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Viernes, 10 de agosto de 2007

Camino sin parar, cabizbaja, sin mirar a la gente que encuentro a mi paso, sin hablar con nadie. Una red infinita de calles en un barrio de la periferia. Solo al llegar a una ancha avenida distingo a lo lejos el cine y el Centro de Medicina Alternativa y me doy cuenta de que estoy en Spilling.

Delante del cine hay una farola a la que alguien ha atado un cubo de basura. Está casi lleno; de la parte superior sobresale una lata de cerveza y los restos de un kebab. Coloco encima la bolsa de plástico y aprieto todo el montón hacia abajo. La jeringa, la bata manchada de sangre: nunca volveré a verlas.

Empiezo a caminar de nuevo cuando recuerdo el tercer objeto que contiene la bolsa: el cuaderno de tapa negra. Español. Me paro. Debería dejarlo donde está, sé que debería hacerlo, pero no puedo. Miro a mi alrededor para comprobar que no me ve nadie y me dirijo de nuevo hasta el cubo de basura. Hay alguien que está observándome: un anciano sentado en un banco, al otro lado de la calle. Me mira fijamente. No se va ni mira hacia otro lado. Tras unos segundos de duda, decido que me da igual. Cada decisión, por pequeña que sea, es una batalla. Saco la bolsa del cubo y recupero el cuaderno. Lo abro. En su interior hay una carta escrita en una hoja de papel, pero no tiene interés: es una nota que alguien escribió a Encarnación Oliva con fechas y horarios de salida y llegada y sobre algo relacionado con la escuela de Amy que en estos momentos mi cerebro es incapaz de comprender. La nota empieza diciendo: «Querida Encarna», pero no sé de quién es porque no está firmada. Qué extraño.

Meto la carta dentro del cuaderno, tiro de nuevo la bolsa al cubo de basura y empiezo a caminar hacia casa. Tardaré media hora en llegar. O más, si no aligero el paso. Es duro: tengo portes de cristales en las plantas de los pies. Tengo dinero en el bolso; podría tomar un taxi. ¿Por qué no deseo desesperadamente llegar a casa lo antes posible? ¿Qué me pasa?

Me paro otra vez. Por un instante, tengo la certeza de que no puedo hacerlo. Nick. Mi casa. Tendré que decir algo. Me veo incapaz de volver a hablar de nuevo con alguien. Lo único que quiero es desaparecer.

Zoe y Jake. Me pongo otra vez en marcha. Amo a mis hijos. Camino más deprisa y al cabo de un momento ni siquiera noto que me duelen los pies. Todo irá bien. Todo volverá a ser como antes.

Mi calle está como siempre. Salvo yo, todo sigue igual. El coche de Esther está aparcado delante de mi casa. Lo único que tengo que hacer es sacar las llaves del bolso y entrar.

Mi cabeza empieza a dar vueltas cuando veo el balón rosa de Jake en la entrada. No puedo respirar. El balón no está donde debería estar. Necesito que todo esté en su sitio. El balón de Jake tendría que estar en el armario de su habitación. Lo recojo, y al hacerlo se me cae el cuaderno escrito en español. Ahora hay demasiadas cosas en el suelo: un chupete de plástico rosa de una muñeca y un ejemplar enrollado de Prívate Eye. No puedo recogerlos. Ni siquiera puedo moverme.

—¿Sally? Sally, ¿es usted?

Es una voz femenina. Levanto los ojos, esperando ver a Esther, pero la mujer que veo es alta y delgada y lleva el pelo corto. Nunca la había visto antes.

—Todo va bien, Sally —dice—. No pasa nada. Soy la inspectora Zailer, de la policía.

La palabra «policía» me sobresalta. Doy un paso hacia atrás. Todos lo saben. Todos saben lo que me ha ocurrido.

Abro la boca para decirle a la agente de policía que se vaya.

—Creo que voy a desmayarme —digo.

No son las palabras correctas. Mis piernas se doblan. Lo último que consigo ver es el hocico negro de un animal de una serie de dibujos animados en el balón rosa de Jake junto a mis ojos, enorme y aterrador.