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10/8/07

Sam Kombothekra se dio cuenta de que, cada vez que se movía, debía tener mucho cuidado con dónde ponía los pies en aquel apartamento con varios niveles si no quería romperse el cuello. Había un tramo de escaleras en cada esquina y, como si eso no bastase, el salón, los rellanos y todos los peldaños estaban sembrados de bolas de madera de vivos colores. Hacía un momento, una de color verde había estado a punto de hacerle caer al suelo.

Se quedó mirando fijamente el sobre que tenía en la mano, preguntándose cuándo debería decir algo y a quién. ¿Debía hablar con Esther a solas? ¿Con Nick a solas? ¿O con los dos a la vez? Quizá no se trataba de nada importante.

De no haber estado esparcida por el suelo, seguramente no se habría fijado en la correspondencia de los Thorning. Antes de subir las escaleras, había recogido el correo y lo había ordenado en una pila para hacerle un favor a Nick Thorning, quien, a juzgar por el aspecto que tenía su casa, no se las arreglaba demasiado bien en ausencia de su mujer. Sus dos hijos, Zoe y Jake, estaban a salvo en casa de la madre de Nick. Había sido idea de Esther Taylor, que la había propuesto justo un segundo antes de que lo hiciera Sam.

Simon Waterhouse no se había equivocado con respecto a Esther. Bueno, casi. Charlie Zailer la había encontrado en la recepción de la comisaría de Rawndesley, donde estaba echando chispas porque nadie parecía dispuesto a creer que alguien quería matar a su mejor amiga. Sam había escuchado su largo relato, en el que tenía un papel muy importante una canguro, al parecer sexualmente frustrada, que creía que una operación de reducción de pechos era más importante que salvar el ecosistema del lago de Venecia.

A pesar de su impertinencia, su prepotencia y su tendencia a la exageración, Esther se había revelado como una gran ayuda en muchos sentidos. Nick Thorning no se había dado cuenta de que su mujer, de forma velada, le había mandado un mensaje diciéndole que se encontraba en peligro. No recordaba dónde trabajaba Owen Mellish; de ese hombre solo sabía que para Sally era como un grano en el culo. Había sido Esther quien, cuando llamó y Nick le contó que Sally se había ido a Venecia con Mellish, se dio cuenta de que algo no iba bien. Mellish no tenía nada que ver con el tema de Venecia. Aquel tipo trabajaba con Sally en SH Silsford, una empresa que asesoraba en temas hidráulicos. Sam, que había interrogado a Mellish en el apartamento de la novia de este, no había encontrado ni rastro de Sally ni ninguna prueba que diera a entender que Mellish la había secuestrado o que había matado a alguien. Lo único que encontró fueron unas cuantas bolsitas con cocaína y que en su momento emplearía para mandar a Mellish a la cárcel.

Sam subió las escaleras que conducían al salón. Nick Thorning estaba sentado en el sofá; Esther, a su lado, le cogía de la mano, lo quisiera él o no. Simon y Charlie se habían acomodado en sendas butacas, delante de ellos.

—He llamado a la compañía de tarjetas de crédito y luego al hotel. —Sam intentó quedarse de pie en un trozo de moqueta en la que no hubiera un periódico, un lápiz, un biberón o un pañal—. Esther está en lo cierto: era el Seddon Hall, de York. Sally se alojó allí entre el 2 y el 9 de junio del año pasado.

Sam asintió con la cabeza en dirección a Simon, que había arqueado una ceja. En efecto: la persona con el segundo nombre que había dado a la recepcionista del hotel también había dejado el hotel el mismo día. Simon pareció aliviado y luego un poco aturdido. Esa era la expresión que tenía siempre cuando se demostraba que estaba en lo cierto. Sam intentó no pensar en todas las veces que se confirmaban las hipótesis de Simon. De haberlo hecho, es posible que hubiera tenido ganas de presentar su dimisión.

No te lo tomes muy a pecho, Nick. —Esther le apretó la mano con tanta fuerza que parecía a punto de arrancarle la piel—. Ella necesitaba un respiro, eso es todo. Cuando el trabajo la superó… En fin, lo hizo más pensando en ti y en los niños que en ella. —Esther miró a su alrededor, buscando apoyo para su tesis—. Había llegado al límite; le hacía falta un descanso para poder seguir adelante. Díganme, ¿sus mujeres no trabajan? —añadió, mirando a Sam y a Simon con aire desafiante.

Kate, la mujer de Sam, no trabajaba. Y el motivo de que por la noche estuviera incluso más cansada que él continuaba siendo todo un misterio.

—La mujer del subinspector Waterhouse trabaja todo el día —intervino Charlie—. De todas formas, ellos no tienen hijos.

Sam no pudo evitar lanzarle la mirada que sabía que debía lanzarle. Comprendió que Charlie estaba enfadada porque la habían mandado a recoger a Esther a Rawndesley —como si fuera una novata—, y seguía estándolo porque aún no habían tenido tiempo de ponerla al corriente de las últimas novedades.

—¿Tan terrible es la vida de Sally? —preguntó Nick con voz tranquila—. Yo pensaba que era feliz conmigo y con los niños.

—Y lo es —insistió Esther.

—Si necesitaba tomarse un descanso, ¿por qué no me lo dijo?

Simon se aclaró la garganta.

—Señorita Taylor, ¿qué fue exactamente lo que le contó Sally sobre ese hombre que conoció en Seddon Hall?

—Ya se lo dije. Una noche, en el bar, empezaron a hablar. Él le dijo que se llamaba Mark Bretherick, que también vivía en Spilling… O sea que tenían eso en común… o al menos eso era lo que creía Sally… Estuvieron charlando un rato sobre… los sitios más conocidos de la zona.

—¿Los sitios más conocidos de la zona? —A Sam le pareció muy extraño—. ¿Por ejemplo?

—Hum… Bueno, no lo sé con exactitud. Yo vivo en Rawndesley y nací en Manchester, pero…

—¿El monumento a los caídos? —sugirió Simon—. ¿Las tiendas de antigüedades?

—No me refería exactamente a sitios turísticos. Hablaron simplemente de… cosas locales.

—¿Hablaron solo en esa ocasión?

—No. —Esther parecía más segura de sí misma—. Él estuvo toda la semana en el hotel y Sally se lo encontró más veces: en el bar, en el spa… Creo que hablaron en varias ocasiones.

Sam estaba cada vez más convencido de que Sally Thorning había hecho algo más que coincidir casualmente con aquel hombre a quien todos creían ahora autor de cuatro asesinatos. Si habían mantenido relaciones sexuales, era posible que Esther estuviese al corriente de ello y Nick Thorning no. Y Esther había decidido guardar el secreto de su amiga. Sam pensó que eso daba igual. Lo que importaba era localizar a Sally y detener a ese hombre antes de que alguien más saliera malherido. Puede que Sellers y Gibbs ya hubieran hecho ambas cosas; Sam rogaba a Dios que así fuera.

—Sally no me contó nada —le dijo Esther a Nick—. Al menos durante mucho tiempo. Solo lo hizo cuando la historia de los Bretherick salió en las noticias.

—Ya, ¡y entonces te lo contó! Deberías habérmelo dicho. Soy su marido.

Nick Thorning miró a su alrededor como si esperara una confirmación de alguno de los presentes.

—Sally no quería que te preocuparas.

—Ella estará bien, ¿verdad?

—¿Ha visto esto, Nick?

Sam le tendió el sobre que tenía en la mano.

—Sí, esta mañana. ¿Por qué?

Estaba claro que la carta no le decía nada. ¿Era una buena señal?

—Va dirigida a Esther —dijo Sam.

—Lo sé.

—Y Esther no vive aquí.

—¿Cómo? —Esther alargó el cuello para echar un vistazo a la letra del sobre—. ¿Va dirigida a mí?

—Ya sé que Esther no vive aquí —repuso Norman irritado—. No soy estúpido. Pensé que Sally sabría de qué se trataba y que se ocuparía de ello a su regreso. Lo único que quiero es que vuelva.

Lo hará, ¿verdad?

—Estamos haciendo todo lo posible por localizarla y conseguir que vuelva aquí sana y salva —le respondió Sam—. Señorita, ¿le importaría abrir la carta?

Esther abrió el sobre y sacó un pequeño cuaderno de tapas verdes y una tarjeta postal.

—No sé qué… —Levantó los ojos y se quedó mirando a Sam, con expresión frustrada—. Va dirigida a mí, pero no tengo ni la menor idea de lo que significa esto.

Sam, que temía estar igual de perdido, se alegró al ver que lo comprendía todo de inmediato. Reconoció el nombre de Sian Toms: era la ayudante de los profesores del St Swithun’s. Sally Thorning había dicho llamarse Esther Taylor cuando visitó la escuela, pero debió darle su verdadera dirección a Sian Toms.

«Querida Esther», decía la tarjeta postal. «Este es el diario escolar de Amy Oliva, del que le hablé cuando nos vimos. Por favor, no le cuente a nadie que se lo he mandado, porque tendría muchos problemas en mi trabajo. Asimismo, le pido que me lo devuelva en cuanto lo haya leído para que pueda colocarlo de nuevo en su sitio. Muchas gracias. Envíemelo a mi domicilio particular: apartamento 33, Suree Court, Lady Road, 27, Spilling. Saludos cordiales. Sian Toms».

Sam abrió el diario. La primera entrada estaba fechada el 15 de septiembre de 2005, al principio del curso que iba a ser el último de Amy en el St Swithun’s. La letra era la de Amy o, al menos, era claramente la de una niña: grande e infantil. Cuando Sam empezó a leer las primeras palabras, sintió un escalofrío.

Esta semana, mamá y papá y yo fuimos a Aton Towers. Después de muchas joras de cola, llegamos a Log Flume, que no era gran cosa. Había una atracción que se llamaba Agujero Negro a la que yo quería montar, pero mamá me dijo que era demasiado pequeña y que era solo para mayores. Le pregunté si ella y papá querían montar, y ella me dijo: «No es necesario. Papá y yo ya estamos en un agujero negro. Se llama ser padres».

Sam pasó a la siguiente anotación. Era mucho más larga, aunque la letra era la misma.

Esta semana ha sido fantástica. No he comido más que chocolatinas y bollos. Para desayunar, para comer y para cenar. El domingo por la tarde me puse enferma, pero, en general, creo que ha merecido la pena. El viernes por la noche estaba más arisca de lo normal (a los que me conocen bien les costará imaginar que eso sea posible), de modo que le pedí a mamá si podía tirar a la basura la parte más horrible de la cena —lo más sano, lo que ella había cocinado especialmente para mí y que había separado para congelarlo en un bol de plástico de color violeta— y pasar directamente al premio que me espera solo si me como un montón de repugnante verdura. Me llevé una agradable sorpresa cuando me dijo: «Sabes una cosa, ¿Amy? Este fin de semana puedes hacer lo que te apetezca siempre y cuando yo también pueda hacerlo. ¿Trato hecho?». Evidentemente, le dije que sí y ella sacó todo el chocolate del armario de los dulces, lo lanzó en mi regazo y luego cogió un libro que la apetecía leer. Le pedí que me pusiera el DVD de «Annie», pero entonces me recordó que las dos estábamos haciendo exactamente lo que nos apetecía y me dijo que levantarse la silla para pelearse con el reproductor de DVD no era algo que tuviera ganas de hacer. Tampoco le apetecía dibujar, jugar a cocinar o a la peluquería, hacer un rompecabezas o tener la casa llena de mocosas chillonas obsesionadas con el color rosa y la Barbie, como Oonagh y Lucy. ¡Vale, muy bien! En realidad, su más razonable rechazo me hizo pensar que, a veces, le pido demasiadas cosas a mamá… Por ejemplo, que me sirva bebidas que luego no me tomo o que me dé cosas con las que de hecho no me apetece jugar… No lo hago porque quiera de veras lo que le pido, sino por el placer de hacerle hacer algo, porque creo que su papel en la vida es el de atender todos mis deseos. Si no está dispuesta a servirme como una criada, tengo la sensación de que algo no va bien. Todos los niños occidentales son así. Mamá dice que se debe a que la sociedad los sobreprotege y lo consiente demasiado. Es por eso que siempre trata de comprar productos —lo que sea— de cualquier marca que, según dicen, se aprovecha del trabajo infantil. Debo admitir que en eso tiene razón. Si yo limpiara chimeneas o cosiera prendas de ropa en una fábrica durante todo el día, comprendería perfectamente que después de una jornada de duro trabajo, lo último que desearía es que alguien me diera más trabajo en casa.

Debajo de esta entrada, con rotulador rojo, alguien había escrito:

«Por favor, señora, le ruego que no insista con esto. Amy lo pasa muy mal cuando no puede leer al resto de la clase su diario del fin de semana o nosotros no podemos incluirlo en el Libro de actividades. ¿Podría dejar que fuera Amy quien escribiera su diario, como sus otras compañeras, en vez de ser usted quien se lo dicte para que ella lo escriba? Muchas gracias».

—¿Piensa decirnos de qué va esto? —preguntó Nick Thorning.

—Es tan solo el diario de una niña —dijo Esther.

A Sam le dieron ganas de pegarla. Echó un vistazo a la siguiente entrada, que era la última. A diferencia de las otras dos, en ella había faltas de ortografía.

Este fin de semana he jugado con mis amigas y fui a al teatro a ver el Show Mágico de Mungo. Fue precioso.

Debajo de lo que Amy había escrito, había un enorme asterisco rojo. Alguna profesora había escrito:

«¡Es fantástico, Amy!».

Fuera quien fuera esa profesora, a Sam también le dieron ganas de pegarla.

Todos los días se aprende algo nuevo, pensó Gibbs mientras esperaba a que Cordy O’Hara volviera al salón con su hija Oonagh. Asesora bancada en temas artísticos. Se había pasado media hora al teléfono hablando con el banco Leyland Carver antes de ir a casa de los O’Hara y había descubierto que Encarna Oliva era uno de los dos empleados del banco especializado en asesorar a los clientes sobre en qué cuadros, esculturas, instalaciones y piezas de arte conceptual deberían invertir. Gibbs esperaba haber conseguido disimular bien su disgusto. ¿Acaso esos gilipollas ricos no eran capaces de escoger un cuadro por sí mismos? ¿Qué sentido tenía vivir si luego se pagaba a otro para tomar hasta la más pequeña decisión?

A Gibbs le gustaba la idea de que la riqueza volviera estúpida a la gente. Y también le gustaba sentirse escandalizado. No entendía por qué, simplemente era una sensación agradable. Cuando se enteró del sueldo que cobraba Encarna Oliva por llevar a cabo aquel trabajo totalmente inútil, sin contar las primas… Esperaba que Lionel Burroway, un empleado del banco Leyland Carver, no llamara a la comisaría para quejarse de su reacción cuando este Ir había informado de la suma.

La señora Oliva trabajaba muy duro y a menudo más de lo que le correspondía —dijo Burroway, a la defensiva—. La mayoría de visitas que realizaba se programaban por la noche y debía viajar frecuentemente al extranjero. Su trabajo suponía para nuestra compañía diez, veinte veces lo que ella ganaba. Era muy buena en su trabajo.

—Estupendo —gruñó Gibbs.

Para él, la idea de que el trabajo de alguien se tradujera realmente en dinero era nueva. «Me he equivocado de profesión», pensó. Todo su trabajo se traducía en cerdos delincuentes que a nadie apetecía conocer.

Le preguntó a Burroway si Encarna Oliva tenía algún colega o un amigo llamado Patrick. El empleado le dijo que no recordaba a ningún Patrick que hubiese trabajado en el banco. Cuando Gibbs insinuó la posibilidad de que Encarna se hubiese fugado con ese hombre a España, Burroway le contestó en un tono de voz glacial.

—Lo cierto es que dejó su trabajo de forma un tanto extraña. Habría preferido que me lo hubiese dicho personalmente antes que enterarme a través de un correo electrónico, pero… En fin, supongo que si ella fue…

«Si fue asesinada, no puedes tomarla con ella por despedirse a la francesa», se dijo Gibbs, sonriendo. Incluso sabiendo que Encarna estaba muerta, Burroway se sentía molesto por tener que sacarla del aprieto.

La música que Cordy O’Hara había dejado puesta estaba taladrándole el cerebro a Gibbs. Se levantó, se dirigió hacia el pequeño equipo estéreo portátil gris que había en el suelo y bajó un poco el volumen. Echó un vistazo al estuche del cd que se balanceaba sobre el aparato: The Triais of Van Occupanther, de Midlake. Aquel grupo no le sonaba de nada.

Esparcidos por el suelo había varios cojines enormes tapizados con motivos florales de colores muy chillones; aunque en principio no parecía que combinaran demasiado bien, lo cierto es que el efecto era bastante agradable. Seguramente debían de ser más caros que el tresillo que Gibbs tenía en su casa. Entre los cojines había tazas de cerámica de aspecto artesanal que también debían de ser muy caras; en el interior de algunas había colillas de cigarrillos, y ceniza en los platos. Debajo de la mesa de cristal había algunos papeles de liar cigarrillos de la marca Eizla y cajas de comida para llevar. Daba la impresión de que un grupo de vagabundos hubiese irrumpido en la casa de un diseñador de interiores para celebrar una fiesta.

Cuando entró en la habitación, detrás de Oonagh, Cordy O’Hara tenía las manos apoyadas en los hombros de su hija; sujeto en una bandolera de tela, colgada del cuello, llevaba a un bebé. Parece que tenga un brazo roto.

—Lo siento —dijo—. Tenía que cambiar a Ianthe. Disculpe el desorden. Desde que he tenido a mi segundo hijo, me temo que me veo obligada a convivir con la suciedad… Estoy demasiado agotada para limpiar el apartamento. Oonagh, este señor es Chris. Es policía. ¿Te acuerdas de aquel otro policía, Sam? Pues Chris trabaja con él.

A Gibbs no le gustaba que se refirieran a la gente por el nombre de pila —no le había dicho a Cordy que podía llamarle Chris—, pero no dijo nada. Hizo lo que habría hecho Sellers en su lugar y empezó por decirle a Oonagh que no tenía por qué preocuparse. La niña solo tenía seis años, de modo que no comentó el hecho de que había mentido a Kombothekra cuando este la interrogó. Simplemente dijo:

—Oonagh, tú y Amy os mandabais correos electrónicos desde que ella se fue a España, ¿verdad?

Gibbs dirigió a Cordy O’Hara una mirada de advertencia. Ella sabía que Amy estaba muerta, pero Oonagh no, y él no quería que se enterara en aquel momento. La niña intentó esconderse entre las faldas de su madre y bajó hacia la alfombra sus ojos, abiertos como platos. Era el vivo retrato de su madre: delgada, rostro peloso y pelo de color zanahoria.

—Su padre la ayudaba a escribir los mensajes —explicó Cordy—. Cuando Oonagh dijo que no había estado en contacto con Amy desde que ella había dejado la escuela no era consciente de que estaba mintiendo. No hasta que hablé con Dermot.

—No importa —repuso Gibbs. Odiaba las situaciones que requerían sensibilidad de su parte—. Oonagh, nadie está enfadado contigo, pero tengo que hacerte algunas preguntas. ¿Recuerdas si en alguno de esos mensajes le preguntaste a Amy si todo iba bien cutre ella y su madre?

Oonagh asintió con la cabeza.

—¿Tenías algún motivo para pensar que las cosas podían no ir bien entre ellas?

—No —contestó la niña con un hilo de voz.

—¿Te parecía extraño que Amy nunca te contestara a las preguntas que le hacías sobre su madre?

—No.

—Oonagh, cielo, debes contarle la verdad a Chris.

Gibbs desconfió de inmediato. Cordy O’Hara se disculpó con él encogiéndose de hombros.

—He intentado que me lo contara, pero Amy solía pedirle que guardara los secretos, montones de ellos, ¿no es así, cielo?

Oonagh se contoneó, brincando con un pie y luego con el otro.

—Oonagh, si nos cuentas eso serás de gran ayuda a Amy —dijo Gibbs—. Sea lo que sea.

—Por favor, ¿puedo poder ir al baño? —le preguntó la niña a su madre.

Cordy asintió con la cabeza y Oonagh abandonó el salón.

—Por favor, vuelve enseguida, cariño —le gritó Cordy—. En la escuela les enseñan a decir «Por favor, ¿puedo…?», pero no soy capaz de hacerle entender que no es necesario decir «poder».

—Si no quiere hablar conmigo, intente que se lo cuente a usted cuando me haya ido —dijo Gibbs.

—Lo he intentado infinidad de veces. —Cordy se metió el pelo detrás de las orejas llenas de piercings—. Oonagh cree que a la gente que revela sus secretos le suelen ocurrir cosas horribles; resulta exasperante. Recuerdo que en una ocasión, hace mucho tiempo, me la encontré llorando en la cama en plena noche. Estaba muy angustiada. Lucy Bretherick… A veces esa niña podía ser tremenda… Pues Lucy intimidó a Oonagh para que le revelara uno de los secretos de Amy… A la pobre la aterrorizaba que Amy se enterara y que le mandara un monstruo para que la asustara por la noche.

—¿Y cuál era ese secreto? preguntó Gibbs.

—Nunca conseguí que me lo contara. Si ya se sentía muy mal después de habérselo contado a Lucy, imagínese lo que supondría el hecho de contármelo a mí, ¡pobrecilla!

En aquel mismo momento, Gibbs decidió que si algún día Debbie y él decidían tener un hijo, la regla número uno sería no tener secretos con papá y mamá, jamás.

—Me siento culpable —dijo Cordy—. Cuando Amy se mudó, me sentí profundamente aliviada. Desde que ella se fue, Lucy y Oonagh empezaron a ser…, en fin, dos niñas normales. Sin embargo, mientras las tres estaban juntas… —Cordy se estremeció—. Fui muy cobarde; ahora me avergüenzo de mí misma. Nunca debí permitir que Oonagh presenciara escenas como esas. No es de extrañar que se traumatizara cuando Lucy la atormentó hasta que no pudo más y le reveló el secreto de Amy.

—¿Escenas? —preguntó Gibbs.

—En realidad fue solo una, aunque se repitió una y otra vez. Lucy aprovechaba cualquier oportunidad para decirle a Amy: «Mi madre me quiere más que a nada en el mundo, y la madre de Oonagh la quiere más que a nada en el mundo, pero la tuya no te quiere, Amy». ¡Oh, era algo horrible! —Cordy se apretó el pecho con la mano—. Además, no era verdad. Encarna quería a Amy con toda su alma. Sin embargo, odiaba ser madre, pero eso no es lo mismo. Era sincera al decir lo mucho que le costaba… y esa era una de las razones por las que me caía bien. Decía cosas que nadie más se hubiera atrevido a decir.

—¿Cómo reaccionaba Amy cuando Lucy le decía que su madre no la quería?

—Se ponía a temblar…, temblaba literalmente, muy angustiada, y gritaba: «¡Sí me quiere!». Entonces, Lucy trataba de demostrarle que se equivocaba, como un abogado que intenta desmontar la declaración de un testigo en un juicio. «No, no te quiere», decía, con aire de suficiencia, y luego enumeraba su larga lista de pruebas: «Tu madre siempre está enfadada contigo, no te sonríe, dice que odia los sábados y los domingos porque tú estás en casa…», y así sin parar.

—¿Delante de usted?

—No, en la habitación de Oonagh, aunque la oí en varias ocasiones. Sé que Geraldine también la había oído, porque una vez saqué a relucir el tema y vi de inmediato una expresión de culpabilidad en su rostro, se cerró en banda; fue como si yo no hubiese abierto la boca. Lo único que Geraldine no estaba dispuesta a admitir era que había cometido errores. ¡Oh…! —Cordy hizo un gesto con la mano ante Gibbs, como si quisiera borrar su último comentario—. Yo no creo que fuera culpa suya, evidentemente… Los niños tienen su propia personalidad desde que nacen… Sin embargo, Geraldine y Mark habían establecido unos roles muy concretos en su matrimonio y en su familia. El trabajo de Mark consistía en ser brillante y tener éxito, y el de Geraldine en ocuparse de Lucy; si ella admitía que Lucy podía ser mala y disfrutar con ello, entonces debía reconocerse a sí misma que había fracasado en su cometido: educar a la hija perfecta. Y en la familia de Geraldine todo tenía que ser perfecto: ponía tanto entusiasmo en todo, que era totalmente incapaz de admitir que su hija pudiera tener algún defecto.

»No sé si alguien le habrá dicho esto, y no tenía intención de hacerlo, pero… —Cordy respiró profundamente—. Lucy Bretherick no era una niña simpática. Era inteligente, seria, brillante, sí, pero ¿simpática? Decididamente no. ¿Recuerda que le he dicho que me sentí muy aliviada cuando Amy se fue?».

Gibbs asintió con la cabeza.

—Suena espantoso y, evidentemente, siento mucho que haya muerto, pero… Saber que Oonagh ya no pasará más tiempo con Lucy me ha quitado un gran peso de encima.

—Después de que Amy se fuera, ¿Lucy empezó a atormentar a Oonagh?

Cordy negó con la cabeza.

—Como ya le he dicho, todo iba bien. Sin embargo, solo tenían seis años, y todo matón necesita un compinche. Me imagino que ese era el papel que Lucy interpretaba en la imaginación de Oonagh… La estaba preparando para ello, de forma muy sutil.

A Gibbs le pareció absurdo lo que decía, pero no dijo nada.

—Oonagh preguntó por Patrick en un par de mensajes —dijo.

Cordy asintió con la cabeza.

—A todas las niñas les encantaba. Solía jugar con ellas. Les parecía muy guapo.

Estas últimas palabras desorientaron a Gibbs. Así pues, Oonagh había conocido a Patrick. ¿Dónde? ¿En casa de Amy Oliva? ¿Acaso Encarna había exhibido a su amante ante las narices de su marido?

—¿Sabe cuál es el apellido de Patrick? —preguntó Gibbs.

Oonagh había vuelto al salón. Estaba en el umbral de la puerta, mirando a Gibbs con una expresión que casi rozaba el desprecio.

—Patrick no tiene apellido, tonto.

—¡Cariño! ¡No te permito que le hables así a nadie! ¡Chris es policía!

—Me han dicho cosas peores —repuso Gibbs—. ¿Cuál es el apellido de Patrick?

Cordy frunció el entrecejo.

—Supongo que debería de tener uno, puesto que está registrado oficialmente o lo que sea, o para los controles sanitarios. Buena pregunta: podría ser cualquiera de los dos, me imagino. Pero yo me inclino por Oliva, como Amy.

Ahora Gibbs estaba seguro de que ocurría algo extraño.

—¿Registrado oficialmente? —preguntó.

Entonces se le encendió una lucecita y Cordy O’Hara adoptó una expresión avergonzada, casi de culpabilidad.

—Ah, ya, usted no lo sabe. Patrick es el gato de Amy —explicó—. Un gato enorme de pelo leonado. Todas las niñas lo adoraban.