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Viernes, 10 de agosto de 2007

Tras haber roto todos los cristales con la pata de la camilla de masaje, me coloco sobre el alféizar de la ventana y salto al patio. Me muevo a ciegas de un lado a otro, gimoteando como un animal herido, golpeándome contra el seto y acto seguido con el muro. A pesar del sol, mi cuerpo está frío como el hielo. Me paro, me envuelvo mejor con la fina bata manchada y me aprieto el cinturón.

Estoy atrapada. Una vez más. Este patio es una celda al aire libre que rodea toda la casa. Hay una segunda puerta de madera que no podía ver desde la ventana, pero también tiene un candado.

Apoyados contra la pared hay tres contenedores de basura: verde, negro y azul. Agarro el de color verde y lo arrastro hasta el seto. Si pudiera colocarme encima… Lo intento, pero es demasiado ligero y los lados muy blandos. No hay nada sobre lo que pueda apoyar el pie. Salto una, dos veces, pero pierdo el equilibrio. ¡Piensa, piensa! La idea de que ese hombre pueda volver en cualquier momento para matarme me martillea el cerebro. «¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!», grito a pleno pulmón, pero no oigo nada. Nadie responde. El aire que me rodea está en silencio; no oigo ni siquiera el ruido del tráfico a lo lejos.

Apoyándome en él con todas mis fuerzas, empujo hacia uno de los contenedores un enorme y pesado tiesto de terracota, que rasca el suelo de cemento con un ruido tremendo. Jadeando a causa del esfuerzo, finalmente consigo darle la vuelta. La base es ancha y plana. Usándola a modo de escalón, me subo al contenedor y me pongo de rodillas. Durante unos segundos, agito los brazos, consciente de que voy a perder el equilibrio. Me abalanzo sobre el seto, me agarro a él y consigo mantenerme en pie, inclinando la parte superior de mi cuerpo sobre el tupido bloque de hojas y ramas.

Mirando por encima del seto, veo una calle vacía, tres farolas —de las que imitan las antiguas, de linterna— y la parte final de un callejón sin salida con casas idénticas a esta, con idénticos jardines. Me vuelvo para echar un vistazo a la casa de la que acabo de escapar. Su fachada lisa e uniforme, de piedra marrón claro, no me dice nada. No tengo ni la más remota idea de dónde me encuentro.

No soy lo bastante alta para subir desde el contenedor a la parte superior del seto. Si el contenedor fuera unos cuantos centímetros más alto o el seto más irregular, para que pudiera usarlo como repisa… Trato de poner en él los pies descalzos, pero es demasiado sólido. Me quedo mirando fijamente su plana superficie, incapaz de creer que esté tan cerca y aún así no pueda conseguirlo.

¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?

Las botellas de leche. Podría coger una hoja de papel y un bolígrafo de mi bolso, escribir una nota y meterla dentro de una botella vacía. ¿Podría lanzarla lo bastante lejos como para que aterrizara en uno de esos jardines? Y, en caso de conseguirlo, ¿cuánto tiempo tendría que esperar hasta que llegara la ayuda?

Bajo del contenedor y doy toda la vuelta a la casa hasta llegar de nuevo a la ventana con los cristales rotos. Debajo, excavada en la pared, hay una pequeña hornacina. En ella hay dos botellas de leche llenas y otra vacía, en cuyo cuello hay un trozo de papel enrollado.

El hombre que me ha secuestrado y violado le ha dejado una nota al lechero. Aún sigue moviéndose en el mundo real, ese mundo que yo no consigo alcanzar.

Cojo la nota y la leo. Dice así: «Espero que haya recibido mi mensaje, en el que le decía que ya no viniera más. En caso contrario, por favor, no me traiga más leche hasta nuevo aviso. Estaré fuera alrededor de un mes. ¡Gracias!».

Estaré fuera alrededor de un mes… De no haber escapado, habría muerto. Su plan era dejarme morir en esa habitación. Pero…, si las dos puertas del patio están cerradas por dentro, ¿cómo ha podido el lechero…? ¡Oh, Dios mío! ¡Eres idiota, Sally! Ni siquiera he intentado abrirlas. He visto los candados y he dado por sentado que…

La puerta que podía ver desde la ventana está cerrada, pero la segunda, la que está en uno de los lados de la casa, no. Tiene el candado, que es lo que yo he visto y lo que me ha confundido. Sin embargo, solo está colgado de la puerta; no lo engancharon a la parte que está fijada en el muro. Tiro de la puerta, que se abre hacia mí. Lo que veo es otra calle, vacía y silenciosa.

¡Corre! ¡Corre hacia la policía!

Con el corazón latiéndome a toda velocidad, cierro la puerta con la misma fuerza con la que la he abierto. No va a volver. No antes de un mes. Si consiguiera entrar en otra parte de la casa, podría asearme; no tendría que correr por las calles vestida tan solo con una bata que está manchada con mi propia sangre. Si la policía me ve en este estado, sabrán que William Markes me obligó a desnudarme. Nick se enterará y… No me siento capaz de enfrentarme a ello. Tengo que volver a entrar en la casa.

Una maceta pesada debería bastar para romper una ventana de doble cristal. Aunque lo intento, no consigo levantar la que parece más pesada. Sin embargo, apoyadas contra la pared hay otras tres más pequeñas, alineadas junto a un zócalo de cemento. Arranco las plantas y trato de agarrar el tiesto por la base. Sosteniéndolo bajo mi brazo derecho, como si fuese un ariete, y aguantando su peso con ambas manos, corro con todas mis fuerzas hacia la ventana de la cocina, jadeando. El cristal se rompe tras el segundo intento. Tras el tercero, se quiebra.

Salto por la ventana para entrar en la casa y me hago cortes en las manos y las piernas, pero me da igual. El libro de cocina está de nuevo sobre la encimera, junto a la pistola. No se ha llevado el arma. Se ha rendido. Se ha rendido y me ha dejado para que muriera aquí. Doy un paso atrás y noto la bilis en la garganta al ver la jeringa junto al fregadero.

Ahora que la he visto, no puedo quedarme en la cocina. Con náuseas, subo las escaleras. Ropa. Necesito ropa. Los armarios de las habitaciones azul y rosa están vacíos. Hay algunas piezas colgadas en perchas de madera en el armario del dormitorio principal, pero son de hombre. Es su ropa. Un traje, un abrigo acolchado con manchas de pintura en los brazos y un montón de llaves en uno de los bolsillos, dos camisas y un par de pantalones de pana de color caqui.

La idea de ponerme su ropa es implanteable. Me echo a llorar. Quiero mi ropa. ¿Dónde la habrá dejado? De pronto, se me ocurren dos ideas: el baño cerrado con llave. Un bolsillo lleno de llaves…

Las tiro todas al suelo. Algunas son demasiado grandes, demasiado pequeñas o de formas muy raras. Dejo todas esas a un lado. Quedan cinco. La cuarta es la que abre la puerta. El baño es grande, casi tanto como el dormitorio principal, con una bañera a ras del suelo en una esquina. En el centro del cuarto, como si se tratase de una pira —una especie de montículo funerario o una hoguera esperando ser encendida—, veo las pertenencias de alguien. Ropa, zapatos, bolsas, libros de ejercicios escolares, muñecas Barbie, un reloj, un par de guantes de goma amarillos para lavar los platos, un frasco de Eau du Soir de Sisley, gemelos de oro y de perlas: cientos de cosas. Cosas que en un tiempo fueron de una mujer y de una niña. Todas sus posesiones, amontonadas en esta habitación. Y, en lo alto del montículo, mi ropa y mis zapatos. ¡Gracias a Dios!

Me abro paso entre el montón de cosas y las oigo caer en el lavabo y en la bañera. El ruido más fuerte lo produce una lámpara de mesa negra con el brazo articulado y base de cromo. Me asusto hasta que veo de qué se trata. Es una pequeña criatura de cabeza negra y espina dorsal plateada. La lámpara se ha caído y se ha hecho añicos en el lavabo.

Mi corazón se acelera cuando descubro dos pasaportes. Abro el primero y voy a la última página. Es ella, la niña de la fotografía: Amy Oliva. El otro es el de su madre; su cara me resulta tan familiar como la de su hija por la misma razón. Encarnación. ¿Un nombre español? Sí. Hace un momento he ojeado un cuaderno que estaba escrito en un idioma extranjero.

El padre de Amy Oliva. Pero él me dijo que se llamaba William Markes.

En una bolsa de plástico que han cerrado sin apretar mucho encuentro algo pegajoso y de color verde. Es un uniforme, el del St Swithun’s. El uniforme de la escuela de Amy. ¿Por qué está mojado? ¿Y por qué huele tan mal? ¿La ahogaría?

No puedo seguir aquí, rodeada de las cosas de gente que está muerta. Sé que Amy y Encarnación están muertas; estoy segura de ello, es como si hubiese encontrado sus cadáveres. Cojo mi ropa, bajo las escaleras, abro el grifo de la ducha del diminuto baño y me quito la bata. Debajo de la cintura hay una enorme mancha roja. Parece que la hayan utilizado para cubrir una herida de la cabeza.

Me lavo a toda prisa; el agua, junto a mis pies, pasa del color rojo al rosa hasta ser incolora. Cuando estoy lista, cojo la toalla azul que está perfectamente doblada encima del radiador, me seco y me visto.

Ahora puedo salir de aquí, volver a casa, llamar a la policía. Podré traerlos a este lugar y ellos encontrarán… No. Hay cosas que no puedo permitir que encuentren. Tengo que poder seguir con mi vida una vez salga de aquí… La vida que quiero, la vida que llevaba antes… En caso contrario, ¿qué sentido tendría todo?

Nadie debe saber lo que me ha hecho.

Vuelvo al baño del piso de arriba. Evitando las arcadas, saco el maloliente uniforme de Amy Oliva de la bolsa de plástico. Luego recorro toda la casa sin prisas, recogiendo todas las cosas que no pueden quedarse aquí: la bata, la jeringa, el cuaderno escrito en español.

Cuando cruzo el patio para salir a la calle, empiezo a temblar violentamente.