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Lunes, 13 de agosto de 2007

—¿Jugas a fútbol? ¿Jugas con el bate de críquet, mamá?

Jake, esperanzado, está junto a los pies de la cama, sosteniendo un bastón que los anteriores dueños de nuestro apartamento olvidaron en el cuarto de la caldera, sin saber que se convertiría en el juguete favorito de mi hijo junto con el balón de plástico rosa. Zoe está sentada en la cama, junto a mí, y me rodea el cuello con los brazos. Eso me hace sentir a salvo: protegida por una niña de cuatro años.

—Mamá no se encuentra muy bien para jugar al criquet, Jake —le dice Esther—. Aunque, en realidad, eso se parece más a un stick de hockey que a un bate de criquet. ¿Por qué no le preguntas a Zoe si quiere jugar a hockey contigo?

Jake saca el labio inferior y dice:

—Vete a tu casa, asquerosa.

—No te lo tomes como algo personal —le digo a Esther.

—¿Dezpués? ¿Dezpués, mamá?

—Jake, mamá necesita descansar —le dice Zoe con firmeza—. Tenemos que cuidar de mamá.

—Sí, cariño, después jugaré a fútbol y a criquet contigo; te lo prometo.

La alegría de estar de nuevo con mis hijos me deja casi sin aliento. Ver sus caras, después de haber pensado que quizá jamás volvería a verlas. Desde mi regreso les he dicho tantas veces que los quiero que cuando se lo digo ponen los ojos en blanco.

Jake sale de la habitación. Zoe salta de la cama y va tras él mientras le dice:

—No corras, Jake; camina. Tenemos que ser más buenos que nunca. Es una mergencia.

Unos minutos después oigo un ruido sordo procedente del salón. Zoe grita:

—¡No, Jake! ¡Es mi Barbie!

Nick los hace reír con su personal imitación de una rana. Yo me habría enfadado y habría confiscado el stick, con resultados mucho peores.

¿Cómo podré alejarme otra vez de esta casa? ¿Cómo podré perder de vista a Zoe y a Jake?

Sorprendo a Esther examinando mi rostro; últimamente suele hacerlo a menudo.

—Déjalo ya —le digo.

—¿Qué ocurrió en casa de ese hombre, Sally? ¿Qué te hizo?

—Ya te lo he dicho: nada.

—No te creo.

—Ese es tu problema —digo, dedicándole una sonrisa forzada.

—¿Piensas contárselo a Nick?

—No hay nada que contar.

Nick sabe lo mismo que la policía: que Jonathan Hey me encerró en su casa y me golpeó con una pistola, dejándome abandonada allí hasta que muriera. De momento, la policía ha creído mi versión de la historia. Y Nick la ha aceptado y punto; él no hará más preguntas. Cree que entiende el cómo y el porqué del asunto: Hey quería matarme porque es un asesino, así de sencillo. Porque está loco.

Nick no tiene tiempo para cosas extrañas, aterradoras o desagradables. Se niega a darles cabida en su mente. Esta mañana me ha traído flores para levantarme el ánimo. La última vez que me compró flores fue para pedirme disculpas, el día que nos trasladamos a Spilling. Puesto que aquella mañana tenía un montón de reuniones, le dije que no se olvidara de meter en una bolsa la ropa que aún estaba en la lavadora. Aquella tarde, cuando llegué a Monk Barn Avenue por primera vez, me encontré mi sujetador negro y varias medias llenas de agujeros en el vestíbulo, tiradas sobre las sillas y los sofás y colgando de las perchas del armario. Y parte de mi lencería íntima estaba en la ducha. Nick no se había molestado en meter la ropa húmeda en una bolsa; se había limitado a sacarla de la lavadora y a tirarla en la parte trasera de la furgoneta de la mudanza.

Al recordar aquel absurdo episodio, no puedo evitar una sonrisa.

—¿Qué? —pregunta Esther, desconfiada—. ¿Qué había en ese sobre que te ha dado antes el inspector Kombothekra?

Me recuerdo a mí misma que Esther es mi mejor amiga. Antes solía contárselo todo.

—Una carta de Mark Bretherick. Me da las gracias por salvarle la vida.

Y mi vida, ¿quién la salvó? Es una pregunta que me obsesiona. ¿Lo hice yo misma? ¿Fue Esther? Mis pensamientos vuelven sin parar a Pam Sénior. Resulta extraño pensar que cuando me gritó y me insultó en el centro de Rawndesley, puso en marcha una cadena de acontecimientos que unos días más tarde la llevarían a la comisaría. Fue Pam quien mencionó mi nombre a la policía por primera vez. Si no hubiese conseguido escapar de la casa de Jonathan Hey, habría sido la visita a la policía de Pam la que me habría salvado.

—Mark quiere que nos veamos. Para hablar —le digo a Esther.

—Mantente alejada de él, Sally. Recuerda que acaba de perder a su mujer.

—Es compasión.

—Mantente alejada —me advierte—. ¿Qué bien podría hacerte eso?

—Podría hacerle bien a él. Es lo que debe pensar; de no ser así, no me lo pediría.

Jonathan Hey le machacó el cráneo con una barra metálica y estuvo a punto de matarlo.

Nick entra en la habitación y eso impide responder a Esther.

—Sam Kombothekra llamó mientras dormías —dice—. Le dije que lo llamarías.

—¿Qué quería?

—Creo que otra puesta al día.

—Pásame el teléfono.

Mejor ocuparse de ello de inmediato, sea lo que sea.

—¿Sal? Hay algo que quiero preguntarte —dice Nick—. No paro de darle vueltas.

Esther me lanza una elocuente mirada cuando sale de la habitación.

—¿Puedes conseguir que se vuelva a su casa? —le pregunto a Nick una vez nos quedamos a solas—. Es como ser atendida por el conde Drácula.

—Ese cuaderno negro, el diario de Encarna Oliva: ¿por qué te lo llevaste?

—Estaba escrito en una lengua extranjera. Lo abrí y… no pude entender lo que decía.

Es verdad. No hay ni una mentira en lo que he dicho.

—¿Pensaste que podía ser algo importante?

Nick me mira, expectante. Yo asiento con la cabeza. Pensé que el padre de Amy Oliva sería bilingüe, puesto que su madre era española. Cuando encontré el cuaderno en el cuarto de baño y vi que estaba en español, pensé que tal vez él hubiese escrito algo sobre mí: lo que sentía por mí y lo que me estaba haciendo o tenía planeado. Me llevé el cuaderno para poder destruirlo; sin embargo, me desmayé y se cayó al suelo, delante de la policía. Nunca he sido muy dada a los desmayos, pero desde que he regresado a casa no hago más que despertarme sin tener conciencia de haberme quedado dormida. Aún me siento muy cansada. Sam Kombothekra dice que es por el choque.

Nick está impresionado.

—O sea que estabas huyendo de la casa de un psicópata y tuviste la sangre fría para llevarte contigo una prueba importante. Eso sí es… eficacia.

—Lo llaman multitarea —digo, mientras se me cierran los ojos—. Un día te lo explicaré.