10/8/07
Después de asegurarse de que el número 2 de Belcher Close estaba vacío, Sellers se agachó y esperó hasta recuperar el aliento. Estaba muy claro lo que había ocurrido: aquel hombre la había dejado encerrada dentro de la casa y ella había roto el cristal de una ventana para escapar.
En el interior había un montón de llaves en el suelo del rellano y en las escaleras. Sobre la encimera de la cocina habían dejado una pistola cargada. Había sangre por todas partes y trozos de cristal rosa. Sellers hacía todo lo posible por no tocar nada mientras esperaba la llegada de la policía científica.
Vaya intuición la suya: el día antes, el inexistente Harry Martineau le había parecido un tipo de lo más colaborador, primero guardando la correspondencia de los Oliva y luego prometiéndole buscar el número de teléfono y la dirección que le habían dejado. Con la chaqueta del traje y el maletín abierto detrás de él. No encuentro la cartera. Nervioso, despeinado, inofensivo. Y tanto él como Gibbs se habían tragado el anzuelo.
Sellers se quedó quieto. La chaqueta. En un armario del piso de arriba había un traje colgado. Sellers se había sentido aliviado al encontrarlo, porque allí dentro había temido descubrir un cadáver.
Subió de nuevo las escaleras, entró en el dormitorio principal, abrió el armario y se quedó mirando el traje. ¿Cómo podía habérsele pasado por alto? Aquel traje había estado colgado en el vestíbulo ayer, ante sus narices. Sellers se había pasado horas dando vueltas por toda la ciudad con una fotografía de ese traje en el bolsillo. ¿Cuántas veces había sacado la foto para enseñarla?
Se inclinó hacia el armario, buscando la etiqueta que le confirmara lo que ya sabía. «Oswald Boateng», rezaba.
Aquel era el traje cuya desaparición había denunciado Mark Bretherick.
Michelle Jones, sentada frente a Sam Kombothekra en la sala de interrogatorios número uno, lloraba sobre el pañuelo que él le había entregado y de vez en cuando sacudía la cabeza, como si recordara una vez más todas las cosas malas que le habían ocurrido. El saludable aspecto de su bronceada piel contrastaba con las líneas que recorrían el blanco de sus ojos. Tenía los labios agrietados, y se los mordía de vez en cuando, mientras cruzaba y descruzaba las piernas sin parar.
Sam no tenía en muy buen concepto al nuevo y flamante marido de Michelle, el cual, en vez de acompañarla a la comisaría, la había metido en un taxi y se había vuelto a su casa a dormir. Encantador. Kate, su mujer, se habría divorciado de él si se hubiera comportado de una forma tan desconsiderada. De vez en cuando, como en aquel momento, oía la voz de Kate en su cabeza, diciéndole: «Bueno, esas son las cosas que pasan cuando te casas con alguien a quien apenas conoces». Sam y Kate convivieron durante once años antes de contraer matrimonio, mientras que Michelle conoció a su marido en abril de 2006, quince meses antes de casarse con él. El día de los Santos Inocentes[8], le había dicho a Sam, sorprendida por el interés que él había demostrado. Sam esperaba que Michelle no hubiese hecho una elección desastrosa, aunque puede que hubiese exagerado un poco. No conocía a ese tal Jones, de modo que no podía sacar conclusiones precipitadas.
Michelle sentía mucho cariño por Amy, pero a Encarna la «adoraba»: no paraba de utilizar esa expresión.
—Lo siento —dijo, por enésima vez—. Es absurdo. No estoy diciendo que fuera mi novia ni nada por el estilo. Yo no estaba enamorada de ella. —Michelle levantó los ojos—. Sinceramente, no se trataba de eso. Yo solo… pensaba que éramos amigas íntimas. Muy amigas —corrigió.
¿Una empleada de banca rica, experta en arte, amiga íntima de una canguro? Sam no era ningún esnob, o eso esperaba, pero la afirmación le pareció poco creíble.
—Ha dicho que Encarna se enfadó con usted cuando le dijo que se iba de viaje —le dijo Sam.
Michelle asintió con la cabeza.
—Estaban a punto de empezar las vacaciones escolares…
—¿A finales del pasado mes de mayo?
—Sí, creo que sí. A Encarna le entró pánico porque eran dos semanas de vacaciones y tenía que trabajar… Y…, bueno, yo no estaba disponible. Hasta entonces siempre lo había estado, y la familia de Encarna era como mi propia familia; eso era lo que siempre decía ella, que quería que yo fuese parte de la familia, y así era. —El pañuelo estaba tan húmedo que Sam podía ver las yemas de sus dedos a través del tejido—. Siempre le decía que sí a todo y ella me pagaba muy bien…, mucho más de lo que cobran mis amigas que también trabajan como canguro. Sin embargo, todo cambió desde que tuve novio. Y el hecho de que me propusiera irnos esas dos semanas solo fue una maldita casualidad. Le dije que sí antes de ponerme de acuerdo con Encarna, y luego, una vez hechas las reservas… —Michelle se encogió de hombros—. A ver, ¿usted habría esperado que cancelara el viaje?
—Parece que hubo un malentendido —dijo Sam diplomáticamente.
—¡No podía cancelarlo! ¡Mi intuición me decía que mi novio iba a pedirme que nos casáramos, y no me equivocaba! Fue muy romántico: acabábamos de conocernos, pero él me dijo que estaba muy seguro de lo que hacía. Hice todo lo posible para echar una mano a Encarna: llamé a su madre, que vive en España, y le pregunté si podía venir, y me dijo que sí. Según me contó, le apetecía mucho hacerlo, pero cuando se lo expliqué a Encarna, se puso hecha una furia. Debería de habérmelo imaginado. No se llevaba demasiado bien con su madre y no quería pasar quince días con ella. —Michelle se secó las lágrimas con los dedos—. Pensé que iba a matarme.
—¿La agredió físicamente?
—No. Me obligó a llamar a su madre y a decirle que había sido un error. Fue horrible y no hizo más que empeorar las cosas. Le dije que no entendía que esas vacaciones representaran una tragedia. El padre de Amy se ofreció a pedir una semana de permiso en el trabajo. Le encantaba ocuparse de su hija… Nunca dejaba que Encarna se encargara sola de todo.
—¿Cómo era el padre? Descríbamelo.
—¡Oh, era un cielo!
Sam tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su expresión de disgusto.
—Era muy cariñoso con Amy. Encarna solía decir que tenía más instinto maternal que ella, y creo que estaba en lo cierto.
—¿Qué me decía sobre las vacaciones? ¿Que él se ofreció a pedir una semana de permiso en el trabajo?
—Sí, le propuso ocuparse a medias de Amy —dijo Michelle—. Quedarse cada uno una semana en casa con la niña. A ver, no creo que eso hubiese matado a Encarna, ¿no? Yo sabía que no le entusiasmaba hacer todas las cosas que suelen hacer las madres, pero no sabía que detestara ocuparse de Amy hasta ese punto. Ella…
Michelle pareció reflexionar sobre lo que estaba a punto de decir.
—¿Qué? Si se acuerda de algo, sea lo que sea, debe contármelo.
—Ella no hablaba en serio. Dijo que si tenía que dejar de trabajar una semana para cuidar de Amy, acabaría matándola, pero solo estaba… exagerando. Era una forma de desahogarse.
Sam se inclinó hacia delante.
—¿Qué fue exactamente lo que dijo Encarna sobre matar a Amy?
—Mire, solo lo dijo para hacerme sentir mal. Quería arruinar mis vacaciones. —Michelle se cubrió la cara con las manos—. Ella sabía que yo nunca había estado en el extranjero. Sabía que mis vacaciones consistían siempre en estar con mi padre y mi madre en su absurda caravana.
—Entonces, ¿nunca había viajado con Encarna al extranjero para cuidar de Amy?
—No. Lo habría hecho encantada, pero siempre iban al mismo sitio, a Suiza. Inder… Inter…
—¿Interlaken?
—Sí, exacto. Iban al Gran Hotel no-sé-qué y allí había un club infantil que funcionaba todo el día, siete días a la semana. Y también disponía de un servicio de canguros. —Michelle frunció los labios—. Nunca entendí eso, pero había muchas cosas de Encarna que no entendía. Supongo que eso era lo que me gustaba de ella: era una persona diferente. Me refiero a que la mayoría de la gente se va de vacaciones para pasar más tiempo con sus hijos, ¿no? La intención es esa, y no dejarlos con niñeras suizas.
Sam decidió que no quería darle muchas vueltas a la posibilidad de dejar a sus dos hijos con niñeras suizas. Kate y él se echarían en una tumbona junto a la piscina, leyendo un libro y tomando una copa, como en los viejos tiempos. El Gran Hotel no-sé-qué, en Interlaken. No tenía sentido buscarlo en Google: Kate vetaría el plan al instante y él quedaría como un imbécil por haberse atrevido a hacer una proposición tan indecente.
—En realidad, me sentí halagada por los celos de Encarna —dijo Michelle con amargura— cuando le conté que tenía novio y que ya no podría echarle una mano las veinticuatro horas del día.
—Yo creía que trabajaba a tiempo parcial —repuso Sam.
—Teóricamente, sí, pero a menudo me quedaba todo el día; era más cómodo. Mientras seguía estando soltera, no me importó; ganaba mucho dinero. Encarna instaló un pequeño gimnasio para mí en su casa; soy una adicta. —Michelle alzó un brazo para que Sam pudiera comprobar su tono muscular—. Incluso me compró un coche. Pero no un cacharro como el que tienen algunas de mis amigas… Me dejó que yo lo escogiera.
—Un Alfa Romeo rojo —dijo Sam.
—Exacto. —Michelle no le preguntó cómo lo sabía—. Me encantaba. Lo llamaba Speedy. Pero luego ella…
Sam esperó a que Michelle se serenara. Odiaba que la gente pusiera nombre a los coches. El Volkswagen Passat que tenían él y Kate tenía uno. Le parecía tan embarazoso que durante años fingió no recordarlo.
—¡Me obligó a devolverlo en cuanto le dije que no pensaba cancelar el viaje! Me dijo que la había traicionado, que no me lo merecía y me tendió la mano para que le entregara las llaves. ¡Y yo se las di! Era mi coche… Tendría que haberla mandado a la mierda… ¡Oh, disculpe la expresión! Pero me quedé atónita. Ella siempre había sido muy amable conmigo, y de repente se comportaba como la peor persona del mundo… Si solo hubiese sido un poco irracional, quizá me habría enfrentado a ella. Yo no dejo que nadie me pisotee. Sin embargo, se comportó de una forma tan horrible que perdí el control. No podía pensar con claridad; no paraba de decirme que aquello no podía estar pasando. Y… estaba tan segura de lo que decía que pensé que tal vez tuviera razón y que me lo merecía.
—Michelle, ¿Encarna quería a Amy? —preguntó Sam.
—Por supuesto que sí. El único problema era que no llevaba bien lo de ejercer de madre. No era lo suyo. Y siempre fue muy sincera al respecto… Yo la admiraba por ello. Bromeaba sobre lo mala que era como madre. A veces decía: «Santa Michelle, haz el favor de llevarte a esta niña o acabaré colgándome de una viga».
—¿Bromeó alguna vez sobre la posibilidad de matar a Amy?
Una pausa.
—No.
—¿Michelle?
—Ya se lo he contado. Cuando la oí decir que acabaría por matar a Amy si tenía que cuidar de ella durante esas vacaciones. Amy tenía esa lamparilla de noche negra y plateada. En realidad era como una lámpara de escritorio, pero normalmente estaba en el suelo del baño… Había un enchufe en el rellano, junto a la puerta… Se quedaba encendida toda la noche. La puerta de la habitación de Amy y la del baño tenían que estar abiertas lo justo para que el dormitorio de la niña no estuviera demasiado oscuro ni demasiado iluminado. —Michelle esbozó una sonrisa, pero la reprimió al instante—. Amy era muy especial. A veces podía perder los estribos, pero era adorable.
—Continúe —dijo Sam.
—¿Qué? ¡Ah! Encarna utilizaba la lamparilla de noche cuando quería leer en la bañera. La luz principal del baño le parecía demasiado fuerte y cuando la encendías también se escuchaba el zumbido del ventilador. Solía colocar la lamparilla de Amy en el borde de la bañera.
«¿Quién podía ser tan imprudente y estúpido como para correr un riesgo así?», se preguntó Sam. Entonces adivinó adónde iba a parar la historia que le estaba contando Michelle y sintió náuseas.
—¿Encarna dijo que lanzaría la lamparilla de noche al agua mientras Amy se estaba dando un baño? —preguntó, esperando que se confirmaran sus peores sospechas.
Michelle asintió con la cabeza.
—Sí. «Si nos dejas, un día de estos voy a tirar esa lamparilla mientras Amy esté tomando un baño», me dijo. «Todo el mundo me dice que me voy a electrocutar, pero mi espíritu de sacrificio no llega hasta ahí». Fue horroroso… Amy estaba detrás de ella y lo oyó todo. Encarna no la había visto, y cuando se dio cuenta de que estaba allí se sintió fatal. Le dio un enorme abrazo y… En realidad, no lo decía en serio. Lo que pasa es que le gustaba ser dramática, y a Amy también. Esa fue la razón de que después de que me gritara, me quitara el coche y me echara, no me lo tomara muy a pecho. Pensé que al cabo de unos días me llamaría, me suplicaría que la perdonase y me diría que no podía vivir sin mí. Siempre me lo decía. Sin embargo… Nunca volví a saber nada más de ella. La llamé una y otra vez, pero ignoró todos mis mensajes. —Michelle levantó los ojos y miró a Sam—. ¿Cómo es posible que pasara de no poder vivir sin mí a no querer hablar nunca más conmigo? No tiene sentido.
Sam pensó que resultaría poco apropiado decirle que la muerte de Encarna y el hecho de que la hubieran enterrado podía tener algo que ver en ello. En aquel preciso instante, Sam pensó que Encarna Oliva merecía morir. Kate habría opinado lo mismo y no se habría sentido culpable en absoluto; ella era mucho menos compasiva que Sam.
—Michelle, ¿recuerda cuándo le comentó por primera vez a Encarna que tenía novio? Si eran amigas, supongo que lo compartiría con ella.
—Sí. Se lo conté de inmediato.
—¿Puede que fuera a principios de abril del año pasado?
—Sí.
—¿Y Encarna se alegró por usted?
—Me dio un abrazo y… —Michelle parpadeó varias veces—. ¿Por qué será que los buenos recuerdos son los que más duelen? Se echó a llorar y… prácticamente no dejaba que yo me soltara. Luego me dijo: «Ese hombre te alejará de nosotros».
—¿Y usted qué le contestó?
—Le dije que no era cierto y que pensaba seguir trabajando hasta que tuviera un hijo, y que para eso faltaba mucho.
—¿Y ella qué le respondió?
—Eso la animó. Me dijo: «Michelle, ¿acaso no te lo he dicho cientos, miles de veces? Tú no tienes por qué tener un hijo; ya tienes a Amy».
Sam intuyó que aún había más.
—¿Y luego?
—Luego me hizo un regalo: un cheque de dos mil libras.
—¿Qué tienes?
Simon se ahorró las cortesías de rigor cuando entró en el despacho de Norman Grace.
Norman tenía el rostro rojo por la emoción; al igual que Simon, quería ir directo al grano.
—Antes de que me lo preguntes, quiero decirte que no tengo ni idea de lo que significa. Descubrirlo es cosa tuya.
Norman sostenía una hoja de papel, blanca por la cara que Simon tenía ante él.
—Déjame ver.
Norman le pasó la hoja de papel y empezó a leer en voz alta por encima del hombro:
—«Necesito que esté ausente por la noche. Con eso no me refiero a un espacio de tiempo considerable; de las seis a las doce, por ejemplo. No vaya a creer la gente que tengo deseos así de locos».
—Para —le dijo Simon—. Antes de leerlo debo saber de qué se trata.
—¿No lo reconoces?
Simon echó un vistazo al resto del texto.
—Reconozco la intención de fondo, sí. Es la misma del diario de Geraldine Bretherick. Sin embargo, está expresada de forma muy torpe, como si lo hubiese escrito alguien que hubiera tomado Prozac o… alguien que hubiese vivido hace un siglo. El estilo es arcaico.
Norman asintió con la cabeza, satisfecho de que Simon hubiese llegado a la misma conclusión que él.
—Después de buscar lo que me pediste… Después de descubrir lo de Jones y ver que tú tenías razón, decidí echar una ojeada al resto del disco duro. Encontré un archivo borrado que también se llamaba «diario». —Norman sonrió orgullosamente—. El nombre estaba escrito en minúsculas, mientras que el archivo del diario que habíamos examinado hasta ahora se llamaba «diario», escrito en mayúsculas.
Simon casi no se atrevía a respirar.
—Se trata del mismo diario —explicó Norman—. Las mismas fechas, el mismo número de entradas, el mismo contenido y el mismo significado. Sin embargo, el archivo «diario», el que fue borrado, está muy mal escrito. Por decirlo de algún modo, parece obra de alguien que recibió un golpe en la cabeza y lo escribió sin haberse recuperado.
Simon volvió a leer el texto. «Necesito que esté ausente por la noche. Con eso no me refiero a un espacio de tiempo considerable; de las seis a las doce, por ejemplo. No vaya a creer la gente que tengo deseos así de locos. Lo que haría feliz serían dos horas y media. Entre las ocho y media y las once. Mi cuerpo no permanece despierto después de esa hora porque los segundos que estoy despierta cada día me dejan agotada. Me comporto como una trabajadora atiborrada de anfetaminas, sonriendo cuando no tengo ganas de hacerlo y pronunciando palabras que no son las que querría decir. No como. No paro de elogiar obras de arte que en mi opinión deberían tirarse. Esta es la descripción de un día típico, y es por esto que nadie puede violar el tiempo que va de las ocho y media hasta las once. Si eso ocurriera, mi cordura estaría perdida».
—¿«Mi cordura estaría perdida»? —murmuró Simon.
—Lo sé. Mira, esta es la segunda versión, la del archivo «diario», que fue creado seis días después de los últimos cambios que se introdujeron en el que se llama «diario», en minúsculas. Luego, ese archivo se abrió muchas veces (de hecho, cada vez que se abría el nuevo, el llamado «diario», en mayúsculas), aunque nunca fue modificado. Ella no tenía por qué modificarlo, ¿no?, ya que la segunda versión era un documento aparte.
Simon cogió la hoja de papel de la mano de Norman. Esta vez le dejó leer todo el texto en voz alta.
—«Por las noches necesito que no esté ahí. ¡Las noches! Alguien podría pensar que quiero decir entre las seis y medianoche o algo así de exagerado, pero no. Me refiero a un par de horas, entre las ocho y media y las once. Físicamente soy incapaz de seguir levantada hasta esa hora, porque para mí todos los minutos del día son agotadores. Me muevo como si fuera una esclava que tuviera mucha prisa, con una falsa sonrisa en la cara, diciendo cosas que no pienso, sin tiempo para comer, mostrándome entusiasmada por obras de arte que merecerían ser destruidas y lanzadas al cubo de la basura. Esa es mi típica jornada…, ¡qué suerte la mía! Esa es la razón de que el espacio de tiempo comprendido entre las ocho y media y las once sea sagrado, porque de otra forma perdería la cordura».
—Lo reescribió, ¿verdad? —dijo Norman—. «Un par de horas», «como si fuera una esclava»: dos expresiones muy eficaces. Y ese «¡qué suerte la mía!» al final. Lo convirtió en un texto más legible. Con más chispa, aunque también más amargo. Es como si hubiese releído la primera versión y, al encontrarla falta de tono, decidiera…, bueno, mejorarla un poco. Si quieres puedes leer ambas versiones, la original y la reescritura. Puedo imprimirte las dos.
—Imprime la original y házmela llegar lo antes posible —dijo Simon, dirigiéndose ya hacia la puerta—. Ya tenemos un montón de copias del primer archivo.
—Quieres decir del segundo —le gritó Norman. Pero Simon ya se había ido.
El rostro de Norman se ensombreció. Me ha salido el tiro por la culata, pensó. Le había dicho a Simon que era cosa suya descubrir qué significaba aquello, pero había esperado que al menos habría un poco de polémica y que podrían haber intentado resolverlo juntos. Sin embargo, pensándolo bien, cuando salió del despacho, Simon Waterhouse no tenía el aspecto de alguien que estuviera desconcertado. Lo cual resultaba desconcertante.
—¿Por qué una mujer que tenía intención de suicidarse querría mejorar las últimas y desesperadas muestras de su desgracia? —preguntó Norman a su mudo público de ordenadores.
Al igual que Simon Waterhouse, no le dieron ninguna respuesta satisfactoria.
Simon coincidió con Sam Kombothekra en la puerta de la sala del departamento de investigación criminal.
—Tenemos un problema —dijo Sam—. Keith Harbard está en recepción. Su taxi aún no ha llegado. ¿A qué hora vendrá Jonathan Hey?
—No me lo ha dicho. Solo me dijo que estaría aquí lo antes posible.
—Mierda —gruñó Sam, pasándose la mano por el pelo—. Solo nos faltaba eso.
—¿Y qué más da?
Simon siguió a Sam por el pasillo que conducía hasta la recepción.
—Son amigos. Harbard le preguntará a Hey qué está haciendo aquí y Hey le dirá que le hemos llamado en el último momento en calidad de experto. Y Harbard dirá que se supone que él es nuestro experto.
—¿Y? Nos deshacemos de Harbard lo más diplomáticamente posible.
—No veo la forma de que Harbard se vaya sin armar un escándalo, dejando que usurpe su puesto un colega más preparado…, y que entre otras cosas tiene la mitad de su edad. Llamará de inmediato al superintendente Barrow, ¡que ni siquiera sabe que hemos avisado a Hey!
—Eso es problema de Proust, no nuestro. Proust accedió a que Hey viniera; él se lo explicará a Barrow.
—Deberíamos haber ido a Cambridge. ¿Por qué no hemos ido a Cambridge? —Sam, usando otra de las técnicas de su mujer, respondió a su propia pregunta—. Pues porque tú ya habías invitado a Hey sin consultarlo con Proust o con…
—¿Sam?
—¿Qué?
—¿Oyes eso?
Los gritos eran cada vez más fuertes mientras corrían; una voz sobre todo: la de Harbard. Simon y Sam entraron en recepción por la puerta de doble hoja.
—Profesiones… Profesores… —dijo Sam, con la cara roja.
Simon comprendió su nerviosismo, aunque, a nivel personal, se sentía extrañamente ajeno a lo que estaba ocurriendo. Le sonrió a Jonathan Hey, que pareció aliviado al verlo. Hey miraba a Harbard con inquietud.
—¿Ha habido algún malentendido? —le preguntó a Simon—. Keith dice que no me necesitan.
—Pues Keith se equivoca.
Harbard se volvió hacia Sam.
—¿Qué pasa aquí? ¿Acaso ya no les sirvo? ¿Me mandan a casa y llaman a mi amigo sin decírmelo?
—Keith, no tenía ni idea de que no te habían informado —dijo Hey, con la misma expresión afligida del colegial que está a punto de ser castigado por el director de la escuela—. Mira, esta situación me resulta muy incómoda. —Hey miró a Simon, esperando que lo sacara del apuro—. Como dice Keith, somos amigos y…
Sam recuperó el control de la situación.
—Por aquí, profesor Hey —dijo, acompañando a Jonathan fuera de la recepción con una mano apoyada en su hombro para que no pudiera decidir irse con Harbard en un gesto de solidaridad. Las puertas se cerraron detrás de ellos.
—Seis, seis, tres, ocho, siete, cero —le dijo Simon a Harbard—. Es el número del taxi. Si no se presenta antes de cinco minutos, llámelo. Dígale que cargue la carrera en nuestra cuenta.
Simon volvió la espalda al airado profesor y se fue corriendo detrás de Sam y Jonathan Hey. Los pilló a medio camino de la sala de reuniones número uno.
—¿Qué le has dicho? —le preguntó Sam.
—Oh, solo lo he calmado un poco y he hecho que las aguas volvieron a su cauce.
—Sí, estoy seguro de ello.
—Espero que lo hiciera, Simon. —Hey parecía alarmado—. ¡Pobre Keith! Me gustaría llamarlo lo antes posible, si les parece bien. No me gusta la forma… en que se han desarrollado las cosas. ¿No podría haberme avisado o…?
—Jonathan. —Simon lo agarró firmemente por el brazo—. Sé que Keith es colega suyo y que no quiere ofenderlo, pero hay cosas más importantes que esa. Cuatro personas han muerto.
Hey asintió con la cabeza.
—Disculpe —dijo—. Ya sabe que estoy contento de ayudar, siempre que pueda.
—Para mí ya ha sido de gran ayuda —contestó Simon—. Esa es la razón de que el inspector jefe esté ansioso por verlo. El inspector Kombothekra puede confirmarle que Proust raramente demuestra interés por ver a nadie. ¿Verdad, Sam?
—Bueno… Hum… —Sam tosió para evitar dar una respuesta.
No era el momento de dejar en ridículo al inspector jefe delante de un desconocido. Jonathan Hey se volvió hacia Simon, intranquilo, y Sam hizo lo mismo. Simon pensó lo raro que le resultaba que alguien lo mirara en busca de confianza. Normalmente solía ser él quien intranquilizaba a la gente que tenía a su alrededor con un desasosiego interior que le resultaba muy difícil disimular. Ahora, por una vez, tenía la mente muy clara. No había tenido la oportunidad de hablarlo con Sam, no había estado el tiempo suficiente con Norman Grace para contárselo, pero la última pieza del rompecabezas había encajado en su sitio hacía unos minutos, en el despacho de Norman. Ahora lo sabía todo. Charlie tendría que casarse con él. Si realmente quería que ella lo hiciera…
Entraron en la sala de reuniones número uno, donde Proust los estaba esperando. El inspector jefe hizo gala de una inusual cortesía cuando le estrechó la mano a Jonathan Hey y dijo que estaba encantado de conocerlo. Parecía totalmente fuera de lugar, de pie junto a una bandeja con té, café, azúcar, leche, tazas, platos y un impresionante surtido de galletas, probablemente una caja entera. Debajo de la bandeja había uno de esos trapos con encajes que Simon nunca llegó a saber cómo se llamaban. ¿Lo habría pedido Proust? ¿O habría sido Sam? Simon les había contado a ambos que Hey era un tipo elegante, acostumbrado a los lujos y refinamientos del colegio universitario Whewell de Cambridge.
—¿Té, profesor? —preguntó Proust—. ¿O café?
—Normalmente no suelo… ¡Oh, tonterías! Me tomaré un café, gracias. Con leche, sin azúcar. —Hey se sonrojó—. Lamento ser tan remilgado, pero si tomo demasiada cafeína tengo problemas de estómago, pero creo que una taza no me sentará mal. El té a la menta, cuando lo tomas sin parar, tiene efectos depresivos.
—Yo también tomo té verde —dijo Proust—. Pero, puesto que aquí no hay, me arriesgaré a tomar una taza del más fuerte. ¿Inspector? ¿Waterhouse?
Ambos asintieron con la cabeza. ¿Sería el propio Proust quien iba a servirlos a todos? Increíble, pero cierto. Simon le observó mientras vertía la leche en las tazas, luego té en tres de ellas, azúcar en una y café y azúcar en la cuarta. Sabe que Sam no lo toma con azúcar y yo sí… Debe de haber tomado nota y luego ha archivado la información. Simon sintió un ápice de afecto por Muñeco de Nieve.
Después de servir las tazas, Proust las colocó en fila sobre la bandeja y se echó atrás para admirarlas, complacido al verlas perfectamente alineadas. Hey estaba hablando con Sam sobre su viaje hasta Spilling y lo mucho que había tardado en llegar desde Cambridge. ¿Acaso se lo había preguntado? Simon no lo había oído hacerlo.
—La A14 puede ser mortal —decía Hey—. Había una cola interminable de coches que avanzaban a paso de tortuga. Siempre hay algún accidente.
—Pero esta noche no ha tomado la A14 —intervino Simon.
Hey parecía confuso.
—No, yo…
Cuando vio que Proust se acercaba a él, extendió la mano y sonrió, dispuesto a coger su taza de café. Luego, al ver lo que sostenía el inspector jefe, dio un paso atrás.
Eran un par de esposas.
—Jonathan Hey, queda detenido por los asesinatos de Geraldine y Lucy Bretherick —dijo Proust— y por los de su mujer y su hija, Encarnación y Amy Oliva.