharaca de la sala no terminaba. Sólo había estado diez minutos con la muchacha.
—¿No fumas? —le dijo la mujer de los lunares cuando salió detrás de él. Jaime dijo que no.
—Vente; vamos un rato a la sala, para que conozcas el ambiente. Ya sabes que aquí estoy todo el rato, menos el domingo.
Recorrieron los pasillos sin luz. La sala se encontraba al fondo. La mujer apartó unas cortinas, se abrazó a la nuca de Jaime y entró. Un grupo de mujeres y hombres bailaban y reían con gran estrépito. Jaime reconoció, sentado sobre el sofá y con aire de presidirlo todo, a don Maximino Mateos. Encima de la mesita de la sala, sin zapatos, sin saco, con grandes manchas de sudor debajo de las axilas y un gorrito de crepé sobre la cabeza rala, el tío Jorge Balcárcel bailaba solo, con una botella de ron entre los brazos. Todos reían mucho y agitaban los brazos, pero Jaime empezó a reír como ninguno, y le contagió la risa a su compañera. Los dos se doblaban, con carcajadas interminables.
Balcárcel vio a Jaime y se paralizó en una posición ridícula. Jaime besó en la boca a la muchacha de los lunares y salió de la casa.