11/8/07
Charlie se agarró al asiento mientras Simon, con un golpe de volante, adelantaba a un Ford Focus y un Land Rover para seguir avanzando a toda velocidad, en medio de un coro de airados bocinazos, por el hueco que quedaba entre los dos coches y el bordillo. Charlie se imaginaba lo que los conductores de los vehículos estarían diciéndoles a sus acompañantes: «Seguro que los persigue la policía».
—No lo pillo —dijo ella—. Hey está en el calabozo… Pregúntaselo a él.
—¿Y si no me lo quiere decir o lo niega? Habría perdido un tiempo que no puedo permitirme perder si quiero encontrar vivo a Mark Bretherick. Hey encerró a Sally Thorning en una habitación donde la habría dejado morir. ¿Y si ha hecho lo mismo con Bretherick?
—¿Por qué Sally Thorning y tú estáis tan seguros de que Hey querría hacerle daño a Bretherick?
—Yo la creo. Sally pasó tiempo con él. Conoce mejor que yo su comportamiento.
—Pero… Fue él quien los mató a todos, ¿no? A Geraldine y a Lucy, a Encarna y a Amy.
—Sí, a todos —repuso Simon.
—¿Por qué? ¡No corras tanto!
Simon rozó la puerta de una furgoneta: estaba doblando el límite de la velocidad permitida.
—No lo sé.
—¿Cómo?
—Ya me has oído.
—Simon, si no sabes por qué, entonces ni siquiera sabes que fuera él. No con certeza.
—Tenía el traje de Bretherick en su armario y una camisa y un par de pantalones manchados de sangre en el cuarto de baño…, la ropa que llevaba cuando le cortó las venas a Geraldine. Ah, y además ha confesado.
Estaba jugando con ella. Y Charlie se negaba a seguirle el juego. Se estremeció al ver que un Mercedes tuvo que hacer una maniobra brusca para evitarlos.
—Todos los asesinatos. Lo que ocurre es que no quiere contarnos por qué lo hizo.
—¿Cómo descubriste que era Hey antes de que Sellers viera el traje y de tener ninguna prueba?
—Algo que dijo Sam me dio que pensar. En Corn Mill House, cuando encontramos los restos de Encarna y Amy Oliva. Dijo algo que se me quedó grabado: «Aniquilación familiar marca dos». Una expresión extraña, ¿verdad? Yo no la hubiese empleado jamás. Yo habría dicho «número dos», pero no «marca dos». Y por alguna razón seguía dando vueltas en mi cabeza.
Simon redujo la velocidad a ochenta. Hablar lo calmaba.
—Otra cosa que no conseguía quitarme de la cabeza era el diario de Geraldine —dijo Simon—. Desde el principio pensé que había algo raro en él. Sabía que no lo había escrito ella.
—¿Fue Hey quien lo escribió? —aventuró Charlie.
—No, eso era lo que no encajaba. Solo me di cuenta mucho después, aunque de forma inconsciente. No creía que fuera el asesino de Geraldine quien había escrito el diario. No me parecía algo… inventado. Cuando pensaba en ello, no tenía la impresión de que fuera falso. Era muy detallado, demasiado convincente. La voz era… Cada vez que lo leía, de sus páginas emergía una personalidad bien definida, con una vida y un mundo propios. Parece una locura, pero… sentía una presencia detrás de ese escrito, muchas cosas no dichas, cosas que estaban más allá de las palabras que leía. ¿Es posible que un asesino sea capaz de crear esa impresión? Además, descubrimos que el archivo del diario se abrió mucho antes de que murieran Geraldine y Lucy.
Simon había reducido la velocidad a setenta.
—Entonces, ¿de quién era ese diario? —preguntó Charlie.
—De Encarna Oliva.
Simon frunció el ceño al ver el atasco que tenían ante ellos. El centro de Spilling un sábado por la tarde: siempre igual.
—Y Hey lo guardó después de matarla. —Charlie lo dedujo al mismo tiempo que verbalizaba su conclusión—. Y después mató a Geraldine y transcribió el diario de Encarna en su portátil… Sin embargo, has dicho que el archivo se abrió antes de la muerte de Geraldine…
—Así es.
—No lo entiendo. —Charlie rebuscó en su bolso para sacar el paquete de cigarrillos y el encendedor—. ¿Fue Geraldine quien escribió la nota de suicidio?
—Sí. —Simon tamborileó con los dedos en el salpicadero, impaciente—. Sin que nadie la coaccionara a hacerlo, por voluntad propia. Solo que no era una nota de suicidio, eso es todo.
—¿Y entonces qué era? ¿Qué tiene que ver todo esto con el hecho de que Sam dijera «aniquilación familiar marca dos»? ¡Simon!
Charlie chasqueó los dedos ante el rostro de Simon.
—¿Te acuerdas de William Markes? «Un hombre llamado William Markes es posible que arruine mi vida».
Charlie asintió con la cabeza.
—No pudimos encontrar a ningún William Markes en la vida de Geraldine…
—Porque el diario no era de Geraldine —dijo Charlie, ansiosa—. William Markes era alguien a quien conocía Encarna Oliva.
Charlie se preguntó si, por fin, estaba recuperando terreno.
—No. No hay ningún William Markes.
—¿Cómo?
—«Buscar y reemplazar». Piensa en aniquilación familiar «marca dos» en vez de «número dos».
—¿Serviría de algo que te suplicara?
Charlie encendió un cigarrillo. El atasco había empezado a moverse.
—Transcribes el diario de Encarna Oliva en el portátil de Geraldine Bretherick porque quieres que la gente crea que ese es su diario. Está lleno de quejas y lamentaciones, justo la clase de cosas que harían más creíble el suicidio de Geraldine. Sin embargo, las quejas no son sobre Mark y Lucy Bretherick, ¿de acuerdo?
—No. Encarna se habría quejado de… Jonathan y Amy. ¡Oh, Dios mío!
Esta vez Charlie estaba segura de haberlo entendido.
—Para que creyéramos que se trataba del diario de Geraldine, había que cambiar los nombres. ¿La forma más rápida? Buscarlos y reemplazarlos todos. Basta con apretar una tecla; cualquier idiota puede hacerlo.
—De ese modo, todos los Jonathan se convirtieron en Mark y Amy en Lucy.
Simon asintió con la cabeza, jugando a los autos de choque con todos los vehículos que había delante de él.
—¡Venga, muévete! —exclamó, entre dientes.
—Pero…, ¿y William Markes?
—Encarna Oliva llamaba Jon a su marido. Pero la función «buscar y reemplazar» hizo más de lo que Hey esperaba. Cambió Jon por Mark siempre que era necesario, sí, pero Hey olvidó que las letras «J-O-N», al igual que «M-A-R-K» también podían formar parte de otras palabras.
Charlie mordisqueó la piel de su dedo pulgar.
—Lo cual significa que William Markes, antes de los cambios, era William Jones.
—Exacto —confirmó Simon—. El marido de Michelle Jones, cuyo nombre de soltera era Michelle Greenwood…, la canguro de Amy. Cuando Michelle le contó que tenía novio, Encarna se quedó aterrada al pensar que tal vez querría casarse con ella; y estaba en lo cierto, como se demostró más adelante. Tenía miedo de que Michelle formara su propia familia, que tuviera una vida propia. A eso se refería al decir que un hombre llamado William Jones, un hombre al que no conocía pero de quien había oído hablar a Michelle, posiblemente iba a arruinarle la vida.
—Simon, eres una maravilla del mundo moderno. —Charlie aspiró profundamente. Aquel sería el mejor cigarrillo que se había fumado en toda su vida; lo sabía—. Pero… Aguarda un momento… Dedujiste que alguien había usado la función «buscar y reemplazar», pero, a partir de ahí, ¿cómo llegaste a la conclusión de que se trataba de Jonathan Hey? ¿Cómo supiste que «Mark» había reemplazado a «Jon» y no a, digamos, «Paul» o «Fred»?
—Al principio me equivoqué —murmuró Simon, avergonzado—. Cuando Sellers me dijo que el padre de Amy Oliva se llamaba Ángel, pensé que William Markes era en realidad William Angeles; gracias a Dios, no se lo comenté a Muñeco de Nieve de inmediato. Puede que, inconscientemente, supiera que las piezas no encajaban. Porque, en efecto, no encajaban. Hey nos llevó a realizar una búsqueda inútil, fingiendo ser el hombre que había comprado la casa de los Oliva, afirmando llamarse Harry Martineau e inventándose un padre para Amy: Ángel Oliva, un cardio-cirujano del Hospital General de Culver Valley.
—Que es donde trabaja el marido de Sally Thorning —dijo Charlie.
—Sí. Y Hey lo sabía. Sin duda esa fue su inspiración. Y eso no es bueno…
Simon giró el volante hacia la derecha y empezó a circular a toda velocidad por la acera.
—¡Simon, no! Vas a…
—Hey estaba obsesionado con Geraldine Bretherick. Se hizo pasar por su marido cuando conoció a Sally Thorning en Seddon Hall. Una razón para fingir ser otro hombre es la envidia: si deseas con codicia a su mujer y a su hija…
—¿Con codicia? ¿Has vuelto a leer la Biblia?
—Sin embargo, acabó matando a Geraldine, quizá porque ella no lo quería. Llegados a ese punto, ¿cuál era la mejor opción? Sally Thorning, una mujer a la que había conocido un año atrás y que era una copia de su objeto del deseo, de Geraldine, a la que había asesinado. Decide secuestrarla: esta vez no quiere correr el riesgo de ser rechazado. Y transfiere su obsesión por Geraldine a Sally. Y cuando ve que necesita una máscara tras la que ocultarse, cuando Sellers y Gibbs llaman a su puerta, Hey se inventa la historia del colega de Nick Thorning, el marido de Sally.
—Pero… si Harry Martineau era un alias inventado por Hey, ¿por qué creíste que te sonaba ese nombre? —preguntó Charlie, confusa.
—Pensé que lo había escuchado antes, pero no era así. No como el nombre de alguien, al menos —repuso Simon—. Se me encendió una lucecita cuando Pam Sénior empezó a hablar de Cuando Harry encontró a Sally. Ese ficticio Harry Martineau era un homenaje a uno de los ídolos de Hey: Harriet Martineau, la socióloga. Vi su nombre en un montón de libros que tenía en su despacho de Cambridge… Libros sobre ella y escritos por ella. Por eso me sonaba el nombre.
El tráfico había empezado a descongestionarse. Simon se incorporó de nuevo a la calzada y aceleró hasta alcanzar los ochenta. Diez segundos después tuvo que pisar a fondo el freno al llegar a un paso a nivel cuya barrera estaba bajando.
—¡Joder! ¡Venga, vamos!
Charlie pudo ver la tensión en sus hombros. Pensó que podía darle un masaje en la nuca. No, ni hablar.
—Suponiendo que tengas razón y que Hey mató a Geraldine porque ella no lo quería, ¿por qué asesinó también a Lucy?
—No lo sé, pero puedo imaginármelo.
Charlie guardó silencio.
—Él no quería solo a Geraldine; quería a Geraldine y a Lucy, el lote completo de la familia feliz, que era exactamente lo que tenía Mark Bretherick. Como mucha gente, Hey consideraba a los Bretherick como la familia perfecta: un sueño, un ideal. Si había matado a su mujer y a su hija para sustituirlas por ese ideal y luego Geraldine lo rechazó… —Simon se encogió de hombros—. Solo es una teoría —añadió.
—La nota —dijo Charlie—. Has dicho que no era una nota de suicidio.
La espalda de Simon perdió parte de su rigidez. Volvía a pisar un terreno seguro: el de las respuestas que sí conocía.
—Anoche, cuando llegó a su casa, Sally Thorning tenía un cuaderno de tapas negras. ¿No lo viste?
—No. Estaba ocupada levantándola del suelo.
—En la cubierta encontré la primera página de una carta, una carta escrita por Geraldine Bretherick. Lo primero que he hecho esta mañana ha sido compararla con la supuesta nota de suicidio…
—¿Era la segunda página de la misma carta? —sugirió Charlie.
Simon asintió con la cabeza.
—Geraldine utilizó dos hojas en vez de escribir por la otra cara de la primera. He hecho copias de la carta completa. Hay una en el asiento de atrás; cógela.
Charlie se desabrochó el cinturón de seguridad. Con el cigarrillo en la boca, se volvió y usando el índice y el pulgar a modo de pinzas, agarró la hoja de papel y se dio de nuevo la vuelta. En la fotocopia podía verse la línea que separaba las dos páginas: una línea gris, veteada.
Charlie empezó a leer.
Querida Encarna.
He estado a punto de no escribirte esta carta. Me asustaba la idea de ser sincera, como suele ocurrirle a menudo a la gente, pero como me ha llegado el rumor de que no crees que realmente nos vayamos de viaje, no podía dejar las cosas así. Hemos alquilado una casa en Tallahassee, Florida, para los quince días de vacaciones. Salimos de Heathrow el domingo, 21 de mayo, a las 11 de la mañana. Nuestro número de vuelo, por si quieres llamar y comprobarlo, es el BA 135. Volvemos el domingo, 4 de junio, a las 7.30 de la mañana; el número de vuelo de regreso es el BA 136. Tengo los billetes en casa; si quieres, no tengo ningún problema en enseñártelos.
Si en vez de irme hubiese decidido quedarme durante todas las vacaciones en Spilling, espero que hubiera tenido el valor de negarme a quedarme con Amy por muchos regalos o dinero que me hubieses ofrecido, Debo decir que tus ofertas eran muy generosas, y me siento halagada al saber que pensaste en mí. Pero espero que no te creas si te digo que por mi parte no hay mala voluntad. No te culpo de nada, pero no comparto la idea de «la culpa siempre es de los padres». Siempre me has caído bien y siento un gran respeto por ti; siempre me has parecido una persona cuya sinceridad encuentro curiosa, una mujer valiente y segura de sí misma como yo nunca llegaré a ser. Y esa es la razón por la que quiero ser completamente honesta contigo. Sabes que, al igual que muchos padres de las alumnas de primer curso, tengo problemas con respecto al comportamiento de Amy, sobre todo en lo referente a la sinceridad. Sé que los profesores, y también algunos padres, te lo han comentado. Espero que a estas alturas ya sepas que esos problemas son muy serios y auténticos y no tan solo una actitud sobreprotectora por parte nuestra. Ponte en mi lugar: ¿cómo podría ignorar mi preocupación y decirte que sí? Mark y yo hemos educado a Lucy para que sea una niña abierta y sincera, y el hecho de estar con Amy la altera y la confunde.
Charlie ya conocía el resto, la segunda página, pero la leyó en voz alta por primera vez, sabiendo que quien la había escrito no tenía intención de quitarse la vida:
«Lo siento. Lo último que desearía es causarle dolor o preocupación a nadie. Creo que será mejor si evito dar una explicación detallada… No quiero mentir ni empeorar aún más las cosas. Perdóname, por favor. Ya sé que puedo dar la sensación de que soy muy egoísta, pero debo pensar en lo que es mejor para Lucy. Lo siento muchísimo, de verdad. Geraldine».
—Hey debió de sentirse como el gato que va a comerse al canario al darse cuenta de que podía utilizar la segunda página de la carta como la nota de suicidio de Geraldine —dijo Simon.
Charlie releyó la carta.
—Es evidente que Encarna la acusaba de estar mintiendo sobre el viaje a Florida. ¡Qué desfachatez!
Simon giró en el cruce que conducía hasta Corn Mill House.
—Ya llegamos —dijo—. Es posible que demasiado tarde.
Charlie parpadeó. No se había dado cuenta de que ya no estaban frente a la barrera del paso a nivel. Su cinturón de seguridad se tensaba y hacía un ruido metálico cada vez que se golpeaba contra él. Simon conducía como si estuviera entrenando para una competición olímpica de carrera de obstáculos.
—¡Ten cuidado! —exclamó—. Los baches pueden evitarse, ¿lo sabías? ¡Solo hay que girar el volante!
Lanzando un largo suspiro, Simon siguió su consejo.
—El archivo del diario —prosiguió Charlie, lanzando la colilla por la ventanilla—. Si estaba en el portátil de Geraldine antes de que muriera…
—Varias semanas antes —concretó Simon—. Y no fue escrito de una tirada… El archivo fue abierto en más de una ocasión. Norman me facilitó las fechas. Aparte de la última vez, alguien lo abrió y lo modificó mientras Geraldine aún estaba viva.
—¿Y la última vez no?
—No. Fue el 3 de agosto… y para entonces ya estaba muerta. Hey lo abrió después de haberla asesinado. ¡Oh, no! ¡No puedo creerlo! —Una furgoneta de reparto de DHL se acercaba en dirección contraria y no había espacio para los dos vehículos—. Odio este maldito camino. ¡No! ¡No, tú vas a dar marcha atrás, gilipollas!
—Mira su cara —dijo Charlie—. No tiene ninguna intención de moverse. Tendremos que retroceder. ¿Qué estás…? En lo que tardas en salir y decirle que eres de la policía… ¡Llegaremos antes si das marcha atrás y lo dejas pasar!
Simon cerró la puerta de golpe y empezó a retroceder tratando de evitar los baches. Charlie se imaginó a sí misma ante el altar luciendo un collarín. Para no escuchar más las maldiciones que mascullaba Simon, le hizo otra pregunta.
—¿Cómo se las arregló Hey para acceder al ordenador de los Bretherick mientras Geraldine aún seguía con vida? —¿Es que los hombres son como niños? ¿Es mejor distraerles que pedirles que se comporten de forma racional?—. ¿Significa eso que Hey llevaba meses o semanas planeando los asesinatos de Geraldine y Lucy? Si abrió el diario mucho antes…
—No fue él quien lo abrió —contestó Simon.
—¿Que no fue él? ¿Y entonces quién fue? ¿Encarna?
—Ella llevaba muerta más de un año. —Simon casi sonrió—. El cuaderno que estaba en poder de Sally Thorning cuando llegó anoche… No me has preguntado de qué se trataba.
—¡Oh, Dios! Dentro de un minuto seré yo quien escriba una nota de suicidio.
—Era el diario de Encarna Oliva. Estaba escrito en español. ¿Recuerdas dónde trabajaba Geraldine Bretherick?
—Trabajaba en un departamento de informática, ¿no?
—Así es, pero ¿dónde?
—Hum… ¡No lo sé!
—En el Instituto García Lorca…, una escuela de idiomas. Una escuela de lengua española. —Charlie abrió unos ojos como platos, pero no dijo nada—. El diario que encontramos en el portátil de Geraldine era una segunda versión. Norman recuperó la primera, que había sido borrada: el estilo es forzado y artificial. Tenía sentido, pero era muy tosco…
Charlie se quedó boquiabierta.
—¿Geraldine hablaba español?
—Llamé al Instituto García Lorca en cuanto salí del despacho de Norman. Sí, lo hablaba. Su política es que todos los empleados, incluido el personal técnico, deben hablar el español con fluidez.
—¡Oh, Dios mío! Geraldine tradujo el diario de Encarna. Hizo la traducción para Hey. Por eso estaba en su ordenador.
Simon asintió con la cabeza.
—Pero tengo que conseguir que Hey hable para saber por qué.
La furgoneta de DHL pasó junto a ellos y el camino volvía a estar libre.
—Podría y debería haberlo relacionado antes —dijo Simon—. El antiguo trabajo de Geraldine y el hecho de que Encarna Oliva fuera española. El diario está lleno de palabras y frases escritas entre comillas, cosas que según Encarna se expresarían mejor en inglés. «A pedir de boca», «momento fatídico», «status quo»…
—Eso es latín —puntualizó Charlie.
—En el manuscrito original del diario, «a pedir de boca» y la mayoría de las palabras entrecomilladas están escritas en inglés. Cuando tradujo el diario, Geraldine decidiría que debía respetar las comillas.
—Entonces, fue así cómo lo descubriste. —Charlie sacudió la cabeza, incrédula—. Los deberes de francés de Stacey: «Mi amigo François».
—De todas formas, lo habría deducido —dijo él.
—Eso no lo sabes —contestó Charlie, enojada. Simon había hecho encajar las piezas del rompecabezas de forma accidental; solo había sido una consecuencia del desarrollo de su trabajo. Lo cierto es que no había tenido que sudar demasiado…—. Has hecho trampas… —dijo Charlie en voz baja.
Dejaren el coche delante de Corn Mill House. A través de la bruma, la casa y el jardín tenían un aspecto silencioso y espectral, como si fueran una aparición más que una presencia física concreta. Al sentir aquella quietud a su alrededor, Charlie pensó que Bretherick no estaba.
Simon llamó al timbre; al no recibir respuesta, rompió el cristal de una ventana. A continuación, se sucedieron unos minutos de frenéticas carreras por la planta baja y el piso superior. Abrieron todas las puertas y miraron detrás y debajo de cada pieza del mobiliario. Y, evidentemente, en los baños: Charlie se dio cuenta de que Simon dejó que fuera ella quien los registrara.
No encontraron ni rastro de Mark Bretherick. No encontraron nada salvo silencio y habitaciones llenas de un aire que les pareció extrañamente fresco teniendo en cuenta la temperatura exterior.
—¿Qué crees que significa esa línea? —le preguntó Sellers a Gibbs, mientras contemplaba la larga y estrecha tira de color rojo que dividía el suelo en dos partes.
Habían pedido la llave de la sede de Refrigeración Magnética Spilling a Hans, el segundo de a bordo de Mark Bretherick, un alemán serio y seco como un palo. Llevaba unos pantalones de pana tan holgados y unas zapatillas de deporte tan grandes que daban la impresión de que pesaban más que él.
—Debe de ser alguna chorrada relacionada con la seguridad —respondió Gibbs, cruzando la línea roja.
—¡Ojo! —exclamó Sellers—. Podría explotar algo.
—No podemos limitarnos a registrar el despacho y largarnos. Puede estar aquí, en cualquier parte.
Sellers lanzó un suspiro y le siguió. En la escuela, siempre fue un negado para las ciencias y odiaba todos aquellos artilugios: los quemadores Bunsen, las gafas de seguridad, las pipetas… No tenía ganas de abandonar el seguro refugio del despacho, con su moqueta beis y las macetas con plantas diseminadas por todas partes, para adentrarse en aquel laboratorio de olor metálico, luces fluorescentes y polvoriento suelo de cemento.
—Pero no está aquí, ¿verdad? —se lamentó Sellers, mirando a su alrededor.
Contra la pared había seis enormes cilindros plateados. ¿Serían los refrigeradores que fabricaba Mark Bretherick? A Sellers le parecieron muy distintos de lo que él entendía por un refrigerador; puede que fueran unidades de almacenamiento… Pero ¿quién coño sabía lo que eran?
Una segunda pared estaba cubierta de estanterías de madera en las que se amontonaban rollos de alambre, cables, taladros, algo que parecía una enorme serpiente de acero, un aparato parecido al mando a distancia de un televisor y una máquina muy similar a una caja registradora. Todo aquello debía servir para algún confuso propósito científico que Sellers habría sido incapaz de entender ni en un millón de años. Le llamó la atención un aparatito dotado de un apéndice que debía rotar, o al menos era lo que parecía. ¿Sería parte de una unidad de refrigeración magnética? ¿Era posible que un movimiento rotatorio generara frío?
En un panel de corcho, sujetos con chinchetas rojas, había varias hojas de papel. Sellers intentó leer una encabezada con las palabras «SMR Inserto Experimental», aunque lo disuadieron del intento algunos términos que no había oído jamás: reborde, electrosoldadura, goniómetro, diafragmas… Diafragma: aquella palabra sí la conocía. Sellers se planteó la posibilidad de matricularse en una carrera universitaria a distancia.
—Bretherick no está aquí —dijo—. Llamemos a Stepford y larguémonos.
—Espera —repuso Gibbs, señalando con la cabeza los cilindros plateados—. Deberíamos echar un vistazo a eso y a esas cajas de madera; son lo bastante grandes como para que quepa dentro de ellos un cuerpo.
—¡Oh, vamos! Hey no ha matado a Bretherick. ¿Por qué iba a hacerlo?
Gibbs se encogió de hombros.
—¿Porque le gusta matar? Hasta ahora ha asesinado a cuatro personas. Que serían cinco si Sally Thorning no hubiera conseguido escapar.
—Bretherick no está aquí —repitió Sellers—. Puedo sentirlo.
—¿Y entonces dónde está? ¿Por qué no se ha puesto en contacto con nosotros? Quería estar al corriente de nuestros progresos. Y no me creo que se haya marchado y desconectado el móvil. No me lo trago.
—Pues yo sí —replicó Sellers—. Primero acusamos a su mujer de asesinato, y luego a él. Luego le decimos: «Oh, disculpa, tío, la cagamos. Tú estás limpio, y tu mujer también. La lástima es que está muerta». No me sorprende que no quiera saber nada de nosotros.
Gibbs arrastró hasta el laboratorio una silla que había en el despacho. Sellers lo observó mientras la movía y se instalaba pacientemente delante de los enormes tanques plateados, mirando en el interior de cada uno de ellos.
—¿Y bien? ¿Qué hay dentro?
—Diría que son unos tubos largos y transparentes, con pequeños…
—O sea que Mark Bretherick no está ahí… Recuerda que es a él a quien estamos buscando.
Una tras otra, Gibbs abrió las puertas de las siete enormes cajas de madera.
—Están vacías —dijo—. Venga, vámonos.
—Llamo a Stepford y… —Sellers toqueteó su móvil—. No hay cobertura.
—Usa uno de los teléfonos del despacho.
Sellers se dirigió hacia las oficinas y Gibbs lo siguió, arrastrando la silla por delante de él. Cuando estaba a punto de llegar a la línea roja y cruzar a la zona segura, oyó que Sellers le gritaba:
—Ten cuidado, hay…
Pero ya era demasiado tarde. Gibbs estaba en el suelo, agarrándose la espinilla y tratando de reprimir unos indecorosos gemidos. Junto a la cara tenía un pesado cilindro metálico de borde redondeado, de unos cincuenta centímetros de diámetro y unos diez de alto. Había tropezado con él, lastimándose la espinilla contra el frío y duro metal.
—¿Estás bien? Déjame echar un vistazo.
Gibbs no tenía ninguna intención de subirse el pantalón y dejar que Sellers le examinara la herida como si fuese una anciana.
—Estoy bien —dijo, aunque tenía la sensación de que le dolía todo el cuerpo.
Sellers sonrió.
—No deberías haber cruzado la línea roja —dijo. Luego, maldiciendo entre dientes, añadió—: Este teléfono tampoco funciona.
—Fuera tendrás cobertura.
—¿Chris? En este despacho no funciona ningún teléfono. Han cortado todos los cables —dijo Sellers, agitando uno de los hilos en el aire.
—Ha estado aquí —dijo Gibbs, intentando ponerse en pie.
—Esas cajas de madera…
—Están vacías.
—¿Crees que serán para meter esa especie de toneles plateados? Ya sabes, para transportarlos.
—Puede. ¿Por qué?
—Hay siete cajas, pero solo seis toneles.
Sellers y Gibbs intercambiaron sendas miradas.
—¿Con qué me he tropezado? ¿Cómo coño me he jodido la pierna?
—Parecía la tapa de la coctelera que tengo en casa, pero más grande.
—¿Una tapa?
Gibbs fue cojeando detrás de Sellers, que se inclinó sobre el objeto que estaba en el suelo. Sellers señaló la pared que había enfrente.
—Mira esas cosas; son gigantescas. La única abertura está en la parte de arriba. Tendrán que bajarlas con algún sistema para meter dentro el tubo de plástico o lo que sea. En el agujero de esa cosa debe de haber alguna especie de plataforma, en la parte de abajo, para poder subir y bajar los tanques. Échame una mano, no consigo moverlo.
Estaba intentando aflojar la tapa metálica con la que había tropezado Gibbs. Trataron de girarlo uniendo sus fuerzas, pero era inútil.
—Prueba en sentido contrario —dijo Gibbs—. Mira, está…
Cuando empujaron en sentido contrario, la tapa se aflojó. Era tan pesada que tuvieron que levantarla entre los dos. Ambos esperaban que el séptimo cilindro plateado estuviera vacío.
Sin embargo, lo que vieron fue una mata de pelo negro y sangre; también escucharon el sonido de una respiración. Una respiración. Bretherick seguía con vida.
—¿Mark? Mark, soy el subinspector Colin Sellers. Todo irá bien, todo irá bien… Enseguida lo sacaremos de aquí. Mark, ¿puede hablar? ¿Puede mirar hacia arriba?
El pelo se movió. Sellers entrevió la frente, manchada de sangre. Gibbs había salido para pedir ayuda.
—Muy bien. Hábleme, Mark. No se duerma y hábleme. Dígame algo.
La voz de Bretherick era un áspero susurro.
—Déjeme —dijo, y luego añadió algo que sonó parecido a «paz».
Sellers oyó un ruido sordo y vio que la cabeza se deslizaba hacia abajo.