EL NIÑO hizo sus primeros estudios en la casa de los señores Oliveros, en donde, a partir de la persecución religiosa y, después, con motivo de la educación socialista, se congregaban los hijos de las familias católicamente acomodadas. Más que por su correcta aplicación al estudio, el chico era estimado por su estricta observancia de las normas religiosas. A los siete años hizo la primera comunión, y la tía encarriló sus lecturas iniciales: devocionarios, misales, historias sobre la Virgen de Guanajuato. Jaime siempre estaba presente en los rosarios y, muy de mañana, acompañaba a la tía a la misa de San Roque. El resultado fue que, hacia la edad de once años, el muchachito rubio llevaba el camino del sacerdocio y pasaba las horas de descanso jugando a la misa. En cuanto se dio cuenta de esto, el tío Balcárcel sostuvo una seria plática con Asunción, que después prolongó con el curita en cierne. Mientras paseaba por la biblioteca sobándose las solapas, el pomadoso abogado le dijo que la formación religiosa era imprescindible para que los hombres caminasen derechito por la vida y, llegado el momento, formasen hogares cristianos; pero que era preciso andarse con cuidado, pues una cosa era la moral cristiana y otra, muy distinta, el misticismo desequilibrado. Si aquélla servía para la vida, éste no tenía más uso que el apartarnos de los demás, y las relaciones sociales, después de las buenas costumbres, eran lo más importante. Balcárcel, en suma, no quería que su sobrino fuese señalado como un loquito. Le advertía, desde ese momento, que todas esas zarandajas de cálices y mantelitos y estampas de la Virgen con las que adornaba su recámara, iban rectamente a la basura. Si sentía devoción, cruzaría la plazuela y se hincaría en San Roque. Y desde la mañana siguiente se dedicaría al deporte en sus ratos libres. Al salir, cabizbajo, de esta entrevista, el niño fue recibido en brazos de doña Asunción, quien abundó en los sabios conceptos del tío.
Jaime tradujo la hostilidad de los Balcárcel en un acercamiento mayor a su padre. Rodolfo Ceballos había continuado atendiendo el comercio de San Diego. Implantó algunas reformas, principalmente la venta de trajes hechos. Dejó de pedir las ricas mercancías que adquirían los parroquianos de antaño, cuando la vida social de la ciudad era más selecta y la diferencia entre las clases más acentuada. Antes, pensaba el comerciante, se conocía al monje por su hábito; hoy, ¿quién podría distinguir, dentro del traje idéntico, al hombre de bien del maleante, al hijo de familia del chofer endomingado? Rodolfo se especializó en un muestrario mediano de casimires y gabardinas baratos, estampados y telas de algodón. Ya no importaba cortes europeos; le salía más barato comprar paños de Orizaba. Nadie notaba, o exigía, la diferencia. Trató de recoger el hilo de su despreocupada juventud. Bajo la gravedad impuesta a la vida familiar por los Balcárcel, lo que antes había sido existencia abierta fue ahora placer vergonzante. Prostíbulo, dominó, cerveza, regidos por el horario de Asunción, por el miedo de encontrar a Balcárcel. Pero darse tonos de riguroso hombre de hogar tampoco tenía sentido, sin Adelina. El buen hombre quedó suspendido en un término medio de simplicidad e inhibición, acentuado por el desplante con el que los Balcárcel conducían sus vidas. Pensaba, a veces, en Adelina.
—Asunción: ¿no le falta nada?
—No te preocupes. Está bien. No se te vaya a ocurrir, ¡por Dios!, no se te vaya a ocurrir mencionarla en frente de Jaime.
En alguna ocasión la vio, de lejos, en la iglesia, y sintió culpa y vergüenza. La mujer espigada se había desencajado, era puro hueso. Rodolfo, de buena gana, le hubiese llevado al chico más de una vez. Pero esas cosas se van dejando pasar, se buscan pretextos, y el comerciante nunca tuvo la decisión suficiente para arrancar a Jaime a la estricta vigilancia de Asunción, y menos la necesaria para hablarle de su madre. Después, supo que don Chepepón había muerto, y Adelina salido de Guanajuato.
Ya estaba acostumbrado a la lejanía del muchacho: recibió con alborozo los avances de intimidad. Le advirtió, en voz baja, que los tíos no debían enterarse de que hablaban juntos. Ideó el pretexto de pasar a recogerlo a casa de los Oliveros a fin de sostener, cotidianamente, por lo menos una plática de veinte minutos. La vida de Rodolfo se aclaró; se dijo que por todos los medios debía conquistar a su hijo, y la verdad es que sacó fuerza de donde no las había para inventar cuentos, apelar a la curiosidad del niño y absorber su atención. No conoció Rodolfo, en su vida, momentos mejores que los de ese año único, cuando Jaime tenía doce. Diríase que un nuevo espíritu habitaba el cuerpo obeso y descuidado del pañero. ¡Con qué natural elocuencia discurría sobre cosas que apenas recordaba, relataba historias imaginadas, cubría de una pátina de anécdotas el trayecto entre el callejón del Zapote y la bajada del Jardín Morelos!
—Imagínate… imagínate esta calle… llena de carruajes viejos, como los que tenemos en la caballeriza en casa, ¿sabes?… Tu bisabuela doña Margarita iría en uno, rodeada de sus hijos… con una sombrilla de colores… y saludaría a todas las familias que venían de misa el domingo… luego tomaba chocolate con el señor obispo… no sé… debió haber sido tan bonito, ¿verdad? Imagínate… imagínate… que tuviéramos una maquinita, algo así como una bicicleta mágica… para regresar al pasado… y conocer, ¿a quién te diré?… ¡al Pipila! Sabes, era un chamaquito como tú, y gracias a él tomaron los insurgentes la Albóndiga de Granaditas. ¿Te hubiera gustado conocerlo?… Iremos otro día a la Albóndiga, y te contaré…
Y era recompensado: el muchacho le apretaba la mano, le regalaba la alegría de su risa, le miraba con los ojos limpios. Apresurados, gozosos, impacientes, padre e hijo concurrían a la ceremonia de la «Apertura» de la Presa de San Renovato. El chico descubría rostros populares, engullía antojitos y gritaba entusiasmado cuando las compuertas se abrían y la banda recibía el ruido del agua con la melodía de Juventino Rosas. Palos ensebados, globos de papel, mojigangas: el mundo pintarrajeado de la fiesta popular entraba temblando por los ojos del niño que, en ella, en la compañía de Rodolfo, encontraba por primera vez los sabores del mundo. Padre e hijo caminaban, mezclados con el pueblo, en la romería del Día de la Cueva; arrojaban, entre risas, flores el viernes doloroso; presenciaban las tres caídas en el Templo de la Compañía el Viernes Santo. Fue aquí, ante el espectáculo de la gran cúpula, apretado por la multitud contra la cantera rosa, clavados los ojos en el Cristo de melenas negras y frente rasguñada, cuando el joven de trece años sintió por primera vez que no era verdad lo que decía el tío Balcárcel. Pensó, sin darle muchas vueltas a su idea, que el hombre representado por esa imagen dolorosa no era un desequilibrado, pero que su tío, de haberlo conocido, lo hubiera tratado como tal.
Pero había algo más. Al niño, con los ojos absortos en la figura crucificada, le era imposible reducir el sentimiento a sentencia. Toda palabra hubiese significado la fijación de algo que, sobre todo, entendía como un flujo avasallador y cálido.
La cruz se mecía con rigidez, ávidamente portada por los indígenas. Las manos que se disputaban el roce de la imagen no mostraban, sin embargo, impaciencia, dolor o alegría. Un signo de vida concentrada, de resignación dinámica, emanaba de todos los brazos alargados. Era como si, más que hacerse presentes, los fieles quisieran perderse en el contacto con la imagen; como si, más que ganar algo gracias a la devoción, deseasen renunciar. Su fe no parecía una manera de afirmarse en la vida, sino de desprenderse de ella, evaporarse en el anonimato, sustituir el presente por una encarnación futura o pasada.
Llevado por los brazos de los fieles indígenas, el Cristo negro coronaba a todos no sólo como una esperanza. Un secreto deseo de volar hacia atrás, de recuperar lo perdido, asomaba con sigilo en los rostros. También podía sentirse un desafío: la muchedumbre de los pobres era la portadora de la imagen; los criollos y mestizos acomodados permanecían en las aceras, en los balcones, observando, condescendientes. Ellos sí iban a recibir, a sentirse mejores, a tranquilizarse con la fe del pueblo y la muerte de Cristo. Y esto, misteriosamente, exaltaba la seguridad de los que portaban al Nazareno. La fiesta era de ellos: sólo en estas ocasiones eran ellos los protagonistas, unidos a la imagen venerada, centro de la ceremonia. Silenciosos, clamaban en triunfo.
Jaime veía y sentía algo distinto. El intenso colorido de la fiesta le nublaba el pensamiento. Pero a través de las luces y el conglomerado y la tensión callada, lograba distinguir una liga suya con la imagen de la cruz: desaparecían la muchedumbre popular y los espectadores, y el Cristo lo miraba a él. El flujo caluroso se establecía, singularmente, entre Jesucristo y Jaime Ceballos. Entonces resonaba, detrás del ruido opaco de la fiesta, la voz del tío; y en sus sentencias, tantas veces repetidas, desaparecía la vinculación de la persona con la persona: cada palabra de Balcárcel indicaba que la moral era idéntica para todos, que la regla de conducta cristiana se imponía por igual a todos, hombres y mujeres, niños y grandes, ricos y pobres, sin detenerse a averiguar quién era quién, aislado. Y Jaime, envuelto por la multitud, apretado contra los muros rosados de la iglesia, quería recuperar la mirada que era sólo para él, capaz de aislarlo y entenderlo a él sólo.
Un capuchón morado cayó sobre la imagen del Cristo negro. Entre el Viernes de Dolores y el Viernes el muchacho acudió todos los días al templo, en espera de que el velo fuese retirado. El instinto le decía que la figura escondía un secreto reservado para él. Las visitas y las oraciones eran su manera de arrancar ese secreto.
* * *
Sabría más tarde que allí, frente a ese Dios victimado, sintió por primera vez que era otro y nuevo. Había crecido, rubio, obediente, indiferenciado, en el seno cálido de una familia unida por el recuerdo de los antepasados y distanciada por los rencores que el apego a las apariencias silenciaba. Nunca escuchó una recriminación, ni pudo sospecharla. Los horarios eran exactos, el cariño pronto, la comodidad natural, el respeto a la memoria de la parentalia constante. ¡Cuántas veces, durante las comidas familiares, se invocó la prudencia de doña Guillermina, la energía y bondad paternales de Pepe Ceballos! Tomar lugares alrededor de la mesa, bajo el leve bamboleo de la lámpara redonda, era desmenuzar la memoria de hechos pasados. El niño esperaba, cuando los vasos tintineaban y los platos eran pasados sin un rumor sobre el mantel de terciopelo verde, ese minucioso relato de lo vivido por los seres paralizados del álbum fotográfico de «mamá» Asunción. Cierto regocijo en ésta, un humilde y plano relatar en Rodolfo, una lección provechosa en las conclusiones del tío Balcárcel. Las anécdotas de un primer baile sucedían al relato de un paseo campestre, el recuerdo de una muerte antigua a la añoranza de un juguete infantil. Cuando Balcárcel decía que todo tiempo pasado había sido mejor, Rodolfo, Asunción, y por costumbre obediente, Jaime, adoptaban una actitud de respeto. Era el signo de que el tío solicitaba atención: —Hoy la moral no es lo que fue. Nuestra obligación, decididamente, consiste en mantener las buenas costumbres y el respeto a la familia en medio de una sociedad en crisis.
Siempre, después de la sentencia, la comida terminaba. Asunción tocaba la campanilla de plata y la criada pasaba a recoger el servicio. Rodolfo se excusaba y salía con paso lento del comedor. Todos se acogían, en la tarde, a una breve siesta, y en la noche a un temprano retiro. Las voces se perdían por los pasillos, las puertas se cerraban, las cortinas se corrían.
¡Qué silencio el de esas horas de reposo! La ciudad colonial lo acompañaba con campanas perdidas y rumores lejanos de ganado paciente. En el silencio de la siesta y la noche, el niño sentía que todos, separados por las recámaras, continuaban unidos por el hilo persistente de la vigilancia y el pasado. Nunca despertó al terror de la oscuridad. Nunca se sintió separado de la familia envolvente. Nunca se pensó distinto, no sólo de los vivos, sino de los muertos convocados a toda hora en la conversación. Muertos de todos los días, presentes en cada comida.
Y, sin embargo, hoy regresaba con su padre de la procesión de Viernes Santo y se experimentaba distinto y separado, sin saberlo o poder expresarlo. Durante la frugal cena de esa noche —noche de lutos subrayados por la ropa de los tíos y el padre— vio por primera vez el sonrojo de su padre cuando Balcárcel entonó la acostumbrada oración sobre la familia y las buenas costumbres. En realidad, no atendía a la conversación. Sólo pensaba en la imagen del Cristo: levantaba los ojos a la lámpara del comedor e imaginaba en su centro el cuerpo sangriento, los ojos de metal ciego, el greñero de espinas. Y durante la noche soñó, por primera vez, con una muerte de terror, ajena al dócil calendario luctuoso de la familia. Soñó, cobijado hasta las orejas, con los muertos de la familia. Sí: Higinio Ceballos con la boca abierta y las manos sobre el pecho. Sí: Margarita Machado con una cofia de encajes. Sí: Pepe Ceballos como un muñeco de cera. Sí: la abuela Guillermina con un pañuelo amarrado a la quijada. Les sonrió en el sueño: eran como él, o parte de él. Eran amables y lo confortaban. Pero entonces, del receso más hondo de su visión surgió esa figura ajena que rasgaba la tranquilidad. Era un muerto con dolor y sangre. Un muerto espantoso que entre las manos claveteadas portaba una ofrenda misteriosa, indefinible en el sueño. La figura se agrandaba entre rugidos; aplastaba a los muertos conocidos. Los abuelos, los tíos, todos yacían, al fin, rotos y con sonrisas cómicas, al pie de la figura muerta que se disolvía en una tempestad de luces. Jaime despertó gritando. Se llevó las manos a la boca. Pero la tía ya entraba envuelta en un chal, con los pies descalzos, a calmarlo y persignarlo.
Los cohetes del Sábado de Gloria se fundieron en su cerebro dormido con el recuerdo de lo soñado. Irían todos a las ceremonias religiosas. Caerían los velos morados de las imágenes. La virgen volvería a sonreír, los santos a lucir sus paños dorados. Aspiraría el dulce espesor de las naves rociadas de Incienso.
Irían todos. Pensó con alegría, al bañarse, en el espectáculo prometido por la jornada. Se pasó el estropajo por los hombros y mientras los fregaba los fue sintiendo cada vez más duros y cuadrados, como si los huesos ya no formaran parte del cuerpo acostumbrado. La tina estaba llena hasta los bordes del agua tibia y ferrosa. Estiró las piernas: antes no podía tocar la llave con el pie. Con el movimiento de las piernas, el agua le chapaloteó entre las axilas y sintió placer. Pero lo olvidó; continuó enjabonándose y pensando en el día de la celebración. Ya los cohetes tronaban y los muchachos corrían con toritos y mojigangas en alto. Ya tañían a gloria todas las torres de Guanajuato. Ya asomaban la nariz roja y el bigote de carbón los Judas. Ya caminaban todos por el atrio. Su padre, su tía, él. Ya se unían a ellos todos los hombres y mujeres que venían a festejar la Resurrección. Ya se hincaban frente a los confesionarios. Ya recibían las hostias. Ya levantaba el coro su aleluya pascual. Ya salían todos del templo a mezclarse con la celebración al aire libre. Ya salían a paso lento y apretado. Ya sentía los cuerpos muy cerca del suyo, con sus tactos y olores propios muy cerca de los suyos. El jabón resbaló y Jaime, al buscarlo, encontró una rodilla dura y pasó la mano por esa pierna nueva, como de otro, larga y áspera. Salió de la tina. Envuelto en la toalla, trató de encontrar la diferencia en el rostro.
Hay fe en la ciudad de noble piedra y cerco campirano. Han bajado los labriegos de las lomas curtidas. Han caminado desde San Miguel grupos de Concheros con pies de cascabel y muñecas sonajeras. Se han asomado los viejos a la reja del balcón y los niños corren entre la masa compacta de rebozos azules y sombreros de petate. Hay un puesto, de agua, de fruta, de flor, en cada esquina de Guanajuato. Desde el lejano churriguera de la Valenciana vuela la pólvora. La ciudad huele a esa chamusquina, pero también a guano, a adoquín mojado, a membrillo. Muchos olores ascienden de la tierra, otros de los puestos, algunos de las alacenas colmadas en que abunda la villa de modernidad marginal. Detrás de las rejillas de los armarios blancos se guardan los quesos frescos y el arroz con leche, la cajeta quemada y el racimo de guindas, el rompope descorchado, el vinillo de fruta, el guayabate y el mazapán. La suma de estos sabores particulares se siente en el aire, aun durante el Sábado de Gloría. Es una ciudad de postres y cordiales, más interesada, en la comida como en la existencia, en el adorno asombroso de un turrón o de un altar, que en la eficacia de una licuadora. Descienden todos, rodeados de esos sabores, de este ánimo, a las plazas más amplias, a los atrios del gran día cristiano.
Más grande, acaso, que la noche belemita. Porque en este día todo cobra el sentido anunciado por la Navidad. El Salvador había muerto por todos. Y al resucitar de la muerte común, a todos ofrecía salvar del dolor y de la soledad. A todos dijo que vivir para los hermanos —como él aceptó morir— era asegurar la vida eterna de la solidaridad. En verdad, quien supiera amar a sus hermanos viviría siempre en ellos, y en sus hijos, y en los hijos de los hijos. Porque esto había sido dicho, hoy caminaba Asunción Balcárcel cuesta abajo, hacia el Templo de la Compañía. Tomaba hoy, como siempre, a Jaime de la mano. No lo había visto crecer. Porque era este gran día, el comerciante Rodolfo Ceballos caminaba detrás de su hermana y de su hijo, con el andar pesado de siempre, con las manos cruzadas sobre el pecho y el traje negro de la víspera.
Por eso cantaba el coro de niños el Aleluya de Hándel cuando ocuparon el sitio reservado a las familias decentes en la Compañía. Por eso eran la misa cantada, la voz laudante, la bendición del cirio pascual y, por fin, la exclamación jubilosa del Exsultet. Jaime permanecía hincado. La ropa le apretaba: era el traje azul de las grandes ocasiones, y ahora, al hincarse, las costuras del pantalón habían tronado. La tía leía el misal y Rodolfo estaba con la boca entreabierta y la mirada perdida en el follaje barroco del altar. El muchacho sólo tenía ojos para el cirio. Se asombraba pensando que, cada año, había asistido a las ceremonias del Sábado Santo sin fijarse nunca en la vela que ocupaba el centro del escenario. No obstante, el objeto de la ceremonia era encender ese regocijo simbólico: el joven lo supo, con alegría, y no apartó más la mirada del cirio. Vio cómo se desprendían las barbas de cera, cómo comenzaba a achatarse, con segura lentitud, el alto mástil blanco. La alegría de la luz consumía al cirio erecto; se sacrificaba alumbrando. La voz de Asunción repetía al lado de Jaime: «… y en la resurrección de la carne, amén». Se levantaron. Se persignaron antes de dar la espalda al Santísimo. Caminaron lentamente, apretujados: las naves estaban llenas de fieles, y Asunción acercó su cuerpo al de Jaime. La salida era lenta; las campanillas de los acólitos repicaban. Era imposible avanzar. Jaime sintió que le faltaba aire. Y el cuerpo de la tía se pegaba cada vez más al suyo, con la insistencia de un secante, hasta que el muchacho distinguió en su carne el modelo de la figura cercana que, detrás de él, lo abrazaba sin brazos. El cuerpo plano de Asunción, los senos, el estómago blando, se reproducían con escalofríos en la sensación del sobrino. Volteó el rostro; Asunción bajó el suyo. Ahora se abría el atrio ruidoso, el grito de vendedores y zorzales, el olor manso de la ciudad provinciana. La danza terciada de las chirimías y los penachos indígenas circulaba por la plazuela.
Esa tarde, Asunción dijo que quería música. Terminaban los cuarenta días en que el silencio de la ciudad se acentuaba más allá de su naturaleza. Balcárcel había salido a México a atender asuntos detenidos por las vacaciones de Semana Santa. La tía recordó que don Pepe Ceballos llevaba una orquesta de cámara a la casa los Domingos de Pascua y que los niños improvisaban bailes deliciosos después de la comida. Rodolfo y Jaime la acompañaron a la recámara de terciopelos rojos, donde se encontraba el pequeño piano de marquetería poblana que le regalaron a Asunción el día de sus quince años. La tía tocaba, con indecisiones ocasionales, Für Elise. Rodolfo se sentó en la silla de mimbre. Su cabeza, colgante y ensimismada, parecía un alfiler ensartado al cuerpo gordo y pasivo. El resto del día se filtraba por la ventana. Jaime se colocó junto a ella. El atardecer recortaba el perfil esbelto e incendiaba el pelo del joven.
—Era la pieza favorita de mamá —dijo Asunción, al repetir la cadencia inicial de la obra. Rodolfo asintió desde la silla.
—Este piano me lo regaló papá, ¿te acuerdas?
—Sí… cuando tus quince.
—Había uno de cola, ¿verdad? ¿Qué se hizo? Estaba en la sala. Fíjate que se me había olvidado.
Rodolfo se sonaba con un corto resuello.
—Si… Ella lo vendió —dijo.
—Si no regresamos de Inglaterra, ella hubiera liquidado la casa. De milagro quedó algo.
—Es que… ella no sabía tocar, y como por entonces la victrola era la gran novedad…
Asunción separó los dedos de las teclas frías e indicó con la cabeza que Jaime estaba presente. La conversación entró con lentitud a la cabeza del muchacho. Lánguido como el sol, se colgaba con un brazo de la cortina. Ella, ella… Conservó la palabra sin pensarla. Pensaba, con extrañeza, que ese día recibía impresiones sin comprenderlas. Pensó que las escondía para pensarlas otro día… «Otro día entenderé todo», se dijo el joven, y soltó la cortina y recordó fugazmente la conversación pasada, el cuerpo de la tía pegado al suyo, la ceremonia de la luz y el sacrificio.
Salió con paso lento de la recámara.
—Es que ella no era como nosotros —dijo, en voz más alta, Asunción, y empezó a tocar el Impromptu de Chopin. No dominaba bien la rapidez del pentagrama, y debió leerlo e iniciar de nuevo la ejecución. Jaime se alejó por el corredor.
—¿Quieres escandalizarlo? —dijo Asunción, mientras angostaba los párpados para leer mejor las notas. —Recuerda lo que dice el Evangelio.
—Pero es que es su madre.
—No es, Rodolfo. —Asunción sonrió con agrura.
Su hermano ya asumía, como siempre, el papel de la víctima. —Ese niño no tiene madre, y no voy a permitir que lo corrompas.
—Algún día la habrá de conocer.
—No. Sí insistes, le diré a Jorge que hable contigo.
—¿Por qué? —Rodolfo no quería referirse a la amenaza. Quería decir algo más general. Quizá su hermana lo comprendió. Él no pudo continuar.
—Ahora Adelina vive en Irapuato muy quitada de la pena. Frecuenta pura gente de lo más bajo, igualito a ella. Nunca debió salir de allí. ¡Las gentes que se salen de su lugar son…!
—No; no digas nada, por favor. Puede que sea cierto. Pero trata de entenderme. Yo… yo siento mucho remordimiento. Sí. Si por lo menos una vez le hubiera llevado al niño… o si le hubiéramos pasado algo.
—¿Ya no te acuerdas que ella misma se negó? Por nosotros no quedó. ¿Te acuerdas? Al fin tu suegro tenía dinero.
—Don Chepepón ya se murió. Ella ha de pasarlo mal.
—Inocente. Si lo pasa de lo más bien.
—No sé… no te entiendo. Todos la trataron como si fuera mala. No era mala…
Había caído la noche. La recámara se oscureció. Rodolfo recordó, entonces, que Asunción sabía muy bien que Adelina había vendido el piano; ¡cómo iba a pasársele una cosa de ésas a ella, que lo vigilaba todo, que llevaba cuenta de todo! Asunción cerró el pentagrama del Impromptu y volvió a tocar Für Elise, que conocía de memoria.
—No vayas a comentar nada de esto a la hora de la comida, Fito. Ya sabes que mi marido llega cansado. No le gusta que se hable del tema. Tú y yo, nada más porque somos hermanos.
El gato gris de la tía se acercó a los pies de su dueña y allí comenzó a ronronear, hinchado de placer.
* * *
Ese día es Domingo de Pascua. Jaime, de regreso de la misa, sale al portón de la casa con una naranja en la mano y se sienta sobre la solera. Extiende los pies hacia las baldosas calientes. Chupa el jugo tibio de la fruta y ve pasar las personas y los oficios. Beatas que gastarán el día bajo la sombra eclesiástica de San Roque. Criadas que envuelven en el rebozo escarlata las lechugas, los apios, los manojos de berro y epazote. Niños descalzos que abren sus ojos de aguacate maduro y recorren la calle tamborileando los barrotes de las ventanas con un palo. Señoritas de pelo lacio y senos nacientes que la transitan tomadas de la mano, cuchicheando, riendo, sonrojadas. Limosneros —casi todos viejos, algún ciego o baldado adolescente— de barba espinosa y sombrero de petate, que muestran el ojo opaco, la llaga encarnada, la mutilación nerviosa, los pies atarsados, la lengua paralítica: algunos se arrastran, otros viajan en tablas con ruedecillas, éste camina erguido, da la cara al cielo y contrapuntea con su sordo bastón la algarabía de los chicos que arrancan la música metálica a las rejas. El desfile se encajona primero, se abre después sobre la plazuela y el atrio: se detiene allí un instante, se mueve en la anchura del escenario del día, y vuelve a perderse por la calleja angosta de los Cantaritos. No es una región de densidad indígena. Los rostros mestizos, de cuero asoleado y profundos surcos faciales, se alumbran con ojos verdosos, grisáceos, incrustados en la carne de olivo. Las cabezas son negras y lustrosas, o azulada, mente blancas como un volcán madrugador. Una india de nalgas levantadas bajo la gruesa falda, abre sus dientes de mazorca e instala el toldo sobre tres palos curtidos. Extiende, frente a la plazoleta y sobre los adoquines, coronas de pina y emblemas de sandía, membrillos perfumados, granadas abiertas, mameyes, pequeños limones, hostias de jicama, torres de naranja verde, horario de limas, artillería de zapote prieto, el estandarte de moras y tunas. El aislado vendedor de fresas canta en rojo su mercancía. Largos cirios cuelgan su virilidad reposada desde los palos toscos del mismo vendedor de estampas y corazones de plata y veladoras rosa. Calle de flores, también, que pasan jorobando a los cargadores: margarita y jazmín, rosas reventonas y dalias azules, azucenas y amapolas dormidas, alcatraces solemnes y claveles juguetones, que dejan la estela de su jugo efímero a lo largo del camino. El muchacho quiere tocar y apresar los colores; sonríe cuando el gato de la casa sale rodando como una bola de estambre. El joven y el animal se acarician suavemente, antes de que los ojos amarillos del gatito se abran como si el sol no existiese y vuelva a esconderse en las sombras de la casa. El afilador detiene su taller ambulante y hace brillar bajo la forja solar los cuchillos y tijeras y navajas. Una muía de lomos esponjados carga la caña de azúcar que su amo ofrece a las puertas cortada en pequeños barrotes de verde, blanco y amarillo. Al frente de los caballos pintos trota un charro empinado menos que los altares. A un lado de la nave central se levanta la cruz nudosa que sacrifica al Cristo retorcido y negro de las procesiones. Se detiene un momento antes de penetrar esta arca sellada al mundo. No lo detiene, frente a la figura de Jaca brillante, el miedo, sino el amor inexplicable, el mismo que le estremece al recordar el mundo vivo de la mañana o el cirio consumido del Sábado de Gloria. El rostro de lodo, surcado por arroyos de sangre, del Cristo negro, está allí. Los ojos brillan debajo de las cejas de dolor pintado. El cuerpo macerado no se mueve, aunque los brazos estén siempre vivos, comulgando la tortura con la bienvenida. El faldón rojo, bordado de pedrería, se mantiene tieso entre el vientre y los muslos, y después descienden los ríos lacerados de las piernas hasta confluir en el clavo único que atraviesa los pies. Está seguro de que el cuerpo salvador no se moverá, no se escapará a su mano como las cosas del mundo: Jaime se hinca y no sabe qué hacer. El silencio del templo es mayor que el ruido de las velas chisporroteantes que alargan sus barbas de cera a ambos lados del Cristo. Una comezón que nunca había sentido le asciende desde la parte más tibia de la ingle y le desciende desde la gravedad ansiosa del plexo. Abraza los pies crucificados.
Diría que el silencio se ha sobrepuesto al silencio. Regresa el luto estable de la iglesia: la misma quietud se escucha. Los curas almorzarían. La ciudad caería en la siesta. Algo —los latidos de las velas encendidas— marca el curso de los minutos. Cuando la nueva y primera alegría ha pasado, Jaime levanta los ojos hacia la figura y no sabe si el cuerpo del Cristo es el suyo, y si el de Jaime Ceballos se extiende sobre la cruz. El muchacho voltea la nuca y se asegura del silencio y lejanía del altar. Entonces se acerca a los pies de la imagen otra vez, y le levanta el faldón. La reproducción natural termina en las rodillas cubiertas. El resto es una cruz de palo que sostiene el torso herido y los brazos abiertos.
* * *
—Ni un grito, chamaco, o me lo tuerzo…
Había regresado del templo silencioso, por las calles abandonadas, a la casa envuelta en siestas. Era la tarde del Domingo de Pascua. La comida, al romperse la vigilia, había sido abundante. El vientre de Guanajuato se sentía pesado; los ojos de las cúpulas también dormían. Jaime caminó agradeciendo el silencio de la ciudad. ¿Dónde estarían en ese instante los vendedores ambulantes, el charro, las muchachas? Porque después de visitar la imagen de Cristo, deseaba encontrar de nuevo a los compañeros de la mañana. Quizá —pensó— ahora se fijarían en él. Lo mirarían las muchachas. Le pediría el charro que lo ayudase a meter en la caballada al matalón. Le ofrecería la vendedora una rebanada de jicama. Porque era otro («Debo ser otro distinto. Me ha de haber cambiado la cara. Ya no he de mirar igual. A ver cómo me miran en la cena los de la casa. ¿A poco ya soy hombre? Pero todos los de la escuela son de mi edad y se ven igual que antes. Puede que no se note nada») y observaba con miedo su reflejo en las ventanas. («Todos están durmiendo la siesta. Debo ser el único despierto en Guanajuato»): la villa colonial que en la soledad parecía una enorme moneda de oro.
No quiso subir a la planta alta. («Ahora no quiero dormir la siesta. Pero tengo sueño. Es que no quiero verlos. Nada más. No se me antoja. Mejor voy a ver qué encuentro en el baúl») y empujó la puerta rechinante de la caballeriza. Entonces sintió la mano sobre la boca y la rodilla encajada en la espalda y el olor a transpiración.
—Ni un grito, chamaco…
Todo era ese extraño sudor que lo abrazaba.
No olía a suciedad, no olía a trabajo. Era el sudor de otro esfuerzo. Los aires de la mañana —fruta, vela, caballo, flor, cuero, pelo lavado— se aislaban en el recuerdo de Jaime de este nuevo olor de un hombre que le tapaba la boca y le encajaba la rodilla. La rodilla que ahora lo iba empujando hacia el extremo de la caballeriza, entre los maniquíes y los baúles y detrás de la carroza negra.
Le soltó al tiempo que apretaba con el puño un fierro negro. —Ya sabes…— dijo en voz muy baja. La agitación no permitía a Jaime, arrinconado, darse cuenta del hombre que lo amenazaba. Una presencia borrosa, pero llena de fuerza, se esfumaba detrás del puño extendido y el barrote de fierro. Por fin pudo pensar: ladrón. Y mejor: criminal escapado. Entonces lo vio, primero alto, luego fornido, en seguida con el pelo negro que le caía en mechones sobre la frente, y pudo llegar a los ojos y no vio allí ninguna de aquellas palabras.
Se miraron.
Jaime jadeaba y se frotaba la nariz con el brazo. El hombre fuerte no se movía: sólo los ojos le corrían de un extremo al otro de las cuencas, no con alarma, sino con seguridad dominante. Una verruga en el labio parecía moverse sola. Tenía los zapatos, cuadrados, boludos, llenos de polvo y rasgaduras. En la camisa azul se veían las huellas secas de la intensa transpiración. Había doblado varias veces la valenciana del pantalón café. Si el torso era robusto, las piernas flacas lo sostenían como dos cables eléctricos.
—Óyeme. Tengo hambre y mucha sed. Vas a ir allá dentro y me traes algo. ¿Entiendes? No se te vaya a ocurrir decirle a nadie que estoy aquí… Quítate esa cara de espanto. No soy un ratero. ¿Sabes lo que les pasa a los rajones? Córrele.
El tono del hombre, a veces sereno, a veces amenazante, atraía y alejaba al muchacho.
—Haz lo que te digo.
Jaime inmóvil en el rincón.
—Me caigo del sueño y del hambre, chamaco.
Jaime se acercó al hombre, le tendió la mano y corrió hacia la cocina.
El hombre sonreía cuando Jaime regresó con la servilleta cargada y la tendió sobre el baúl. Rebanadas de jamón y queso, un cuadro de dulce de membrillo, alas de pollo.
—Aquí está la jarra, señor.
—Llámame Ezequiel.
—Sí, señor Ezequiel.
El hombre dejó de morder el ala y estalló en una carcajada.
—Ezequiel no más. ¿Qué edad tienes?
—Trece… voy para catorce.
—¿Trabajas?
—No. Soy de la casa. Voy a la escuela.
Ambos se habían sentado sobre el baúl de los viejos recuerdos, donde dormían los velos de la abuela Guillermina y los periódicos del siglo pasado. Ezequiel mascaba con furia, embadurnando de grasa sus bigotes lacios y disparejos. Continuamente golpeaba la rodilla de Jaime. Le era difícil contener su alegría, tan robusta como el torso oscuro y la mirada siempre activa: los ojos negros corrían todo el tiempo de la puerta al muchacho, al ojo de buey, a la carroza varada. («Algo se gana en esta lucha, y es aprender a distinguir luego luego entre el soplón y el amigo. ¿Qué se trae este chamaco? Puro niño bonito, me dije cuando lo vi. Criado de casa elegante, pensé cuando me trajo la comida. Pero me ayudó. Nada. Un chamaco muy solo, no más»).
—¿Te llamas?
—Jaime.
—Está bueno, pues, Jaime. Te convido membrillate. Ándale, no seas tan penoso. ¡Caray!, a ti hay que sacarte las cosas con tirabuzón.
—Gracias, señor… Ezequiel.
—¿No partimos el turrón?
—Ezequiel.
—A ver, ¿qué se te ocurrió cuando me viste? Éste ha de ser ratero, ¿a poco no? Lo andan persiguiendo por algún delito.
—Sí.
—¿Tienes muchos amigos?
—No. Este…
—¡No te digo! A ver, sírvete agua. No sabes lo que es probar agua fresca después de tres días de andar por esa tierra será, a pata o escondido en furgones. ¿Nunca oíste hablar de Ezequiel Zuno?
—No. Pero eres tú.
—Seguro. Soy yo. («Puede que no entienda, puede que sí. Debía callarme la boca. Pero son muchos días sin hablar con nadie. A veces hasta veía visiones. No hay nada peor que el desierto alto. Como que está más cerca del sol. Y además duele, porque no es un desierto de a de veras; es una tierra seca que se quedó sin agua por puro descuido. Cuando salté del furgón todavía era seca la tierra.»)… No sabes qué bonito sentí cuando entré de noche a Guanajuato y pasé por la presa. —¿Qué?
—Nada. Tengo sueño. No sé bien lo que digo. Me voy a acostar. ¿No entra nadie por aquí?
—No. Pero si quieres me quedo.
—¿No te buscarán?
—El tío… mi tío, el señor Balcárcel… está en México. No me buscan hasta la hora de la merienda.
—Está bueno… oye, luego te cuento una historia… pero ahora… («… no ha de saber qué es que lo apaleen a uno… no ha de saber las palabras que le dicen a uno… no ha de saber lo que es aguantarse, con el miedo de ceder por miedo… no ha de saber cómo aguantarse parece luego lo más fácil, y abrir el pico lo difícil… no ha…»).
Ezequiel se durmió con las piernas abiertas y la cabeza reclinada sobre el baúl. Soñó con filas de hombres. Era el sueño recurrente, pero nunca lo recordaba después. Allí estaba Jaime, sentado sobre el suelo, con la cara entre las manos, cuando despertó. El muchacho observaba una caja de mariposas fijadas al cartón con alfileres: la manía adolescente, ahora olvidada, de doña Asunción.
(«… como un perrito fiel. Mi chamaco de la guarda»).
—¿Ya descansaste, Ezequiel?
—Ya, mano. Gracias por quedarte aquí.
La luz menguante de la claraboya acarició los párpados aceitosos de Ezequiel Zuno.
—¿Qué horas son?
—Como las seis.
—Pásame la jarra, quieres… ¡Ah! («¿Qué cosa soñé? Lo mismo, pero ya no me acuerdo»).
Zuno se fregó los párpados y estiró los brazos.
—¿Cuánto llevabas sin dormir?
—No. Me echaba mis siestas de perro en el furgón. Pero eso no es dormir, con el olor a res y el calor que hace.
—¿Por qué, Ezequiel?
—¿Por qué andaba escondido? Pues de repente por tarugo. Seguro, todos te dicen: «Quién te manda». Ganas para irla pasando, tienes tu mujer y tus chamacos, que sólo Dios sabe cómo la estarán pasando ahorita… seguro. Pero no eres tú solo. Ése es el problema. Que no está uno solo. Y luego, cuando te le enfrentas al cacique y le exiges que los demás hombres que trabajan contigo en la mina puedan asociarse, y hasta logras unir a los hombres y sacarlos de las ratoneras en una manifestación, pues ya como que no eres tú, sino los demás. Te importa madre la familia y tu pequeño puesto al aire libre, fuera de la mina, y decides jugártela toda. Eso es lo que pasó.
Cuando desapareció la luz del ojo de buey, sólo brillaron las chapas de cobre del cinturón de Zuno. Jaime creyó que la voz gutural salía del estómago, que Ezequiel apretaba un botón de cobre y hablaba.
—Bueno, para qué te cuento. Hay todos esos problemas de la silicosis, y los que se mueren o se enferman a los treinta años y ya sólo sirven de hombres ratas, para explorar las vetas agotadas y vender al precio que gusten pagarles. Entonces, figúrate cuando, los organizas a todos y los sacas de noche, con el foco del casco prendido, frente al edificio de la administración. Eso nunca había pasado por allá. Teníamos fama de mansitos. Pero yo les hablé, a cada uno y a todos juntos, para que nos uniéramos para exigir lo nuestro. Los gringos ni se asomaron. Nomás me echaron encima al cacique. Nomás me encerraron y me dieron de palos para que les dijera a los muchachos que regresaran al trabajo. Pero yo ya sabía cómo terminan esas cosas. Aunque hubiera dado órdenes contra la huelga, esos amigos me sacan de noche a correr por el camino y ¡tengan su ley fuga! Por eso me escapé ahorita, chamaco, para poder regresar después vivito y coleando. Para buscar a otras gentes como las nuestras, para que todos juntos…
—¡Jaime!
La voz de doña Asunción bajó por las escaleras de piedra. El muchacho, sentado a los pies de Ezequiel Zuno, se incorporó como un relámpago.
—¿Qué vas a hacer, Ezequiel?
—Tengo que llegar a Guadalajara. Ahí tengo amigos. Pero ahora vete y tráeme mañana más cosas de comer.
—¿Cuándo sales?
—Mañana en la noche. Déjame descansar aquí un día, y luego sigo.
El muchacho tomó las manos del minero:
—Déjame ayudarte.
—Ya me ayudaste, chamaco.
—¡Jaime! ¡Jaime!
—Ahora vete para que no sospechen…
—Te veo mañana antes de irme a la escuela ¿verdad?
—Seguro. Gracias. Córrele.
Ezequiel Zuno volvió a estirar las piernas. Cruzó los brazos detrás del cráneo y respiró la vejez acumulada de la caballeriza. («¡Ah, qué mí chamaco! Si hace apenas unas horas también creía que estaba sólito en este mundo»).
Porque Jaime asciende la señorial escalera con un paso nuevo, sereno y, a un tiempo, inquieto. Las cosas del mundo se fijan, no escapan más a su mano. Ve al Cristo cercano, fijado por los clavos. Ve a Ezequiel Zuno, más cerca todavía, y no mudo como la imagen crucificada. Ve el cirio pascual que se enciende para consumirse. Ve su propio cuerpo de adolescente, de medio-hombre, donde todos los rostros e imágenes. —Cristo, Ezequiel, la vela— se anudan y explican la carne del hombre. Toca, al ascender lentamente, el rostro, los hombros, los muslos de Jaime Ceballos: el cuerpo del asombro. En el descanso, los colores barnizados de la Crucifixión se abren en abanico. Y en lo alto de la escalera, la figura de paños negros le espera con impaciencia.
—¡Ve nada más qué facha! ¿Dónde has andado, que parece te revolcaste en el polvo? ¡Jesús me ampare! Tu tío va a llegar. Cámbiate de ropa en seguida. Cenamos a las ocho. Anda, no te me retrases.
* * *
(«Este niño tiene alguna inquietud. Despistará a los demás, pero no a mí»). El licenciado Jorge Balcárcel terminó el desayuno y se limpió los labios con la servilleta. Su sobrino no atendía la conversación. Se ruborizaba cuando le dirigían la palabra.
—Estás decididamente distraído. ¿No tienes que ir a la escuela hoy? ¡Ah!, las vacaciones sólo sirven para ablandar la voluntad. Aprisa, aprisa, joven. («Le ha cambiado la cara. Se le empieza a hacer de hombre. ¡Ah! Una espinilla en la frente. Otro más, que será como todos. Indisciplinado, mujeriego, levantisco con los mayores… ¡ah!, éste va a saber lo que es disciplina; querrá fumar, beber… querrá coger… se va a topar conmigo… barros, vellos; el asco. Querrá desobedecerme. ¡Ah!, ya veremos,»). ¡Rápido, jovencito! No estoy bromeando.
Con torpeza, Jaime se levantó y tiró la silla; se excusó; bebió de pie, ante el ceño fruncido del tío, el vaso de café con leche; tomó la mochila y entró a la cocina.
—¡Apúrate, qué diantre! ¿Qué tienes que hacer en la cocina?
—Un vaso de agua…
—¿Qué no hay agua en la mesa? («Creerá que esa mochila abultada me despista. Se estará dedicando a alimentar a los pobres de la parroquia. ¿A qué horas le crecieron esas manotas?»).
—Perdón. No me fijé.
—No me fijé. No me fijé. A ver si por no fijarte te caes a un barranco. Vamos, que el deber espera. Y cuidado con el tonito de las contestaciones.
—Dije perdón.
—¡A la escuela, he dicho! Insolente. No hay domingo esta semana. Faltaba más.
Jaime cruzó el salón y descendió. En la puerta de la caballeriza, tocó con los nudillos. No hubo respuesta. Abrió con la respiración cortada. Corrió, nervioso, entre los trastes viejos.
—Eres tú, chamaco.
—¡Ezequiel! Creí que te habías ido. ¿Cómo te sientes?
—Mejor. Me voy a la noche. ¿Me trajiste algo?
—Toma. Por poco me pescan. Es lo mismo de ayer, porque no notan que esto desaparezca.
—¿No se huelen nada tus gentes?
—¡Qué va! Me los tengo dormidos.
—¿Regresas al mediodía?
—Sí; te busco.
—No. Pueden sospechar. Mejor nos despedimos ahora.
—¡No!… Digo, déjame volver.
Ezequiel le mesó el pelo.
—Qué escuincle eres… Si de veras quieres ayudarme, no vengas. Me iré en cuanto caiga la noche.
La fortaleza de un hombre. La voluntad verdadera de un hombre, no esa cosa que predicaba el tío. Eso, que se entiende sin palabras, entendió Jaime al fijar la mirada en la de Ezequiel. No lo quería olvidar, nunca; nunca quería olvidar su historia.
—Un abrazo, chamaco, y gracias por entender y ayudarme.
Nunca lo habían tomado brazos más fuertes. Nunca había olido esa carne escueta: la carne necesaria para cumplir una tarea, ni un gramo más.
—Ezequiel. ¿Cuándo te vuelvo a ver?
—De repente, el día menos pensado.
—¿Vas a ganar?
—Como que el sol sale toditos los días.
—¿Me dejarás ayudarte entonces… digo, cuando hayan ganado y yo sea grande?
La gruesa risa de Zuno acompañó la palmada que le dio al joven en la espalda.
—Seguro, chamaco. Pero ya eres todo un hombrecito. Lo demostraste. Ahora muévete, no vayan a sospechar.
Jaime llegó a la puerta y dijo:
—Soy tu amigo. No olvides.
Y Ezequiel contestó con un dedo sobre el labio:
—Shhh…
Y el tío Balcárcel, al salir el muchacho de la caballeriza, se escondió en el patio y se tronó los dedos.
* * *
—¡Miren, muchachos!
—¡Un preso!
—¡Y con escolta del ejército!
—Ha de ser asaltante o algo así.
Los jóvenes de la secundaria salieron al zaguán. Tocaba la campana que daba por terminado el recreo, y el encargado del orden gritaba:
—¡En fila! ¡En fila!
Cuatro soldados conducían al hombre con las muñecas prisioneras.
—Miren qué cara de maldito.
Jaime, de puntillas, logró ver el paso del reo; y con el grito ahogado y los brazos y piernas en remolino, se abrió paso entre sus compañeros y corrió calle abajo, entre las sombras y el sol de los muros que arrojaban luces desiguales sobre los cinco hombres que marchaban en silencio.
—¡Ezequiel!
No fue un grito de angustia; fue un grito de culpa. Un grito con el que el muchacho se acusaba a sí mismo. Zuno caminaba con la mirada fija en el empedrado. El sudor había renacido en su frente y en su espalda. Los zapatones de minero pisaban fuerte. Las bayonetas caladas arrojaban rayos de sombra sobre su rostro.
—¡Ezequiel! ¡No fui yo! ¡Te lo juro! ¡No fui yo!
Ahora Jaime corría hacia atrás, dando la cara al piquete. Descendió abruptamente la calleja. Perdió pie y los hombres pasaron a su lado:
—¡No fui yo! ¡Soy tu amigo!
Las botas se perdieron en la mañana. Algunos curiosos rodearon al joven caído, sin ánimo de levantar los brazos de la tierra.
—No fui yo.