DURMIÓ HASTA las once de la mañana. La muerte del padre lo dispensaba de asistir a clases, y los tíos, ese día, no se habían atrevido a entrar a su recámara. Balcárcel se levantó más temprano que de costumbre y desayunó sólo. Asunción apenas tuvo tiempo de advertirle que esa noche se iniciaba el novenario de Rodolfo.
En la tarde, Jaime fue a visitar al padre Obregón. El cura le esperaba, con el rostro endurecido, al pie del altar mayor. Movió rápidamente el brazo para indicarle que le siguiera a la sacristía. Ocuparon los mismos lugares de la entrevista anterior. Pero esta vez ningún gesto de duda, ningún ademán de ternura, escapó de la persona del sacerdote.
—Quiero que me confiese… —sonrió Jaime, ansioso de decir a un confesor, por primera vez, que por vez primera había estado con una mujer. Sólo encontró el semblante duro, la postura inviolable del sacerdote.
El rostro mal rasurado de Obregón se encendió: —¡Y pensar que tuve fe en ti, que te creía un señalado por Nuestro Señor! Sí; creí que eras un muchacho puesto aparte, capaz de cumplir heroicamente los deberes del perdón y la caridad…
Jaime sintió, sin aviso, que una parte de su persona se moría. Pero no comprendía muy bien. Pensó que el cura se refería a la noche pasada, que había averiguado su visita al prostíbulo el mismo día que enterraron a su padre. Quiso hablar, pero el sacerdote lo silenció.
—Confesé a tu padre el último día que estuvo de pie y la noche en que agonizó. No esperaba de la vida sino tu amor. No quería morirse sin eso. Pero tú no se lo diste; no fuiste capaz de un solo gesto, así fuera simbólico. Lo condenaste a morir en el dolor y la desesperación. Eres un cobarde, ¿me entiendes?, un cobarde, y has pecado contra el espíritu… has…
La ira del padre Obregón le ascendía en oleadas rojas a la cara; le costaba pronunciar las palabras de reprobación.
—¡Te has atrevido a venir, lleno de orgullo, a hablar de la imitación de Cristo, del verdadero amor a Nuestro Señor! Y no has sido capaz de darle el más mínimo amor a tu padre,
—Padre…
—Sólo te amas a ti mismo, y a los demás les otorgas tu orgullo disfrazado. Eres un fariseo más.
—Padre, por favor; no me trate así. Escúcheme.
Obregón dio otro manotazo sobre la gran silla de madera. —¡No voy a permitir que me sigas engañando con palabras! Escúchame a mí con mucha atención. Tú saliste un día a herirte físicamente…
Jaime volvió a sentir las manos calientes del padre Obregón sobre sus heridas la tarde que Balcárcel lo condujo a confesión contra las advertencias del médico. Volvió a sentir el fuete de espinas sobre el pecho. Quería pensar que había salido a lacerarse como un acto de penitencia. El rostro satisfecho de Balcárcel, la mueca frustrada de la tía Asunción, la languidez temerosa de su padre, el horror de su madre en la piquera de Irapuato, dibujaban sus formas en la memoria de Jaime. Había salido, aquel día, a lacerarse en nombre de ellos, y a pagar las culpas de ellos. Un fustazo por perdón a Balcárcel, otro por misericordia a Asunción, otro por la culpa de Rodolfo: todos por el pecado de la soledad y el abandono de su madre.
Esta espina por el dolor de ella; todo el acto para decirle a Dios que él asumía la miseria y el egoísmo de su gente.
—Sé lo que piensas: que aquél fue un acto heroico, una penitencia para lavar el mal cometido por otros…
—¡Si! Fue por mi madre, se lo juro…
—Pues sólo fue un gesto de desafío y de desesperación, entiéndelo. Sólo querías justificarte a ti mismo. La única penitencia válida es la que no juzga a los demás. La única penitencia válida es la que asume la culpa ajena por amor, y la que no espera recompensa. ¿Qué esperaste tú, joven? ¿Una traducción tangible de tu penitencia? ¿Un milagro que recompensara tu dolor voluntario?
—Sí, sí… tuve fe…
—¿Que cambiaran los hombres sus costumbres de la noche a la mañana porque tú te laceraste? ¿Que la naturaleza humana se transformara súbitamente gracias a ti? ¡A ese grado eres orgulloso! ¡Y cobarde!
—¿Qué debía haber hecho, padre?
—Haber tenido el valor de descender hasta esa infeliz mujer abandonada, decirle quién eras y recompensarla con tu amor. Eso debías haber hecho. Haberle dado a tu padre tu amor, y no acumular agravio sobre agravio. A nadie le has dado nada.
—¿Qué debo hacer…?
—Busca a tu madre y quiérela de veras, a ella tal y como es. No ofendas más a Dios con el odio. Ama a los que tienes cerca, a tus tíos, por más que te cueste: esto es más difícil que salir al campo a darse fustazos. Ayuda a tus tíos, no los odies.
—¿Ayudarlos?
—Sí. Amándolos. Ése es tu deber.
—¿Cómo?
—Sin decir nada; amándolos a pesar de todo el daño que creas que han hecho, óyeme bien: el amor se prueba con hechos, no con palabras. Tú sólo has venido a ofenderme con palabras, pero no has sido capaz de un solo acto de amor verdadero. Me duele tu cobardía, porque tuve fe en ti, por eso…
Con la misma mueca de su llanto infantil, Jaime bajó la cabeza. ¿Quién era Obregón para hablarle así? ¿Quién era este hombre disfrazado, que no sabía de las pasiones verdaderas de los hombres, que se había castrado voluntariamente al colocarse esa sotana? La sensación de una carne desnuda de mujer entre sus brazos, la vergüenza por la acusación que le lanzaba el padre, se confundían en la cabeza de Jaime y le nublaban la inteligencia.
El muchacho salió corriendo de la sacristía y el sacerdote permaneció sentado y después se cubrió el rostro con las manos.
(«Dios mío. ¿He hecho bien o mal? Nadie me trae problemas; los pecados de esta pobre grey son tan monótonos y simples. He perdido la costumbre de los otros problemas. ¿He ayudado a este muchacho diciéndole la verdad? ¿O lo he frustrado? ¿He fortalecido o quebrantado su fe? Dios mío…»).
Pero al sentarse a cenar, el chocolate caliente le convenció de que había hablado bien, muy bien… Nunca había tenido oportunidad de hablar así, de demostrar que sus estudios en el Seminario no habían sido en balde. Muy bien, muy bien…
***
El espíritu turbado del joven agradecía el respeto de esa primera noche de la novena. Se hincó al lado de la tía Asunción y cerró los ojos.
Pronto olvidó la imagen del padre Lanzagorta, agarrado al púlpito como un león desdentado a los barrotes de la jaula; dejó de escuchar el sonsonete parejo del Padre Nuestro y del Ave María, del Réquiem aeternam y del Ora pronobis.
No se dio cuenta de la mirada vergonzante del tío cuando ocupó su lugar en la banca. Se sustrajo de la presencia de todos los amigos de la familia que habían ido a rezar por el eterno descanso del pobre comerciante gordo.
Estaba solo con el Cristo negro de su adolescencia, con la escultura sangrante y retorcida que esta noche volvía a hablarle, como durante aquella Semana Santa de su despertar.
—¿Tengo un destino mío, Señor?
—Pero no estás solo, mi hijo.
—Señor, no quiero engañarme más. Creí que yo solo, obedeciendo tu lección, sería un buen cristiano…
—Pero no estás solo, mi hijo. Mi lección sólo se cumple al lado de los demás.
—Señor, te digo en secreto que no tendré el valor de descender hasta ella; te confieso que su mundo me llena de horror, que no sabría de qué hablarle, que no aguantaría esas palabras de ella, ni la suciedad, ni la mala educación, o las habladurías de toda esta gente que está aquí…
—Tu mejor amigo es un muchacho muy humilde…
—Señor, te digo en secreto que Juan Manuel me hace sentirme tranquilo con mi conciencia, igual que mi desplante de ir a trabajar a Irapuato.
—Sientes que le haces un favor a tu amigo. No lo quieres de verdad.
—No… sí…
—Lo sientes fuera de ti y crees que puedes inclinarte a darle la mano sin perder tu dignidad; pero confundirte con la vida de tu madre no sería lo mismo. Entonces sí que estarías al mismo nivel de los humildes. Pero tú sólo amas a los humildes desde arriba.
Los ojos de plata del Cristo negro se clavaban en los de Jaime.
—Señor, ¿qué debo hacer…?
—Quien quisiera salvar su vida, la perderá; pero quien perdiere su vida por amor de mí, la salvará.
La voz de Cristo se alejaba, vencida por la tenacidad del Ora pronobis.
Arca de David,
Arca de la Alianza,
Salud de los enfermos,
Estrella matutina…
Abrió los ojos. Vio a la tía Asunción a su derecha. Inclinaba la cabeza y cantaba la letanía. El tío Balcárcel mantenía la mirada fija en el púlpito. Jaime no se mintió: se sentía satisfecho con la pequeña victoria de haberlo visto en el burdel. Nunca volvería a reprocharle nada. Lo aceptaría como era, hipócrita, débil, farisaico, humano.
* * *
De regreso a la casa, fue retrasando el paso para alejarse de las figuras silenciosas de los tíos. El disgusto y la complacencia batallaban dentro de él. Sentía una intranquilidad apremiante, que se negaba a ser suprimida. Los Balcárcel se alejaban: no quería ser como ellos; y, sin embargo, qué segura tranquilidad le invadía al pensarse como ellos. Se veía más alto, prolongado entre las sombras por la luz de los faroles. Cuando clavaba las manos en los bolsillos del pantalón, cuando encogía los hombros de una manera peculiar o caminaba con un paso decidido aunque lento, estaba figurando ya, sin saberlo, nuevas actitudes que lo acompañarían toda la vida. Y el rostro, sin saberlo, imitaba algunos gestos característicos del tío, de don Maximino Mateos —incluso pudo haber creído, de observarse en un espejo, que imitaba la sonrisa del candidato presidencial Alemán, cuya efigie, expuesta en grandes carteles, cubría los muros del trayecto.
No: él era Jaime Ceballos, el joven que caminaba de la iglesia a la casa, del novenario a la cena, con el ceño cruzado por una línea muy reciente, con la cabeza definida por movimientos alertas en los que la decisión disfrazaba los temores: ojos profundos en los que se había perdido el asombro de antes; dispuestos a la aceptación sin interrogaciones; sólo asombrados de que el misterio ya no estuviese allí.
Pudo haberse preguntado en qué instante la cabeza rubia del niño —esa invitación a la caricia protectora— se había levantado con un mínimo reto que, en verdad, dejaba de retar para convertirse, apenas, en el rasgo estereotipado de la juventud conforme, obediente dé una ley no escrita según la cual los jóvenes deben mirar con indiferencia, casi con desprecio, al mundo.
Pero todas estas nuevas actitudes le pasaban desapercibidas. Sólo, en un apoyo secreto de la conciencia, chocaban esas fuerzas del disgusto y la tranquilidad.
Porque todo había sido —pensó ahora, cuando los muslos le dolieron, en el ascenso más vertical de los callejones entrelazados— tan sencillo, tan diferente de lo que había pensado. Los teoremas complejos del amor y el pecado, de la caída y la salvación, que había trazado en su mente, Y esta sencillez plana, vulgar, de los hechos reales: fornicar, conformarse, morir. Se dijo que era un muchachillo ridículo. Un niño pendejo, lo había llamado una vez Pepe Mateos, a la salida de la escuela, y él había permanecido allí, quieto, convulsionado, con los puños trémulos y abiertos y la cara roja, incapaz de contestarle, incapaz de arrojarle al rostro todo lo que traía adentro: el misterio de su adolescencia y de sus ideas. Esta noche pensó que Pepe Mateos tenía razón. El niño tonto se imaginaba que la vida se detenía a cada instante, como para celebrarse a sí misma y otorgar a cada acto un valor final. Y no era así; corría, no se detenía jamás; hoy arrojaba en los brazos rápidos de una prostituta, mañana apresaba a un hombre entre dos gendarmes, otro día se emborrachaba en una cantina, al siguiente se escurría dentro de un féretro. Los Pepe Mateos, los Jorge Balcárcel tenían razón: aquí se viene a rellenar el tiempo que casualmente nos regalaron con palabras rápidas y acciones ligeras.
Jaime sabía que a una cuadra se levantaba la casa ancestral. Disminuyó el paso. Tenía decidido, inconscientemente, adoptar una actitud definitiva durante la cena. Quiso pensarse envejeciendo, igual que el tío Balcárcel, igual que su propio padre. ¿Él, Jaime Ceballos, sentado a los cincuenta años frente a un mostrador o un escritorio colmado de legajos? ¿Él, el protagonista de una aventura que aún no le abandonaba, que aún quería consumirse en la identidad con las pobres, las grandes palabras del espíritu cristiano?
El abismo de la soledad se abrió al filo de la acera empedrada. Los tíos habían dejado abierto el portón de la casa, y por él se asomaba el gato gris de doña Asunción. Una moneda caliente se fundió en el estómago de Jaime. Como el Domingo de Pascua, se sentó en la solera y dejó que el gato se arrimara, caliente y sensual, a sus piernas. Frotaba el cuerpo suave contra la rodilla del muchacho, y los ojos cerrados traducían una satisfacción ciega en el roce y el cariño.
Jaime nunca habría podido explicar por qué, con tamaña decisión, con actos tan seguros, tomó la piedra que atrancaba el portón, la levantó y la dejó caer sobre el cráneo de la bestia. El maullido seco del gato, sus ojos redondos y plateados abiertos con luces de azoro y súplica, rasgaron por un segundo el ojo y el oído de Jaime: con la planta del pie, sofocó el estertor del animal, hasta que las patas se levantaron, rígidas, y un pequeño temblor erizó los pelos suaves y grises: así permanecieron, esponjando el cuerpo. Y él frente al gato muerto, con la mirada abierta y la sangre corriéndole como un arroyo descongelado. La mirada de Jaime; la sangre de Jaime.
Se retrajo instintivamente hacía la casa. Caminaba hacia atrás, hipnotizado por el gato abierto. Se mordió un dedo. ¿A quién le diría lo que había hecho?
¿Con quién se descargaría? Trató de convencerse, mientras se mordía el dedo, de que era sólo un gato, de que matar a un gato no tenía consecuencias. Detrás del primer pensamiento le pulsaba otro, esta vez con claridad, complacido y conmovedor a un tiempo, que se cerraba como un nudo en su cerebro. Quería justificarse. Quería pensar que a él le estaba permitido matar a un gato. Que éste era el premio de libertad merecido por el joven que se había flagelado, que había tomado sobre su conciencia el mal ajeno, que había hecho de su espíritu una morada del Evangelio.
Quiso perderse en la piedra de los altos muros. Se acurrucó, semejante a un animal enfermo, en la sombra del corredor. El cerebro le bailaba; las ideas, como las capas de una cebolla, se desprendían unas de otras, sin fin.
Corrió con la parábola de un látigo al zaguán y lo cerró de un golpe. Allí, con la cabeza recargada contra la madera verde, rogó ser como todos los demás. Rogó a otro Dios, nuevo, desprendido del primer Dios de su primera juventud, que lo salvase de las palabras extremas del amor y la soberbia, del sacrificio y el crimen, confundidas esa noche en una sola palabra de terror ante un gato muerto.
Abrió los ojos.
Lo importante era esconder esa carroña. Empujó en secreto el portón; recorrió con la vista los extremos de la calle; alargó la mano y tomó la cola del gato: al ser arrastrado, el animal dejaba una raya rojiza sobre la piedra. Jaime sacó el pañuelo y arropó el cráneo roto. Tomó al gato entre los brazos y corrió al patio; lo dejó caer en la fuente de cantera.
Se lavó las manos mientras el cuerpo esponjado del animal se hundía con lentitud.
Anudó el pañuelo y lo metió en el bolsillo. Sería la hora de la cena. Subió la escalera con paso seguro.
* * *
Esa noche, durante la cena, Balcárcel no promulgó sentencias morales. Jaime no podía borrarse la sonrisa de los labios. Balcárcel estaba vencido; Jaime tendría la libertad que quisiera. Hablaría con autoridad en la mesa; saldría y regresaría a su gusto. El tío nunca volvería a oponerse a él. Asunción miraba con extrañeza al marido, y en seguida al sobrino. La comida transcurrió en silencio. Jaime sentía el nudo empapado del pañuelo en el bolsillo.
—He decidido entrar a Leyes el año entrante —dijo Jaime cuando sirvieron el postre.
—¡Hijo, qué alegría! —dijo Asunción, acercándose a besar la frente del sobrino.
—Don Eusebio Martínez —tosió Balcárcel, y se tapó los labios con la servilleta— insiste en que entres al frente juvenil a tiempo. Las elecciones son el mes entrante, pero se trata de que los muchachos sigan colaborando con el Partido, y…
—Está bien. Si quiere usted dentro de unos días voy a visitar al señor Eusebio.
—¡Ay, hijo, me da tanto gusto verte así! ¡No sabes cuánto he rezado! ¿Sabes? Los sobrinos de Presentación dan una fiesta el sábado, y aunque estamos de luto, le dije que si ibas nada más a merendar y no bailabas, no había inconveniente… Ya estás en edad de conocer señoritas de tu clase y tener una novia…
—Ahora que entres a Leyes puedes empezar a trabajar en la oficina —volvió a toser el tío, siempre con la servilleta sobre los labios y la mirada alejada de la de Jaime—. Algún día tendrás el deber de conducir esta casa y mis negocios. Además, verás qué sabroso es cobrar los primeros pesos ganados por esfuerzo propio.
—Un hombrecito tiene muchos deberes —dijo Asunción al colocar la mano pálida sobre el hombro de Jaime—. Hay que cuidarlo y encarrilarlo bien. No te preocupes por nada. Aunque has perdido a tu papá, nos tienes a nosotros para ocuparnos de todo. Tú no te preocupes por nada.
—Voy a salir un rato —dijo Jaime, y se excusó. Balcárcel se contuvo y Asunción dio gracias por las nuevas actitudes de los dos hombres.
El muchacho descendió lentamente la escalera de piedra. No; no se mentiría más. Renunciaba a todo. Pedía paz. «Ya nada tiene por qué preocuparme. Que los demás se ocupen de mí y se fastidien por mí y organicen mi vida». Se acercó a la puerta del bodegón donde había soñado, donde había leído sus libros de adolescente. Donde se había encerrado a roer el hueso de sus ensueños personales, donde había inventado sus mentiras de caridad e ira y rebelión cristiana. Quería despedirse del querido bodegón. Pero la tía había cerrado con llave la noche anterior. Escuchó el chiflido esperado de Juan Manuel Lorenzo y salió a la bajada del Jardín Morelos.
—Me entretuve anoche, Ceballos —dijo sonriente el joven indígena—. Ya no estabas… cuando salí.
—Vamos caminando, Lorenzo, ¿sería la última vez que caminaran juntos por los callejones? Una profunda añoranza se removió en el pecho de Jaime.
Recreó todas las ideas cambiadas con su amigo, cuando cada uno, en el centro de la adolescencia, se atrevía a afirmar sin dudas la fe y la decisión de llevar el pensamiento a la práctica. Dueño, cada uno, de un cuerpo nuevo, de una cabeza nueva que pensaba lo que nadie había pensado antes. Dueño, cada uno, de una nueva voluntad, capaz de transformar al mundo: soledad maravillosa, diferencia y separación maravillosas que hoy morían.
No —se dijo cuando ascendieron en silencio hacia Los Cantaritos—; amaba a Juan Manuel. Esto no era una mentira. No conocía a su madre, no podía amarla en verdad. Pero a Juan Manuel, a su amigo de adolescencia, sí. En este punto no habría traición; Juan Manuel sería su amigo para siempre, contra los tíos, contra el círculo de costura y los curas y las Hijas de María.
—Me voy de Guanajuato, Ceballos… Me han ofrecido un trabajo mejor… con los ferrocarriles… en la capital. Voy a entrar al Sindicato… Seguiré estudiando, si puedo…
—Juan Manuel…
—¿Me buscas… si algún día vas… por allá?
—Tenía tantas esperanzas de que creciéramos juntos.
—Ya… crecimos juntos.
—¿Seremos iguales, de grandes?
—No, amigo… Vamos por caminos distintos… ¿Para qué engañarnos?
—¿Por qué crecemos, Lorenzo? ¿Para qué? Ojalá siempre fuéramos niños. Ojalá nos quedáramos en anuncio, con nuestro secreto adentro. Así nunca lo traicionaríamos. Jaime se detuvo y dio la cara a Juan Manuel.
—He fracasado, Lorenzo.
El joven pequeño y moreno sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Sentía compasión y afecto hacia su amigo, pero también se concentraba en él una ira indignada.
—Voy a hacer todo lo contrario de lo que quería —añadió Jaime—. Voy a entrar al orden.
—No vas a encontrar… a nadie allí —le dijo, al fin, Juan Manuel—. No es grave… tu dolor. Otros… son los que sufren en verdad. Ceballos: un día… ya no tendrás derecho a colocarte aparte… con el pretexto de tu propia salvación. Algo… como una gran ola… te cubrirá. Te encontrarás… analizándote… desesperado… y la ola no te respetará.
—Te quiero, Lorenzo; eres mi amigo.
—Y yo a ti, Ceballos. Mira… te dejo mi dirección… en este papel… Adiós.
Juan Manuel metió el papel en el parche de la camisa de Jaime. Los amigos se abrazaron.
Mientras Juan Manuel se alejaba, Jaime se reclinó contra el muro azul del callejón. La adolescencia había terminado. Vio por última vez la silueta menuda de su amigo, antes de que diera la vuelta a la esquina, y se repitió las palabras: «Yo he venido a arrojar el fuego sobre la tierra».
Leyó el papel que Juan Manuel le había dejado.
«Casa de Huéspedes. Señora Lola Villegas. Calle de la Espalda de Soto 21, cerca de la Avenida Hidalgo».
Permaneció en el callejón oscuro. ¿Qué le habría dicho Juan Manuel si se lo hubiera contado todo?
Seguramente su amigo lo comprendía sin necesidad de palabras.
«No he tenido el valor. No he podido ser lo que quería. No he podido ser un cristiano. No puedo quedarme solo con mi fracaso; no lo aguantaría; tengo que apoyarme en algo. No tengo más apoyo que esto: mis tíos, la vida que me prepararon, la vida que heredé de todos mis antepasados. Me someto al orden, para no caer en la desesperación. Perdón, Ezequiel; perdón, Adelina; perdón, Juan Manuel».
Supo entonces que sería un brillante alumno de Derecho, que pronunciaría discursos oficiales, que sería el joven mimado del Partido de la Revolución en el estado, que se recibiría con todos los honores, que las familias decentes lo pondrían de ejemplo, que se casaría con una muchacha rica, que fundaría un hogar: que viviría con la conciencia tranquila.
La buena conciencia. Aquella noche, en el callejón oscuro de Guanajuato, las palabras le atravesaron con dolor la lengua. Iba a ser un hombre justo. Pero Cristo no había venido por los justos, sino por los pecadores.
Por primera vez en su vida, rechazó la idea. Tenía que hacerse hombre, tenía que olvidar sus niñerías de ayer. Así estaba ordenado el mundo en el que vivía. Cristo quería a los justos, habitaba las buenas conciencias, pertenecía a los hombres de bien, a la gente decente, a las buenas reputaciones. ¡Que cargara el diablo con los humildes, con los pecadores, con los abandonados, con los rebeldes, con los miserables, con todos los que quedaban al margen del orden aceptado!
Caminó de regreso a la casa de los antepasados.
Había salido la luna, y Guanajuato le devolvía un reflejo violento desde las cúpulas y las rejas y los empedrados. La mansión de cantera de la familia Ceballos abría su gran zaguán verde para recibir a Jaime.