Viernes, 10 de agosto de 2007
Apenas oigo el ruido de la llave en la cerradura, arrastro la camilla de masaje a fin de que quede entre el lugar donde estoy y la puerta. El entra en la habitación; no sonríe, y su rostro carece de expresión. En la mano izquierda tiene la pistola y en la derecha la jeringa, que está llena.
—¡No! —exclamo—. No, por favor. Ha pasado demasiado poco tiempo desde la última vez…
—¿Por qué no estás tumbada con las piernas en alto contra la pared, como te dije que hicieras?
—No serviría de nada —le digo—. Antes no te lo dije porque temía que te enfadaras, pero… No puedo tener más hijos.
—¿Qué?
Su rostro se contrae.
—Después de que naciera Jake tuve problemas. —Conozco las palabras y los detalles para conseguir que esta mentira suene convincente. Conozco el nombre de toda clase de enfermedades ginecológicas gracias al montón de libros que leí cuando estaba embarazada de Zoe. ¿Por qué no soy capaz de recordar ninguna?—. Soy estéril. Por mucho que me tumbe con las piernas en alto, nunca me quedaré encinta. Lo siento. Tendría que habértelo contado de entrada.
Él se echa a reír.
—Estéril. ¿Y por qué no decir que padeces una extraña enfermedad genética que podría heredar cualquiera de tus hijos? Evidentemente, no podías decir algo así a causa de Zoe y Jake.
—No estoy mintiendo, te lo juro por mi vida.
—Júralo por la vida de tus hijos.
No, eso no.
—No. Nunca haría eso. Te estoy diciendo la verdad, Mark.
—No me llamo así.
—¿Cómo te llamas?
Baja los ojos y se queda mirando los brazos, cabizbajo.
—William Markes. Tu primera suposición era correcta.
Deja la jeringa sobre la camilla de masaje y me apunta a la cara con la pistola, sosteniéndola con ambas manos.
—Vamos a jugar a la ruleta de la conciencia —dice—. Dentro de un minuto te preguntaré si eres estéril. Si lo eres y resulta que me estás diciendo la verdad, te dejaré ir. Podrás volver a casa. Lo que yo quiero, Sally, lo que necesito es una familia. Una familia feliz. Y si tú no puedes dármela, no eres la mujer que busco. Sin embargo, si no eres estéril, te quedarás aquí conmigo. Y si me mientes y me dices que lo eres cuando en realidad no es así, te mataré. ¿Queda claro? Sabré que estás mintiendo. De hecho, ya lo sé.
La pistola emite un ruido seco.
—No soy estéril —digo, antes de que me pregunte—. Lo siento. No volveré a mentirte.
—¿Por qué estás llorando? Soy yo quien debería llorar. —Respira profundamente, muy despacio—. Túmbate en la camilla.
Haciendo acopio de todas mis fuerzas, digo:
—Por favor, ¿me dejas… que lo haga yo? —pregunto, señalando la jeringa.
—La fastidiarías deliberadamente.
—No. Te lo prometo.
—Si lo haces, usaré esto. —Mueve la pistola en el aire—. Pero no para matarte. Te dispararé en la rodilla o en el pie.
—Te juro que lo haré como es debido —balbuceo, desesperada.
—Estupendo, porque te voy a vigilar muy de cerca. No soy estúpido. Si intentas sabotear nuestra familia, lo sabré.
—¡No!
Todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo emiten una señal de pánico. Ojalá me hubiese dejado inconsciente más tiempo, para siempre. Ha dicho que si mentía, me mataría. Entonces, ¿por qué no lo hago? Miedo. Terror. Ningún deseo de vivir, así no.
—No mientras tú me vigilas. ¡Por favor!
—¿No? —Se acerca a la ventana y me da la espalda—. Quieres aprovecharte de mí. Lo hacen todos, siempre, porque soy débil. No sé imponerme. ¿Crees que no sé qué eres tú y no yo quien tiene todo el poder? ¿Crees que tienes que restregármelo por las narices por si no me había dado cuenta?
—Yo… No sé de qué me hablas —digo, entre sollozos.
—Yo te necesito más que tú a mí. Piensa en cómo te sentirías en mi lugar. Tú no me necesitas para nada, y no me quieres. Por eso me hace falta una pistola y una jeringa y cerraduras en todas las puertas. Y ahora me pides que salga de esta habitación, que deje en tus manos lo que más me importa en este mundo, cuando me mentiste desde que pusiste los pies en esta casa. ¿Te parece justo? ¿Te parece bien?
—Si dejas que yo me ocupe de eso, intentaré por todos los medios que salga bien. Te lo prometo. Si quieres que te ayude, tienes que empezar a pensar en lo que quiero yo y no solo en lo que tú quieres.
—¿Por qué te molesta tanto? —me espeta—. ¿Por qué das tanta importancia a ese pequeño detalle? Ya he visto tu cuerpo. Lo he tocado, centímetro a centímetro.
Siento algo a punto de estallar en mi interior. No puedo seguir discutiendo. Es inútil: mentalmente, él ya ha rebatido cualquier objeción que yo pueda ponerle.
—Terminemos con esto, por el bien de ambos —dice, cogiendo la jeringa.
Me acerco a la camilla de masaje.
—Espera —dice—. Esta vez no utilizaremos la camilla. He estado buscando en Internet: hay mejores posiciones que tumbarse de espaldas para concebir. Mira. —Apoya las rodillas y las manos sobre la moqueta, sosteniendo la jeringa entre los dientes—. Ponte así —dice, y luego se levanta—. Muy bien.
Me quedo mirando fijamente la moqueta a rayas y, mentalmente, hago una lista de los colores: gris, verde, teja, dorado, naranja. Gris, verde, teja, dorado, naranja. Pero no pasa nada. No siento sus manos levantándome el dobladillo de la bata que me obligó a ponerme tras decidir que mi ropa era un engorro. ¿Por qué tarda tanto?
Durante un maravilloso instante, imagino que está muerto y que si me doy la vuelta lo veré ahí, tieso, la piel grisácea y fría, con la mirada vacía.
—No, creo que así no va a funcionar —dice, con voz irritada—. Vamos a improvisar un poco. Ponte como si quisieras cruzar los brazos, apoyando los codos en la moqueta. No, no… Sí, eso es. Excelente. Y ahora la última fase: extiende los brazos hacia delante, de modo que el trasero quede más arriba que el resto del cuerpo. Sí, así. No te muevas. Perfecto.
Gris, verde, teja, dorado, naranja. Gris, verde, teja, dorado, naranja.
La oscuridad se cierne sobre mí. Vuelvo la cabeza para mirar hacia arriba y veo un trozo de tela. No el techo. Noto el movimiento del aire en las piernas y en la espalda. Ha levantado la bata, cubriéndome la cabeza con ella. Me echo a llorar.
—¡Espera! Busca información sobre fertilidad masculina en Internet —le suplico, pero las palabras que salen de mi boca son un balbuceo incomprensible. Solo yo sé lo que quiero decir—. Es más difícil que funcione intentándolo cuatro veces al día que una vez cada dos días. ¡Es verdad!
El no responde.
Noto que algo me roza. No es la jeringa: es algo más blando, un tejido.
—¡Basta, te lo ruego! —exclamo—. Es inútil; ha pasado demasiado poco tiempo desde la última vez. ¡No funcionará! ¿Me estás escuchando? ¡Te juro que no estoy mintiendo!
A mis espaldas oigo una respiración pesada. Cierro los ojos, preparándome para la jeringa, el rostro contra los brazos. Transcurren varios segundos…, no sé cuántos. He olvidado cómo calcular la velocidad a la que se me escapa la vida. No pasa nada.
Al final, cuando ya no soy capaz de aguantar más, levanto la cabeza y me vuelvo. Sostiene la pistola en el aire. La parte inferior de su camisa está manchada de sangre.
—¿Qué…? —digo.
Se echa sobre mí.
—¡Puta! —grita—. ¡Puta asquerosa!
No tengo tiempo de moverme. Veo la pistola sobre mi cabeza y su mano cayendo como un peso muerto. Y luego un gran estruendo, un grito de dolor que lo arrasa todo.
Cuando recupero la conciencia, siento los brazos y las piernas anquilosados. Es lo primero que noto. Levanto las manos para tocarme la cara y la cabeza. Hay algo en torno a mis ojos que tiene una forma extraña: un bulto duro y grande sobre la ceja derecha, como si alguien me hubiese abierto el cráneo para colocarme una pelota de criquet bajo la piel.
Tengo los dedos húmedos. Abro los ojos: es sangre. Ahora lo recuerdo: él me ha golpeado con la pistola. Miro a mi alrededor. Unas lágrimas de gratitud empañan mis ojos al comprobar que no está. No me importa estar en esta habitación mientras él no esté.
Sangre en su camisa. Pero eso fue antes de que me golpeara. ¿Se lastimaría solo? ¿Cómo? Muy despacio, me pongo de pie. En la moqueta hay más manchas de sangre. Pero no en el sitio donde he apoyado la cabeza. No soporto la idea de hacer la inspección más obvia, no después de lo que me ha hecho. Me acerco cojeando hasta mi bolso, saco la agenda, busco la última página que marqué con un asterisco y cuento los días que han transcurrido desde entonces: veintinueve. ¡Oh, Dios mío!
Descubrir el motivo por el que me ha golpeado me asusta tanto como el ruido que emitió la pistola. No puede esperar. Hasta ahí llega su locura. En algún momento de su vida vivió con una mujer y tuvo un hijo; debe de saber muy bien qué significa la sangre.
Ni siquiera es capaz de esperar cinco o seis días.
¿Se habrá rendido conmigo y habrá ido en busca de otra mujer?
Trato de mover el pomo de la puerta. Está cerrada. Me maldigo a mí misma, consciente de lo ridículo que resulta llorar de desilusión. Por un instante he tenido la esperanza de que abandonara la casa en un arrebato de furia y se olvidara de tomar las precauciones habituales.
Sé que se ha ido. Estoy segura de ello. No soporta estar junto a mí, no después de haberlo decepcionado. Tengo que hacer algo. No puedo esperar hasta que mañana venga el lechero. Tengo que hacer algo ahora mismo.
¿Por qué suele decirse que «querer es poder»? La mayoría de la gente nunca se encontrará en una situación como la mía, obligada a recordarse las muchas veces que se ha llenado la boca con ese absurdo tópico.
No puedo derribar la puerta. Es muy resistente, está reforzada por dentro con metal; es una puerta contra incendios. Se cierra pesadamente a menos que alguien —ese hombre, William Markes— la mantenga abierta. Solo me queda la ventana. De doble cristal. La he examinado centenares de veces y he llegado a la conclusión de que no hay forma de romperlo.
Pero debo intentarlo. Corro desde el otro extremo de la habitación, estrellando mi cuerpo contra el cristal seis, siete veces. No se mueve ni un milímetro. Sigo intentándolo hasta que tengo la sensación de que mis brazos y mis hombros están a punto de romperse. Golpeo la ventana con los puños, odiándola por su resistencia.
Uno de los cristales está empañado. Ha estado así desde que llegué, bloqueando lo que ya de por sí es una vista bastante limitada. Nunca se desempaña; es curioso, pero no me había dado cuenta hasta ahora. Humedad, atrapada entre los dos cristales. Lo dial significa que, en alguna parte, el precinto está roto.
Me subo a la camilla de masaje y, después de haber desenroscado el aplique de plástico blanco que hay encima de la bombilla, quito la lámpara de cristal rosa. Luego, con un amplio movimiento rotatorio del brazo, la estampo con todas mis fuerzas contra la ventana. La lámpara se rompe en pedazos. Bajo de la camilla, corro hacia el montón de cristales y escojo el trozo más afilado. Me planteo la posibilidad de utilizarlo para suicidarme, pero descarto la idea de inmediato; si lo que quiero es morir, le habría podido mentir a William Markes y dejar que me disparara… Habría sido mucho más sencillo.
Empleando la punta más afilada del triángulo de cristal rosa, empiezo a cortar con mucho cuidado el precinto de goma gris de la parte superior de la ventana. Noto pinchazos en las plantas de los pies. Dejo lo que estoy haciendo para examinarlas y veo que están sangrando: me he clavado algunos trocitos de cristal. Trato de no pensar en el dolor y sigo cortando el precinto. Me da igual el tiempo que tarde. No pienso parar. Me pasaré el resto de mi vida cortando el ángulo de esta ventana.
Después de lo que me parecen horas, logro hacer saltar un trozo de goma con mi improvisado punzón. ¡Sí! Dejo el trozo de cristal en el suelo, agarro la goma y tiro de ella con todas mis fuerzas. La tira cede y el cristal de la ventana se mueve ligeramente. He conseguido que ceda el precinto.
Estoy demasiado exhausta para romper nada. Empujo la camilla de masaje y me dispongo a desenroscar la pata metálica del medio, girándola en sentido contrario al de las agujas del reloj. Se resiste, y me lleva un poco de tiempo. Canto en voz baja: «Annie Manzana dice “Aah”, dice “Aah”, dice “Aah”». Es la canción del alfabeto que Zoe ha aprendido en la guardería. Cuando llegue a la zeta, ya habré terminado, me digo. Seré libre. «Annie Manzana dice “Aah”, y es del señor A. Ben Bota dice “Bah”, dice “Bah”, dice “Bah” y va botando hasta su casa. Charlie Canario…».
Lo he conseguido. En mi mano tengo la pata metálica. Está hueca, pero es bastante pesada. Tiene que servir.
Corriendo desde la otra punta de la habitación, golpeo la parte central de la ventana con la pata metálica. El cristal se rompe. Se resquebraja y luego cae como si fuera un montón de confetis traslúcidos.
Me cuelgo el bolso del hombro, dispuesta a salir.